Me saca de quicio que me encuentren graciosa cuando me cabreo. Me acerqué más a ella, y me miró desde arriba sonriendo.
—¿Sabes que cuando sonríes se te marcan un montón las arrugas de los lados de la boca? Los cuarenta ya no los cumples, ¿verdad?
—Zorra —bufó, y se me apartó de encima.
—Procura no hablar de mi culito, Madge, cariño.
Rochelle se reía en silencio, y su copioso pecho temblaba como gelatina oscura. Harvey estaba muy serio. Si se hubiera atrevido a sonreír, creo que Madge se le habría echado encima. Le brillaban mucho los ojos, pero no mostraba ni el rastro de una sonrisa.
Una puerta se abrió y se cerró en el pasillo, dentro de la casa. Una mujer entró en la habitación. Rondaría los cincuenta años, aunque igual tenía cuarenta mal llevados. Una melena muy rubia le enmarcaba la cara redonda. ¿Cuánto va a que era rubio de bote? En sus manos regordetas relucían anillos con piedras auténticos. Arrastraba un camisón transparente negro por el suelo, a juego con el salto de cama abierto. El color del camisón era el apropiado para su figura, pero no la arreglaba lo suficiente: no había forma de ocultar que estaba hecha una foca. Tenía aspecto de profesora, jefa de exploradoras, pastelera o la madre de alguien. Y estaba en el umbral mirando fijamente a Phillip.
Soltó un gritito y echó a correr hacia él. Me aparté de su paso para que no me aplastara la estampida. Phillip tuvo el tiempo justo de prepararse antes de que ella le echara encima su tonelaje. Durante un instante creí que se iba a caer de espaldas con ella encima, pero enderezó la columna, tensó las piernas y consiguió mantenerse en pie.
Qué fuerte era mi Phillip, capaz de levantar con las dos manos a una ninfómana con sobrepeso.
—Te presento a Crystal —dijo Harvey.
Crystal se puso a besarle el pecho a Phillip mientras sus manitas regordetas y afables intentaban sacarle la camiseta de los pantalones para tocarle la piel. Era como un alegre cachorrito en celo.
Phillip trataba de disuadirla sin éxito. Se quedó mirándome, y yo recordé lo que había dicho de que había dejado de ir a aquellas fiestas. ¿Sería aquel el motivo? ¿Crystal y similares? ¿Madge y sus uñas afiladas? Lo había obligado a llevarme, pero también lo había obligado a ir.
Visto así, yo tenía la culpa de que Phillip estuviera allí. Mierda, estaba en deuda con él.
Le di unas palmaditas en la mejilla, y la mujer parpadeó. Me pregunté si sería miope.
—Crystal —dije, con mi mejor sonrisa angelical—. Crystal, no me gusta ser maleducada, pero le estás metiendo mano a mi pareja.
—¿Pareja? —Chilló, ojiplática—. Nadie tiene pareja en las fiestas.
—Pues yo soy nueva en esto; todavía no conozco las reglas, pero en mi pueblo, las mujeres no andan sobando a la pareja de otras. Al menos espera a que vuelva la espalda, ¿vale?
Le empezó a temblar el labio inferior y se le llenaron los ojos de lágrimas. Había sido educada con ella, incluso atenta, y aun así se iba a poner a llorar. ¿Qué pintaba Crystal entre aquella gente?
Madge se le acercó, la rodeó con el brazo y se la llevó, haciendo sonidos tranquilizadores y acariciándole los brazos cubiertos de seda negra.
—¿Cómo puedes ser tan fría? —dijo Rochelle. Se apartó de mí y se dirigió a un mueble bar que había junto a una pared.
Harvey también se había apartado, y había seguido a Madge y a Crystal sin siquiera mirar atrás.
Ni que le hubiera dado una patada a un cachorro. Phillip dejó escapar un suspiro prolongado y se hundió en el sofá. Juntó las manos y se las puso entre las piernas. Me senté a su lado, doblando la falda debajo de las piernas.
