—Perdona. —No sé si entendió por qué me disculpaba. No dijo nada.
—¿Qué llevas ahí? —me preguntó cuando pasé por su lado.
Vacilé, pero él los conocía tan bien como yo. Sabría qué faltaba.
—De los asesinatos de vampiros.
Nos volvimos al mismo tiempo y nos quedamos mirándonos.
—¿Has aceptado el dinero? —preguntó.
—¿Estabas al tanto? —Aquello me dejó paralizada.
—Bert intentó convencerlos para que me contrataran en tu lugar —dijo asintiendo—. Pero se negaron.
—Ingratos. Con toda la publicidad que les haces…
—Le dije a Bert que te negarías. Que no estarías dispuesta a trabajar para vampiros.
Me escrutaba la cara con sus ojos levemente rasgados para ver si me pescaba en algún renuncio. No le hice caso, y mantuve una expresión neutra y afable.
—Poderoso caballero es don Dinero.
—La guita te importa una mierda.
—Qué poca visión de futuro tengo, ¿no?
—La verdad es que sí. No lo haces por dinero. —Era una afirmación—. ¿Por qué has aceptado?
No quería que Jamison se inmiscuyera en el caso. Para él, los vampiros eran personas con colmillos. Y los vampiros se cuidaban muy mucho de mantenerlo en ámbitos limpios y agradables. Como nunca se ensuciaba las manos, podía permitirse fingir que no tenían nada de malo, pasarlo por alto e incluso engañarse. Yo me había ensuciado demasiadas veces y sabía que engañarse podía ser la forma más rápida de morir.
—Mira, Jamison, no estamos de acuerdo respecto a los vampiros, pero cualquier cosa que pueda matarlos a ellos puede hacer papilla a las personas. Así que quiero atrapar a ese chalado, o lo que sea, antes de que le dé por ahí.
No era una mala mentira. De hecho, era hasta verosímil. Parpadeó. Que me creyera o no dependería de hasta qué punto quisiera creerme, de hasta qué punto necesitara vivir en un mundo limpio y seguro. Asintió una vez, muy lentamente.
—¿Crees que serás capaz de capturar algo con lo que no han podido los maestros vampiros?
—Ellos parecen creer que sí. —Abrí la puerta, y Jamison me siguió afuera. Puede que me hubiera hecho más preguntas, puede que no, pero lo interrumpió una voz.
—Anita, ¿nos vamos ya?
Los dos nos volvimos, y yo debí de parecer tan desconcertada como Jamison. No había quedado con nadie.
Había un hombre sentado en un sillón de recepción, semioculto en la jungla. Al principio no lo reconocí. Tenía el pelo castaño y abundante, corto y peinado hacia atrás; era guapo y llevaba unas gafas de sol que le ocultaban los ojos. Volvió la cabeza y me di cuenta de que no tenía el pelo corto, sino largo y recogido en una coleta. Llevaba una cazadora vaquera con las solapas levantadas y una camiseta roja que le realzaba el bronceado. Se puso en pie, sonrió y se quitó las gafas.
Era Phillip, el rey de las cicatrices. No lo había reconocido con tanta ropa. Llevaba un vendaje en un lado del cuello, prácticamente oculto por la solapa de la chaqueta.
—Tenemos que hablar —dijo.
Cerré la boca y traté de actuar con naturalidad.
—Phillip, no esperaba verte tan pronto.
Jamison nos miraba de hito en hito con el ceño fruncido. Sospechaba algo. Mary estaba sentada, con la barbilla apoyada en las manos, disfrutando del espectáculo.
Se hizo un silencio de lo más incómodo, hasta que Phillip le tendió una mano a Jamison.
—Jamison Clarke, Phillip…, un amigo —murmuré. En cuanto lo dije, me di cuenta de que la había metido hasta el fondo. Hay gente que se refiere a sus amantes como amigos. Es menos cursi que otras opciones.
