—¿Y qué?
—Que nunca he oído hablar de algules que se alejen tanto de su cementerio. —Lo miré fijamente, intentando averiguar si entendía qué le estaba diciendo.
—Háblame de los algules, Anita. —Había sacado su inseparable libretita y tenía el boli preparado.
—Este cementerio sigue siendo tierra sagrada. Por regla general, las infestaciones de algules se dan en cementerios muy antiguos, o en sitios en los que se han practicado determinados ritos satánicos o de vudú. Es como si el mal fuera desgastando la bendición hasta que la tierra deja de ser sagrada. Cuando ocurre eso, los algules se trasladan a ese cementerio, o salen de la tumba. No se sabe muy bien cómo va la cosa.
—Espera un momento, ¿es que nadie lo sabe?
—Más o menos.
—Explícate —dijo sacudiendo la cabeza mientras miraba con el ceño fruncido las notas que había tomado.
—A ver: a los vampiros los convierten otros vampiros; a los zombis los levantan los reanimadores y los sacerdotes vudú; los algules, por lo que sabemos, salen de la tumba ellos solitos. Según algunas teorías, los malos malísimos se convierten en algules. Yo no me lo creo. Durante una época se dijo que las personas mordidas por un ser sobrenatural, como un cambiaformas, un vampiro o lo que sea, se convertían en algules. Pero yo he visto cementerios enteros vacíos, con todos los cadáveres convertidos en algules. Es imposible que todos fueran atacados en vida por seres sobrenaturales.
—Vale; no sabemos de dónde salen los algules. ¿Qué sabemos de ellos?
—Para empezar, no se pudren, como los zombis. Conservan la forma; en eso se parecen a los vampiros. Son más inteligentes que un perro, pero tampoco mucho más. Son cobardes y no atacan a las personas a menos que estén heridas o inconscientes.
—Pues no han tenido problemas para atacar al guarda.
—Puede que estuviera inconsciente.
—¿Cómo?
—Igual lo golpeó una persona.
—¿Lo crees probable?
—No; los algules no colaboran con los humanos ni con ningún otro ser. Los zombis obedecen órdenes; los vampiros tienen voluntad propia; los algules son como manadas de animales, quizá como los lobos, pero más peligrosos. Serían incapaces de entender el concepto de colaboración. Para ellos, todo el que no es un algul es comida o una amenaza.
—Entonces, ¿qué ha ocurrido aquí?
—Dolph, estos algules han recorrido un buen trecho para venir hasta aquí; no hay ningún otro cementerio en varios kilómetros a la redonda. Los algules no hacen esas cosas, así que tal vez, y sólo tal vez, atacaron al guarda cuando fue a ahuyentarlos. Deberían haber huido de él, pero parece que no.
—¿Podría ser que algo, o alguien, haya amañado las cosas para que parezca un ataque de algules?
—Quizá, aunque lo dudo. Fuera quien fuera, devoró a ese hombre. Un humano podría hacerlo, pero no podría descuartizar el cuerpo de ese modo; los humanos no tienen tanta fuerza.
—¿Y un vampiro?
—Los vampiros no comen carne.
—¿Un zombi?
—Podría ser. Se han dado casos aislados de zombis que han enloquecido y se han puesto a atacar a las personas. Parece que sienten un deseo irrefrenable de comer carne. Si no la consiguen, se empiezan a descomponer.
—Creía que los zombis se descomponían siempre.
—Los zombis que comen carne duran mucho más de lo normal. Hay una que sigue pareciendo humana después de tres años.
—¿La dejan ir por ahí comiendo personas?
—Le dan carne cruda —dije con una sonrisa—. Creo que en el artículo ponía que su plato favorito era el cordero.
—¿El artículo?
—Todos los oficios tienen su gaceta, Dolph.
—¿Cómo se llama?
—
El Reanimador
, ¿cómo si no? —dije, encogiéndome de hombros.
