Me pasó un brazo por los hombros. Me aparté de él, pero entrelazó las manos en mi espalda.
—Phillip, para.
Le puse las manos en el pecho para impedir que nuestros cuerpos se juntaran. Tenía la camiseta húmeda y fría. Su corazón estaba disparado.
—Tienes la camiseta mojada —dije cuando conseguí tragar saliva.
Me soltó tan bruscamente que casi me caí. Se quitó la camiseta con un movimiento grácil; claro que el chico era experto en quitarse la ropa. Tendría un pecho precioso de no ser por las cicatrices. Se me acercó.
—No des un paso más —le ordené—. ¿A qué viene este cambio de humor?
—Me gustas; ¿no basta con eso?
—No —contesté sacudiendo la cabeza.
Tiró la camiseta al suelo. La observé caer como si fuera importante. Con dos pasos, Phillip se plantó junto a mí; puta costumbre de hacer baños diminutos. Hice lo único que se me ocurrió: me metí en la bañera. No quedó muy elegante, y menos con los tacones, pero así no estaba apretada contra el pecho de Phillip. Cualquier cosa era preferible.
—Nos miran —dijo.
Me volví lentamente, como en una película de terror mala. El crepúsculo flotaba más allá de las tenues cortinas, y una cara se asomaba desde la oscuridad. Era Harvey, el del cuero. La ventana era demasiado alta para que estuviera de pie. ¿Estaría subido en una caja? Igual habían puesto plataformas debajo de todas las ventanas, para ver mejor el espectáculo.
Dejé que Phillip me ayudara a salir de la bañera.
—¿Puede oírnos? —susurré.
Phillip negó con la cabeza. Volvió a rodearme el cuerpo con el brazo.
—Se supone que somos amantes. ¿Y si Harvey deja de creérselo?
—Eso es chantaje.
Esbozó su sonrisa deslumbrante, desvalida, sexy. Se me hizo un nudo en el estómago. Se inclinó y no lo detuve. El beso demostró que no había publicidad engañosa: labios carnosos y suaves, una caricia en la piel, la calidez del abrazo… Me apretó la espalda desnuda con las manos y me masajeó los músculos hasta que me relajé y me quedé apoyada en él.
Me besó el lóbulo de la oreja, y noté su aliento mientras me recorría el borde de la cara con la lengua. Me encontró el pulso en el cuello con la lengua como si quisiera fundirse con él y atravesarme la piel. Me rozó el cuello con los dientes… De repente los cerró; apretó y me hizo daño. Lo aparté de un empujón.
—¡Mierda! Me has mordido.
Tenía la mirada perdida. Una gota escarlata le manchaba el labio inferior. Me llevé la mano al cuello y la retiré con sangre.
—¡Qué hijo de puta!
—Creo que Harvey se ha creído la representación. —Se lamió la sangre de la boca—. Ahora estás marcada. Ya tienes la prueba de qué eres y a qué has venido. —Suspiró entrecortadamente—. No tendré que volver a tocarte esta noche, y te prometo que no te tocará nadie más.
Me dolía el cuello. ¡Tenía un mordisco, un puto mordisco!
—¿Sabes cuántos microbios hay en la boca humana?
—No —dijo con una sonrisa, aún algo aturdido.
Lo aparté de un empujón y me eché agua en la herida. Parecía lo que era: una marca de dientes humanos. No era perfecta, pero andaba cerca.
—Qué hijo de puta.
—Tenemos que salir para que puedas buscar pistas. —Había recogido la camiseta del suelo y la tenía en la mano. Pecho desnudo y bronceado, pantalón de cuero, labios hinchados como si hubiera estado chupando algo… A mí.
—Pareces un anuncio de una agencia de gigolós —dije.
—¿Lista para salir? —preguntó encogiéndose de hombros.
