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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (39 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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Sentí en el brazo un dolor punzante e inmediato, pero una fina línea escarlata surcaba su estómago plano. Le sonreí. Entrecerró los ojos ligeramente. ¿El poderoso guerrero estaba inquieto? Ojalá.

Me aparté de él. Aquello era ridículo. Los dos íbamos a morir, trozo a trozo. Qué diablos. Ataqué. Lo pillé por sorpresa, y retrocedió. Me agazapé como él, y empezamos a girar por la habitación.

—Sé quién es el asesino —dije entonces.

Burchard arqueó las cejas.

—¿Cómo dices? —preguntó Nikolaos.

—Sé quién está matando vampiros.

Burchard me alcanzó de repente y me hizo un corte en la camiseta. No me dolió. Estaba jugando conmigo.

—¿Quién? —Dijo Nikolaos—. Dímelo o mato a este humano.

—Cómo no —dije.

—¡No! —gritó Zachary. Se volvió para dispararme, y la bala pasó silbando por encima de mi cabeza. Burchard y yo nos tiramos al suelo.

Edward gritó. Me incorporé a medias para correr hacia él. Tenía el brazo retorcido en un ángulo imposible, pero estaba vivo.

La pistola de Zachary disparó dos veces; Nikolaos se la quitó y la arrojó al suelo. Lo agarró, se lo apretó contra el cuerpo y lo mantuvo sujeto por la cintura. Nikolaos lanzó la cabeza hacia abajo. Zachary gritó.

Burchard estaba de rodillas contemplando el espectáculo. Le clavé el cuchillo en la espalda, con fuerza, hasta la empuñadura. La columna se le puso rígida, e intentó arrancarse la hoja con una mano. No esperé a ver si lo conseguía; saqué el otro cuchillo y se lo hundí en la garganta. La sangre me chorreó por la mano cuando lo saqué. Volví a apuñalarlo, y cayó lentamente hacia delante hasta dar con la cara en el suelo.

Nikolaos dejó caer a Zachary y se volvió, con la cara y el vestido rosa manchados de sangre. Tenía salpicaduras en los leotardos blancos. Zachary tenía el cuello desgarrado; estaba tendido en el suelo, intentando respirar, pero todavía vivo.

Nikolaos miró el cadáver de Burchard y gritó. Fue un aullido salvaje y doloroso, espectral, que resonó por toda la habitación. Corrió hacia mí con las manos extendidas. Le lancé el cuchillo y lo apartó de un manotazo. Me golpeó, y la fuerza de su cuerpo me arrojó al suelo con ella encima. Seguía gritando sin parar, y me sostenía la cabeza a un lado, pero no con ningún truco de control mental, sino por la fuerza.

—¡Nooo! —grité.

Sonó un disparo, y Nikolaos se sacudió, una vez, dos. Se incorporó y noté el viento. Empezaba a arreciar en la habitación como el principio de una tormenta.

Edward estaba apoyado en la pared y empuñaba la pistola que había soltado Zachary. Nikolaos fue a por él, y Edward le vació el cargador en el cuerpo de apariencia frágil. Ella ni se inmutó.

Me incorporé y la observé acercarse a Edward, que le lanzó el arma vacía. De repente estaba encima de él, empujándolo contra el suelo.

La espada estaba allí al lado; era casi tan alta como yo. La desenvainé. Era pesada y difícil de manejar, y me cansaba el brazo. La levanté por encima de la cabeza, me apoyé la hoja en el hombro y eché a correr hacia Nikolaos, que hablaba de nuevo con la voz aguda y cantarina.

—Voy a hacerte mío, mortal. ¡Mío!

Edward gritó, y no pude ver por qué. Blandí la espada y dejé que el peso la hiciera caer hacia delante, como corresponde. Alcanzó a Nikolaos en el cuello, con un impacto viscoso. La hoja se detuvo al tocar hueso, y la saqué de un tirón. Al caer, la punta arañó el suelo.

Nikolaos se volvió hacia mí y empezó a ponerse en pie. Levanté la espada, acompañando el movimiento con todo el cuerpo, y le pegué un tajo. Se oyó un crujir de huesos, y fui a parar al suelo mientras Nikolaos caía de rodillas. La cabeza le colgaba aún de unos hilillos de carne y piel. Parpadeó e intentó levantarse.

Grité y levanté la espada con todas mis fuerzas. Le acerté en mitad del pecho, y acompañé el golpe con el peso de mi cuerpo, clavándola más. La sangre chorreaba. Inmovilicé a Nikolaos contra la pared; la hoja le salió por la espalda y rascó el muro mientras ella se deslizaba hacia abajo.

Caí de rodillas junto al cadáver. Sí, el cadáver. ¡Estaba muerta!

Miré a Edward. Tenía el cuello ensangrentado.

—Me ha mordido —dijo.

A mí me costaba respirar, pero era maravilloso. Estaba viva, y ella no. ¡Ella no, joder!

—No te preocupes, Edward, te ayudaré. Queda un montón de agua bendita. —Sonreí.

