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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (34 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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Me cogió la barbilla con una mano y me levantó la cara hacia sí. Se llevó la otra mano al pecho, justo debajo del pezón derecho, e hizo brotar sangre de la pálida piel. Le corrió por el pecho formando una línea escarlata brillante. Intenté apartarme, pero sus dedos me apresaban la mandíbula como un cepo.

—¡No! —grité.

Lo golpeé con la mano izquierda. Me agarró la muñeca y la sujetó. Me apoyé en el suelo con la mano derecha y empujé con las rodillas. Atrapada por la mandíbula y la muñeca, me sentía como una mariposa en un alfiler. Podía moverme, pero no escapar. Me senté en el suelo, de forma que tendría que estrangularme o bajarme al suelo. Me bajó.

Le di una patada con todas mis fuerzas y acerté en la rodilla. Los vampiros pueden sentir dolor. Me soltó la mandíbula tan repentinamente que caí hacia atrás. Me agarró por las muñecas y me obligó a arrodillarme, sujetándome por los costados con las piernas. Se sentó en la silla; con las rodillas controlaba la parte inferior de mi cuerpo, y sus manos eran como grilletes en mis muñecas.

Una risa aguda y musical llenó la habitación. Nikolaos estaba a un lado, observándonos. Su risa resonó por la estancia, cada vez más fuerte, como una música enloquecida.

Jean-Claude me cogió las dos muñecas con una mano, sin que pudiera oponerme, y me acarició la mejilla con la mano libre, recorriéndome la línea del cuello. Tensó los dedos al llegar a la nuca y empezó a apretar.

—No, por favor, Jean-Claude.

Me acercaba la cara más y más a la herida del pecho. Forcejeé, pero sus dedos parecían soldados a mi cabeza; formaban parte de mí.

—¡No!

La risa de Nikolaos se convirtió en palabras.

—En cuanto se raspa el barniz, todos somos muy parecidos.

—¡Jean-Claude! —grité.

Su voz sonó como el terciopelo, cálida y oscura, y me atravesó la mente.

—Sangre de mi sangre, carne de mi carne, dos mentes con un solo cuerpo, dos almas fundidas en una. —Durante un momento intenso pude verlo, sentirlo: la eternidad con Jean-Claude. Sus caricias… para siempre. Sus labios. Su sangre…

Parpadeé y descubrí que casi le rozaba la herida del pecho con los labios. Estaba tan cerca que podría lamerla.

—¡No, Jean-Claude! —grité—. ¡Jean-Claude! ¡Dios mío, ayúdame!

Oscuridad y una mano que me aferraba el hombro. Ni siquiera lo pensé; el instinto tomó el mando. Cogí la pistola de la cabecera de la cama y la empuñé. Una mano me atrapó el brazo bajo la almohada, manteniendo la pistola apuntada a la pared, y un cuerpo se apretó contra el mío.

—Anita, Anita, soy Edward. ¡Mírame!

Parpadeé y vi a Edward, que me había inmovilizado los brazos y tenía la respiración acelerada. Miré la pistola y volví a mirar a Edward. Seguía sujetándome los brazos; no podía reprochárselo.

—¿Estás bien? —preguntó. Asentí—. Di algo, Anita.

—He tenido una pesadilla.

—Y tanto —dijo, sacudiendo la cabeza. Me soltó lentamente, y yo devolví la pistola a su funda—. ¿Quién es Jean-Claude? —preguntó.

—¿Por qué?

—Estabas gritando su nombre.

Me toqué la frente y la noté toda sudada. La ropa que me había puesto para dormir y la sábana estaban empapadas. Aquellas pesadillas empezaban a ponerme de los nervios.

—¿Qué hora es? —La habitación parecía demasiado oscura, como si se hubiera puesto el sol. Se me hizo un nudo en el estómago. Si oscurecía pronto, Catherine no tendría salvación.

—No te asustes; sólo está nublado. Todavía faltan cuatro horas para que anochezca.