Yo seguía tocándome la herida. Quería enfadarme, pero no podía. Estaba asustada. Asustada de Phillip y de lo que era, o lo que no era. Me había pillado por sorpresa. ¿Sería verdad que estaría a salvo el resto de la noche, o sólo me había mordido para probarme?
Abrió la puerta y se quedó a la espera. Salí. Mientras volvíamos al salón, me di cuenta de que Phillip había esquivado mi pregunta. ¿Para quién trabajaba? Seguía sin saberlo.
Me avergonzaba darme cuenta de que cada vez que se quitaba la camiseta se me fundían los plomos. Pero no volvería a suceder; Phillip, el de las cicatrices, había recibido mi primer y último beso. A partir de aquel momento seguiría siendo la cazadora de vampiros dura como el acero a la que no se podía distraer con unos músculos trabajados o unos ojos bonitos.
Me llevé la mano a la marca del mordisco. Me dolía. Se acabó lo de hacernos pasar por amantes; si Phillip se me volvía a acercar, le haría daño. Claro que, conociendo a Phillip, probablemente le gustaría.
Madge nos interceptó en el pasilllo. Empezó a acercarme una mano al cuello; la sujeté por la muñeca.
—Ay, qué quisquillosa —dijo—. ¿Es que no te ha gustado? ¡No me digas que llevas un mes con Phillip y aún no te había probado! —Se bajó el sujetador de seda para mostrar la parte superior del pecho. Había una marca de dientes perfecta en la carne pálida—. Es la marca de fábrica de Phillip. ¿No lo sabías?
—No.
Pasé de largo y me dirigí al salón. Un desconocido cayó a mis pies. Crystal estaba encima de él y lo tenía inmovilizado. Era joven y parecía algo asustado. Levantó la vista más allá de Crystal, hacia mí. Creí que iba a pedirme ayuda, pero ella lo acalló con un beso húmedo y profundo, como si quisiera bebérselo. Él empezó a levantarle los pliegues de la falda. Tenía los muslos increíblemente blancos, como ballenas varadas.
Giré en redondo y me dirigí a la puerta. Mis tacones hacían un ruido bastante efectista contra el suelo de madera. Cualquiera habría dicho que estaba huyendo, pero de eso nada: sólo estaba andando muy deprisa.
Phillip me alcanzó en la puerta y apoyó la mano en ella para impedir que abriera. Respiré profundamente. No iba a perder los estribos, todavía.
—Lo siento, Anita, pero es mejor así. Ahora estás a salvo… de los humanos.
—No lo entiendes. —Lo miré y sacudí la cabeza—. Necesito tomar un poco el aire. No me marcho, si es lo que te preocupa.
—Voy contigo.
—No. Entonces no serviría de nada; tú eres una de las cosas de las que quiero alejarme.
Retrocedió y dejó caer la mano. Se le apagaron los ojos y mostró una mirada esquiva y recelosa. ¿Por qué se había ofendido? Ni lo sabía ni me importaba. Abrí la puerta, y el calor me envolvió como un abrigo de piel, para variar.
—Es de noche —dijo—. No tardarán en llegar, y no podré ayudarte si no estoy contigo.
—Será mejor que entiendas esto, Phillip —le dije casi en un susurro, acercándome más a él—. Sé cuidarme mucho mejor que tú. En cuanto un vampiro chasquee los dedos, te convertirás en merienda. —Se le empezó a desencajar la cara; yo no quería verlo—. Joder, ponte las pilas.
Salí al porche cubierto de enredaderas y reprimí el impulso de cerrar de un portazo. Habría sido una niñería. Me sentía bastante infantil en aquel momento, pero prefería reservarme. Nunca se sabe cuándo puede venir bien una rabieta.
El canto de las cigarras y los grillos llenaba la noche. El viento agitaba la copa de los árboles más altos, pero no llegaba al suelo. El aire del porche estaba viciado y denso, como plastificado.