—Creo que no puedo con esto —susurró.
Le toqué el brazo. Estaba temblando de una forma que no me gustó ni un poco. No se me había ocurrido pensar qué representaba para él ir allí, pero estaba empezando a darme cuenta.
—Podemos marcharnos —dije.
—¿Qué quieres decir? —Se volvió lentamente y me miró.
—Que podemos marcharnos.
—¿Te irías ahora, sin averiguar nada, porque yo tengo problemas?
—Digamos que te prefiero en plan ligón tirando a creído. Si te sigues comportando como una persona de verdad, acabarás confundiéndome por completo. Si no puedes soportarlo, nos vamos y ya está.
—Puedo hacerlo. —Aspiró profundamente y soltó el aire; después se sacudió como un perro mojado—. Si tengo elección, puedo hacerlo.
—¿Y antes no tenías elección? —Me tocaba a mí mirarlo fijamente.
—Tenía la impresión de que debía traerte si querías venir —dijo desviando la mirada.
—No, joder, no era eso lo que ibas a decir. —Le giré la cara para obligarlo a mirarme—. Te ordenaron que fueras a verme el otro día, ¿no es cierto? No fue sólo para averiguar dónde estaba Jean-Claude, ¿verdad? —Tenía los ojos muy abiertos, y sentía latir el pulso en mis dedos—. ¿De qué tienes miedo, Phillip? ¿Quién te da órdenes?
—Anita, por favor, no puedo…
—¿Qué te han ordenado, Phillip? —Dejé caer la mano.
—Tengo que mantenerte a salvo, eso es todo. —Tragó saliva y observé cómo movía la garganta. El pulso le saltaba bajo las marcas de mordiscos del cuello. Se humedeció los labios, pero no de forma seductora, sino nerviosa. Me estaba mintiendo. Lo jodido era que no sabía hasta qué punto mentía, ni respecto a qué.
Oí que Madge se acercaba por el pasillo, toda alegría y seducción. Qué buena anfitriona. Acompañó a dos personas al salón. Una era una mujer de pelo rojo y corto, con exceso de maquillaje, como si se hubiera frotado con tiza verde alrededor de los ojos. La segunda era Edward, sonriente, encantador, con el brazo alrededor de la cintura desnuda de Madge. Ella emitió una risita gutural cuando él le susurró algo.
Me quedé troquelada. Era algo tan inesperado que me dejó helada. Si hubiera sacado una pistola, habría podido matarme mientras yo me quedaba boquiabierta mirándolo. ¿Qué coño hacía Edward allí?
Madge los acompañó al mueble bar. Edward se volvió para mirarme y me dedicó una sonrisa educada dejando sus ojos azules vacíos como los de un muñeco.
Sabía que no habían transcurrido las veinticuatro horas. Lo sabía. Edward había decidido ir allí en busca de Nikolaos. ¿Nos habría seguido? ¿Habría oído el mensaje de Phillip en mi contestador?
—¿Qué pasa? —preguntó Phillip.
—¿Qué pasa? —repetí—. Que obedeces órdenes, probablemente de algún vampiro… —Terminé la frase mentalmente: «… y la Muerte acaba de entrar haciéndose pasar por
freak
en busca de Nikolaos». Sólo había un motivo por el que Edward podía estar buscando a un vampiro: para matarlo.
Era posible que el asesino hubiera dado por fin con la horma de su zapato. Hasta aquel momento creía que quería estar presente el día en que Edward fuera derrotado. Quería ver la presa que resultara ser un bocado demasiado grande para la Muerte. Pero en aquella ocasión había visto a la presa de cerca y en persona. Si Edward y Nikolaos llegaban a conocerse y ella sospechaba que yo había tenido algo que ver… Mierda. ¡Mierda, mierda, mierda!
Debería haber delatado a Edward. Me había amenazado, y seguro que cumpliría su amenaza. Me torturaría sin pestañear para obtener información. ¿Estaba en deuda con él? No, pero aun así no lo iba a delatar; no podía. Un ser humano no entrega a otro ser humano a los monstruos. Por ningún motivo.