Él me miró durante un momento y se echó a reír, y yo con él. Todavía estábamos riendo cuando los hombres rata empezaron a entrar por el túnel. Rafael, el rey de las ratas, contempló la carnicería con sus ojos negros como botones.

—Está muerta —dijo.

—Ding, dong, la bruja está muerta —dije yo.

—La bruja vieja y malvada —medio cantó Edward, uniéndose a la tonada.

Nos echamos a reír otra vez, y Lillian, cubierta de pelo, se puso a curarnos las heridas. Empezó por Edward.

Zachary seguía tendido en el suelo. La herida de la garganta se le empezaba a cerrar, y la piel le estaba cicatrizando. Viviría, si aquello se podía considerar vida.

Me agaché para recoger el cuchillo y me acerqué a él. Las ratas me contemplaban, pero nadie interfirió. Me arrodillé junto a él y le rasgué la manga de la camisa, dejando al descubierto el
gris-gris
. Él seguía sin poder hablar, pero abrió los ojos desmesuradamente.

—¿Recuerdas cuando traté de tocarlo con mi sangre? Me detuviste. Parecías asustado, y no entendí por qué. —Me senté junto a él y contemplé su curación—. Todos los
gris-gris
necesitan algo; en este caso, sangre de vampiro, y siempre hay algo que no se debe hacer nunca, o la magia se extingue. ¡Puf! —Levanté el brazo, del que chorreaba sangre para dar y vender—. Sangre humana, Zachary; ¿quieres un poco?

Consiguió articular algo parecido a una negación.

La sangre me goteaba por el codo, espesa, oscilando encima del brazo de Zachary. Intentó negar con la cabeza, no, no. La sangre le salpicó el brazo, pero no tocó el
gris-gris
. Se le relajó todo el cuerpo.

—Hoy no tengo paciencia, Zachary —dije. Le unté de sangre la cinta.

Los ojos le relampaguearon y se le quedaron en blanco. Hizo un ruido con la garganta, como si se asfixiara, y arañó el suelo con las manos. El pecho se le sacudía como si no pudiera respirar. Un suspiro escapó de su cuerpo, un largo estertor, y quedó inmóvil.

Le comprobé el pulso; nada. Corté el
gris-gris
con el cuchillo, hice una bola con él y me lo guardé en el bolsillo. Qué cosa más repelente.

Lillian se acercó para vendarme el brazo.

—Esto es provisional. Tendrán que darte puntos.

Asentí y me puse en pie.

—¿Adónde vas? —preguntó Edward.

—A buscar el resto de las armas. —En realidad iba a buscar a Jean-Claude, pero no lo dije en voz alta: no creía que Edward fuera a entenderlo.

Dos hombres rata me acompañaron. Me pareció muy bien; podían ir conmigo, mientras no interfirieran. Phillip seguía agazapado en el rincón. Lo dejé allí.

Cuando di con las armas, me colgué la metralleta y mantuve la escopeta en las manos. Estaba preparada para lo que me echaran: acababa de matar a una vampira milenaria. Qué va, imposible. Ni yo acababa de creérmelo.

Los hombres rata y yo encontramos la celda de castigo. Había seis ataúdes, todos ellos con un crucifijo bendecido en la tapa y envueltos en cadenas de plata, para impedir que se abrieran. En el tercer ataúd estaba Willie, tan profundamente dormido que parecía que no fuera a despertar nunca. Lo dejé así, para que se despertara por la noche y se dedicara a sus asuntos. No era tan mal tipo y, para ser vampiro, era un encanto.

Todos los demás ataúdes estaban vacíos, excepto el último, que seguía cerrado. Solté las cadenas y dejé la cruz en el suelo. Jean-Claude me miró. Los ojos le relucían como una hoguera a medianoche, y sonreía. Recordé el primer sueño, cuando el ataúd se llenaba de sangre y él intentaba alcanzarme. Retrocedí, y se incorporó.

Los hombres rata se apartaron siseando.

—Todo va bien —dije—. Este está de nuestra parte, o algo así.

Salió del ataúd como si despertara de una buena siesta. Me sonrió y me tendió la mano.

—Sabía que lo conseguirías,
ma petite
.

—Hijo de puta arrogante. —Lo golpeé en el estómago con la culata de la escopeta, y se dobló lo suficiente para que le diera otro golpe en la mandíbula. Se echó hacia atrás—. ¡Sal de mi mente!

Se llevó la mano a la cara; cuando la apartó estaba ensangrentada.

—Las marcas son permanentes, Anita. No puedo retirarlas.

Apreté la escopeta hasta que me dolieron las manos, y se me volvió a abrir la herida del brazo. Me quedé pensativa. Durante un instante consideré la posibilidad de volarle aquella cara perfecta, pero me contuve. Seguro que ya lo lamentaría.

—¿Puedes mantenerte apartado de mis sueños, por lo menos? —le pregunté.

—Sí, eso sí. Lo siento,
ma petite
.

—Métete el
ma petite
donde te quepa.

Se encogió de hombros. Su cabello negro tenía reflejos rojizos a la luz de las antorchas. Era sobrecogedor.