—Claro —respondió sonriendo—. ¿Qué posibilidades hay de que sea obra de zombis?
—Pocas. Los zombis nunca van en manadas, a menos que se les ordene.
—¿Ni siquiera los zombis antropófagos? —preguntó, consultando sus notas.
—Sólo hay tres casos documentados, y en los tres eran cazadores solitarios.
—Así que han sido zombis antropófagos o algules de algún tipo nuevo. ¿Eso es todo?
—Sí —confirmé.
—De acuerdo. Gracias y perdón por haberte molestado en tu noche libre. —Cerró la libreta y me miró casi sonriendo—. El secretario me ha dicho que estabas en una despedida de soltera. —Arqueó las cejas—. ¿En un local de
boys
?
—No me des la vara, Dolph.
—Por nada del mundo.
—Vaaale —dije—. Si no quieres nada más, me largo.
—De momento, es todo. Llámame si se te ocurre algo.
—De acuerdo —dije. Regresé a mi coche. Metí los guantes de plástico manchados de sangre en la bolsa de basura del maletero. No sabía qué hacer con el mono; al final, lo doblé y lo coloqué encima de la bolsa. Se podía usar una vez más.
—Ten cuidado esta noche, Anita —me gritó Dolph—. No vayan a contagiarte algo.
Lo miré con odio.
—¡Te queremos! —gritaron al unísono los hombres, a modo de despedida.
—Que os den.
—De haber sabido que te gustaba ver hombres desnudos —dijo uno—, habríamos montado un numerito.
—Como si tuvieras algo que exhibir, Zerbrowski.
Risas. Alguien lo cogió por el cuello.
—Te ha vacilado, tío… No insistas; siempre te gana por la mano.
Subí al coche con las carcajadas masculinas de fondo. Alguien se ofreció a ser mi esclavo sexual. Probablemente fue Zerbrowski.
Llegué al Placeres Prohibidos poco después de la medianoche. Jean-Claude estaba al pie de los escalones, apoyado en la pared, completamente inmóvil. No pude ver si respiraba. El viento le agitaba el encaje de la camisa, y un rizo de pelo negro surcaba la tersa palidez de su mejilla.
—Hueles a sangre ajena,
ma petite
.
—Nadie que conocieras —le dije con una sonrisa encantadora.
—¿Has matado a algún vampiro, mi pequeña reanimadora? —La voz, baja y sombría, llena de rabia contenida, me recorrió la piel como un viento frío.
—No —susurré con la voz enronquecida. No lo había oído hablar nunca de aquel modo.
—Te llaman la Ejecutora, ¿lo sabías?
—Sí —dije. No había hecho nada amenazador, pero en aquel momento no habría pasado junto a él ni loca. Por mí, como si tapiaban la puerta.
—¿Cuántas muertes tienes en tu haber?
No me gustaba el cariz que tomaba aquella conversación; tenía pinta de acabar mal. Conocía a un vampiro capaz de detectar las mentiras por el olfato. No sabía muy bien de qué iba Jean-Claude, pero no tenía intención de mentirle.
—Catorce —contesté.
—Y tú nos llamas asesinos.
Me quedé mirándolo sin saber qué pretendía que dijera.
Buzz el vampiro bajó las escaleras. Miró a Jean-Claude; luego, a mí, y se apostó junto a la puerta con los enormes brazos cruzados ante el pecho.
—¿Ha estado bien el descanso? —le preguntó Jean-Claude.
—Sí, gracias, amo.
—Buzz —dijo Jean-Claude sonriendo—, te tengo dicho que no me llames amo.
—Sí, am… Jean-Claude.
El vampiro emitió aquella risa suya, fantástica y casi palpable.
—Vamos, Anita, dentro se está más caliente.
En la acera estábamos a casi treinta grados. No sabía de qué coño me estaba hablando. Y ya puestos, tampoco sabía de qué habíamos estado hablando durante aquel rato.