Mónica había roto aquella regla, y yo la despreciaba por ello. Creo que yo era lo más parecido a una amiga que tenía Edward. Una persona que sabía qué y quién era, y que a pesar de ello seguía apreciándolo. Me caía bien, a pesar de lo que era, o a causa de ello. ¿Aun sabiendo que me mataría si pintaban bastos? Sí, aun así. Desde ese punto de vista, no tenía mucho sentido. Pero no podía preocuparme por la moral de Edward. Yo era la única persona a la que veía cuando me miraba al espejo; el único dilema moral que podía resolver era el mío.
Observé a Edward mientras saludaba a Madge con unos besitos. Era mucho mejor actor que yo. También era mejor farsante.
No iba a decir nada, y Edward lo sabía. A su manera, él también me conocía. Se había apostado la vida a mi integridad, y eso me cabreaba. Odio que me utilicen. En la virtud llevaba la penitencia.
Todavía no sabía cómo, pero quizá pudiera utilizar a Edward igual que él a mí. Quizá pudiera usar su falta de escrúpulos tal como él se aprovechaba de mis principios.
La idea tenía su punto.
La pelirroja que había llegado con Edward se acercó al sofá y se instaló en el regazo de Phillip. Con una risita, le rodeó el cuello con los brazos mientras balanceaba los pies. No bajó más las manos ni intentó desnudarlo. La noche iba mejorando. Edward siguió a la mujer como una sombra rubia. Tenía una copa en la mano y una sonrisa adecuadamente inofensiva en el rostro.
De no conocerlo, nunca lo habría tomado por un hombre peligroso. Edward el camaleón. Se instaló en el brazo del sofá ante la espalda de la mujer y se puso a frotarle un hombro.
—Anita, Darlene —dijo Phillip.
La saludé con un gesto. Ella volvió a reír y agitar los pies.
—Este es Teddy. ¿Verdad que es un bomboncito?
¿Teddy? ¿Un bomboncito? Conseguí sonreír, y Edward la besó en el cuello. Ella se le apretó contra el pecho, y a la vez, consiguió retorcerse en el regazo de Phillip. Coordinación de movimientos.
—¿Puedo probar un poco? —Darlene se mordió el labio y lo soltó lentamente.
—Sí —susurró Phillip con la respiración entrecortada. Algo me decía que no me iba a gustar lo que iba a ver.
Darlene le cogió el brazo y se lo acercó a la boca. Le besó con delicadeza una cicatriz y pasó las piernas entre las de Phillip hasta quedar de rodillas a sus pies, sin soltarle el brazo. La falda se le enrolló en la cintura, sujeta en las piernas. Llevaba bragas rojas de encaje y liguero a juego. Coordinación de colores.
Phillip tenía la mirada perdida. Contemplaba a la mujer, que se llevaba su brazo a la boca. Una lengüecita sonrosada lo lamió muy deprisa, cosa de aparecer, mojar y desaparecer. Levantó hacia Phillip unos ojos oscuros e intensos. Debió de gustarle lo que vio, porque empezó a lamerle las cicatrices, una a una, con delicadeza, como un gato con un plato de leche. No le apartó los ojos de la cara en ningún momento.
Phillip se estremeció, y un espasmo le recorrió la columna. Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el respaldo. Ella le subió las manos al estómago, agarró la camiseta de malla, tiró con fuerza para sacársela de los pantalones, y se puso a acariciarle el pecho desnudo.
Phillip se sacudió, con los ojos muy abiertos, y le sujetó los brazos.
—No, no —dijo. La voz le sonó ronca, demasiado grave.
—¿Quieres que pare? —preguntó Darlene con los ojos casi cerrados. La respiración se le había vuelto pesada, y entreabría sus gruesos labios expectantes.
—Si seguimos… —Phillip hacía verdaderos esfuerzos por hablar y pensar con coherencia a la vez—, Anita se quedará sola. Estará a merced de todos. Es su primera fiesta.
