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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Placeres Prohibidos (24 page)

BOOK: Placeres Prohibidos
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—Sssí. —Me dio la espalda y se abrió paso entre los otros vampiros, que se apartaron como palomas asustadas. Y yo plantándole cara. A veces, el valor y la estupidez son casi indistinguibles.

—¿Estás herido? —pregunté, arrodillándome junto a Zachary.

—Te lo agradezco, pero esta noche quieren matarme —dijo, sacudiendo la cabeza. Me examinó la cara con los ojos claros y esbozó una sonrisa—. No puedes hacer nada para evitarlo. Hasta tú tienes límites.

—Si confías en mí, podemos levantar esta zombi.

Frunció el ceño y me miró fijamente. No pude interpretar su expresión; mostraba desconcierto y algo más.

—¿Por qué?

¿Qué podía decirle? ¿Que no podía quedarme cruzada de brazos mientras lo veía morir? Él había visto cómo torturaban a un hombre y no había movido un dedo. Opté por la explicación abreviada.

—Porque no puedo dejar que te maten, si puedo evitarlo.

—No te entiendo, Anita. No te entiendo en absoluto.

—Ya somos dos. ¿Puedes levantarte?

—¿Qué tramas? —preguntó tras asentir.

—Que compartamos el talento.

—Mierda, ¿sabes hacer de foco? —preguntó, los ojos muy abiertos.

—Lo he hecho dos veces. —Dos veces, pero las dos con la misma persona: la que me había enseñado el oficio. Nunca con un desconocido.

—¿Estás segura de que quieres hacerlo? —La voz se le había convertido en un susurro.

—¿Salvarte? —pregunté.

—Compartir tu poder.

—Ya basta, reanimadora. —Theresa avanzó hacia nosotros con apenas un susurro de tela—. No puede hacerlo, y tiene que pagar el precio. Vete ahora o únete al… festín.

—¿Comeremos bestia poco hecha? —pregunté.

—¿De qué estás hablando?

—Es de
¡Cómo el Grinch robó la Navidad!
, del doctor Seuss. ¿No te lo sabes? «¡Venid al festín, al festín, al festín! De primero hay bestia poco hecha, y de postre, pudín».

—Estás como una cabra.

—Eso dicen.

—¿Es que quieres morir? —preguntó.

Me incorporé muy despacio, y sentí que algo crecía en mi interior: una seguridad, una certeza absoluta de que ella no representaba ningún peligro para mí. Sería una estupidez, pero allí estaba, firme y sólido.

—Puede que alguien me mate antes de que termine todo esto, Theresa —dije avanzando hacia ella, que retrocedió—, pero no serás tú.

Casi podía sentir su pulso. ¿Me tenía miedo? ¿Se me había ido la olla? Acababa de encararme con una vampira de cien años y la había hecho recular. Me sentía desorientada, casi con vértigo, como si hubieran modificado la realidad sin avisarme.

Theresa me volvió la espalda con los puños apretados.

—Levantad a la muerta, reanimadores, o por toda la sangre que se ha derramado en el mundo os juro que os mataré a los dos.

Creo que lo decía en serio. Me sacudí como un perro mojado. Tenía una docena larga de vampiros que tranquilizar y un cadáver de cien años que levantar. Los problemas, sólo de tropecientos en tropecientos, por favor. Tropecientos uno sería ya pasarse.

—Levántate, Zachary —dije—. Tenemos trabajo.

—No he trabajado nunca con un foco —dijo poniéndose en pie—. Tendrás que guiarme tú.

—Descuida —dije.

VEINTIOCHO

La cabra yacía de lado. Las vértebras relucían a la luz de la luna, y todavía brotaba sangre de la herida. Tenía los ojos en blanco y la lengua colgando.

