—Antes no querías contestarnos, ¿verdad? —dijo Nikolaos.
El zombi hizo un gesto de negación, mirándola con una mezcla de fascinación y terror. Los pájaros deben de mirar a las serpientes así.
—Lo torturamos, pero era muy testarudo. Y se ahorcó antes de que pudiéramos terminar el trabajo. Tendríamos que haberle quitado el cinturón. —Hizo pucheros como una niñita contrariada.
—Me… ahorqué —dijo el zombi mirándola—. No entiendo. Me…
—¿No lo sabe? —pregunté.
—No —dijo Zachary sonriendo—. Es genial, ¿verdad? Ya sabes lo difícil que es hacerlos tan humanos que ni recuerdan haber muerto.
Lo sabía. Aquello significaba que alguien era muy poderoso. Zachary contemplaba al muerto viviente como si fuera una obra de arte. Precioso.
—¿Lo has levantado tú? —pregunté.
—¿No sabes reconocer a un compañero de profesión? —La risa de Nikolaos fue ligera, como un eco de campanillas en la brisa.
Miré a Zachary, que me observaba detenidamente. Tenía cara de póker, pero algo le hacía temblar ligeramente un párpado. ¿Ira, miedo…? Hasta que me sonrió, con una sonrisa radiante, intensa. Y de nuevo me pareció que lo conocía.
—Pregúntaselo, Nikolaos. Ahora tiene que contestarte.
—¿Es cierto eso? —me preguntó Nikolaos.
—Sí —dije tras un titubeo. Me sorprendió que se dirigiera a mí.
—¿Quién mató a Lucas, al vampiro?
Él la miró con un gesto desesperado. Respiraba mal y deprisa.
—¿Por qué no me contesta?
—La pregunta es demasiado complicada —explicó Zachary—. Puede que no recuerde quién era Lucas.
—Entonces hazle tú las preguntas, y espero que las conteste. —Su voz estaba cargada de amenazas.
Zachary se volvió con un gesto teatral, separando mucho los brazos.
—Damas y caballeros, les presento a un muerto viviente. —Sólo él se rió de su propia broma. Los demás ni siquiera sonrieron, y yo tampoco le vi la gracia.
—¿Viste cómo mataban a un vampiro?
—Sí —confirmó el zombi.
—¿Cómo lo mataron?
—Le arrancaron el corazón y le cortaron la cabeza. —Hablaba con un hilo de voz debido al miedo.
—¿Quién le arrancó el corazón?
El zombie empezó a sacudir la cabeza una y otra vez, con movimientos rápidos y bruscos.
—No lo sé, no lo sé.
—Pregúntale qué mató al vampiro —dije.
Zachary me lanzó una mirada con ojos que parecían de cristal verde. Tenía los rasgos muy marcados: la ira le tensaba la piel en los huesos.
—Este zombi es mío; ¡no te metas en mis asuntos!
—Zachary —dijo Nikolaos. El reanimador se volvió hacia ella, con movimientos rígidos—. Es una buena pregunta. Una pregunta razonable. —La voz era suave y tranquila, pero no engañó a nadie. El infierno debe de estar lleno de voces así: mortíferas, pero la mar de razonables—. Hazle esa pregunta, Zachary —le ordenó.
Él se volvió hacia el zombi, apretando los puños. Yo no entendía a santo de qué venía tanto enfado.
—¿Qué mató al vampiro?
—No entiendo. —Estaba al borde del pánico.
—¿Qué tipo de criatura le arrancó el corazón? ¿Fue un humano?
—No.
—¿Fue otro vampiro?
—No.
Por eso siguen sin aceptar a los zombis de testigos en los tribunales. Para conseguir que contesten a algo hay que llevarlos de la mano, como quien dice, y los abogados acusan al reanimador de influir en el testigo. Que es cierto, pero que no significa que el zombi mienta.
—Entonces, ¿qué mató al vampiro?
