Placeres Prohibidos (27 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Placeres Prohibidos
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Cogí el cuenco. Estaba frío. Las zarzamoras flotaban en sangre. El cuenco se me cayó de las manos, a cámara lenta y derramando la sangre, mucha más de la que podía contener. Goteó por el mantel hasta llegar al suelo.

Jean-Claude me miró por encima de la mesa ensangrentada. Sus palabras fueron como una brisa cálida.

—Nikolaos nos matará a los dos. Tenemos que ser los primeros en atacar,
ma petite
.

—¿Cómo que tenemos?

Ahuecó las manos para llenárselas de sangre y me las tendió. Le chorreaba entre los dedos.

—Bebe. Te dará fuerzas.

Desperté, con la vista clavada en la oscuridad.

—Joder, Jean-Claude —susurré—. ¿Qué me hiciste?

La habitación, oscura y vacía, no me respondió. Menos mal. El que no se consuela es porque no quiere. El reloj marcaba las seis y tres minutos. Giré y me arrebujé entre las sábanas. El zumbido del aire acondicionado no conseguía ahogar el sonido del grifo abierto de los vecinos. Encendí la radio. El
Concierto para piano en mi bemol
de Mozart llenó la habitación. Era demasiado movido para dormir, pero ya que tenía que haber ruido, qué menos que elegirlo yo.

No sé si fue por Mozart o porque estaba demasiado cansada; en cualquier caso, me quedé frita. Si soñé algo, no lo recuerdo.

TREINTA Y DOS

El pitido estridente del despertador me arrancó del sueño. Sonó como una alarma de coche espantosamente alta. Les di a los botones a tientas; por suerte, se apagó. Parpadeé y miré el reloj con los ojos entrecerrados. Las nueve de la mañana. Mierda. Me había olvidado de desconectar la alarma. Tenía el tiempo justo para vestirme y llegar a misa. No quería levantarme ni ir a la iglesia; seguro que Dios me perdonaría el plantón.

Claro que en aquel momento necesitaba toda la ayuda posible. Igual tenía una revelación y me encajaban todas las piezas. No es coña; me ha pasado. No es que me fíe ciegamente de la ayuda divina, pero a veces se me da mejor pensar cuando estoy en la iglesia.

En un mundo lleno de vampiros y engendros de todo tipo, en el que un crucifijo bendecido puede ser lo único que se interponga ante la muerte, se ve la Iglesia con otros ojos. Por decirlo de alguna manera.

Salí de la cama a rastras, refunfuñando. Sonó el teléfono. Me quedé sentada hasta que saltó el contestador.

—Anita, soy el sargento Storr. Tenemos otro vampiro asesinado.

—Hola, Dolph —saludé cogiendo el auricular.

—Qué bien. Me alegro de haberte pillado antes de que salgas.

—¿Otro vampiro muerto?

—Ajá.

—¿Como los otros?

—Eso parece. Necesito que vengas a echar un vistazo.

—De acuerdo —dije después de asentir y darme cuenta de que no podía verme—. ¿Cuándo?

—Ahora mismo.

Suspiré. Ya me podía olvidar de la iglesia. No podían dejar el cadáver allí hasta mediodía, o más tarde, sólo por mi cara bonita.

—Dame la dirección. Un momento; voy a coger un boli que funcione. —Tenía una libreta en la mesilla, pero el bolígrafo se había muerto sin avisarme—. De acuerdo, dispara.

El lugar estaba a sólo una manzana del Circo de los Malditos.

—Eso está fuera del Distrito. Hasta ahora, no había habido ningún asesinato tan lejos de la Orilla.

—Cierto —dijo.

—¿Qué más tiene este caso de diferente?

—Ya lo verás cuando llegues. —La locuacidad personificada.

—Bien, estaré allí en media hora.

—Vale. Hasta ahora. —El teléfono quedó en silencio.

—Vale, buenos días a ti también, Dolph —le dije al auricular. Puede que tuviera tan mal café como yo.

