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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (2 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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—No te preocupes por eso —dijo con una sonrisa reservada y misteriosa, como si estuviera ocultando algo importante. —Queremos que alguien que conozca la vida nocturna investigue los asesinatos, y estamos dispuestos a pagar muy bien.

—Ya le di mi opinión a la policía cuando vi los cadáveres.

—¿Y tu opinión era…? —Se inclinó hacia delante en la silla y apoyó sus manos menudas en la mesa. Tenía las uñas pálidas, casi blancas, sin sangre.

—Presenté un informe completo a la policía. —Levanté la vista y lo miré casi directamente a los ojos.

—¿Ni siquiera me vas a decir eso?

—No tengo autorización para comentar asuntos policiales contigo.

—Les dije que no aceptarías.

—¿Aceptar qué? No me has dicho absolutamente nada.

—Queremos que investigues los asesinatos de vampiros y que averigües quién, o qué, lo está haciendo. Estamos dispuestos a triplicar tu tarifa habitual.

Sacudí la cabeza. Aquello explicaba por qué había concertado la entrevista el cerdo avaricioso de Bert. Sabía de sobra qué pensaba de los vampiros, pero el contrato me obligaba, como mínimo, a recibir a cualquier cliente que le hubiera pagado una señal, y mi jefe era capaz de todo por dinero. El problema era que esperaba lo mismo de sus empleados. Bert y yo íbamos a tener una charla muy, muy pronto.

—La policía se está ocupando del caso —dije, levantándome—, y ya le presto tanta ayuda como puedo. En cierto modo, ya estoy trabajando en el caso; os podéis ahorrar el dinero.

Se quedó sentado mirándome, muy quieto. No era la inmovilidad exánime de los que llevan mucho tiempo muertos, pero casi daba el pego.

El miedo me subió por el espinazo y me llegó a la garganta. Reprimí el impulso de sacar el crucifijo que llevaba debajo de la blusa y echar a Willie del despacho. No sé por qué, pero me parecía poco profesional expulsar a un cliente con un objeto sagrado. Me quedé de pie esperando a que se moviera.

—¿Por qué no quieres aceptar el caso?

—Tengo otros clientes a los que atender. Siento no poder hacer nada por ti.

—Será que no quieres.

—Como prefieras. —Rodeé la mesa para acompañarlo a la puerta.

Se desplazó con una agilidad que no había tenido nunca, pero lo vi y me aparté de la mano que tendía hacia mí.

—No soy otra mariboba a la que puedas embaucar con tus trucos.

—Me has visto moverme.

—Te he oído. No llevas tanto tiempo muerto. Vampiro o no, te queda mucho por aprender.

Me miraba con el ceño fruncido y la mano aún medio tendida.

—Puede ser, pero ningún humano habría podido apartarse así. —Dio un paso en mi dirección hasta casi rozarme con la chaqueta. Frente a frente teníamos casi la misma estatura: ambos éramos bajos. Los ojos le quedaban al mismo nivel que los míos. Me obligué a mantener la mirada fija en su hombro.

Tuve que hacer acopio de valor para no apartarme de él. Pero qué leches; vivo o muerto, era Willie McCoy. No pensaba darle aquella satisfacción.

—No eres más humana que yo —dijo.

Me dirigí a la puerta. No me había apartado de él; me había alejado para abrir. Intenté convencer al sudor que me recorría la espalda de que no era lo mismo. Pero la sensación de frío que tenía en el estómago tampoco se dejaba engañar.

—Me tengo que ir, en serio. Muchas gracias por haber recurrido a Reanimators, Inc. —Le dediqué mi mejor sonrisa profesional, tan vacía de significado como una bombilla, pero igual de deslumbrante.

—¿Y por qué no quieres trabajar para nosotros? —Preguntó deteniéndose en el umbral—. Tendré que dar alguna explicación cuando vuelva.

No estaba segura, pero me pareció que en su voz había algo parecido al temor. ¿Tendría problemas por haber fracasado? Aunque sabía que era una estupidez, me dio pena. Vale, era un nomuerto, pero me estaba mirando fijamente y seguía siendo Willie, el de las chaquetas ridículas y las manitas nerviosas.

—Diles, sean quienes sean, que tengo por norma no trabajar para vampiros.

—¿Y no te saltarías esa norma por nada? —Otra vez aquella manía de hacer que las afirmaciones parecieran preguntas.

—Por nada del mundo.

Le noté un destello en la cara, como si asomara el antiguo Willie. Casi parecía triste.

—Siento que hayas dicho eso, Anita. No les gustan las negativas.

—Pues a mi no me gustan las amenazas. Y estás abusando de mi hospitalidad.

—No es ninguna amenaza, Anita. Es la verdad. —Se arregló la corbata, se ajustó el nuevo alfiler de oro, irguió los hombros y salió.

Cuando se marchó, cerré la puerta y me apoyé en ella. Me temblaban las rodillas. Pero no era un buen momento para quedarme allí sin hacer nada. La señora Grundick ya debía de haber llegado al cementerio. Estaría allí de pie, con su pequeño bolso negro y sus hijos adultos, esperando a que le devolviera a su marido de entre los muertos. Había dejado dos testamentos muy distintos; era un misterio. Le quedaban dos opciones: pasarse años pagando minutas de abogados y costas judiciales, o revivir provisionalmente a Albert Grundick y preguntarle.