De nuevo empezó a sacudir la cabeza, adelante y atrás, adelante y atrás. Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Parecía que se le atragantaban las palabras, como si tuviera la boca llena de papel.
—¡No puedo!
—¿Cómo que no puedes? —gritó Zachary, y lo abofeteó. El zombi levantó los brazos para protegerse la cabeza—. Me… vas… a… contestar. —Cada palabra iba acompañada de su correspondiente bofetón.
—¡No puedo! —El zombi cayó de rodillas y se echó a llorar.
—¡Contéstame, imbécil! —Le dio una patada al zombi, que se derrumbó en el suelo y se hizo un ovillo.
—Basta —dije, avanzando hacia ellos—. ¡Basta!
Zachary le dio una última patada al zombi y se volvió hacia mí.
—¡Es mi zombi! Le puedo hacer lo que quiera.
—Antes era un ser humano. Se merece un poco más de respeto. —Me arrodillé junto al zombi lloriqueante. Sentí que Zachary se me echaba encima.
—Déjala, de momento —dijo Nikolaos.
Se quedó detrás de mí como una sombra furiosa. Toqué el brazo del zombi, y se estremeció.
—No pasa nada. No voy a hacerte daño. —Era fácil decirlo. Se había suicidado para huir, pero ni la muerte le había servido de refugio. Antes de ver aquello habría dicho que ningún reanimador sería capaz de levantar a un muerto para nada semejante. A veces, el mundo es un lugar peor de lo que imagino.
Tuve que apartarle las manos de la cara y levantarle la cabeza para conseguir que me mirara. Me bastó con eso. Tenía los ojos oscuros increíblemente abiertos por el miedo, un miedo atroz, y le caía un hilo de baba de la boca. Sacudí la cabeza y me puse en pie.
—Lo has destrozado.
—Ya, ¿y qué? Ningún puto zombi me va a poner en ridículo. Va a contestar a mis preguntas.
—¿Es que no te enteras? —Me volví para enfrentarme a su mirada de furia—. Le has destrozado la mente.
—Los zombis no tienen mente.
—Es cierto. Lo único que tienen, y durante poco tiempo, es el recuerdo de lo que fueron. Si se los trata bien, pueden conservar la personalidad durante una semana o poco más, pero este… —Señalé al zombi y añadí, en dirección a Nikolaos—. Los malos tratos aceleran el proceso. El miedo se los carga.
—¿Qué quieres decir, reanimadora?
—Este sádico —dije señalando a Zachary con el pulgar— ha destrozado la mente del zombi. Ya no podrá responder a más preguntas. A nadie, nunca más.
Nikolaos se volvió como una tormenta pálida, los ojos convertidos en glaciares azules. Pero sus palabras caldearon el ambiente.
—Arrogante… —Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, desde los piececitos elegantemente calzados hasta la larga melena rubia. Estaba tan acalorada que pensé que en cualquier momento se le iba a incendiar la silla de madera.
La ira la despojó de su máscara de niña, y se le acentuaron los rasgos en la piel, blanca como la nieve. Sus manos se aferraban al aire como garras; clavó una en el brazo de la silla, y la madera crujió y se agrietó. El sonido reverberó en las paredes de piedra.
—Sal de mi vista antes de que te mate. —Su voz quemaba la piel—. Llévate a la mujer y asegúrate de que llegue sana y salva a su coche. Si me vuelves a fallar, por nimio que sea el fallo, te rebanaré el pescuezo y mis hijos se bañarán en tu sangre.
Muy gráfico; algo melodramático, pero muy gráfico. No lo dije en voz alta, claro. Joder, ni siquiera me atrevía a respirar. Cualquier movimiento podía llamar su atención, y era obvio que sólo necesitaba una excusa.
