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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (26 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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—Y no sufrirá ningún daño. Soy fiel a mi palabra… casi siempre.

—No pasa nada, Phillip. No quiero que te pase nada por mi culpa. —La confusión se adueñó de su rostro. No sabía qué hacer; parecía que se le hubiera perdido el coraje entre la hierba. Pero no retrocedió. Un punto así de grande para él. Yo habría retrocedido…, supongo. Oh, mierda. Phillip estaba siendo muy valiente, y no me apetecía que muriera por ello.

—¡Vuelve adentro, Phillip, por favor!

—No —dijo Nikolaos—, deja que juegue al soldadito valiente si quiere.

Phillip flexionó las manos, como si intentara agarrarse a algo.

De repente, Nikolaos estaba a su lado. Yo no la había visto moverse, y Phillip no se había dado cuenta todavía: seguía mirando el lugar que ocupaba la vampira hacía un instante. Nikolaos le barrió las piernas de una patada, y Phillip cayó sobre la hierba, mirándola como si acabara de aparecer.

—¡No le hagas daño! —dije.

Una manita pálida se puso en movimiento y lo rozó. Phillip salió despedido hacia atrás y cayó de costado, con la cara ensangrentada.

—¡Nikolaos, por favor! —exclamé. Hasta había dado dos pasos hacia ella, y por voluntad propia. Siempre podía intentar coger la pistola. No la mataría, pero Phillip tendría tiempo para huir. Si es que quería huir.

Se oyeron unos gritos procedentes de la casa.

—¡Pervertidos! —gritaba una voz de hombre.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—La Iglesia de la Vida Eterna ha mandado a sus acólitos —respondió Nikolaos. Parecía hacerle gracia—. Tendré que abandonar esta pequeña reunión. —Se volvió hacia mí, dejando a Phillip aturdido en la hierba—. ¿Cómo me has visto la cicatriz? —preguntó.

—No lo sé.

—Mentirosilla. Ya hablaremos más tarde. —Y se marchó corriendo como una sombra etérea bajo los árboles. Al menos no se había ido volando. Aquella noche, mi neurona no lo habría soportado.

Me arrodillé al lado de Phillip. Tenía sangre donde ella le había dado el golpe.

—¿Puedes oírme?

—Sí. —Consiguió sentarse—. Tenemos que salir por patas. Los meapilas siempre van armados.

—¿Les da por atacar fiestas de
freaks
muy a menudo? —pregunté mientras lo ayudaba a ponerse en pie.

—Siempre que pueden.

Parecía capaz de tenerse en pie. Menos mal; yo no habría podido llevarlo muy lejos.

—Ya sé que no tengo derecho a pedíroslo —dijo Willie—, pero os ayudaré a llegar al coche. —Se secó las manos en el pantalón—. ¿Podéis llevarme?

Me eché a reír. No pude evitarlo.

—¿No puedes desaparecer como los demás?

—Aún no he aprendido —dijo, encogiéndose de hombros.

—Oh, Willie. —Suspiré—. Venga, vámonos de aquí.

Me sonrió. Poder mirarlo a los ojos hacía que me resultara casi humano. Phillip no se opuso a que nos acompañara el vampiro. ¿Por qué había pensado que pondría peros?

Se seguían oyendo gritos procedentes de la casa.

—Alguien llamará a la pasma —dijo Willie.

Tenía razón, y yo no podría explicar qué hacía allí. Cogí a Phillip de la mano y me apoyé en él mientras volvía a ponerme los zapatos.

—Si hubiera sabido que nos iba a tocar huir de una horda de fanáticos enloquecidos, me habría puesto unos tacones más bajos.

Me agarré del brazo de Phillip para mantener el equilibrio mientras atravesaba el campo minado de bellotas. Menudo momento para torcerse un tobillo.

Ya casi habíamos llegado al camino cuando tres individuos salieron de la casa. Uno llevaba una porra; los otros eran vampiros y no necesitaban armas. Abrí el bolso, saqué la pistola y la sujeté, oculta tras la falda. Le di a Phillip las llaves del coche.