—¿Con esas cicatrices? —preguntó Darlene mirándome, creo que por primera vez.
—Las cicatrices son de un ataque real. Yo la he convencido para que viniera. —Le sacó las manos de debajo de la camiseta—. No puedo dejarla sola. —Su mirada se volvía más firme—. No conoce las reglas.
—Phillip, por favor. —Darlene le apoyó la cabeza en el muslo—. Te echaba de menos.
—Ya sabes qué le harían.
—Teddy la mantendrá a salvo. Él conoce las reglas.
—¿Has estado en otras fiestas? —le pregunté.
—Sí —dijo Edward. Me sostuvo la mirada durante unos instantes mientras yo trataba de imaginármelo en aquellas fiestas. Conque así era como conseguía información sobre los vampiros: a través de los
freaks
.
—No —dijo Phillip. Se puso en pie y levantó a Darlene por los brazos—. No —insistió, y la voz le sonó segura, confiada. Soltó a la mujer y me tendió la mano. La cogí; ¿qué otra cosa podía hacer?
Era una mano caliente y sudorosa. Salió de la habitación a grandes zancadas, y casi me vi obligada a correr detrás de él con los tacones para no quedarme sin mano.
Me condujo por el pasillo hasta el baño, y entramos. Cerró la puerta y se apoyó en ella, con la cara bañada de sudor y los ojos cerrados. Recuperé la mano y no protestó.
Miré a mi alrededor en busca de un lugar donde sentarme y opté por el borde de la bañera. No era cómodo, pero era el menor de dos males. Phillip respiraba muy agitadamente y al cabo de un rato se volvió hacia el lavabo. Abrió el grifo a tope y se mojó las manos y la cara una y otra vez. Después se enderezó, con el agua chorreándole por el rostro; tenía gotas atrapadas en el pelo y las pestañas. Parpadeó ante el espejo que había sobre el lavabo. Tenía los ojos como platos y una expresión de angustia.
El agua le caía por el cuello y el pecho. Me puse en pie y le alcancé una toalla. No se movió, así que le sequé el torso con la felpa suave y perfumada.
Al final cogió la toalla y terminó de secarse. Tenía el pelo oscuro y mojado alrededor de la cara. No había manera de secarlo.
—Lo he conseguido —dijo.
—Sí —dije—. Lo has conseguido.
—He estado a punto de permitírselo.
—Pero no ha sido así, Phillip. Eso es lo que cuenta.
—Supongo. —Asintió con movimientos rápidos. Seguía sin aliento.
—Será mejor que volvamos a la fiesta.
Asintió, pero no se movió. Respiraba muy profundamente, como si le faltara oxígeno.
—Phillip, ¿estás bien? —Era una pregunta estúpida, pero no se me ocurrió nada mejor. Asintió. El rey de la locuacidad—. ¿Quieres que nos vayamos?
—Es la segunda vez que me lo dices. —Me miró—. ¿Por qué?
—Por qué, ¿qué?
—¿Por qué me ofreces liberarme de mi palabra?
—Porque… —Me encogí de hombros y me froté los brazos—. Porque me parece que lo estás pasando mal. Porque eres como un yonqui que intenta quitarse, y no quiero joderte la marrana.
—Eso es muy… considerado por tu parte. —Dijo «considerado» como si fuera una palabra que no estuviera habituado a pronunciar.
—¿Quieres que nos vayamos?
—Sí, pero no podemos.
—Eso ya lo has dicho antes. ¿Por qué no podemos?
—No puedo, Anita. No puedo.
—Claro que puedes. ¿Quién te da órdenes? Dímelo. ¿Qué está pasando? —Estaba de pie, casi tocándolo, casi escupiéndole las palabras en el pecho y mirándolo a los ojos. No es muy fácil ir de dura cuando hay que levantar la cabeza para mirar a la otra persona a los ojos, pero siempre he sido canija, y la práctica hace maravillas.