—Así que eres el… amigo de Anita. —Jamison sonreía de oreja a oreja y dijo «amigo» muy lentamente, paladeando la palabra.
Mary hizo un gesto de entusiasmo con la mano. Phillip la vio y le dedicó una sonrisa deslumbrante, de esas que ponen a cien a cualquiera. Ella se sonrojó.
—Bueno, tenemos que irnos. Vamos, Phillip. —Lo cogí del brazo y comencé a tirar de él hacia la puerta.
—Encantado de conocerte, Phillip —dijo Jamison—. Les hablaré de ti a los demás. Estoy seguro de que a todos los que trabajan aquí les encantaría conocerte. —Jamison se estaba divirtiendo de lo lindo.
—Ahora no podemos, Jamison —dije—. Quizá en otra ocasión.
—Lo que tú digas —contestó.
Jamison nos acompañó a la puerta y nos sonrió mientras salíamos al pasillo cogidos del brazo. Hay que joderse. Tener que permitir que aquel lameculos sonriente pensara que tenía novio. Virgen santa, y encima se lo iba a contar a todo el mundo. Phillip me pasó la mano por la cintura, y tuve que tragarme las ganas de apartarlo de un empujón. Vale, de acuerdo, estábamos fingiendo. Lo sentí vacilar cuando me rozó con la mano la pistolera del cinturón.
En el pasillo nos cruzamos con una empleada de la agencia inmobiliaria. Me saludó a mí, pero se quedó mirando a Phillip, que sonrió. Cuando nos detuvimos a esperar el ascensor volví la cabeza y vi que la muy zorra le estaba mirando el culo.
No se podía negar que tenía un buen culo. Ella me pilló mirándola y apartó la vista rápidamente.
—¿Defendiendo mi honor? —preguntó Phillip.
—¿Qué haces aquí? —Me aparté de él y pulsé el botón del ascensor.
—Jean-Claude no volvió anoche. ¿Tienes idea de por qué?
—No me fui con él, si es eso lo que insinúas.
Se abrieron las puertas del ascensor. Phillip se apoyó contra ellas y las mantuvo abiertas con el cuerpo y un brazo. La sonrisa que me dedicó era pura insinuación: un poco de malicia; mucho sexo. ¿Estaba segura de querer quedarme a solas con él en el ascensor? Probablemente no, pero iba armada. Y por lo que podía ver, él no.
Pasé por debajo de su brazo sin agacharme. Las puertas se cerraron a nuestras espaldas. Estábamos solos. Se quedó apoyado en una esquina, con los brazos cruzados y mirándome a través de sus gafas negras.
—¿Siempre haces eso? —pregunté.
—¿A qué te refieres? —dijo, con una leve sonrisa.
—A las poses.
Se puso algo tenso, pero enseguida volvió a relajarse contra la pared.
—Es un talento natural.
—Ya —dije, sacudiendo la cabeza. Me quedé mirando el indicador del número de piso.
—¿Jean-Claude está bien?
Lo miré y no supe qué decir. El ascensor se detuvo y salimos.
—No me has contestado —dijo en voz baja.
—Ya es casi mediodía. —Suspiré. Era una historia demasiado larga de contar—. Te explicaré lo que pueda mientras comemos.
—¿Intenta ligar conmigo, señorita Blake? —Sonrió.
—Más quisieras. —Le devolví la sonrisa sin poder evitarlo.
—Quizá —dijo.
—Nunca dejas de coquetear, ¿verdad?
—A la mayoría de las mujeres les gusta.
—A mí me gustarías más si no pensara que tanto te da coquetear conmigo que con mi abuela de noventa años.
—No tienes muy buen concepto de mí —dijo, conteniendo a duras penas una carcajada.
—Tiendo a juzgar a la gente. Es uno de mis defectos.
Volvió a reír, con una risa encantadora.
—Quizá puedas hablarme del resto de tus defectos después de decirme dónde está Jean-Claude.
—Lo dudo.
