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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (4 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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Miré a Catherine, al otro lado de la mesa. Los estaba observando completamente estupefacta.

El público había enloquecido; gritaba y agitaba el dinero. Phillip se apartó de Mónica y avanzó hacia otra mesa. Mónica se desplomó hacia delante, con la cabeza en las rodillas y los brazos laxos a los lados.

¿Se había desmayado? Alargué un brazo para tocarla y me di cuenta de que no me apetecía. La agarré suavemente por el hombro. Se movió y giró la cabeza para mirarme. En sus ojos se reflejaba la plenitud relajada que sólo daba el sexo. Tenía los labios pálidos, ya casi sin carmín. No se había desmayado; estaba disfrutando de la intensidad de la experiencia.

Aparté la mano y me la froté en el pantalón; la tenía pringada de sudor.

Phillip había vuelto al escenario. Había dejado de bailar. Simplemente estaba allí de pie. Mónica le había dejado una marca pequeña y redonda en el cuello.

Sentí los primeros indicios de la presencia de una mente antigua que flotaba sobre el público.

—¿Qué pasa? —preguntó Catherine.

—Tranquila —dijo Mónica. Estaba erguida en la silla, todavía con los ojos entrecerrados. Se lamió los labios y se estiró, levantando los brazos por encima de la cabeza.

—¿Qué pasa? —preguntó Catherine volviéndose hacia mí.

—Un vampiro —dije.

Le vi un destello de miedo en la cara, pero no duró mucho. Observé cómo desaparecía el temor bajo el peso de la mente del vampiro. Se volvió lentamente para mirar a Phillip, que seguía esperando en el escenario. Catherine no corría peligro. Aquella hipnosis colectiva no era personal ni permanente.

El vampiro no tenía tantos años como Jean-Claude, ni era tan bueno. Me quedé clavada en el asiento, mientras sentía la presión y el fluir de más de cien años de poder, pero no era suficiente. Noté cómo se movía entre las mesas. Se tomaba muchas molestias para procurar que los pobres humanos no lo viéramos llegar. Pretendía que tuviéramos la impresión de que aparecía ante nosotros como por arte de magia.

La oportunidad de sorprender a un vampiro no se presenta con frecuencia. Me volví para mirarlo caminar hacia el escenario. Todos los rostros humanos estaban en trance, expectantes y mirando ciegamente al frente. El vampiro era alto; tenía los pómulos muy marcados y un cuerpo sublime, escultural. Era demasiado masculino para ser guapo y demasiado perfecto para ser real.

Avanzaba ataviado con el atuendo arquetípico de los vampiros: esmoquin negro y guantes blancos. Se detuvo cerca de mí y se quedó mirándome. Tenía al público en el bolsillo, indefenso y expectante. Pero allí estaba yo, observándolo fijamente, aunque sin mirarlo a los ojos.

Se le tensó el cuerpo por la sorpresa. No hay nada como incomodar a un vampiro de cien años para subirle la moral a una chica.

Miré más allá y vi a Jean-Claude. Me estaba observando. Lo saludé con el vaso. Él me devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.

El vampiro alto estaba junto a Phillip, que tenía la mirada tan perdida como el resto de los humanos. El hechizo, o lo que fuera, se desvaneció. Con un pensamiento, el vampiro despertó al público, y todos se sobresaltaron. Magia. La voz de Jean-Claude interrumpió el silencio.

—Os presento a Robert. Démosle la bienvenida a nuestro escenario.

La multitud enloqueció entre aplausos y gritos. Catherine aplaudía, como todos los demás. Al parecer, estaba impresionada.

La música volvió a cambiar; latía y vibraba en el aire, tan alta que casi hacía daño. Robert el vampiro empezó a bailar. Se movía con una violencia estudiada, al ritmo de la música. Lanzó los guantes blancos al público, y uno aterrizó a mis pies. Lo dejé allí.

—Cógelo —dijo Mónica.

Negué con la cabeza. Una mujer de la mesa de al lado se inclinó hacia mí.

—¿No lo quieres? —preguntó. El aliento le apestaba a whisky.

Volví a sacudir la cabeza.

Se levantó, supongo que para coger el guante, pero Mónica la ganó por la mano, y la tía se volvió a sentar con aspecto abatido.

El vampiro se había descubierto el torso y mostraba una cantidad considerable de piel tersa. Se dejó caer en el suelo del escenario y empezó a hacer flexiones, apoyándose sólo en las yemas de los dedos. El público había enloquecido. A mí no me impresionó. Sabía que, si quisiera, podría levantar un coche a pulso. ¿Qué son unas flexiones comparadas con algo así?

Empezó a bailar alrededor de Phillip, que se volvió hacia él con los brazos extendidos, ligeramente encogido, como si se preparase para un ataque inminente. Se empezaron a rodear mutuamente. La música bajó, hasta volverse un tenue contrapunto de los movimientos del escenario.

El vampiro empezó a acercarse a Phillip, quien se apartó como si intentara escapar. Pero el vampiro apareció súbitamente ante él y le bloqueó la huida.