—Pon el coche en marcha; yo os cubro.

—No sé conducir —dijo.

—¡Mierda! —Lo había olvidado.

—Yo conduciré. —Willie me pidió las llaves y se las di.

Uno de los vampiros se lanzó hacia nosotros, con los brazos muy abiertos y siseando. Quizá sólo quisiera asustarnos; quizá quisiera algo más. Yo había tenido suficiente por una noche. Quité el seguro, cargué una bala y disparé al suelo, a sus pies. Vaciló y estuvo a punto de tropezar.

—Las armas de fuego no me hacen nada, humana.

Hubo un movimiento bajo los árboles. No sabía si eran amigos o enemigos, ni si importaba. El vampiro siguió avanzando. La zona era residencial, y las balas pueden recorrer mucho trecho antes de alcanzar algo. No podía correr riesgos.

Levanté el brazo, apunté y disparé. Le di en el estómago. Se sacudió y pareció encogerse alrededor de la herida. Estaba estupefacto.

—Balas bañadas en plata, colmillitos.

Willie se dirigió hacia el coche. Phillip dudó entre ayudarme y seguirlo.

—Al coche, Phillip. Ya.

El segundo vampiro estaba tratando de rodearnos.

—Quieto parado —le ordené. Se quedó inmóvil—. Al primero que se me haga el chulo le meto una bala en el cerebro.

—No nos mataría —dijo el segundo vampiro.

—No, pero tampoco creo que os sentara bien.

El humano armado con la porra se acercó un poco.

—Ni se te ocurra —le dije.

El coche se puso en marcha. No me atreví a volverme. Caminé de espaldas, con miedo a que los putos tacones me hicieran tropezar. Si me caía, se me echarían encima, y en ese caso, alguien acabaría por palmarla.

—Vamos, Anita, sube. —Era Phillip, que estaba asomado a la puerta del acompañante.

—Hazme sitio. —Se apartó y entré en el coche. El humano corría hacia nosotros—. ¡Vámonos, ahora!

Las ruedas hicieron saltar gravilla y yo cerré la portezuela de golpe. De verdad que no quería matar a nadie aquella noche. El humano se protegía la cara de la grava cuando salimos disparados por el camino.

El coche daba tumbos y estuvo a punto de estamparse contra un árbol.

—Más despacio —dije—; estamos a salvo.

Willie levantó el pie del acelerador y me sonrió.

—Lo hemos conseguido.

—Sí. —Le devolví la sonrisa, aunque no estaba tan segura.

Phillip seguía sangrando por la herida de la cara. Me quitó las palabras de la boca:

—Sí, pero ¿durante cuánto tiempo? —Parecía tan cansado como yo.

—Todo se arreglará, Phillip —dije, dándole unas palmaditas en el brazo.

Me miró. Parecía haber envejecido de tan cansado que estaba.

—No te lo crees ni tú.

¿Qué podía decirle? Tenía razón.

TREINTA

Volví a poner el seguro de la pistola y me abroché el cinturón de seguridad. Phillip se desplomó en mitad del asiento, con las largas piernas extendidas a los lados del cambio de marchas. Tenía los ojos cerrados.

—¿Adónde vamos? —preguntó Willie.

Buena pregunta. Quería irme a casa a dormir, pero…

—Phillip necesita que le curen la cara.

—¿Quieres llevarlo a un hospital?

—No es nada —dijo Phillip en voz baja. La voz le sonaba rara.

—Pero si estás hecho una piltrafa —dije.

Abrió los ojos y se volvió para poder mirarme. La sangre le resbalaba por el cuello, un reguero húmedo y oscuro que brillaba a la luz de las farolas.

—Tú acabaste mucho peor anoche —dijo.

Aparté la vista y miré por la ventana. No sabía qué decir.

—Ya estoy bien.

—Yo también me pondré bien.

