Asintió con un brillo en la mirada. Había bastado con mencionar la violencia y el crimen para que el chico se derrumbara. Seguro que de mayor quería ser vampiro. Fijo.
El sol resultaba casi cegador después de la penumbra de la iglesia. Entrecerré los ojos y me puse la mano de visera. Vi un movimiento por el rabillo del ojo.
—¡Anita! —gritó Ronnie.
Todo pareció ocurrir a cámara lenta; me sobró tiempo para mirar al hombre y la pistola que tenía en la mano. Ronnie se abalanzó contra mí; las dos caímos hacia el interior de la iglesia. Las balas se estrellaron en la puerta, en el lugar donde yo estaba un momento antes.
Ronnie pasó gateando por detrás de mí, pegada a la pared. Yo había sacado la pistola y estaba tumbada de lado, apretada contra la puerta. El corazón me retumbaba en los oídos, pero podía oírlo todo. El crujir de mi chubasquero era como la estática. El hombre subía los escalones. El muy cabrón iba a por nosotras.
Me adelanté un poco. Terminó de subir, y su sombra se proyectó en la puerta. Ni siquiera se tomaba la molestia de ocultarse, así que igual no esperaba que fuera armada. Pues iba a llevarse una sorpresita.
—¿Qué pasa? —gritó Bruce.
—Vuelve adentro —contestó Ronnie.
Yo mantenía los ojos fijos en la puerta; no quería que me dispararan sólo porque Bruce me distrajera. Sólo me importaban la sombra de la puerta y los pasos que acababan de detenerse. Nada más.
El hombre entró, pistola en mano, y recorrió la iglesia con la mirada. Aficionado. Podría haberlo tocado con el cañón de la pistola.
—Quieto —dije. «Manos arriba» parecía muy melodramático. Giró sólo la cabeza hacia mí, muy lentamente.
—Eres la Ejecutora —dijo en voz baja y vacilante.
¿Tenía que negarlo? Quizá. Si tenía intención de matar a la Ejecutora, desde luego.
—No —dije.
Empezó a girarse.
—Entonces debe de ser ella. —Miraba a Ronnie. Mierda. Levantó el brazo y empezó a apuntar.
—¡No! —gritó Ronnie.
Demasiado tarde. Le disparé en el pecho a quemarropa. El disparo de Ronnie fue un eco del mío. El impacto lo levantó del suelo y lo hizo retroceder dando tumbos, mientras una mancha de sangre le afloraba en la camisa. Chocó con la puerta entreabierta y cayó de espaldas al otro lado del umbral; sólo quedaron a la vista las piernas.
Vacilé y me quedé a la escucha. No oí nada y me asomé a la puerta. No se movía, pero aferraba la pistola. Me acerqué sin dejar de apuntarlo. Si se hubiera movido un ápice, habría disparado otra vez.
Aparté la pistola de una patada y comprobé su pulso. Nada. Muerto.
La munición que uso puede acabar con un vampiro, si no tiene muchos años y doy en el blanco. La bala le había hecho un pequeño orificio de entrada en un costado, pero parte del otro había desaparecido. La bala había hecho lo que debía hacer: fragmentarse y provocar un enorme orificio de salida.
El cuello le caía hacia un lado. Tenía dos marcas de mordiscos. ¡Joder! Con mordiscos o sin ellos, estaba muerto. No le quedaba corazón ni para enhebrar una aguja. Un disparo afortunado, y un estúpido con pistola menos.
Ronnie estaba apoyada en la entrada, pálida, sin dejar de apuntar al muerto. Las manos le temblaban un poco. Esbozó una sonrisa.
—No suelo ir armada de día, pero como había quedado contigo…
—¿Eso es un insulto? —pregunté.
—No —dijo—. Un hecho.
No podía reprochárselo. Me senté en los frescos peldaños de piedra; se me habían aflojado las rodillas. La adrenalina me abandonaba como el agua una taza rota.
Bruce estaba en el umbral, pálido como la cera.
—Ha… ha intentado matarla. —La voz le temblaba de miedo.
—¿Lo reconoces? —pregunté.
Sacudió la cabeza una y otra vez con movimientos rápidos y descontrolados.
—¿Estás seguro?
—Nosotros… no… aprobamos la violencia. —Su voz era apenas un susurro trémulo. Tragó saliva y añadió—: No lo conozco.
El miedo parecía auténtico. Puede que no lo conociera, pero eso no descartaba que el muerto fuera miembro de la Iglesia.
—Llama a la policía, Bruce. —No reaccionó; miraba fijamente el cadáver—. Llama a la policía, ¿vale?
Me miró con los ojos vidriosos. No me quedé muy convencida de que me hubiera oído, pero al final volvió adentro. Ronnie se sentó a mi lado y se quedó mirando el aparcamiento. La sangre bajaba por los escalones blancos en riachuelos escarlata.
—Dios mío —susurró.
—Sí. —Todavía tenía la pistola en la mano. El peligro parecía haber pasado, así que supuse que podía guardarla—. Gracias por darme el empujón.
—De nada. —Hizo una inspiración profunda y temblorosa—. Gracias por dispararle antes de que me disparara a mí.
—No hay de qué. Además, tú también le has dado.
—No me lo recuerdes.