Al parecer, Zachary tuvo la misma impresión. Le hizo una reverencia sin dejar de mirarla. Después, sin decir ni mu, dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta pequeña. Caminaba con calma, como si la muerte no le estuviera taladrando la espalda. Se detuvo junto a la puerta e hizo ademán de invitarme a pasar. Miré a Jean-Claude, que seguía donde lo había dejado Nikolaos. Yo no había preguntado por la seguridad de Catherine; los acontecimientos se habían precipitado. Abrí la boca, pero creo que Jean-Claude adivinó lo que iba a decir.
Me silenció con un gesto de la mano pálida y esbelta, tan blanca como el encaje de la camisa. Sus ojos parecían dos enormes llamas azules. La larga melena negra le flotaba en torno a la cara, que de repente adquirió una palidez mortal que ocultó su humanidad. Su poder me recorrió la piel y me erizó el vello de los brazos. Me estremecí, mirando fijamente a la criatura que había sido Jean-Claude.
—¡Corre! —gritó, azotándome con la voz; casi sentí que me hacía sangre. Vacilé y me fijé en Nikolaos. Estaba levitando y se elevaba muy lentamente. La cabellera, suave y esponjosa, le bailaba alrededor del cráneo. Levantó una garra, y vi los huesos y las venas atrapados en el ámbar de su piel.
Jean-Claude se volvió y me lanzó un zarpazo. Algo me empujó contra la pared y me hizo cruzar la puerta. Zachary me cogió del brazo y tiró de mí. Me aparté de él. La puerta se me cerró de golpe en la cara.
—Virgen santa —murmuré.
Zachary estaba al pie de una escalera estrecha que ascendía y me tendía la mano. Tenía la cara empapada de sudor.
—¡Por favor! —Movía la mano como si fuera un pájaro enjaulado.
Un hedor se filtró por debajo de la puerta: olor a cadáveres putrefactos, hinchados, de piel agrietada y reseca bajo el sol, a sangre estancada y podrida en venas inmóviles. Me entraron náuseas y retrocedí.
—Oh, Dios —murmuró Zachary. Se cubrió la boca y la nariz con una mano, y siguió tendiéndome la otra.
No se la cogí, pero lo acompañé por las escaleras. Se disponía a decir algo cuando la puerta empezó a crujir. La madera trepidaba y se sacudía contra el marco como si la azotara un huracán, y el viento se escapaba por debajo. El pelo se me arremolinaba alrededor de la cara. Retrocedimos un poco mientras la pesada puerta de madera luchaba temblorosa contra un vendaval imposible. ¿Una tormenta en el interior de un edificio? El olor nauseabundo de la carne putrefacta impregnaba el aire. Nos miramos y convinimos sin palabras en que era nosotros contra ellos, o contra aquello. Nos volvimos y echamos a correr como una sola persona.
No era posible que se desencadenara una tormenta al otro lado de la puerta. No era posible que el viento nos persiguiera por la estrecha escalera de piedra. No había cadáveres putrefactos en aquella habitación. ¿O sí? Por Dios, no quería saberlo. No quería saberlo.
Una explosión hizo temblar las escaleras, y el viento nos derribó como si fuéramos marionetas; la puerta había saltado por los aires. Avancé a gatas intentando huir, pensando sólo en huir. Zachary se puso en pie y me tiró del brazo. Echamos a correr.
Un aullido cuyo origen no veíamos se sumó al rugido del viento a nuestras espaldas. El pelo me caía en la cara y no me dejaba ver. Zachary me cogió de la mano y me sostuvo. Las paredes eran lisas, las escaleras, de piedra resbaladiza, y no había donde agarrarse. Nos tumbamos sobre las escaleras y nos agarramos el uno al otro.
—Anita —susurró la voz aterciopelada de Jean-Claude—. Anita. —Me esforcé por levantar la vista, parpadeando para intentar ver a pesar del viento, pero no había nada a la vista—. Anita. —Era el viento lo que me llamaba—. Anita. —Vi un destello: dos llamas azules que flotaban en el aire. Ojos. ¿Eran los ojos de Jean-Claude? ¿Estaría muerto?
