Sentía, y oía, cómo me crujía la rodilla a cada paso. Mala señal: la pierna amenazaba con fallarme. Si se me dislocaba, me quedaría tirada en las escaleras, a merced del silencio. Nikolaos me encontraría y me mataría. ¿Por qué estaba tan segura? Ni idea, pero lo sabía; me lo decían las tripas. Y no me dediqué a poner en duda la corazonada.
Aflojé el paso y descansé un momento en los escalones mientras hacía estiramientos con los músculos de las piernas. Aguanté el tipo cuando me dio un calambre en la pierna mala. Haría estiramientos y me sentiría mejor. Sabía que el dolor no iba a ceder; la había forzado demasiado para que se calmara, pero podría caminar sin que me fallara la rodilla.
Zachary se desplomó en las escaleras; era obvio que él no estaba acostumbrado a correr. Si dejaba de moverse, se le iban a agarrotar los músculos. Quizá lo supiera y le diera igual.
Me apoyé en la pared con los brazos extendidos y empujé hasta que se me distendieron los hombros, sólo para matar el tiempo mientras esperaba a que se calmara la rodilla, para hacer algo mientras escuchaba… ¿qué? Algo pesado y furtivo, algo inmemorial y muerto hacía mucho tiempo.
Desde arriba nos llegaron unos sonidos. Me quedé inmóvil contra la pared, con las palmas de las manos apoyadas en la piedra fría. ¿Ahora qué? ¿Qué más podía pasar? Dios mío, por favor, que amanezca pronto.
Zachary se incorporó y miró escaleras arriba. Yo me quedé con la espalda pegada a la pared, para poder mirar arriba y abajo. No quería que nada se me acercara por debajo mientras miraba hacia arriba. Quería mi pistola. Estaba en el maletero, donde, desde luego, me estaba sirviendo de mucho.
Estábamos en un recodo de las escaleras, justo debajo de un rellano. En muchas ocasiones he deseado poder ver qué hay al doblar una esquina, y aquella fue una de ellas. Se oían roces y el rumor de pasos.
El hombre que apareció era humano. Hala, qué sorpresa. Si hasta tenía el cuello limpio de marcas. Llevaba el pelo, rubio platino, rapado casi al cero. Tenía cuello de bulldog y unos bíceps más anchos que mi cintura. Vale, tengo la cintura bastante estrecha, pero sus brazos eran la leche. Debía de medir al menos uno noventa, y no tenía grasa suficiente ni para untar un molde de tarta.
Sus ojos tenían la palidez cristalina del cielo en enero: un azul distante, gélido. También era el primer culturista sin broncear que veía; con tanto músculo blanco, parecía Moby Dick. Una camiseta de malla revelaba todos los detalles de su torso. Un pantalón de deporte corto y negro le ceñía las piernas; tenía los muslos tan macizos y abultados que había tenido que cortarlo por los lados para ponérselo.
—Por todos los santos —susurré—, ¿cuánto peso levantas en
press
de banca?
Sonrió apretando los labios.
—Doscientos kilos. —Apenas movió la boca y no mostró ni un atisbo de los incisivos.
—Impresionante —dije tras soltar un silbido. Era lo que él quería oír.
Sonrió con cuidado de no enseñar los dientes; intentaba hacerse pasar por vampiro. Menudo desperdicio, conmigo. ¿Debía decirle que cantaba un huevo? No, que me podría partir como una ramita contra uno de aquellos muslos.
—Te presento a Winter —dijo Zachary. Invierno. Encajaba demasiado bien para ser real; como los de las estrellas de cine de los cuarenta.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—El ama y Jean-Claude están luchando —dijo Zachary.
Winter suspiró profundamente y abrió los ojos sólo un poco.
—Jean-Claude. —Consiguió que el nombre sonara como una pregunta.
—Sí, le está plantando cara —dijo Zachary, y sonrió.
—¿Y tú quién eres? —me preguntó.