En el coche tenía todo lo necesario, hasta los gallos. Me saqué el crucifijo de plata de debajo de la blusa y lo dejé colgar a la vista. Tengo varias pistolas y sé usarlas. Guardo una Browning de 9 mm en el cajón de la mesa. Pesa más o menos un kilo, con balas de plata y todo. La plata no mata a los vampiros, pero tiene un efecto disuasorio muy útil: les provoca heridas que se curan muy despacio, a una velocidad casi propia de los humanos. Me sequé el sudor de las manos en la falda y salí.

Craig, nuestro secretario de noche, tecleaba frenéticamente ante el ordenador. Abrió mucho los ojos cuando crucé la espesa moqueta. Puede que fuera por la cruz, que colgaba de la larga cadena; puede que por la pistolera que llevaba a la espalda, con el arma a la vista. No mencionó ninguna de las dos cosas. Así me gusta.

Me puse la chaqueta de pana. No ocultaba el bulto de la pistola, pero daba igual. No creía que los Grundick ni sus abogados se fijaran.

DOS

Aquella mañana vi salir el sol mientras volvía a casa. Odio el amanecer. Significa que me he pasado con el horario y he trabajado toda la puta noche. San Luis tiene más árboles en los márgenes de las carreteras que ninguna otra ciudad por la que haya conducido. Casi estaba dispuesta a reconocer que, bañados por los primeros rayos del alba, los árboles eran bonitos. Casi. Mi piso tiene siempre un aspecto tan luminoso y alegre al sol de la mañana que resulta deprimente. Las paredes son del mismo color de helado de vainilla que las de cualquier otro piso que haya visto. La moqueta es de un gris pasable, muchísimo mejor que la típica marrón caca de perro.

Es un piso espacioso, con un dormitorio. Tiene vistas al parque de al lado, dicen, pero es como si tuviera vistas a Marte. Por mí, no harían falta ventanas; me las apaño con unas cortinas tupidas que convierten el día más luminoso en una agradable penumbra.

Encendí la radio para ahogar el ruido de mis vecinos de hábitos diurnos. El sueño se apoderó de mí con la suave música de Chopin. Y muy poco después sonó el teléfono.

Me quedé tumbada un instante, odiándome por no haber conectado el contestador. Si no hacía caso, con un poco de suerte… Al quinto timbrazo me di por vencida.

—¿Sí?

—Oh, lo siento. ¿Te he despertado?

Era una voz de mujer que no me sonaba de nada. Como pretendiera venderme algo, se iba a enterar.

—¿Quién es? —pregunté, parpadeando para enfocar el reloj de la mesilla. Eran las ocho. Había dormido casi dos horas. Alegría.

—Soy Mónica Vespucci —dijo, como si aquello lo explicara todo. Pues no.

—¿Sí? —Intenté decirlo con tono amable, para animarla a continuar, pero creo que me salió algo parecido a un gruñido.

—Oh, vaya. Soy la Mónica que trabaja con Catherine Maison.

Me acurruqué, con el auricular en la mano, y traté de pensar. No se me da muy bien cuando sólo he dormido dos horas. El nombre de Catherine sí que me sonaba: era el de una buena amiga. Es posible que me hubiera mencionado a aquella mujer, pero no habría podido identificarla aunque me fuera la vida en ello.

—Claro, Mónica, sí. ¿Qué quieres? —Mi voz me sonó desagradable hasta a mí—. Y lo siento si tengo la voz rara, pero es que he estado trabajando hasta las seis.

—¿Sólo has dormido dos horas? Dios mío. Me querrás matar.

Me abstuve de contestar. No soy tan maleducada.

—¿Querías algo, Mónica?

—Sí, claro. Estoy organizando la despedida de soltera de Catherine, pero es una fiesta sorpresa. Ya sabes que se casa el mes que viene.

Hice un gesto de asentimiento.

—Iré a la boda —murmuré al recordar que no podía verme.

—Claro, lo sé. Los vestidos de las damas de honor son preciosos, ¿no crees?

A decir verdad, lo último en lo que me apetecía gastarme ciento veinte dólares era un vestido largo de color rosa con mangas de farol, pero era la boda de Catherine.

—¿Qué pasa con la fiesta?

—Oh, me estoy yendo por las ramas, ¿verdad? Y tú muerta de sueño…

Pensé en pegarle un grito para ver si conseguía que abreviara. No: probablemente, se echaría a llorar.

—Por favor, Mónica. ¿Qué quieres?

—Bueno, ya sé que te aviso con poco tiempo; es que estaba liadísima. Hace una semana que quería llamarte, pero entre una cosa y otra, me he despistado y…

Me lo creía.

—Continúa.

—La fiesta será esta noche. Como Catherine dice que no bebes, he pensado que podrías conducir.