Respiré profundamente, llegué al baño dando tumbos y me eché agua fría en la cara y el cuello. La imagen que me devolvió el espejo estaba pálida como un fantasma. Aquel sueño, ¿había sido cosa de Jean-Claude o de Nikolaos? Si había sido Nikolaos, ¿tendría control sobre mí? Otra pregunta para la que no tenía respuesta. Nunca tenía respuesta para nada.

Cuando regresé, Edward estaba sentado en el sillón blanco. Me observaba como si fuera un insecto interesantísimo que no hubiera visto hasta entonces. Pasé de él y llamé a Catherine al trabajo.

—Hola, Betty, soy Anita Blake. ¿Está Catherine?

—Buenas tardes, señorita Blake. Creía que sabía que la señorita Maison estará ausente de la ciudad del trece al veinte, por un juicio.

Catherine me lo había dicho, pero se me había olvidado. Por fin tenía un poco de suerte. Ya iba siendo hora.

—No me acordaba, Betty. Muchas gracias. Se lo agradezco más de lo que imagina.

—Me alegro de haber resultado de ayuda. La señorita Maison ha programado la primera prueba de los vestidos de las damas de honor para el día veintitrés. —Lo dijo como si aquello tuviera que hacerme sentir mejor. No era el caso.

—Lo recordaré. Adiós.

—Adiós, buenas tardes.

Colgué y llamé a Irving Griswold. Era periodista del
Saint Louis Post-Dispatch
. También era hombre lobo. Irving el hombre lobo. Sonaba bastante ridículo, pero ¿qué nombre podría sonar bien? Charles el hombre lobo, ni de coña. ¿Justin, Oliver, Wilbur, Brent…? No.

Irving contestó después de que sonara tres veces.

—Soy Anita Blake.

—Vaya, hola, ¿qué hay? —Sonaba receloso, como si sólo lo llamara para pedirle cosas.

—¿Conoces a algún hombre rata?

Guardó un silencio casi demasiado prolongado.

—¿Por qué lo preguntas? —dijo al fin.

—No puedo decírtelo.

—Eso significa que quieres ayuda pero no sacaré nada a cambio.

—Más o menos —confesé después de suspirar.

—Entonces, ¿por qué iba a ayudarte?

—No te pongas plasta, Irving. Te he dado un montón de exclusivas. Te ganaste el primer artículo de portada gracias a mí, así que corta el rollo.

—¿No estás un poco quisquillosa?

—¿Conoces a algún hombre rata o no?

—Sí.

—Necesito enviarle un mensaje al rey.

—Veo que no te andas con chiquitas. —Emitió un silbido que sonó muy agudo a través del teléfono—. Podría concertarte una reunión con el hombre rata que conozco, pero no con su rey.

—Quiero que le transmitan un mensaje al rey. ¿Tienes un boli a mano?

—Siempre —dijo.

—Los vampiros no me cogieron, y no hice lo que querían.

Irving me lo leyó y se lo confirmé.

—¿Estás metida en algo con vampiros y hombres rata y no me das la exclusiva?

—Esto no lo publicaría nadie, Irving. Es un asunto demasiado turbio.

—De acuerdo —dijo tras una pausa—. Lo intentaré. Esta noche te digo algo.

—Gracias, Irving.

—Ten cuidado, Blake. Me jodería un huevo perder a mi mejor fuente de primeras planas.

—Y a mí que la perdieras —dije.

Acababa de colgar cuando volvió a sonar el teléfono. Lo cogí sin pensarlo. El teléfono suena y una contesta; son años de práctica, y no hace lo suficiente que tengo contestador para haber perdido el hábito.

—¿Anita? Soy Bert.

—Hola, Bert. —Suspiré en silencio.

—Sé que estás trabajando en el caso de los vampiros, pero tengo una cosa que puede interesarte.