Vacilé.
—Anita Blake —contestó Zachary encogiéndose de hombros.
—¿Tú eres la Ejecutora? —Sonrió mostrando al fin unos bonitos dientes humanos.
—Sí.
Se rió. El sonido retumbó en las paredes de piedra, y el silencio que nos había acompañado pareció hacerse más denso a nuestro alrededor. La risa cesó bruscamente, y vi el labio de Winter perlado de sudor; percibía el silencio y lo temía.
—Eres demasiado poca cosa para ser la Ejecutora —dijo en voz baja, casi en un susurro, como si tuviera miedo de que lo oyeran.
—Si supieras la de veces que pienso lo mismo… —Me encogí de hombros.
Sonrió y casi se echó a reír otra vez, pero se tragó la risa. Le brillaban los ojos.
—Será mejor que salgamos de aquí —dijo Zachary.
Yo estaba de acuerdo.
—Me han enviado a ver cómo está Nikolaos —dijo Winter.
El silencio palpitó con el sonido del nombre. Una gota de sudor recorría la cara de Winter. Instrucciones de seguridad: no pronuncie nunca en voz alta el nombre de un maestro vampiro furioso cuando pueda oírlo.
—Sabe cuidarse solita —susurró Zachary, pero su voz despertó ecos de todas formas.
—¡No, qué va! —dije yo.
Zachary me miró furioso, y yo me encogí de hombros. A veces no me puedo controlar. Winter me miró con una expresión tan impersonal que parecía esculpida en mármol; sólo le temblaban los ojos. Oh, qué viril. Ja.
—Venid. —Se volvió sin esperar a ver si lo seguíamos. Lo seguimos.
Lo habría seguido a cualquier parte… siempre que fuera hacia arriba. Lo único que sabía era que no había nada, absolutamente nada, que pudiera hacerme bajar las escaleras. Al menos voluntariamente, claro, que siempre quedan otras opciones. Miré los anchos hombros de Winter y pensé que sí, que si no se quiere hacer algo voluntariamente, siempre quedan otras opciones.
Las escaleras desembocaban en una habitación cuadrada que tenía una bombilla colgada del techo. Nunca habría pensado que una luz eléctrica mortecina pudiera ser tan hermosa, pero aquella lo era. Indicaba que dejábamos atrás la cámara de los horrores subterránea y nos acercábamos al mundo real. Y yo estaba lista para irme a casa.
En la habitación de piedra había dos puertas: una enfrente y otra a la derecha. De la de delante surgía música, música de circo alta y estridente. La puerta se abrió; el sonido bullía a nuestro alrededor. Se vislumbraban colores vivos y centenares de personas congregadas. En un letrero ponía
CASA DE LA RISA
; era una especie de feria dentro de un edificio. Sabía dónde estaba: en el Circo de los Malditos.
Los vampiros más poderosos de la ciudad dormían bajo el Circo. Bueno era saberlo.
La puerta se empezó a cerrar, atenuando la música y el resplandor de los carteles. Vi los ojos de una adolescente que intentaba descubrir qué había al otro lado del umbral, pero la puerta se cerró.
Había un hombre apoyado en la puerta. Era alto y delgado, y vestía como un antiguo jugador de los casinos flotantes del Misisipí: chaqueta escarlata, cuello y pechera de encaje, y pantalón y botas negros. Un sombrero de ala ancha le ocultaba parte del rostro, que llevaba cubierto con un antifaz dorado; sólo se le veían la boca y la barbilla. Me miró fijamente con sus ojos oscuros.
Se pasó la lengua por los labios y los dientes: colmillos de vampiro. ¿Por qué no me sorprendía?
—Tenía miedo de que te fueras antes de verte, Ejecutora. —Tenía acento sureño. Winter se interpuso entre nosotros. El vampiro se rió con una risa parecida a un ladrido—. El musculitos cree que puede protegerte. ¿Quieres que lo haga pedazos para demostrarle que se equivoca?