Volví a mirarlo. Tenía los ojos fijos en mí. Por más que lo intentaba, no lograba descifrar su expresión.

—¿Qué piensas, Phillip?

Volvió la cabeza para mirar al frente. Su cara era una silueta envuelta en sombras.

—Que me he enfrentado al ama. Lo he conseguido. ¡Lo he conseguido! —Su tono ganaba en fuerza y pasión a ojos vistas. Transmitía un orgullo feroz.

—Has sido muy valiente —dije.

—Sí, ¿verdad?

—Sí —convine con una sonrisa.

—Disculpad la interrupción —dijo Willie—, pero ¿adónde llevo este trasto?

—Déjame en el Placeres Prohibidos —dijo Phillip.

—Deberías ir al médico.

—Allí se ocuparán.

—¿Estás seguro?

Asintió, hizo una mueca de dolor y se volvió para mirarme.

—Querías saber quién me daba las órdenes. Era Nikolaos. Y tenías razón: el primer día me encargó que te sedujera. —Sonrió, pero la sonrisa no resultaba muy convincente con tanta sangre—. Supongo que no era adecuado para la misión.

—Phillip… —dije.

—No te preocupes. No te equivocabas conmigo: estoy enfermo. No me extraña que no me desees.

Miré a Willie. Se concentraba en conducir como si le fuera la vida en ello. Hay que joderse, era más listo muerto que vivo. Suspiré, tratando de pensar qué decir.

—Phillip… El beso, antes de que… me mordieras… —Dioses, ¿cómo se lo decía?—. Me gustó.

—¿Lo dices en serio? —Me lanzó una breve mirada y apartó la vista.

—Sí.

Un silencio incómodo se apoderó del coche. No se oía nada, salvo el roce de las ruedas contra el asfalto. Sólo había destellos de luces en la noche y la distancia que impone la oscuridad.

—Enfrentarte a Nikolaos esta noche ha sido lo más valeroso que haya visto nunca —dije—… y también lo más estúpido. —Soltó una risa entrecortada, de sorpresa—. Que no se repita. No me gustaría cargar con tu muerte.

—Ha sido decisión mía —dijo.

—Pero no te me vuelvas a hacer el héroe, ¿vale?

—Si muriera, ¿lo sentirías? —preguntó mirándome.

—Sí.

—Supongo que algo es algo.

¿Qué quería que dijera? ¿Esperaba que le confesara amor eterno o alguna tontería por el estilo? ¿Deseo eterno, a lo mejor? Tanto lo uno como lo otro habría sido mentira. ¿Qué quería de mí? Estuve a punto de preguntárselo, pero me corté. Me faltaron ovarios.

TREINTA Y UNO

Cuando subí las escaleras de casa eran casi las tres. Me dolían todos los cardenales, y tenía los pies, las rodillas y los riñones molidos a causa de los tacones. Quería darme una ducha, muy larga y muy caliente, y acostarme. Con un poco de suerte conseguiría dormir ocho horas seguidas, pero tampoco las tenía todas conmigo.

Llevaba las llaves en una mano y la pistola en la otra, apuntando al suelo por si algún vecino abría la puerta inesperadamente. Tranquilos, amigos, sólo es la simpática reanimadora del barrio; no hay nada que temer. Ya.

Por primera vez en mucho tiempo, la puerta estaba tal como la había dejado: cerrada con llave. Menos mal. No estaba de humor para jugar a policías y ladrones de madrugada.

Lancé los zapatos por los aires nada más entrar, y fui dando tumbos al dormitorio. La luz del contestador automático estaba intermitente. Dejé la pistola en la cama, pulsé el botón y empecé a desnudarme.

—Hola, Anita, soy Ronnie. He concertado una cita para mañana con un miembro de la LAV. En mi despacho a las once en punto. Si no te va bien, déjame un mensaje y te llamaré. Cuídate.

Clic
,
rrr
. La voz de Edward salió de la máquina:

—Se te acaba el tiempo, Anita. —
Clic
.