Jean-Claude subió los escalones, y lo vi desaparecer en el interior. Me quedé mirando la puerta sin ganas de entrar. Algo marchaba mal, pero no sabía qué.
—¿Vas a pasar? —preguntó Buzz.
—¿Sería mucho abusar pedirte que entraras y les dijeras a Mónica y a la pelirroja que salgan?
Sonrió mostrando los colmillos. Lo de mostrar los colmillos es típico de los muertos recientes. Les encanta impresionar a la gente.
—No puedo abandonar mi puesto. Acabo de tomarme un descanso.
—Sabía que dirías algo así.
Volvió a sonreír. Entré en la penumbra del local y me encontré a la chica de la consigna esperando. Le entregué el crucifijo, y ella me dio un resguardo. No era un intercambio justo. No vi a Jean-Claude por ninguna parte.
Catherine estaba en el escenario. De pie, inmóvil y con los ojos muy abiertos, tenía la expresión inocente y desvalida, como de niña, característica de los que duermen; su larga melena cobriza relucía bajo los focos. Sabía reconocer un estado de trance en cuanto lo veía.
—Catherine. —Susurré su nombre y corrí hacia ella. Mónica estaba sentada en nuestra mesa y me miraba mientras me acercaba. Me dedicó una sonrisa cínica y desagradable.
Ya casi estaba en el escenario cuando un vampiro apareció detrás de Catherine. No salió de detrás del telón; sencillamente, apareció detrás de ella. Entonces comprendí qué veían los humanos: magia.
El vampiro me miró. Su pelo parecía de seda dorada; su piel, de marfil, y sus ojos eran como piscinas de ensueño. Cerré los ojos y sacudí la cabeza. No podía ser cierto; no existe nadie tan guapo. Su voz me sonó casi vulgar después de haberle visto la cara.
—Llámala —me ordenó.
Abrí los ojos y vi que el público me observaba. Miré la cara inexpresiva de Catherine y supe qué iba a ocurrir, pero tenía que intentarlo como cualquier cliente incauto.
—Catherine, Catherine, ¿me oyes?
No se movió; tenía la respiración muy débil. Estaba viva; pero ¿hasta qué punto? El vampiro la había sumido en un trance muy profundo. Aquello quería decir que podría llamarla en cualquier momento, desde cualquier lugar, y que ella acudiría obediente. Desde aquel mismo momento, la vida de Catherine le pertenecía. Podría hacer con ella cuanto quisiera.
—¡Catherine, por favor! —grité. Pero no había nada que hacer; el daño era irreversible. Mierda, ¡no debería haberla dejado allí!
El vampiro le tocó el hombro. Ella parpadeó y miró a su alrededor, sorprendida y asustada.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, con una risita nerviosa.
—Ahora estás en mi poder, preciosidad —dijo el vampiro, besándole una mano.
Ella volvió a reír, sin comprender que él le había dicho la pura verdad. El vampiro la acompañó al borde del escenario, y dos camareros la ayudaron a volver a su asiento.
—Estoy mareada —dijo.
—Has estado muy bien —dijo Mónica, dándole unas palmaditas en la mano.
—¿Qué he hecho?
—Después te cuento. El espectáculo no ha terminado aún. —Me miró fijamente al decir estas últimas palabras.
Yo ya sabía que tendría problemas. El vampiro del escenario me estaba mirando, y notaba el peso de su mirada en la piel. Sentía las pulsaciones de su voluntad, su poder, su personalidad o lo que fuera. Las sentía como si fueran ráfagas de viento. Me ponían la piel de gallina.
—Me llamo Aubrey —dijo el vampiro—. ¿Y tú?
La boca se me había secado de repente, pero mi nombre carecía de importancia. Podía decírselo.
—Anita.
—Anita. Precioso.
Las rodillas se negaban a sostenerme, y me senté en la silla. Mónica me miraba expectante, con los ojos muy abiertos.