—No será necesario —dije. Zachary se situó detrás de mí.
—¿Reconoces mi voz? —me preguntó el vampiro. Hice un gesto de negación—. Han pasado dos años. Hasta que empezó todo esto, ignoraba que fueras la Ejecutora. Creía que habías muerto.
—¿Por qué no vamos al grano? ¿Quién eres y qué quieres?
—Siempre tan ansiosa, tan impaciente, tan humana… —Levantó las manos, enguantadas, y se quitó el sombrero. Un cabello corto de color caoba enmarcó el antifaz dorado.
—Por favor, no empieces —dijo Zachary—. El ama me ha ordenado que la lleve hasta el coche sana y salva.
—No pienso tocarle un pelo… esta noche. —Los guantes retiraron el antifaz. Tenía el lado izquierdo de la cara lleno de huellas y cicatrices, como fundido. Sólo le quedaba entero y sano un ojo marrón, que se movía en un círculo de tejido cicatricial. Las quemaduras de ácido tienen ese aspecto. Sólo que no había sido ácido: había sido agua bendita.
Recordé cómo me había tenido aprisionada con el cuerpo contra el suelo, cómo me destrozó el brazo a mordiscos mientras yo hacía lo posible por mantenerlo alejado de mi cuello. El chasquido nítido del hueso cuando lo atravesó con los dientes. Mis gritos. Cómo me sujetó la cabeza hacia atrás y se dispuso a morder. Mi impotencia. No me acertó en el cuello; no llegué a saber por qué. Me hundió los dientes en la clavícula y la rompió. Me lamió la sangre, como un gato un plato de leche. Yo estaba tumbada bajo su peso y oía cómo me lamía la sangre. Aún no me dolían las fracturas, por la impresión. Empezaba a no sentir el dolor, a no sentir el miedo… Empezaba a morir.
Moví la mano derecha por la hierba y me topé con algo liso: cristal. Un frasco de agua bendita que había caído de mi bolso cuando lo vaciaron los siervos semihumanos. El vampiro no me miraba: tenía la cara sumergida en la herida. Exploraba con la lengua el agujero que me había hecho. Sus dientes rechinaron contra el hueso, y yo grité.
Se rió en mi hombro: se reía mientras me mataba. Abrí el frasco y se lo vacié en la cara. La carne hirvió. La piel se le abrió y burbujeó. Se arrodilló encima de mí, mientras se apretaba la cara y aullaba de dolor.
Creía que había quedado atrapado en aquella casa cuando se incendió. Había querido que muriera; deseé su muerte. Y había intentado olvidarlo, arrinconar el recuerdo en el fondo de mi mente. Pero allí estaba de nuevo: mi pesadilla favorita hecha realidad.
—Qué, ¿no gritas de terror? ¿No tiemblas de miedo? Me decepcionas, Ejecutora. ¿Acaso no admiras tu propia obra?
—Te di por muerto —dije con voz ahogada.
—Ya ves que no. Y ahora yo también sé que estás viva. Qué delicia.
Sonrió, y los músculos de su mejilla cubierta de cicatrices tiraron de la sonrisa hacia un lado, convirtiéndola en una mueca. Ni siquiera a los vampiros se les curan todas las heridas.
—Una eternidad, Ejecutora, una eternidad con esto. —Se acarició las cicatrices con una mano enguantada.
—¿Qué quieres?
—Sé valiente, muchachita; sé todo lo valiente que quieras. Pero puedo sentir tu miedo. Quiero ver las cicatrices que te hice, ver que me recuerdas, como yo a ti.
—Te recuerdo.
—Las cicatrices, chica, enséñame las cicatrices.
—Si te enseño las cicatrices…, luego, ¿qué?
—Luego te vas a casa o adonde quieras. El ama ha dado órdenes terminantes de que no se te haga daño hasta que termines el trabajo que te hemos encargado.
—¿Y después?