Se me estaban curando las manos. La noche anterior me había quitado las tiritas, que habían quedado empapadas en sangre de cabra. Las heridas se estaban cerrando, así que no me molesté en volver a vendarlas.

Ya tenía bastante con la venda que me cubría el corte del brazo; pronto no me quedaría sitio para más marcas en el brazo izquierdo. El mordisco del cuello empezaba a ponerse morado; parecía el chupetón más bestia del mundo. Si Zerbrowski lo veía, no me dejaría en paz. Me lo tapé con un esparadrapo; pareció que intentaba ocultar un mordisco de vampiro. Mierda. Lo dejé tapado. Que la gente pensara lo que quisiera; tampoco era asunto suyo.

Me puse un polo rojo metido por dentro de los vaqueros, las zapatillas deportivas y una funda de sobaco para la pistola. Ya estaba lista. La pistolera tiene un compartimiento para munición; metí en él unos cuantos cargadores nuevos. Veintiséis balas. Cuidado, villanos. La verdad es que la mayoría de los tiroteos duran menos de ocho disparos, pero alguna vez tiene que ser la primera.

Llevaba un chubasquero amarillo fosforito bajo el brazo. Lo había cogido por si la pistola empezaba a poner nerviosa a la gente, aunque estaría rodeada de policías y de montones de armas a la vista. ¿Por qué yo no podía hacer lo mismo? Además, estaba harta de juegos. Que se enteraran de que iba armada y dispuesta a todo.

Siempre hay demasiadas personas en la escena de un crimen. Y no lo digo por los mirones y la gente se acerca a cotillear, que son inevitables: hay algo fascinante en la muerte de los demás. El problema es la plaga de policías: un montón de inspectores salteado con unos pocos de uniforme. Tanto agente de la ley para un solo crimen.

Incluso había una furgoneta de televisión con una parabólica gigante en la parte trasera a modo de cañón de rayos de una película de ciencia ficción de los cuarenta. Seguro que llegarían más. Lo que no sabía era cómo habían logrado mantenerlo en secreto tanto tiempo.

Vampiros asesinados. La leche, sensacionalismo puro. Ni siquiera había que inventarse nada para darle morbo.

Procuré que la multitud quedara entre el cámara y yo. Una periodista rubia de pelo corto y traje de chaqueta de última moda le había plantado a Dolph un micrófono en los morros. Mientras me mantuviera cerca de la casquería, estaría a salvo. Podrían grabarme, pero no les permitirían emitir las imágenes, por aquello del buen gusto y toda la pesca.

Tenía una identificación plastificada, con foto y todo, que me permitía acceder a las zonas policiales. Siempre me sentía como una novata del FBI cuando me la ponía en la solapa.

Un agente me detuvo junto a la cinta amarilla. Se quedó mirando la identificación durante unos segundos, como si no acabara de decidir si servía. ¿Me dejaría cruzar la línea o llamaría antes a un inspector?

Me quedé quietecita y con los brazos colgando, tratando de parecer inofensiva. Se me da muy bien: resulto monísima. El uniformado levantó la cinta y me dejó pasar. Contuve las ganas de decirle «Buen chico» y le di las gracias.

El cadáver estaba cerca de una farola, con las piernas abiertas. Tenía un brazo retorcido debajo del tórax, probablemente roto. Le faltaba el centro de la espalda, como si alguien hubiera metido la mano en la caja torácica y se hubiera llevado lo de dentro. Faltaría el corazón, fijo.

El inspector Clive Perry estaba junto al cadáver. Era negro, alto y delgado, el flamante fichaje de la Santa Compaña. Siempre era educado y agradable. No podía imaginarme a Perry haciendo algo tan chungo como para cabrear a alguien, pero cuando asignaban a alguien a aquella brigada era por algo.

—Hola, Blake —dijo, levantando la vista de la libreta.

—Hola, inspector Perry.