—Y déjate de trucos de feria, Jean-Claude.

—¿A qué te refieres?

—Sé que lo de la belleza sobrenatural es un engaño, así que deja de hacerlo.

—No estoy haciendo nada —dijo.

—¿Y eso qué significa?

—Cuando lo sepas, ven a verme y lo hablamos.

Estaba demasiado cansada para jugar a los acertijos.

—¿Quién te crees que eres para utilizar a la gente de este modo?

—El nuevo amo de la ciudad. —De pronto estaba junto a mí, y me rozaba la mejilla con los dedos—. Y tú me has puesto en el trono.

Me aparté de un salto.

—Mantente alejado de mí durante una temporada, Jean-Claude, o te prometo que…

—¿Me matarás? —Sonreía; se estaba riendo de mí.

No disparé. Y hay quien dice que no tengo sentido del humor.

Encontré una habitación con el suelo de tierra y varias tumbas superficiales. Phillip me dejó conducirlo a ella. Cuando estábamos contemplando la tierra recién removida, se volvió hacia mí.

—¿Anita?

—Calla —dije yo.

—Anita, ¿qué está pasando?

Empezaba a recordar. En unas horas estaría más vivo, hasta cierto punto. Casi podría ser el Phillip de siempre durante un día o dos.

—¿Anita? —insistió con voz aguda e incierta, como un niño pequeño con miedo a la oscuridad. Me cogió el brazo, y su mano era muy real. Seguía teniendo los ojos de aquel marrón perfecto—. ¿Qué está pasando?

Me puse de puntillas y lo besé en la mejilla. Tenía la piel tibia.

—Necesitas descansar, Phillip. Estás cansado.

—Cansado —repitió con un asentimiento.

Lo acompañé a la tierra blanda. Se tendió, pero se incorporó de inmediato e intentó aferrarme, con el miedo reflejado en la mirada.

—¡Aubrey! Me…

—Aubrey está muerto. Ya no volverá a hacerte daño.

—¿Muerto? —Se miró el cuerpo como si lo viera por primera vez—. Aubrey me mató.

—Sí, Phillip.

—Tengo miedo.

Lo abracé y le froté la espalda en círculos suaves e inútiles. Me agarraba como si no fuera a soltarme nunca.

—¡Anita!

—Tranquilo, tranquilo. Todo va bien. Todo va bien.

—Vas a devolverme a la tumba, ¿verdad? —Se apartó un poco para verme la cara.

—Sí —dije.

—No quiero morir.

—Ya estás muerto.

—¿Muerto? —Se miró las manos y las flexionó—. ¿Muerto? —Se tumbó en la tierra recién removida—. Ponme a descansar.

Lo hice.

Al final se le cerraron los ojos y se le relajó la cara, muerta. Se hundió en la tumba y desapareció.

Me dejé caer de rodillas junto a la tumba de Phillip y me eché a llorar.

CUARENTA Y OCHO

Edward tenía el hombro dislocado y dos fracturas en el brazo, además de la mordedura de vampiro. A mí me pusieron catorce puntos. Los dos nos recuperamos. Trasladaron el cadáver de Phillip a un cementerio. Cada vez que voy a trabajar allí me acerco a saludarlo, aunque sé que está muerto y que le da igual. Las tumbas son para los vivos, no para los muertos. Nos dan algo en lo que concentrarnos, para que no tengamos que pensar en que un ser querido se está pudriendo bajo tierra. A los muertos no les importan las flores bonitas ni las estatuas de mármol.

Jean-Claude me envió una docena de rosas blancas inmaculadas de tallo largo. En la nota ponía: «Si has contestado a la pregunta sinceramente, ven a bailar conmigo».

Escribí «No» en el dorso de la tarjeta y la pasé por debajo de la puerta del Placeres Prohibidos durante el día. Me había sentido atraída por Jean-Claude. Puede que todavía me sintiera atraída. ¿Y qué? A él le parecía que aquello cambiaba las cosas; a mí, no. Me bastaba con visitar la tumba de Phillip para saberlo. Joder, tampoco me hacía falta. Sé quién y qué soy.

Soy la Ejecutora y no salgo con vampiros; los mato.

Laurell K. Hamilton
nació en 1963 en Heber Springs (Arkansas), creció en un pequeño pueblo de Indiana y reside en las proximidades de San Luis (Misuri). Entre sus primeras lecturas recuerda una recopilación de relatos de Robert E. Howard, y siempre ha sentido especial predilección por los géneros fantástico y terrorífico.

Después de llegar al género con la novela
Nightseer
y algunos libros para franquicias, saltó a la fama tras la publicación de las primeras entregas dedicadas al personaje de Anita Blake, serie que la ha convertido en habitual de las listas de éxitos, incluido el codiciado primer puesto del
New York Times
. Como complemento a las novelas de Anita, ha empezado a publicar otra serie dedicada a Meredith Gentry, detective privada y princesa feérica, también de ambientación contemporánea con elementos fantásticos. Ambas series comparten una imaginería sexual cada vez más notoria, y no rehuyen contenidos que tradicionalmente se consideran ofensivos.

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