Yo tampoco lo había visto moverse. Simplemente, el vampiro había aparecido frente a él. El miedo me arrebató todo el aire del cuerpo con un estallido helado. No había notado el engaño, pero había sucedido.

Jean-Claude estaba dos mesas más allá. Levantó una mano pálida en señal de saludo hacia mí. El muy cabrón se me había metido en la mente, y yo no me había dado cuenta. El público contuvo la respiración, y volví a mirar al escenario.

Los dos estaban arrodillados. El vampiro había inmovilizado a Phillip sujetándole el brazo a la espalda; con la otra mano le agarraba la melena y lo obligaba a doblar el cuello en un ángulo doloroso.

Los ojos de Phillip, muy abiertos, reflejaban terror. El vampiro no lo había hipnotizado. ¡No estaba hipnotizado! Permanecía consciente y estaba asustado. Dios mío. Respiraba con dificultad, y su pecho subía y bajaba en rápidos jadeos.

El vampiro miró al público y siseó, y sus colmillos relucieron bajo los focos. El siseo convirtió su hermoso rostro en algo bestial. Su apetito atravesó la multitud. Era un deseo tan intenso que sentí retortijones.

No; no quería compartir la sensación con él. Me clavé las uñas en la palma de la mano y me concentré. La sensación se desvaneció. El dolor ayudaba. Abrí los dedos, que me temblaban, y encontré cuatro semicírculos que se llenaron de sangre lentamente. El deseo latía a mí alrededor y se apoderaba del público, pero de mí no. De mí, no.

Me apreté una servilleta contra la mano e intenté pasar desapercibida. El vampiro echó la cabeza hacia atrás.

—No —susurré.

El vampiro atacó: clavó los dientes en la carne de Phillip, cuyo grito resonó en el local. La música cesó bruscamente. Todos se quedaron paralizados. Se habría oído caer un alfiler.

El silencio se llenó de sonidos de succión, tenues y húmedos. Phillip empezó a gemir. Una y otra vez, sonidos guturales de impotencia.

Miré al público. Todo el mundo estaba con el vampiro, compartía su deseo y su necesidad, sentía cómo comía. Puede que también compartiera el terror de Phillip. Era difícil saberlo. Yo me mantenía al margen, cosa que me alegraba lo indecible.

El vampiro se incorporó y dejó caer a Phillip, inerte, en el escenario. Me puse en pie sin querer. La espalda cubierta de cicatrices del hombre se convulsionó con un profundo estertor, como si estuviera resistiéndose a morir. Y puede que así fuera.

Estaba vivo. Volví a sentarme. Me temblaban las rodillas. Tenía las manos empapadas de sudor, y me escocían las marcas de las uñas. Estaba vivo y le había gustado. Si alguien me lo hubiera dicho, lo habría llamado mentiroso. No me lo podía creer.

Un adicto a las mordeduras de vampiro. Cosas veredes…

—¿Quién quiere un beso? —susurró Jean-Claude.

Durante un instante no se movió nadie; después se alzaron aquí y allá manos que sostenían dinero. No muchas, pero bastantes. Casi todos parecían confundidos, como si acabaran de despertar de una pesadilla. Mónica tenía un billete en la mano levantada.

Phillip seguía tendido donde lo habían dejado, y su pecho subía y bajaba.

Robert el vampiro se acercó a Mónica. Ella le metió el dinero en el pantalón. Robert le apretó la boca, llena de sangre y colmillos, contra los labios. Fue un morreo de esos con mucho movimiento de lengua. Se probaban mutuamente el sabor.

El vampiro se apartó de Mónica. Ella lo sujetó por la nuca e intentó volver a atraerlo hacia sí, pero él se separó y se volvió hacia mí. Yo sacudí la cabeza y le mostré las manos vacías. No hay pasta, tíos.

Intentó agarrarme, rápido como una serpiente. No tuve tiempo de pensar. Cuando mi silla cayó al suelo, yo ya estaba de pie, fuera de su alcance. Ningún humano normal lo habría visto acercarse. Como se suele decir, se había descubierto el pastel.

Se empezó a oír un murmullo entre el público, que trataba de entender qué había pasado. Tranquilos, amigos, sólo es la simpática reanimadora del barrio; no hay nada que temer. El vampiro seguía mirándome.

De repente, Jean-Claude estaba junto a mí, y yo no lo había visto acercarse.

—¿Estás bien, Anita?

Su voz ofrecía cosas que las palabras ni siquiera insinuaban. Promesas susurradas en habitaciones oscuras bajo sábanas de seda. Me subyugó e hizo que se me tambaleara la mente, como a un borracho sediento, y me gustó. De pronto, un pitido agudo me atravesó el cerebro, ahuyentó al vampiro y lo mantuvo a raya.

Me había sonado el busca. Parpadeé y me apoyé en la mesa. El tendió la mano para sostenerme.

—No me toques —dije.

—Desde luego —contestó sonriendo.