Cuanto más antiguo es un zombi, mayor es el sacrificio necesario. Lo sabía, y por eso evitaba los muertos antiguos siempre que podía. Al cabo de cien años, un cadáver es sólo un puñado de polvo y poco más. Con suerte, pueden quedar unos pocos fragmentos de hueso, que se vuelven a formar al levantarse de la tumba. Si el reanimador tiene poder suficiente.

El problema era que había muy pocos reanimadores capaces de levantar a los muertos de un siglo o más. Yo estaba entre ellos, pero no me gustaba hacerlo, simplemente. Bert y yo habíamos discutido largo y tendido sobre mis preferencias: cuanto más antiguo sea el zombi, más dinero se puede pedir. Aquel era un trabajo de veinte mil dólares, como mínimo. Dudaba seriamente que alguien pretendiera pagarme aquella noche, salvo que vivir un día más me pareciera pago bastante. Sí, supongo que lo era. Chin, chin, brindemos por un nuevo día.

Zachary se situó a mi lado. Se había sacado los restos de la camisa; estaba muy delgado y pálido, y su cara era toda sombras y piel blanca, con unos pómulos marcadísimos, casi cadavéricos.

—¿Qué hacemos? —me preguntó.

El cadáver de la cabra seguía dentro del círculo de sangre que él había trazado antes. Bien.

—Pon en el círculo todo lo que necesitamos.

Cogió un cuchillo de desollar y un tarro lleno de un ungüento claro y levemente luminoso. Yo prefería los machetes de desbrozar, pero aquel cuchillo era enorme, con un filo dentado y la punta brillante. Estaba limpio y afilado. Cuidaba bien de sus herramientas; un punto a su favor.

—No podemos volver a matar a la cabra —dijo—. ¿Qué usaremos?

—A nosotros —dije.

—¿Cómo?

—Nos hacemos un corte y tendremos tanta sangre fresca y viva como estemos dispuestos a dar.

—La pérdida de sangre nos dejaría demasiado débiles.

—Ya tenemos el círculo de sangre —dije con un gesto de negación—. Sólo vamos a reactivarlo; no hay que volver a trazarlo.

—No lo entiendo.

—No hay tiempo para explicaciones metafísicas. Cualquier herida es una pequeña muerte; si le entregamos al círculo una muerte menor, se reactivará.

—Sigo sin entenderlo —dijo, sacudiendo la cabeza.

Respiré profundamente y me di cuenta de que no podía explicárselo. Era lo mismo que tratar de explicar cómo se respira: se puede describir con todo detalle, pero eso no basta para aclarar qué se siente al respirar.

—Te lo demostraré. —A fin de cuentas, si no conseguía que comprendiera sin necesidad de palabras aquella parte del ritual, el resto tampoco funcionaría.

Tendí una mano para que me diera el cuchillo. Vaciló y me lo entregó, por el mango. Era bastante pesado, pero es que no estaba ideado para lanzarlo. Respiré profundamente y me apreté el filo contra el brazo izquierdo, justo debajo de la quemadura en forma de cruz. Un corte rápido, y fluyó la sangre, oscura. Sentí un dolor punzante e inmediato. Solté el aire que había estado reteniendo y le tendí el cuchillo a Zachary.

Él se nos quedó mirando fijamente al cuchillo y a mí.

—Hazte el corte en el brazo derecho, para que el uno sea reflejo del otro —le dije.

Asintió y se hizo un corte rápido en el brazo derecho. Contuvo la respiración y sofocó un grito.

—Arrodíllate conmigo —le ordené. Él imitó mis movimientos como un espejo, tal como le había pedido. Era capaz de seguir instrucciones; ya es algo.

Doblé el brazo del corte y lo levanté de forma que los dedos me quedaran a la altura de la cabeza, y el codo, a la altura del hombro. Él hizo lo mismo.

—Ahora tenemos que juntar las manos y unir los cortes.

Zachary vaciló, inmóvil.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Hizo dos sacudidas breves con la cabeza y cerró la mano en torno a la mía. Su brazo era más largo que el mío, pero nos las apañamos.