—Ya estoy metida hasta más allá de las cejas. De hecho, un poco más y puede que no vuelva a ver la luz del día. —Pensaréis que Bert me preguntaría si me había pasado algo o cómo me iba. Qué va; mi jefe no es de esos.

—Ha llamado Thomas Jensen.

—¿Ha llamado Jensen? —Me enderecé.

—Así es.

—¿Nos va a dejar hacerlo?

—No nos va a dejar; te va a dejar. Ha pedido expresamente que seas tú. He intentado convencerlo de que se puede ocupar otro, pero no hay manera. Y tiene que ser esta noche; tiene miedo de echarse atrás.

—Mierda —dije en voz baja.

—¿Lo llamo para cancelarlo, o puedes darle hora?

¿Por qué tenía que suceder todo a la vez? Una de tantas preguntas retóricas de la vida.

—Me reuniré con él en cuanto oscurezca del todo.

—Esta es mi chica. Sabía que no me dejarías colgado.

—No soy tu chica, Bert. ¿Cuánto te paga?

—Treinta mil dólares. Y ya ha llegado un adelanto de cinco mil por mensajero.

—Eres un cerdo.

—Sí, y no veas lo rentable que me resulta. —Colgó sin despedirse. El rey de la simpatía.

—¿Acabas de aceptar un encargo de levantar muertos esta noche? —me preguntó Edward mirándome.

—Más bien de ponerlos a descansar, pero sí.

—¿Te cuesta levantar muertos?

—¿Que si me cuesta? —pregunté.

—Si te consume energía, resistencia, fuerza… —Se encogió de hombros.

—A veces.

—¿Y este trabajo? ¿Te hará gastar energía?

—Sí —dije con una sonrisa.

—No puedes permitirte el lujo de consumirte, Anita —dijo, sacudiendo la cabeza.

—Tampoco consume tanto. —Respiré profundamente e intenté encontrar la forma de explicárselo a Edward—. Thomas Jensen perdió a su hija hace veinte años. Hace siete encargó que la levantaran como zombi.

—¿Y qué?

—Se había suicidado. Entonces nadie sabía por qué. Más adelante se descubrió que el señor Jensen había abusado sexualmente de ella, y eso era lo que la había empujado al suicidio.

—Y encargó que la levantaran —dijo Edward con una mueca—. No querrás decir que…

—No, no —negué, agitando las manos como si quisiera borrar una imagen repentina y vívida—. No es eso. Tenía remordimientos y la levantó para pedirle perdón.

—¿Y?

—Ella no quiso perdonarlo.

—No entiendo nada —dijo, sacudiendo la cabeza.

—La había levantado para hacer las paces, pero ella había muerto odiándolo, temiéndolo. La zombi se negó a perdonarlo, de modo que no la devolvió a la tierra. La retuvo a su lado mientras se le iban deteriorando la mente y el cuerpo, como una especie de castigo.

—Joooder…

Abrí el armario y saqué la bolsa de deporte. Edward llevaba la suya llena de armas; yo llevaba en la mía los trastos de reanimadora. A veces llevaba también el kit de cazar vampiros. En el fondo de la bolsa estaba la caja de cerillas que me había dado Zachary, y me la guardé en el bolsillo del pantalón. No creo que Edward me viera. Para que pille una pista, es necesario que se siente delante de él y se ponga a ladrar.

—Jensen ha accedido por fin a devolverla a la tierra si me encargo yo, y no puedo negarme —dije—. Es casi una leyenda entre los reanimadores. Lo más parecido que tenemos a una historia de fantasmas.

—¿Y por qué esta noche? Si ha esperado siete años, ¿por qué no unas cuantas noches más?

—Ha insistido —contesté mientras seguía metiendo cosas en la bolsa—. Le da miedo echarse atrás si tiene que esperar. Además, puede que yo no esté viva dentro de unas cuantas noches. Podría darle por no permitir que lo hiciera otra persona.

—No es tu problema. Tú no levantaste su zombi.