—Después te buscaré. —Sonrió haciendo gala de una dentadura reluciente—. Y me vengaré por esto. —Se tocó la cara—. Vamos, pequeña, no seas tímida. Ya te he visto y he probado tu sangre. Enséñame las cicatrices y el musculitos aquí presente no tendrá que morir para demostrar lo fuerte que es.
Miré a Winter. Tenía los enormes puños cruzados sobre el pecho. La espalda casi le vibraba de tensión por la inminencia del combate, pero el vampiro tenía razón: moriría en el intento. Me subí la manga rota. Un montón de cicatrices me decoraba la parte interior del codo; de allí partían cicatrices más pequeñas, que se entrecruzaban y fluían por todo el brazo como el delta de un río. La quemadura en forma de cruz ocupaba el único espacio libre de la parte interior de mi antebrazo.
—Me extraña que hayas podido volver a usar el brazo, tal como te lo dejé.
—La rehabilitación hace maravillas.
—Para mí no hay rehabilitación que valga.
—No —dije. El primer botón de la blusa me había saltado. Me desabroché otro y aparté la ropa para mostrarle la clavícula: estaba surcada por cicatrices que realzaban las líneas del hueso. Quedaban muy resultonas cuando iba en bañador.
—Bien —dijo el vampiro—. Hueles a sudor frío, muchachita. Me encanta saber que mi recuerdo te atormenta tanto como a mí el tuyo.
—Hay una diferencia.
—¿Y en qué consiste?
—Tú intentabas matarme. Yo me defendía.
—¿Y a qué habías venido a nuestra casa? A clavarnos una estaca en el corazón. Viniste a matarnos. Nosotros no salimos a buscarte.
—Pero habíais salido a buscar a veintitrés personas. Os estabais pasando, y había que deteneros.
—¿Quién te nombró Dios? ¿Quién te dio permiso para ser juez y verdugo?
Suspiré profundamente y conseguí no temblar. Un punto para mí.
—La policía.
—¡Bah! —Escupió en el suelo. Un chico fino—. Haz lo que tengas que hacer, chica, que después arreglaremos cuentas.
—¿Ya me puedo ir?
—Por supuesto. Esta noche estás a salvo porque lo ha dicho el ama, pero ya cambiarán las cosas.
—Por la puerta lateral —dijo Zachary. Caminó casi de espaldas para no perder de vista al vampiro mientras nos alejábamos. Winter se quedó atrás, para cubrirnos las espaldas. Animalito.
Zachary abrió la puerta. Hacía una noche cálida y pegajosa. El viento estival me abofeteó la cara, húmedo, denso y… maravilloso.
—Recuerda el nombre de Valentine —gritó el vampiro—. ¡Oirás hablar de mí!
Zachary y yo cruzamos la puerta, que se cerró a nuestro paso. No había picaporte en el exterior ni ninguna otra forma de abrirla. El billete era sólo de ida; qué gozada. Echamos a andar.
—¿Tienes una pistola con balas de plata? —preguntó.
—Sí.
—Yo en tu lugar empezaría a llevarla.
—Las balas de plata no pueden matarlo.
—Ya. Pero, lo mantendrán a raya.
—Eso sí.
Anduvimos un rato en silencio. Parecía como si la cálida noche de verano nos estudiara con curiosidad entre sus manos pegajosas.
—Lo que necesito es una escopeta.
—¿Vas a cargar con una escopeta todo el día? —preguntó mirándome.
—Si es de cañones recortados, me cabrá debajo de un abrigo.
—¿En pleno verano de Misuri? Te vas a morir de calor. Ya puestos, ¿por qué no una ametralladora o un lanzallamas?
—Las ametralladoras tienen un ángulo de dispersión demasiado amplio, y le podría dar a algún inocente. Y los lanzallamas abultan demasiado y montan unos cristos que no veas.
Me puso una mano en el hombro para detenerme.
—¿Alguna vez has usado lanzallamas contra un vampiro?