Mierda.

—Te gustan los jueguecitos, ¿verdad, hijo de puta? —Me estaba cabreando y no sabía qué hacer con Edward. Ni con Nikolaos, Zachary, Valentine y Aubrey. Lo que sí sabía es que quería ducharme; empezaría por ahí, e igual tenía alguna idea genial mientras me limpiaba la sangre de cabra.

Cerré la puerta del baño y dejé la pistola en la tapa del retrete. Estaba empezando a volverme un poco paranoica… pero quizá
realista
fuera un término más adecuado.

Abrí el grifo, esperé a que el agua echara vapor y entré en la ducha. No estaba más cerca de resolver los asesinatos de los vampiros que veinticuatro horas antes.

Y aunque resolviera el caso, seguiría teniendo problemas. Aubrey y Valentine intentarían matarme en cuanto Nikolaos me retirara su protección. Fiesta. Ni siquiera estaba segura de que la propia Nikolaos no tuviera planes parecidos. Para colmo de males, Zachary iba por ahí matando gente para alimentar su amuleto vudú. Había oído hablar de amuletos que exigían sacrificios humanos, pero proporcionaban cosas bastante menos llamativas que la inmortalidad: riqueza, poder, sexo…, lo de siempre. Requerían sangre muy específica: de niños, de vírgenes, de preadolescentes o de viejecitas con el pelo azul y una pata de palo. Vale, puede que no tan específica, pero las víctimas debían tener algo en común; tenía que haber toda una serie de desapariciones con víctimas similares. Pero si Zachary hubiera dejado los cadáveres donde alguien pudiera descubrirlos, los periódicos ya se habrían hecho eco del caso. Digo yo.

Tenía que detenerlo: si no me hubiera inmiscuido aquella noche, los vampiros lo habrían detenido ya. Todas las buenas acciones reciben su castigo.

Apoyé la palma de las manos en los azulejos del baño y dejé que el agua me corriera por la espalda en chorros ardientes. De acuerdo, tenía que matar a Valentine antes de que él me matara a mí. Tenía una orden de ejecución contra él: no la habían revocado. Aunque primero tendría que encontrarlo.

Aubrey era peligroso, pero estaría fuera de circulación hasta que Nikolaos lo dejara salir del ataúd.

Podía denunciar a Zachary. Dolph me escucharía, pero no tenía pruebas. Mierda, ni siquiera yo había oído hablar de aquel tipo de magia. Y si yo no entendía qué era Zachary, ¿cómo iba a explicárselo a la policía?

Y Nikolaos. ¿Me dejaría vivir si resolvía el caso? ¿Sí? ¿No? Vete tú a saber.

Edward iría a por mí al día siguiente por la tarde. O le entregaba a Nikolaos o se quedaría un recuerdo de mi piel. Y conociendo a Edward, sería un trozo doloroso de perder. Quizá fuera mejor entregarle a la vampira, decirle lo que quería saber. Claro que, si él no conseguía matarla, sería la doña quien iría a por mí, algo que quería evitar, casi por encima de cualquier cosa.

Me sequé y me cepillé el pelo, y me entró un ataque de hambre. Intenté convencer a mi estómago de que estaba demasiado cansada para comer, pero no coló.

Dieron las cuatro antes de que me acostara. Tenía el crucifijo puesto, y la pistola, en la funda detrás de la cabecera de la cama. Además, por puro pánico, dejé un cuchillo entre el colchón y el somier. No podría sacarlo a tiempo para que me sirviera de nada, pero… Bueno, nunca se sabe.

Volví a soñar con Jean-Claude. Estaba sentado en una mesa comiendo zarzamoras.

—Los vampiros no toman alimentos sólidos —le dije.

—Cierto. —Sonrió y empujó el cuenco hacia mí.

—Odio las zarzamoras.

—Siempre han sido mi fruta favorita. Hacía siglos que no las probaba. —Tenía una expresión melancólica.

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