—No, pero soy reanimadora antes que cualquier otra cosa. Lo de matar vampiros es… un servicio suplementario. Soy reanimadora, y no es sólo un trabajo.

—No entiendo muy bien por qué, pero entiendo que tienes que hacerlo. —Seguía mirándome.

—Gracias.

—Tú misma. —Sonrió—. ¿Te importa que te acompañe, para asegurarme de que nadie acaba contigo mientras?

—¿Has visto alguna vez levantar un zombi? —Lo miré de reojo.

—No.

—No serás escrupuloso, ¿verdad? —Sonreí mientras lo decía.

Me miró fijamente; sus ojos azules se habían vuelto fríos de pronto. Se le había transformado la cara: no había nada, ninguna expresión, salvo aquella terrible frialdad, aquel vacío. En una ocasión, un leopardo me había mirado así desde detrás de los barrotes de su jaula, sin ninguna emoción que yo pudiera entender, con unos pensamientos tan ajenos como si procedieran de otro planeta. Un ser que podía matarme con eficacia, porque aquello era lo que haría si tuviera hambre o si lo molestara.

No me desmayé ni salí a toda leche de la habitación, pero me costó lo mío.

—Ya lo has dejado claro, Edward. Corta el rollo del asesino perfecto y vámonos.

Sus ojos no recuperaron la normalidad al instante, sino que tuvieron que ir adaptándose, como cuando el alba se abre paso por el cielo.

Esperaba que Edward no me mirara nunca en serio de aquel modo, porque uno de los dos moriría. Probablemente, yo.

CUARENTA Y TRES

La oscuridad de la noche era casi absoluta. Unos nubarrones densos ocultaban el cielo; el viento, con olor a lluvia, susurraba a ras de suelo.

La lápida de Iris Jensen era de mármol blanco y liso. Tenía un ángel casi de tamaño natural, con las alas extendidas y los brazos abiertos en ademán acogedor. Todavía se podía leer, a la luz de la linterna,
AMADA HIJA, TRISTEMENTE AÑORADA
. El mismo hombre que había encargado el ángel, el que la añoraba tristemente, había abusado de ella. Se había suicidado para huir de él, y él la había obligado a regresar. Por eso estaba yo en la oscuridad, esperando a los Jensen; no por él, sino por ella. Aunque sabía que ya no quedaba nada de su mente, quería que Iris Jensen descansara en paz.

No era algo que pudiera explicarle a Edward, así que ni lo intenté. Un roble enorme montaba guardia sobre la tumba vacía. El viento soplaba entre las hojas, y las hacía agitarse y susurrar. Era un sonido demasiado seco, como si fueran hojas de otoño y no de verano. El aire era fresco y húmedo; teníamos la lluvia casi encima. Por una vez, no hacía un calor insoportable.

Había llevado un par de gallos, que cacareaban dentro de su jaula, junto a la tumba. Edward estaba apoyado en mi coche con las piernas cruzadas y los brazos relajados. Yo tenía la bolsa de deporte abierta en el suelo, a mi lado; la hoja del machete brillaba en el interior.

—¿Dónde está? —preguntó Edward.

—Ni idea —dije, negando con la cabeza. Hacía casi una hora que era noche cerrada. El terreno del cementerio estaba casi completamente pelado; sólo unos pocos árboles tachonaban las colinas. Ya deberíamos haber visto llegar las luces del coche por el camino de grava. ¿Dónde estaba Jensen? ¿Se habría echado atrás?

—Esto me da mala espina, Anita. —Edward se apartó del coche y se situó a mi lado.

A mí tampoco me hacía mucha gracia, pero…

—Vamos a esperar un cuarto de hora más. Si para entonces no ha llegado, nos largamos.

—Aquí no hay muchos lugares donde ponerse a cubierto —dijo Edward mirando alrededor.

—No creo que tengamos que preocuparnos por los francotiradores.

—Me dijiste que te habían disparado, ¿no?

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