Era un placer sentir calor después del aire acondicionado de la casa. Resultaba real y, en cierto modo, purificador. Me toqué el mordisco. Me sentía sucia, usada, maltratada, y estaba enfadada y hasta los cojones de todo. Fuera no descubriría nada, pero si algo o alguien se dedicaba a matar a los vampiros que asistían a las fiestas, no me parecía tan mal.
Claro que daba igual que estuviera de parte del asesino. Nikolaos quería que resolviera los crímenes, y más me valía conseguirlo.
Aspiré el aire viciado y sentí los primeros indicios de… poder. Se filtraba entre los árboles, como el viento, pero su caricia no refrescaba la piel. El vello de la nuca intentó escaparse por la espalda. Quienesquiera que fuesen, eran poderosos. Y trataban de levantar a los muertos.
A pesar del calor, había llovido bastante, y los tacones se me hundieron en la hierba de inmediato. Acabé por avanzar medio agachada, medio de puntillas, procurando no quedarme clavada en la tierra blanda.
El suelo estaba cubierto de bellotas; era como andar sobre canicas. Caí contra el tronco de un árbol y me di un golpe bastante fuerte en el hombro que Aubrey me había dejado magullado.
Sonó un balido agudo y aterrorizado. Estaba cerca. ¿Era una ilusión auditiva provocada por la quietud del aire o de verdad había una cabra? El quejido terminó en un gorgoteo húmedo, espeso y burbujeante. Se acabaron los árboles y vi un claro que la luna teñía de plata.
Me quité un zapato y tanteé el suelo. Estaba húmedo y frío, pero no era grave. Me quité el otro zapato y eché a correr.
El jardín trasero era enorme y se perdía en la plateada oscuridad. No había nada a la vista salvo, a lo lejos, un seto de arbustos enormes, casi árboles pequeños. Corrí hacia allí; no había ningún otro lugar donde ocultar una tumba.
Como ritual, el de levantar a los muertos es bastante breve. El poder manó en la noche y entró en la tumba. Aumentó lenta pero firmemente; era una magia cálida que me agarraba de las tripas y me arrastraba hacia los arbustos. Su forma oscura creció, recortada contra la luz de la luna, y vi que eran demasiado densos; no había manera de pasar entre ellos.
Un hombre gritó.
—¿Dónde está? —Preguntó a continuación una mujer—. ¿Dónde está el zombi que nos prometiste?
—¡Lleva demasiado tiempo muerta! —La voz del hombre sonaba estrangulada por el miedo.
—Dijiste que no bastaba con los gallos, y conseguimos una cabra para el sacrificio. Pero no hay zombi. Creía que se te daba mejor.
Encontré una puerta en el extremo más alejado del seto. Era metálica, y estaba oxidada y desvencijada. El metal gimió cuando la empujé para abrir, y más de una docena de miradas se volvieron hacia mí. Caras pálidas, con la intensa quietud de los nomuertos. Vampiros. Estaban entre las antiguas lápidas de un pequeño cementerio familiar, esperando. Nadie tiene tanta paciencia como los muertos.
Uno de los vampiros que tenía más cerca era el negro de la guarida de Nikolaos. Se me disparó el pulso, e inspeccioné rápidamente a la multitud. Ella no estaba, gracias a Dios.
—¿Has venido a mirar…, reanimadora? —me preguntó con una sonrisa. Me pareció que había estado a punto de decir
Ejecutora
. ¿Sería un secreto?
En cualquier caso, les hizo un gesto a los otros para que se apartaran y me dejaran ver el espectáculo. Zachary estaba tendido en el suelo. Tenía la camisa empapada de sangre, y es que dedicarse a cortar cuellos suele dejar manchas. Theresa estaba a su lado, con los brazos en jarras. Iba vestida de negro, sin más piel al descubierto que una franja en la cintura, pálida y casi resplandeciente a la luz de las estrellas. Theresa, la reina de las tinieblas. Me miró un momento y se volvió hacia el hombre.
—¿Y bien, Cha-cha-ry? ¿Dónde está nuestra zombi?