Tenía la piel espantosamente fría. Lo miré a la cara, pero no pude interpretar su expresión. No tenía ni idea de qué estaba pensando. Hice una inspiración profunda y purificadora, y empecé:

—Damos nuestra sangre a la tierra. Vida por muerte, muerte por vida. Álcense los muertos para beber nuestra sangre. Démosles alimento para ganar su obediencia.

Abrió los ojos de par en par. Había comprendido: un problema menos. Nos pusimos en pie y lo guié en torno al círculo de sangre. Podía sentirlo, como una corriente eléctrica en la columna vertebral. Miré a Zachary a los ojos; a la luz de la luna, parecían casi plateados. Recorrimos el círculo y terminamos en el punto de partida, junto al sacrificio.

Nos sentamos en la hierba empapada de sangre. Mojé la mano derecha en el cuello de la cabra, que todavía rezumaba. Tuve que arrodillarme para llegar a la cara de Zachary; le unté de sangre la frente y a continuación bajé por las mejillas, cubiertas de piel suave y una barba incipiente. Le dejé una huella oscura sobre el corazón.

La cinta que llevaba en el brazo era como un anillo de oscuridad. Unté de sangre las cuentas, y noté el suave tacto de las plumas entretejidas. El
gris-gris
necesitaba sangre, podía sentirlo, pero no sangre de cabra. Preferí no pensar en ello; ya tendría tiempo de preocuparme por la magia personal de Zachary.

Él también me untó la cara con sangre, sólo con las yemas de los dedos, como si le diera miedo tocarme. Le temblaba la mano mientras me recorría la mejilla. Sentí la sangre húmeda y fría en el pecho. Sangre del corazón.

Zachary abrió el tarro de ungüento casero. Era blancuzco, con toques verdosos de musgo de cementerio. Le unté con él las manchas de sangre, y su piel lo absorbió. Él también me embadurnó la cara de ungüento. Era espeso como la cera. Distinguí el aroma de romero para la memoria, canela y clavo para la conservación, salvia para la sabiduría y alguna otra hierba de olor intenso, quizá tomillo, para unirlas a todas. Pero se le había ido la mano con la canela: la noche olía de pronto a tarta de manzana.

Los dos nos pusimos a extender ungüento y sangre por la lápida. Recorrí con los dedos los restos de la inscripción tallada en el mármol. Estelle Hewitt, nacida en mil ochocientos algo y muerta en 1866. Había algo más debajo de la fecha y el nombre, pero resultaba ilegible. ¿Quién había sido? Nunca había levantado a un zombi del que no supiera nada. No es que siempre fuera buena idea, pero es que nada de aquello lo era.

Zachary se situó al pie de la tumba, y yo me quedé junto a la lápida. Era como si estuviéramos unidos por una cuerda invisible. Empezamos a recitar juntos, sin más preguntas.

—Escúchanos, Estelle Hewitt. Te conminamos a que vuelvas de la tumba. Con sangre, magia y acero, te conminamos. Álzate, Estelle, ven a nosotros, ven a nosotros.

Zachary me buscó con la mirada, y sentí un tirón en la cuerda que nos unía: era poderoso. ¿Por qué no había conseguido hacerlo solo?

—Estelle, Estelle, ven a nosotros. Despierta, Estelle, álzate y ven a nosotros. —Gritábamos su nombre en voz cada vez más alta.

La tierra se estremeció. La cabra cayó hacia un lado cuando estalló el suelo y una mano aferró el aire. Salió otra mano, que también se agarró a la nada, y la tierra empezó a escupir el cadáver.

Fue entonces, precisamente entonces, cuando comprendí qué fallaba, por qué Zachary no había podido levantarla solo. Ya sabía de qué me sonaba su cara: había asistido a su velatorio. Los reanimadores éramos tan pocos que, cuando moría uno, los demás nos presentábamos y punto. Cortesía profesional. Había visto aquella cara angulosa maquillada y con colorete. Recordé haber pensado que habían hecho una chapuza.