—¿Por qué?
Me detuve ante las puertas de cristal que daban a la calle.
—Porque te vi anoche. Sé qué eres y qué te pone.
—Hay muchas cosas que me ponen. —Alargó la mano y me acarició el hombro.
Le miré la mano con el ceño fruncido, y la apartó.
—Déjalo, Phillip. No me interesa.
—Puede que te interese cuando terminemos de comer.
Suspiré. Había conocido a otros como Phillip, guaperas habituados a mojar bragas. No pretendía ligar; sólo que reconociera que me resultaba atractivo. Y hasta entonces no iba a dejar de darme la tabarra.
—Me rindo; tú ganas.
—¿Qué gano? —preguntó.
—Eres maravilloso, estás como un puto tren. Eres uno de los tíos más guapos que he visto en mi vida. Desde la suela de los zapatos hasta la forma de tu mandíbula, pasando por los vaqueros ceñidos y por esos abdominales perfectos, estás buenísimo. Ahora, ¿podemos ir a comer y dejarnos de gaitas?
Se bajó las gafas de sol lo suficiente para mirarme por encima de ellas. Se quedó así durante un momento y se las volvió a subir.
—Escoge tú el restaurante. —Lo dijo con tono normal, sin coqueteos.
No sabía si se había ofendido. Pero tampoco estaba segura de que me importara.
En el exterior, el calor era palpable, un muro de bochorno y humedad que se pegaba a la piel como el plástico de cocina.
—Te vas a asar con esa cazadora —dije.
—Hay mucha gente a la que no le gustan las cicatrices.
Dejé de abrazar las carpetas y alargué el brazo izquierdo. La cicatriz relució al sol, más brillante que el resto de la piel.
—Si tú no se lo cuentas a nadie, yo tampoco.
Se quitó las gafas de sol y me miró. No fui capaz de interpretar su expresión. Sólo sabía que estaba pasando algo detrás de aquellos grandes ojos marrones.
—¿Es tu única mordedura? —preguntó en voz baja.
—No —dije.
De repente, apretó los puños y sacudió la cabeza, como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Un temblor le recorrió la espalda y los brazos, hasta los hombros, y giró el cuello, como para sacudírselo. Volvió a ocultarse tras las gafas negras y devolvió a sus ojos el anonimato. Se quitó la cazadora. Las cicatrices del interior de los codos eran blancuzcas y le contrastaban con el bronceado. La de la clavícula asomaba por encima de la camiseta. Tenía un cuello bonito, grueso pero no demasiado musculoso, con la piel tersa y bronceada. Conté cuatro marcas de colmillos en aquella piel perfecta, y eso sólo en el lado derecho. El izquierdo estaba oculto bajo el vendaje.
—Puedo volver a ponerme la chaqueta, si quieres —dijo al ver que lo miraba fijamente.
—No, es sólo que…
—¿Qué?
—Nada. No es asunto mío.
—Pregunta lo que quieras, mujer.
—Vale. ¿Por qué lo haces?
—Es una pregunta muy personal. —Sonrió, pero era una sonrisa agria y sarcástica.
—Has dicho que podía preguntar lo que quisiera. —Miré al otro lado de la calle—. Suelo comer en Mabel's, pero podrían vernos.
—¿Te avergüenzas de mí? —Su voz había sonado áspera, como el papel de lija. No podía verle los ojos, pero sí que tenía tensos los músculos de la mandíbula.
—No es eso —aclaré—. Eres tú el que se ha presentado en mi despacho fingiendo ser mi «amigo». Si vamos a un local donde me conozcan, tendremos que seguir con la farsa.
—Hay mujeres que pagarían por tenerme de acompañante.
—Lo sé; las vi anoche.
—Cierto, pero el caso es que te da vergüenza que te vean conmigo. Por culpa de esto. —Se tocó el cuello con la mano, tímidamente y con la delicadeza de un pajarito.