—Es una muerta demasiado antigua. No queda suficiente —dijo él, tragando saliva audiblemente.
—Sólo tiene cien años, reanimador. ¿Tan débil eres?
Zachary bajó la vista y escarbó la tierra blanda. Me miró y apartó los ojos rápidamente. Ni idea de si había intentado decirme algo con aquella mirada. ¿Que tenía miedo? ¿Que echara a correr? ¿Que lo ayudara? ¿Qué?
—¿De qué sirve un reanimador que no puede levantar a los muertos? —preguntó Theresa. De repente estaba junto a él, arrodillada, dándole palmadas en el hombro. Zachary se estremeció, pero no intentó apartarse.
Una oleada de seudomovimiento recorrió a los vampiros. Sentí en la columna la tensión de todo el círculo de vampiros que tenía detrás. Iban a matarlo. Que no hubiera podido levantar al zombi era sólo la excusa, parte del juego.
Theresa le desgarró la camisa por la espalda. La tela le cayó hasta los antebrazos, todavía sujeta en los pantalones. Un suspiro colectivo recorrió a los vampiros.
Zachary llevaba una cinta de cordón tejido, con cuentas incrustadas, alrededor del brazo derecho. Era un
gris-gris
, un amuleto vudú, pero no le serviría de mucho en aquella ocasión. Daba igual cuál fuera la finalidad del amuleto; no bastaría.
—Quizá seas sólo carne fresca —susurró Theresa en tono teatral.
Los vampiros empezaron a acercarse, silenciosos como el viento sobre la hierba.
No podía quedarme cruzada de brazos. Era un colega y un ser humano. No podía permitir que muriera de aquel modo, ni delante de mis narices.
—Esperad —dije.
Nadie pareció oírme. Los vampiros estrecharon el cerco, y empezaba a perder de vista a Zachary. En cuanto uno lo mordiera, se desencadenaría un festín frenético. Lo había visto una vez y nada me libraría de las pesadillas si volvía a verlo. Levanté la voz con la esperanza de que me escucharan.
—¡Esperad! ¿Acaso no pertenece a Nikolaos? ¿No la llamaba
ama
?
Vacilaron y se separaron para dejar paso a Theresa.
—No es asunto tuyo. —Me miró fijamente y no tuve que esquivar la mirada; una cosa menos de la que preocuparme.
—Ahora sí —dije.
—¿Quieres unirte a él?
Los vampiros empezaron a ensanchar el círculo para incluirme a mí. Se lo permití, aunque tampoco podía hacer gran cosa para evitarlo. O conseguía que saliéramos los dos vivos, o yo moriría también. Quizá. Probablemente. En fin.
—Quiero hablar con él —dije—, entre colegas.
—¿Por qué? —preguntó.
Me acerqué a ella hasta casi rozarla. Su ira era palpable: la hacía quedar mal delante de los otros; yo lo sabía, y ella sabía que lo sabía. Hablé en voz muy baja, aunque algunos me oirían de todas formas.
—Nikolaos habrá ordenado su muerte, pero a mí me quiere viva, Theresa. ¿Qué te haría si ocurriera un accidente y yo muriera aquí, esta noche? —Le susurré las últimas palabras cerca de la cara—. ¿Quieres pasarte la eternidad encerrada en un ataúd rodeado de crucifijos?
Gruñó y se apartó bruscamente, como escaldada.
—¡Maldita seas, mortal! ¡Ojalá ardas en el infierno! —El pelo negro le crepitaba en torno a la cara, y la furia le convertía las manos en garras—. Habla con él; para lo que va a servir… Tiene que levantar al zombi: o lo consigue, o es nuestro. Así lo ha dicho Nikolaos.
—Si lo levanta, ¿podrá irse sin que le hagáis nada? —pregunté.
—Sí, pero no puede; no tiene suficiente poder.
—Y Nikolaos contaba con eso —dije.
Theresa sonrió con una mueca fiera que le dejó los colmillos al descubierto.