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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (9 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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Las ratas gigantes nos miraban. Él también las miró.

—No tengo miedo de los humanos.

—Entonces, sube y cógeme tú mismo, si es que puedes. —La rata que tenía en la mano salió volando en medio de un chorro de sangre. Me había desgarrado la piel, entre el pulgar y el índice.

Las ratas menores vacilaron y miraron nerviosamente a su alrededor. Tenía una subiéndome por los pantalones, pero se dejó caer.

—No te tengo miedo.

—Demuéstralo. —La voz me sonó un poco más firme; puede que ya pareciera la de una niña de nueve años, y no de cinco.

Las ratas gigantes lo miraban atentamente, a la expectativa. Él repitió el gesto que había hecho antes, pero a la inversa. Las ratas chillaron y se quedaron erguidas sobre las patas traseras mirando a su alrededor con incredulidad, pero empezaron a bajar las escaleras y volver sobre sus pasos.

Me apoyé en la puerta, con las rodillas flojas y la mano herida en el pecho. El hombre rata empezó a subir los escalones. Se movía con agilidad sobre la punta de sus pies alargados, clavando en la piedra los fuertes dedos rematados en uñas.

Los cambiaformas son más fuertes y rápidos que los humanos. No recurren a la hipnosis ni a las ilusiones ópticas; simplemente son mejores. No lograría sorprender al hombre rata como había hecho con el primero que me atacó. Dudaba que fuera posible cabrearlo lo suficiente para que se obcecara, pero ¿no dicen que la esperanza es lo último que se pierde? Estaba herida, desarmada y en inferioridad de condiciones. Si no lograba que cometiera un error, lo tendría muy, muy crudo.

Se pasó una lengua larga y rosada por los dientes.

—Sangre fresca —dijo. Acto seguido aspiró sonoramente—. Apestas a miedo, humana. Sangre y miedo: eso me huele a comida.

Volvió a sacar la lengua y rió. Yo me llevé la mano ilesa a la espalda, como si buscara algo.

—Ven aquí, hombre rata, y veamos si te gusta la plata.

El hombre rata vaciló, y se quedó quieto y medio agazapado en el escalón superior.

—No tienes plata.

—¿Te apuestas la vida?

Se frotó las manos. Una de las ratas mayores chilló algo; el le gruñó.

—¡No tengo miedo!

Si las otras lo azuzaban, mi farol no iba a colar.

—Ya has visto cómo he dejado a tus amigos. Y sin armas. —Mi voz sonó firme y grave. Esta es mi Anita.

Me miró con sus ojos enormes. El pelaje le relucía a la luz de las antorchas como si estuviera recién lavado. Dio un salto y se plantó en el rellano, pero fuera de mi alcance.

—No había visto nunca una rata rubia —dije. Chorradas para llenar el silencio e impedir que diera aquel último paso. Seguro que Jean-Claude acudiría pronto a por mí. Entonces solté una carcajada, brusca y medio ahogada. El hombre rata se quedó inmóvil, mirándome fijamente.

—¿De qué te ríes? —Su voz denotaba intranquilidad. Toma ya.

—Estaba deseando que los vampiros vinieran a salvarme. Tienes que reconocer que es divertido.

No pareció hacerle gracia. Hay un montón de gente que no entiende mis bromas. Si fuera más insegura, pensaría que no tienen gracia. Qué va.

Moví la mano que tenía a la espalda, todavía fingiendo que sostenía un cuchillo. Una de las ratas gigantes chilló, y hasta a mí me pareció un chillido de burla. Si se tragaba el farol, el hombre rata no sobreviviría. Si no se lo tragaba, la que podía palmarla era yo.