—El sargento Storr dijo que vendrías. —Me sonrió.

—¿Los demás han terminado?

—Todo tuyo —dijo asintiendo.

Un charco de sangre marrón oscuro se extendía bajo el cadáver. Me arrodillé al lado. La sangre estaba coagulada y tenía una consistencia pegajosa, como de pegamento. Ya no quedaba ni rastro del rigor mortis, si es que lo había habido. El cuerpo de los vampiros no reacciona ante la «muerte» igual que el de las personas, por lo que resulta más difícil calcular la hora de la defunción. Pero eso era el cometido del forense, no el mío.

El refulgente sol del verano caía a plomo sobre el cadáver. Por la forma del cuerpo y el corte del traje de chaqueta negro, me pareció que se trataba de una mujer. Era difícil saberlo porque estaba tendida boca abajo, con el tórax destrozado, y le faltaba la cabeza. Se veía la columna vertebral, blanca y reluciente. La sangre se había derramado desde el cuello como de una botella rota de vino tinto. Tenía la piel desgarrada y retorcida; era como si le hubieran arrancado la cabeza de cuajo.

Tragué saliva. Hacía meses que no vomitaba en la escena de un crimen. Me incorporé y me alejé un poco del cadáver.

¿Podía ser obra de un humano? No; o sí. Rayos. Si era que sí, se había esforzado un huevo en disimularlo. Daba igual qué revelara el examen superficial; el forense siempre acababa encontrando marcas de cuchillo, pero no estaba claro si eran anteriores o posteriores a la muerte. ¿Era un humano que intentaba hacerse pasar por monstruo o un monstruo que intentaba hacerse pasar por humano?

—¿Dónde está la cabeza?

—¿Te encuentras bien?

Levanté la vista para mirar al policía. ¿Estaba pálida?

—Sí. —La gran cazadora de vampiros, tan dura ella, no iba a ponerse a vomitar por una cabeza cortada. Ya.

Perry arqueó las cejas, pero era demasiado educado para insistir. Me condujo a un par de metros escasos de distancia, en la misma acera. Habían tapado la cabeza con un plástico. Otro charco de sangre coagulada, más pequeño, salía por debajo. Perry se inclinó y llevó una mano al plástico.

—¿Preparada?

Asentí; no confiaba en mi voz. Lo levantó como si fuera un telón y reveló lo que había en la acera.

Una larga melena negra rodeaba una cara blanquísima. El pelo estaba apelmazado y pegajoso por la sangre. Había sido guapa, pero ya no: tenía las facciones inexpresivas, casi de muñeca, irreales… Tardé unos segundos en procesar la información que me transmitían los ojos.

—¡Joder!

—¿Qué pasa?

Me puse en pie rápidamente y me alejé un par de pasos. Perry se me acercó.

—¿Te encuentras bien?

Volví a mirar hacia el plástico y su siniestro contenido. ¿Que si me encontraba bien? Buena pregunta. Podía identificar aquel cadáver.

Era el de Theresa.

TREINTA Y TRES

Llegué al despacho de Ronnie poco antes de las once. Me detuve con la mano en el picaporte. No podía sacarme de la cabeza la imagen de Theresa en la acera. Era cruel y probablemente había matado a cientos de humanos. ¿Por qué me daba pena? Porque soy tonta, supongo. Respiré profundamente y empujé la puerta.

El despacho de Ronnie está lleno de ventanas. Le entra luz desde el sur y el oeste, lo que significa que por la tarde es como una caldera solar. No hay aire acondicionado que pueda con tanto sol.

Desde las soleadísimas ventanas de Ronnie se ve el Distrito. Si es que a alguien le interesa verlo.

Ronnie me invitó con un gesto a sumergirme en la luz cegadora de su despacho.