La zombi ya estaba casi fuera de la tumba. Se sentó jadeante, con las piernas aún atrapadas en la tierra.

Los ojos de Zachary y los míos se cruzaron por encima de ella. Sólo fui capaz de quedarme mirándolo embobada. Estaba muerto, pero no era un zombi ni nada de lo que yo hubiera oído hablar. Me habría jugado la vida a que era humano, y puede que acabara de hacerlo.

La cinta tejida de su brazo, eso era. El hechizo que no había quedado satisfecho con sangre de cabra. ¿Qué hacía para mantenerse con «vida»?

Había oído rumores sobre amuletos
gris-gris
que podían engañar a la muerte. Rumores, leyendas, cuentos… O quizá no.

Puede que Estelle Hewitt hubiera sido guapa, pero cien años en la tumba estropean a cualquiera. Tenía la piel grisácea, cerúlea, inexpresiva, como si fuera falsa. Llevaba las manos ocultas bajo unos guantes blancos manchados de tierra de la tumba. Vestía de blanco con un montón de encaje; habría jurado que era un vestido de novia. Madre de Dios.

Tenía el cráneo cubierto por los restos de un moño de pelo negro, y unos pocos mechones le rodeaban la cara, casi una calavera. Se le notaban todos los huesos, como si tuviera la piel estirada sobre un armazón. Tenía los ojos fieros, oscuros, con demasiado blanco. Por lo menos no los tenía secos como pasas; era algo que me repugnaba.

Estelle se sentó junto a la tumba e intentó poner sus pensamientos en orden. Iba a tardar un poquito. Incluso los muertos recientes necesitaban unos minutos para orientarse, y cien años eran un huevo de tiempo.

Rodeé la tumba, con cuidado de mantenerme dentro del círculo. Zachary me vio acercarme sin decir palabra. No había podido levantar el cadáver porque él mismo era un cadáver. Con los muertos recientes podía apañárselas, pero no con los antiguos. Muertos que levantaban muertos; allí había algo muy, pero que muy chungo.

Lo miré fijamente y observé cómo cogía el cuchillo. Conocía su secreto. ¿Y Nikolaos? ¿Lo sabía alguien más? Aparte de quienquiera que hubiera hecho el
gris-gris
. Me apreté alrededor del corte del brazo, y acerqué los dedos ensangrentados al
gris-gris
.

Zachary me sujetó la muñeca, con los ojos muy abiertos. Se le había acelerado la respiración.

—Tú no.

—Entonces, ¿quién?

—Gente a la que nadie echará en falta.

La zombi que habíamos levantado se movió con un crujir de enaguas y miriñaques, y empezó a arrastrarse hacia nosotros.

—Debería haber dejado que te mataran —dije.

—¿Es posible matar a los muertos? —preguntó sonriente.

—Yo lo hago continuamente. —Me liberé la muñeca.

La zombi estaba tirándome de las piernas. Parecía que me estuvieran clavando palitos.

—Dale tú de comer, capullo —dije.

Zachary tendió la muñeca. La zombi la cogió, torpe e impaciente, y le olisqueó la piel, pero lo soltó sin hacer nada.

—Creo que no puedo, Anita.

Ya lo veía. Para cerrar el ritual hacía falta sangre fresca y viva. Zachary estaba muerto; ya no servía. Pero yo sí.

—Vete a la mierda, Zachary, que te den.

Se limitó a mirarme.

La zombi empezó a emitir una especie de maullido ronco. Virgen santa. Le ofrecí el brazo ensangrentado. Me clavó unas manos como palos, cerró la boca alrededor de la herida y succionó. Reprimí el impulso de apartarme. Yo había hecho el trato y había escogido el ritual: no tenía elección. Miré a Zachary mientras aquella cosa se alimentaba de mi sangre. Nuestra zombi, un trabajo en equipo. Hay que joderse.

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