Cuando se enfrenta con un hombre rata, la mayoría de la gente se queda paralizada o se deja llevar por el pánico. Yo había tenido tiempo de hacerme a la idea, así que no iba a desmayarme si él me tocaba. Tenía una posibilidad de salvarme, pero si la cagaba, me mataría. El estómago me dio un salto mortal, y tuve que tragar saliva. Antes muerta que peluda: si me atacaba, prefería que me matara. Puestos a convertirse en mujer algo, lo de mujer rata no era mi primera opción, pero con un poco de mala suerte, un simple rasguño me podía infectar.

Si era rápida y afortunada, podría llegar a tiempo a un hospital. Era casi como tener la rabia. Claro que el tratamiento no siempre funcionaba; en ocasiones, aceleraba la conversión.

—¿Te ha probado alguna vez un cambiaformas? —me preguntó enroscándose la cola larga y desnuda en las patas.

No sabía si se refería al sexo o a la comida, pero ninguna de las dos cosas sonaba apetecible. Estaba reuniendo valor y preparándose; cuando estuviera listo, vendría a por mí. Como quería que viniera a por mí cuando yo estuviera lista, me decidí por el sexo.

—No tienes lo que hay que tener, hombre rata —le dije.

Se puso tenso y se recorrió el cuerpo con una mano, peinándose el pelaje con las uñas.

—Ya veremos quién tiene qué.

—¿Es que sólo consigues follar por la fuerza? ¿Eres igual de feo en forma humana?

Siseó con la boca muy abierta, enseñando los dientes. De su cuerpo surgió un sonido, profundo y agudo, como un gruñido lastimero que no se parecía a nada que hubiera oído en mi vida; subió y bajó de volumen y llenó la habitación de ecos violentos y susurrantes. Tensó los hombros dispuesto a saltar.

Contuve la respiración. Lo había cabreado. Era el momento de ver si mi plan funcionaba, o si me mataba. Saltó hacia delante. Me dejé caer, pero él se lo esperaba. Se me abalanzó a una velocidad increíble; gruñía y sacaba las uñas mientras me chillaba en la cara.

Doblé las piernas contra el pecho, para evitar que quedara tendido encima de mí. Me puso una mano en las rodillas y empezó a abrirlas. Me agarré las piernas y resistí, pero era como luchar contra acero en movimiento. Volvió a gritar con un sonido agudo y sibilante mientras me ponía perdida de baba. Se puso de rodillas en busca de un ángulo mejor para hacerme bajar las piernas, y le lancé un patadón con todas mis fuerzas. Al verlo llegar intentó retroceder, pero le di de lleno con los dos pies entre las patas. El golpe lo levantó en vilo, y se derrumbó sobre el rellano, arañando la piedra. Emitía un sonido agudo, quejumbroso y jadeante. Parecía que le costaba respirar.

Un segundo hombre rata entró por el túnel, y las ratas se dispersaron, chillando, en todas direcciones. Me quedé sentada en el rellano, tan lejos como me era posible del hombre rata rubio que se retorcía. Miré al nuevo hombre rata sintiéndome cansada y furiosa.

Mierda, tenía que haber funcionado. No sé quién les había dado permiso a los malos para recibir refuerzos cuando ya eran más que yo. El pelaje del nuevo era de un negro azabache uniforme. Se cubría las patas, algo curvadas, con unos vaqueros cortados. Hizo un gesto suave y grácil.

Tragué saliva, y se me aceleró el corazón. El recuerdo del peso de los cuerpecitos deslizándose sobre mí me puso la carne de gallina. Sentía un dolor punzante en la mano, donde la rata me había mordido. Iban a destrozarme.

—¡Jean-Claude!

Las ratas se movieron como una marea parda, se apartaron de los escalones y echaron a correr hacia el túnel, chillando. Yo no podía hacer nada más que mirar.

Las ratas gigantes sisearon y señalaron a su compañera caída, gesticulando con el hocico y las patas.

—Ella se estaba defendiendo. ¿Qué le habéis hecho? —La voz del hombre rata era grave y profunda, y tenía bastante buena pronunciación. Si hubiera cerrado los ojos, habría dicho que pertenecía a alguien humano.