Había una mujer de aspecto delicado sentada ante la mesa. Era asiática, con el pelo negro y brillante, peinado hacia atrás con esmero. La chaqueta morada, pulcramente doblada en el brazo de la silla, le hacía juego con la falda. Una blusa de satén lila le resaltaba los ojos rasgados y el tono suave, también lila, de la sombra de ojos. Tenía los tobillos cruzados y las manos recogidas en el regazo. Tenía un aspecto fresco, a pesar del sol abrasador.

No me esperaba verla después de tantos años. Cuando conseguí reaccionar, cerré la boca y avancé con la mano tendida.

—¡Beverly! ¡Cuánto tiempo!

Se levantó con elegancia y puso una mano fría en la mía.

—Tres años. —Beverly siempre tan exacta.

—¿Os conocíais? —preguntó Ronnie.

—¿No te lo ha comentado Bev? —le pregunté volviéndome hacia ella. Ronnie sacudió la cabeza. Miré a la recién llegada y le pregunté—: ¿Por qué no se lo has dicho a Ronnie?

—No me ha parecido que hiciera falta. —Beverly tuvo que levantar la cara para mirarme a los ojos. No hay mucha gente que tenga que hacer eso; es tan poco habitual que siempre me produce una sensación extraña, y tengo que reprimir el impulso de agacharme.

—¿Alguna de las dos me va a decir de qué os conocéis? —preguntó Ronnie. Pasó junto a nosotras y se sentó a su mesa; reclinó el respaldo hacia atrás, cruzó las manos y se quedó a la espera, mirándome con sus ojos grises, suaves como un gatito.

—¿Te importa que se lo cuente, Bev?

Bev había vuelto a sentarse, elegante y refinada. Era la dignidad personificada, y siempre me había parecido toda una dama en el mejor sentido de la palabra.

—Si lo consideras necesario —dijo—, no tengo nada que objetar.

No fue un visto bueno muy entusiasta, pero tendría que valer. Me instalé en la otra silla, muy consciente de mis vaqueros y mis zapatillas deportivas. Al lado de Bev parecía una niña mal vestida. Me sentí así durante un momento; después se me pasó. No olvidemos que, como dijo Eleanor Roosevelt, nadie puede hacer que otra persona se sienta inferior sin su consentimiento. Es una máxima que intento aplicar, y casi siempre funciona.

—La familia de Bev fue víctima de un grupo de vampiros —dije—. Sólo sobrevivió ella. Yo fui una de las personas que ayudaron a acabar con ellos.

Había sido breve, había ido al grano y me había dejado mucho en el tintero. Sobre todo las partes dolorosas.

—Se le ha olvidado mencionar que arriesgó su vida para salvarme —dijo Bev con aquella voz tranquila y precisa. Bajó la mirada a las manos, en el regazo.

Recordé lo primero que había visto de Beverly Chin: una pierna blanca que golpeaba el suelo. El destello de los colmillos cuando el vampiro echó la cabeza hacia atrás para morder. Un atisbo de un semblante pálido que gritaba, y un cabello oscuro. El terror puro de aquel grito. Mi mano, que lanzaba un cuchillo de plata que acertó al vampiro en el hombro. No fue un golpe mortal; no había tenido tiempo. La criatura se puso en pie de un salto, con un rugido, y me enfrenté a ella yo sola, con el último cuchillo que me quedaba. Hacía mucho que se me habían acabado las balas.

Y recordé cómo Beverly Chin golpeó al vampiro en la cabeza con un candelabro de plata cuando el monstruo se había abalanzado sobre mí y sentía su aliento en el cuello. Los gritos de Beverly resonaron en mis sueños durante semanas; no dejaba de gritar mientras machacaba la cabeza del vampiro, hasta dejar el suelo cubierto de sangre y sesos.

Y todo había ocurrido sin que cruzáramos una palabra. Nos habíamos salvado la vida mutuamente; un vínculo así perdura. La amistad puede enfriarse, pero ese compromiso, ese conocimiento forjado con terror, sangre y violencia compartida, es imperecedero. Seguía entre nosotras después de tres largos años, tenso y palpable.

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