—Ven, Anita, sube conmigo al escenario. —No tenía ni de lejos el puntazo seductor de la voz de Jean-Claude. Le faltaba textura, pero jamás había sentido nada parecido a la mente que había detrás de la voz. Era antigua, antiquísima. Su poder me dolía en los huesos.
—Ven.
Yo negué con la cabeza, una y otra vez. No era capaz de hacer nada más. No lograba articular palabra ni pensar con coherencia, pero tenía muy claro que no podía levantarme de la silla. Si me acercaba a él, me tendría en su poder, igual que a Catherine. El sudor me empapaba la espalda.
—¡Ven a mí, ahora!
Estaba de pie y no recordaba haberme levantado. Dios mío.
—¡No! —grité, y me clavé las uñas en la palma de la mano. Me desgarré la piel y agradecí el dolor. Podía respirar de nuevo.
Su mente retrocedió como la marea. Me sentí aturdida y vacía, y me apoyé en la mesa. Uno de los vampiros que trabajaban de camareros estaba junto a mí.
—No te resistas. Se enfada cuando se le resisten.
—¡Si no me resisto, me dominará! —contesté, apartándolo de un empujón.
El camarero parecía casi humano; era un muerto reciente. El miedo se le reflejaba en la cara.
—Sólo subiré al escenario si no me obligas —le dije a la cosa.
Mónica contuvo la respiración, pero no le hice caso. No había nada que me importara, excepto sobrevivir a los minutos siguientes.
—Sube como quieras, pero sube —dijo el vampiro.
Me aparté de la mesa y comprobé que podía ponerme en pie sin caerme. Un punto para mí. También podía andar. Dos puntos para mí. Clavé la mirada en el suelo duro y brillante. Si me concentraba en caminar, no me pasaría nada. Ante mis ojos apareció el primer escalón. Levanté la vista.
Aubrey estaba de pie en el centro del escenario. No intentaba llamarme y permanecía inmóvil. Era como si no estuviera allí, como si fuera un vacío terrible. Sentía su inmovilidad como un pálpito en la cabeza. Si él hubiera querido, yo ni lo habría visto.
—Ven. —No era una voz, sino un sonido en mi mente—. Ven a mí.
Intenté retroceder, pero no pude. El pulso me palpitaba en el cuello. No podía respirar. ¡Me estaba asfixiando! Me detuve y noté cómo me envolvía la fuerza de su mente.
—¡No te resistas! —exclamó en mi cabeza.
Alguien gritaba sin emitir ningún sonido. Era yo. Si dejaba de resistirme, todo sería muy fácil, como ahogarse tras abandonar el esfuerzo de mantenerse a flote. Una muerte apacible. No. No.
—No. —Mi voz me sonó extraña incluso a mí.
—¿Qué? —preguntó sorprendido.
—No —repetí, y entonces lo miré a la cara. Me enfrenté a su mirada, a todo el peso de los siglos que asomaba detrás de aquellos ojos. Fuera lo que fuera, el poder que me convertía en reanimadora y me ayudaba a levantar muertos estaba allí en aquel momento. Lo miré a los ojos y me quedé quieta.
—En ese caso —dijo sonriendo lentamente—, iré yo hacia ti.
—No, por favor, por favor —dije. No podía retroceder. Su mente me tenía presa; era como acero cubierto de terciopelo. Me costaba horrores no avanzar, no correr a su encuentro.
Se detuvo cuando nuestros cuerpos estuvieron a punto de tocarse. Tenía los ojos de un marrón homogéneo y perfecto, sin fondo, infinito. Aparté la mirada. El sudor me corría por la frente.
—Hueles a miedo, Anita. —Me recorrió el contorno de la mejilla con una mano fría. Empecé a temblar de forma incontrolable. Me acarició los rizos con los dedos—. ¿Cómo puedes enfrentarte a mí de este modo?