El fuego azul empezó a descender. El viento no lo movía.
—¡Zachary! —grité. Pero mi voz se perdió en el rugido del vendaval. ¿Él también lo veía, o yo me estaba volviendo loca?
Las llamas azules descendieron más y más, y de repente supe que no quería que me tocaran, tan repentinamente como supe que aquello era precisamente lo que iban a hacer. Y algo me decía que sería mal asunto.
Me solté de Zachary. Él me gritó algo, pero el viento rugía y aullaba entre las estrechas paredes como un vagón descontrolado en una montaña rusa. No se oía nada más. Me empecé a arrastrar escaleras arriba, azotada por el viento que intentaba derribarme. Entonces oí otra cosa: la voz de Jean-Claude en mi cabeza.
—Perdóname —dijo.
De pronto tenía las luces azules frente a la cara. Me pegué a la pared e intenté apartar el fuego, pero atravesé las llamas con las manos. Allí no había nada.
—¡Déjame en paz! —grité.
El fuego me atravesó las manos como si fueran incorpóreas y se me metió en los ojos. El mundo se convirtió en un cristal azul, silencioso y vacío; hielo azul…
—Corre, corre —susurró en mi mente. Volvía a estar sentada en las escaleras y parpadeaba para ver contra el viento. Zachary me miraba fijamente.
El viento se detuvo como si hubieran accionado un interruptor. El silencio era ensordecedor. Respiraba con dificultad y no tenía pulso, no podía sentirme el corazón. Lo único que oía era mi respiración, demasiado fuerte y rápida. Por fin entendí a qué se refería la gente al decir que el miedo deja sin aliento.
—¡Tienes un brillo azul en los ojos! —La voz de Zachary sonó ronca y excesivamente fuerte en aquel silencio. Creo que lo había susurrado, pero a mí me pareció un grito.
—Calla —dije entre dientes. No entendía muy bien por qué, pero había alguien que no debía enterarse de lo que acababa de decir, que no debía saber qué había pasado. Me iba la vida en ello. No hubo más susurros en mi cabeza, pero el último consejo había sido bueno: «Corre». Correr parecía muy buena idea.
El silencio era peligroso. Significaba que la lucha había terminado, y que el vencedor podría prestar atención a otros asuntos. Y yo no quería ser uno de ellos.
Me puse en pie y le tendí una mano a Zachary. Parecía desconcertado, pero la cogió y se incorporó. Tiré de él escaleras arriba y eché a correr. Tenía que salir de allí; de lo contrario moriría en aquel lugar, aquella noche, en aquel momento. Lo supe con una certeza que no admitía dudas ni vacilaciones. Huía para salvar la vida; si Nikolaos me veía, podía darme por muerta. Muerta.
Y nunca sabría por qué.
Zachary debió de notar mi pánico, o quizá creyera que yo sabía algo que él ignoraba, porque echó a correr conmigo. Cuando uno de los dos tropezaba, el otro lo levantaba, y seguíamos corriendo. Corrimos hasta que me empezaron a arder los músculos de las piernas y el pecho se me contrajo dolorosamente por la falta de aire.
Aquello era un ejemplo de por qué me entrenaba: para poder correr a toda hostia cuando me perseguían. Mantener los muslos delgados no era incentivo suficiente, pero aquello sí: poder correr cuando no queda otra, correr para salvar el pellejo. El silencio era denso, casi palpable. Parecía subir por la escalera, como si buscara algo. Nos perseguía con la misma animosidad que había mostrado el viento.
Lo malo de correr escaleras arriba, si se tiene una lesión en la rodilla, es que se aguanta poco. En una superficie horizontal puedo correr durante horas, pero en pendiente, la rodilla me mata. Cada vez me molestaba más, y no tardó en protestar con un dolor agudo y punzante. Cada escalón me enviaba un aviso por la pierna, y el dolor se iba extendiendo por ella.