Pero no cerré los ojos. Las ratas gigantes se fueron, arrastrando a su amiga; no estaba muerta, pero sí maltrecha. Una de ellas levantó la vista hacia mí mientras las otras desaparecían en el túnel. La mirada de sus ojos vacíos y negros era amenazadora y me prometía cosas muy dolorosas si volvíamos a encontrarnos.

El hombre rata rubio había dejado de retorcerse y yacía muy quieto, resollando, con las manos en la zona dañada.

—Te dije que no vinieras —le dijo el recién llegado.

—Si el ama llama, yo obedezco —respondió el primero. Trató de incorporarse, pero el movimiento pareció dolerle.

—Soy tu rey y es a mí a quien debes obediencia. —El hombre rata de pelo negro empezó a subir las escaleras moviendo la cola con furia, de un modo casi felino.

Me levanté y apoyé la espalda en la puerta, por enésima vez en lo que iba de noche.

—Sólo serás nuestro rey hasta que mueras. Y si te enfrentas al ama, el reinado durará bien poco. Es poderosa, mucho más poderosa que tú —concluyó el hombre rata herido. Apenas tenía un hilo de voz, pero se estaba recuperando; enfadarse siempre pone las pilas.

El rey de las ratas saltó, un borrón negro en movimiento. Con los codos levemente doblados, levantó al otro hasta que los pies le colgaron en el aire y lo sostuvo a escasos centímetros de su cara.

—Soy tu rey, y como no me obedezcas, te mato. —Cogió al rubio por el cuello hasta casi cortarle la respiración, y lo arrojó escaleras abajo. Cayó rodando y quedó hecho un guiñapo. Nos miró desde abajo, dolorido y jadeante. El odio de su mirada habría encendido una hoguera.

—¿Cómo estás? —preguntó el recién llegado.

Tardé un momento en darme cuenta de que me estaba hablando a mí. Al parecer, había venido a rescatarme, por mucho que no me hiciera ninguna falta. Qué va.

—Bien, muchas gracias.

—No había venido a salvarte —dijo—, sino porque les tengo prohibido a los míos que cacen para la vampira.

—Vale, te importo poco más que una pulga. Pero gracias de todos modos y al margen de tus motivos.

—De nada —dijo inclinando la cabeza.

Me fijé en la quemadura con forma de corona que tenía en el antebrazo izquierdo. Lo habían marcado.

—¿No sería más fácil llevar una corona y un cetro?

Se miró el brazo y esbozó una de esas sonrisas de rata que muestran todos los dientes.

—Así me quedan libres las manos.

Lo miré a los ojos para saber si me tomaba el pelo, pero no logré salir de dudas. A ver quién es el listo que interpreta la expresión de una rata.

—¿Para qué te quieren los vampiros? —me preguntó.

—Quieren que trabaje para ellos.

—Accede. Te harán daño si te niegas.

—¿Igual que a ti si mantienes apartadas a las ratas?

—Nikolaos se cree la reina de las ratas, porque son los animales que puede convocar. —Se encogió de hombros con torpeza—. Pero no sólo somos ratas; también somos personas, y podemos escoger. Yo puedo escoger.

—Haz lo que diga y no te hará daño —dije.

—Doy buenos consejos —dijo, volviendo a sonreír—, pero no siempre los sigo.

—Yo tampoco —dije.

Me miró de reojo con sus ojos negros y se volvió a la puerta.

—Ya vienen.

Sabía a quiénes se refería. Se había acabado la fiesta: llegaban los vampiros. El rey de las ratas bajó de un salto los escalones y recogió a la rata caída. Se la cargó al hombro como si nada, corrió hacia el túnel y desapareció a toda velocidad, apenas un borrón oscuro que me recordó un ratón sorprendido por la luz de la cocina.