Me quedé recostada un momento, intentando decidir hasta qué punto cabrearme y si serviría de algo. Quizá, si hubiera estado más despierta, no habría dicho lo que pensaba.

—¿No te parece que, si querías que condujera, tendrías que haberme avisado un poco antes?

—Lo sé, y te pido mil disculpas. Últimamente ando muy despistada. Catherine dice que sueles librar el viernes o el sábado por la noche. ¿No tendrás libre el viernes de esta semana?

Pues sí, aquel día libraba, aunque no me apetecía nada dedicárselo a la cabeza hueca con la que estaba hablando.

—Sí; tengo la noche libre.

—¡Estupendo! Te daré la dirección; puedes recogernos después del trabajo. ¿Te viene bien?

—Vale. —No me iba bien, pero ¿qué iba a decir?

—¿Tienes para apuntar?

—Has dicho que trabajas con Catherine, ¿no? —En realidad, estaba empezando a acordarme de Mónica.

—Sí, claro.

—Ya sé dónde está la oficina. No me hace falta la dirección.

—Ah, claro, qué tonta soy. Entonces, te esperamos sobre las cinco. Arréglate, pero no te pongas tacones. Puede que vayamos a bailar.

—De acuerdo, hasta luego. —Odio bailar.

—Hasta la tarde.

El teléfono quedó mudo. Conecté el contestador automático y acto seguido me hice un ovillo bajo las sábanas. Mónica era compañera de trabajo de Catherine, y eso significaba que era abogada. Era una idea inquietante. Quizá fuera una de esas personas que sólo son organizadas en el trabajo. No, ni de coña.

Entonces, cuando ya era demasiado tarde, se me ocurrió que podía haber rechazado la invitación. Arg. Pues sí que andaba bien de reflejos. Bueno, tampoco iba a ser tan terrible ver a unas desconocidas ponerse como una cuba. Vamos, que con un poco de suerte, alguna me vomitaría en el coche.

Cuando conseguí volver a dormirme, tuve unos sueños muy raros sobre una mujer a la que no conocía, una tarta de coco y el funeral de Willie McCoy.

TRES

Mónica Vespucci llevaba una chapa con la inscripción
LOS VAMPIROS TAMBIÉN SON PERSONAS.
No era un comienzo muy prometedor para la velada. Llevaba una blusa blanca de seda, con cuello alto y volantes que le resaltaba el bronceado de salón de belleza. Tenía el pelo corto y con peinado de estilista, y su maquillaje era perfecto.

La chapa debería haberme dado una pista sobre el tipo de despedida de soltera que había organizado. Pero hay días en los que, simplemente, estoy lela.

Yo llevaba vaqueros negros, botas de caña alta y una blusa granate. Me había arreglado el pelo para que combinara con el atuendo; los rizos negros me caían justo por encima de los hombros. El color marrón oscuro, casi negro, de los ojos me hace juego con el pelo. La piel, demasiado pálida, germánica, contrasta con el moreno latino de todo lo demás. Un ex, muy ex, me describió en una ocasión como una muñequita de porcelana. Creo que lo dijo como un cumplido, pero yo no lo interpreté así. Es uno de los muchos motivos por los que no salgo a menudo con hombres.

Me había puesto una blusa de manga larga, para ocultar la funda del cuchillo que llevaba en la muñeca derecha y las cicatrices que tengo en el brazo izquierdo. Había dejado la pistola en el maletero. No creía que la despedida fuera a desmadrarse tanto.

—Siento mucho haberlo organizado todo en el último momento, Catherine —dijo Mónica—. Por eso somos sólo tres. Las demás habían hecho planes.

—Qué curioso que la gente tenga planes un viernes por la noche —dije.

Mónica se quedó mirándome sin saber si bromeaba o no.

Catherine me lanzó una mirada de advertencia. Les dediqué a ambas mi mejor sonrisa inocente. Mónica me la devolvió; Catherine no se dejó enredar.

Mónica echó a andar calle abajo, alegre como unas castañuelas borrachas. Y sólo se había tomado dos copas durante la cena. Mala señal.

—Sé amable —susurró Catherine.

—¿Y ahora qué he hecho?

—Anita… —me dijo con una voz que sonaba como la de mi padre cuando yo volvía a casa demasiado tarde.

—No se te ve muy animada esta noche —dije con un suspiro.

—Pues tengo la intención de animarme mucho —repuso alzando los brazos.

Iba todavía con el traje de oficina, lleno de arrugas. El viento le agitaba el pelo largo y cobrizo. Nunca he sabido si Catherine estaría más guapa si se cortara el pelo para que se le viera bien la cara, o si es el pelo lo que la hace tan atractiva.

—Si tengo que renunciar a una de mis pocas noches libres —añadió—, tengo intención de divertirme… un huevo. —Pronunció las dos últimas palabras como con rabia. Me quedé mirándola.

—No pensarás ponerte ciega de alcohol, ¿verdad?

—Tal vez —dijo. Parecía muy ufana.

Catherine sabía que yo no aprobaba o, mejor dicho, no comprendía que la gente bebiera. A mí no me hacía gracia desinhibirme; si quería desmadrarme, quería controlar hasta qué punto.

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