Pulsé el botón del busca para silenciarlo. Menos mal que me lo había colgado del cinturón en vez de guardármelo en el bolso. De lo contrario, quizá no lo hubiera oído. Llamé desde el teléfono de la barra. La policía me necesitaba en el cementerio de Hillcrest. Tenía que trabajar en mi noche libre. Me alegraba. En serio.

Me ofrecí a llevar a Catherine a casa, pero prefirió quedarse. Hay que reconocer que los vampiros son fascinantes. Va todo en el mismo paquete, igual que beber sangre y trabajar de noche. Allá ella.

Les prometí que volvería a recogerlas. Después recuperé mi cruz en la consigna de objetos sagrados y me la colgué por dentro de la blusa. Jean-Claude estaba junto a la puerta.

—Ya casi te tenía, mi pequeña reanimadora.

Lo miré a la cara y bajé la vista rápidamente.

—«Casi» no cuenta, cabrón chupasangres.

Jean-Claude echó la cabeza hacia atrás y se rió. Su risa me persiguió en la noche como una caricia de terciopelo en la espalda.

CINCO

El ataúd estaba de lado en el suelo, con la cicatriz blanca de un zarpazo en el barniz oscuro. El forro azul celeste, de imitación de seda, estaba desgarrado y arrancado en parte. Se veía claramente la huella sangrienta de una mano que casi podía haber sido humana. Lo único que quedaba del cadáver era un traje marrón hecho jirones, una falange roída y un fragmento de cuero cabelludo. Era rubio.

Había otro cadáver a poco más de un metro, con la ropa destrozada. Tenía la caja torácica abierta, y las costillas, partidas como palillos. Casi todos los órganos internos habían desaparecido, y el cuerpo parecía un tronco hueco. Sólo tenía intacta la cara. Los ojos claros, increíblemente abiertos, estaban dirigidos a las estrellas de la noche de verano.

Me alegré de que estuviéramos a oscuras. No tengo mala visión nocturna, pero la oscuridad atenúa los colores, y toda la sangre era negra. El cadáver del hombre se confundía con las sombras de los árboles. No tendría que verlo de nuevo, salvo que me acercara, y no pensaba repetir; ya había medido las marcas de los mordiscos con la cinta métrica y le había registrado todo el cuerpo con los guantes de plástico, en busca de pistas. No había ninguna.

Podía hacer lo que quisiera en la escena del crimen; ya la habían grabado y fotografiado desde todos los ángulos posibles. Yo siempre era la última «experta» a la que llamaban. La ambulancia esperaba para llevarse los cadáveres en cuanto terminase.

Ya casi estaba. Tenía claro que aquello era obra de algules, demonios necrófagos. Soy la leche: había reducido la lista de sospechosos a un tipo determinado de nomuertos. Aunque eso también lo podría haber deducido cualquier forense.

Estaba empezando a sudar, por culpa del mono que me había puesto para protegerme la ropa. Lo había comprado para matar vampiros, pero desde hacía un tiempo lo usaba también en las escenas de los crímenes. Me había manchado las rodillas y las perneras, a causa de la gran cantidad de sangre que cubría la hierba. Gracias a Dios, no tenía que ver aquello a plena luz del día.

No sé por qué es peor ver cosas así a la luz del día, pero suelo tener pesadillas sobre los lugares que inspecciono de día. La sangre siempre es demasiado roja, pardusca y espesa. La noche lo amortigua todo y hace que parezca menos real, cosa que agradezco.

Me bajé la cremallera del mono y lo dejé abierto, sin quitármelo. Noté un viento sorprendentemente fresco y olor a lluvia. Se aproximaba otra tormenta.

Habían tendido cinta policial amarilla alrededor de los troncos de los árboles y la habían pasado por encima de los arbustos. Un bucle rodeaba los pies de piedra de un ángel. La cinta se movía y crujía por efecto del viento, cada vez más fuerte. El sargento Rudolf Storr la levantó para pasar y avanzó hacia mí.

Medía dos metros y tenía la constitución de un luchador profesional. Caminaba con movimientos bruscos y a grandes zancadas. Su pelo negro, muy corto, le dejaba las orejas al descubierto. Dolph era el jefe de la Santa Compaña, la brigada policial de creación más reciente. Su denominación oficial era
Brigada Regional de Investigación Preternatural
, es decir, BRIP. Se ocupaba de todos los delitos relacionados con lo sobrenatural, y para Dolph no había significado precisamente un ascenso. Willie McCoy tenía razón; la brigada era sólo un intento poco entusiasta de acallar a la prensa y a los liberales.

Dolph había cabreado a alguien; de lo contrario, no lo habrían destinado allí. Pero, por su forma de ser, estaba decidido a hacerlo lo mejor posible. Era como una fuerza de la naturaleza. No necesitaba levantar la voz; su sola presencia bastaba para que se hicieran las cosas.

—¿Y bien? —dijo, siempre tan locuaz.

—Ha sido un ataque de algules.

—¿Y…?

—En este cementerio no hay algules —dije encogiendo los hombros.

Se quedó mirándome con cara de póker. Se le daba bien; no le gustaba influir en los suyos.

—Pero dices que es cosa de algules.

—Sí, pero han venido de otro sitio.

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