Oí el golpeteo de unos tacones en el pasillo y me aparté de la puerta. Se abrió y entró Theresa, que se quedó en el rellano. Me miró y después examinó la habitación vacía con los brazos en jarras y los labios apretados.

—¿Dónde están?

—Han hecho su trabajo y se han ido. —Le mostré la mano herida.

—No se tenían que ir —dijo Theresa. Un gruñido exasperado brotó del fondo de su garganta—. Ha sido ese rey que tienen, ¿verdad?

—Se han ido; no sé por qué —dije. Me encogí de hombros.

—Mírala, qué tranquila y valiente. ¿No te han asustado las ratas?

Volví a encogerme de hombros. Si algo funciona, insiste.

—Se suponía que no tenían que hacerte sangre. —Me miró fijamente—. ¿Ahora cambiarás en la próxima luna llena? —preguntó como con curiosidad. Ya dice la sabiduría popular que la curiosidad pica y es malsana; ojalá fuera verdad y tuviera picores insalubres.

—No —dije, sin más explicaciones. Si las quería, podía machacarme contra la pared hasta que le dijera lo que quería oír, y no le costaría nada. Aunque, ups, era una pena que a Aubrey lo hubieran castigado por haberme hecho daño.

—Las ratas tenían que asustarte, reanimadora —dijo, observándome con el ceño fruncido—, pero parece que no han hecho su trabajo.

—Puede que no me asuste fácilmente. —La miré a los ojos sin esfuerzo; sólo eran ojos.

Theresa me sonrió de repente, mostrando los colmillos.

—Nikolaos ya encontrará algo que te asuste, reanimadora. Porque el miedo es poder. —Susurró las últimas palabras como si temiera decirlas en voz demasiado alta.

¿Qué era lo que atemorizaba a los vampiros? ¿Acaso los atormentaban visiones de estacas afiladas y ajos, o había cosas peores? ¿Cómo se asusta a los muertos?

—Camina delante de mí, reanimadora. Vamos a conocer a tu ama.

—¿No es también tu ama, Theresa?

Me miró fijamente con la cara inexpresiva, como si la risa de antes hubiera sido irreal. Tenía unos ojos fríos y oscuros. Los de las ratas tenían más personalidad.

—Antes de que acabe esta noche, reanimadora, Nikolaos será el ama de todo el mundo.

—Me parece que no —dije, sacudiendo la cabeza.

—El poder de Jean-Claude te ha vuelto imbécil.

—No —dije—, no es eso.

—Entonces ¿qué es, mortal?

—Que prefiero morir a convertirme en la marioneta de un vampiro.

Theresa no se inmutó; sólo asintió, muy despacio.

—Puede que se cumpla tu deseo.

Se me erizó el vello de la nuca. Podía sostenerle la mirada, pero el mal provoca una sensación especial. Una sensación que da escalofríos, seca la garganta y retuerce el estómago. También la he sentido con humanos, no es necesario ser un nomuerto para ser malvado, aunque no viene mal.

Eché a andar delante de ella. Las botas de Theresa resonaban por el pasillo. Puede que sólo fuera el miedo, pero sentía su mirada en la espalda, como si un cubito de hielo me bajara por la columna.

ONCE

La habitación era enorme, como un almacén, pero tenía paredes de piedra. No me habría extrañado ver a Bela Lugosi saliendo de un rincón en cualquier momento, con capa y todo, aunque la criatura que estaba sentada de espaldas a una pared también impresionaba lo suyo.

Debía de haber muerto cuando tenía doce o trece años. Los pechos pequeños, a medio formar, se le marcaban bajo el vestido largo de tela fina. Era azul claro, y tenía un aspecto cálido en contraste con la absoluta blancura de su piel. Si probablemente ya era pálida de viva, como vampira era cadavérica. Tenía el pelo del rubio platino que tienen algunos niños antes de que se les oscurezca, aunque a ella no se le oscurecería nunca.

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