Empezaba a sospechar que lo había ofendido. No es que me preocupara demasiado, pero sabía qué se sentía al ser diferente; sabía cómo sienta estar con gente que se avergüenza de una. No se trataba de ofender o dejar de ofender a Phillip; era una cuestión de principios.
—Vamos.
—¿Adónde?
—A Mabel's.
—Gracias —dijo, y me recompensó con una de aquellas sonrisas deslumbrantes. Si yo no hubiera sido tan profesional, me habría derretido allí mismo. La sonrisa tenía un toque malicioso y prometía mucho sexo, pero por debajo asomaba un niño pequeño e inseguro. Y allí radicaba su encanto: no hay nada más atractivo que un hombre guapo que se siente un poco inseguro. Además del atractivo sexual, despierta el instinto maternal de las tías, y eso es una combinación muy peligrosa. Por suerte, yo era inmune. Ja. Pero había visto la idea que tenía Phillip del sexo y… Vamos, que no era mi tipo.
Mabel's es un autoservicio, pero la comida es buena, y el precio, razonable. Entre semana está hasta arriba de gente en traje de oficina con maletines estrechos y portafolios. Los sábados está prácticamente desierto.
Beatrice me sonrió desde detrás del mostrador de comida caliente. Era alta y regordeta, con el pelo castaño y cara de cansada. El uniforme rosa le quedaba grande de hombros, y la redecilla del pelo le hacía la cara muy alargada. Pero siempre sonreía, y siempre charlábamos.
—Hola, Beatrice —dije, y continué, sin esperar a que me hiciera la pregunta—: Te presento a Phillip.
—Hola, Phillip.
Él le dirigió una sonrisa tan deslumbrante como la que le había dedicado a la agente inmobiliaria. Ella se sonrojó, apartó la vista y soltó una risita. No sabía que Beatrice pudiera ponerse así. ¿Se había fijado en las cicatrices? ¿Le habían importado?
Hacía demasiado calor para comer pastel de carne, pero lo cogí de todas formas. Siempre estaba muy jugoso, y la salsa de tomate, en su punto justo de acidez. Hasta me llevé un postre, cosa que no hago casi nunca. Me moría de hambre. Conseguimos pagar y encontrar una mesa sin que Phillip coqueteara con nadie más. Todo un logro.
—¿Qué ha pasado con Jean-Claude? —preguntó.
—Un momento. —Bendije la mesa. Cuando levanté la vista, Phillip me miraba fijamente. Comimos, y le resumí los sucesos de la noche anterior. Sobre todo le hablé de Jean-Claude, de Nikolaos y del castigo.
Cuando terminé, él había dejado de comer. Tenía la mirada perdida, por encima de mi cabeza.
—¿Phillip? —Sacudió la cabeza y me miró.
—Nikolaos podría haberlo matado —dijo.
—Me dio la impresión de que sólo pensaba castigarlo. ¿Tienes idea de en qué consiste el castigo?
—Los encierra en ataúdes —dijo en voz baja mientras asentía— y los mantiene dentro con crucifijos. Una vez, Aubrey desapareció durante tres meses. Cuando volví a verlo, estaba como ahora: como una cabra.
Me estremecí. ¿Se volvería loco Jean-Claude? Cogí el tenedor y me di cuenta de que estaba comiéndome un trozo de tarta de zarzamoras. Odio las zarzamoras. Hay que joderse; me permito un capricho y cojo una tarta que no me gusta. ¿Qué me pasaba? Aún notaba el sabor intenso en la boca. Di un trago de refresco para que bajara, pero no sirvió de mucho.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.
Aparté la tarta a medio comer y abrí una carpeta. La primera víctima, un tal Maurice, vivía con una mujer llamada Rebecca Miles. Habían cohabitado durante cinco años.
Cohabitar
sonaba mejor que
arrejuntarse
.
—Hablaré con los amigos y amantes de los vampiros muertos.
—Puede que yo conozca a alguien.