—¿Cómo estás? —dije mirándola fijamente.
—Cagada.
—Ya.
Por supuesto, a Ronnie le habría bastado con mantenerse apartada de mí. Acompañarme era como estar en la línea de fuego. Me había convertido en una amenaza con patas para mis amigos y compañeros. Ronnie podía haber muerto, y habría sido culpa mía. Había tardado en disparar un instante más que yo, y le podría haber costado la vida. Claro que de no ser por ella, yo podía haber muerto. Con una bala en el pecho, la pistola no me habría servido de una mierda.
Oí el sonido distante de las sirenas. La policía debía de estar muy cerca, o quizá se tratara de otro crimen. Podía ser. ¿Me creerían si les decía que sólo había sido un fanático que había intentado matar a la Ejecutora? Quizá, pero Dolph no se lo tragaría.
El sol se nos pegaba como un plástico amarillo brillante. Ninguna de las dos dijo una palabra. Puede que no hubiera nada que decir. Gracias por salvarme la vida. De nada. ¿Qué más?
Me sentía liviana y vacía, casi tranquila. Aturdida. Debía de estar acercándome a la verdad, cualquiera que fuera. Querían matarme: era buena señal. O casi. Significaba que sabía algo importante, lo bastante para matarme por ello. El problema era que no sabía qué era lo que se suponía que sabía.
Al anochecer, a las nueve menos cuarto, regresé a la iglesia. El cielo estaba violáceo y había nubes rosadas que parecían algodón dulce arrancado por niños impacientes, a punto de fundirse. Faltaba poco para que llegara la verdadera oscuridad; los algules ya estarían rondando, pero a los vampiros aún les faltaban unos minutos.
Me quedé en los peldaños, admirando la puesta de sol. Ya no quedaba sangre. Los escalones blancos estaban relucientes, como si aquella tarde no hubiera pasado nada. Pero yo lo recordaba, y me había resignado a sudar en el calor de julio para poder llevar un arsenal. El chubasquero no sólo tapaba la pistolera y la 9 mm con munición de reserva, sino también un cuchillo en cada antebrazo. Llevaba la Firestar en la funda de la cintura, al alcance de la mano derecha, y hasta un cuchillo atado al tobillo.
Lástima que nada de aquello me valdría contra Malcolm, uno de los maestros vampiros más poderosos de la ciudad. Después de haber visto a Nikolaos y a Jean-Claude en acción, diría que ocupaba el tercer puesto. En semejante compañía, la medalla de bronce no era moco de pavo, de modo que ¿por qué iba a vérmelas con él? Porque no se me ocurría otra cosa que hacer.
Había dejado una carta en la que explicaba mis sospechas respecto a la Iglesia y todos los demás en la caja de seguridad. ¿Acaso no tiene una todo el mundo? Ronnie estaba al corriente, y había otra carta en la mesa de la secretaria de Reanimators, Inc. El lunes por la mañana se la enviarían a Dolph, a menos que yo llamara para impedirlo.
Un pequeño intento de asesinato y me estaba volviendo paranoica por momentos. Mira tú.
El aparcamiento estaba repleto. Pequeños grupos de personas iban entrando en la iglesia. Algunos habían llegado a pie. Los observé detenidamente. ¿Vampiros antes de que oscureciera? No, simples humanos.
Me subí un poco la cremallera del chubasquero. No quería estropear el oficio exhibiendo una pistola.
Una joven con el pelo castaño engominado, que le formaba una onda artificiosa sobre un ojo, repartía panfletos en la puerta. Supuse que eran para la ceremonia.
—Bienvenida —dijo con una sonrisa. ¿Es la primera vez que viene?
Le devolví la sonrisa toda amable, como si no llevara bastantes armas para cargarme a media congregación.
—Tengo cita con Malcolm.
La sonrisa no le cambió; en todo caso se le ensanchó, hasta mostrar un hoyuelo que tenía a un lado de los labios pintados. Me daba que no sabía que había matado a alguien hacía un rato… La gente no me suele sonreír cuando se entera de esas cosas.
—Un momento; voy a buscar a alguien que se ocupe de la puerta. —Se apartó, le dio un golpecito en el hombro a un chaval, le susurró algo al oído y le entregó los panfletos.
Regresó junto a mí alisándose el vestido burdeos.
—Si tiene la amabilidad de seguirme…
Sonó como una pregunta. ¿Y si le hubiera dicho que no? Se habría quedado a cuadros. El chico estaba saludando a una pareja que acababa de entrar en la iglesia. El hombre llevaba traje; la mujer, el típico vestido con medias y sandalias. Podían haber estado entrando en mi iglesia, en cualquier iglesia. Mientras seguía a la chica hacia la puerta por el pasillo lateral, me fijé en una pareja de punkis posmodernos. O como se llamen ahora. El pelo de la chica parecía el de la novia de Frankenstein en rosa y verde. Pero cuando la miré mejor empecé a dudar; igual era un tío con el pelo verde y rosa. En tal caso, su novia llevaba el pelo rapado.
La Iglesia de la Vida Eterna tenía un público muy variado. El truco está en la diversidad. Resultaba atractiva para los agnósticos, los ateos, los creyentes estándar desilusionados y algunos que no habían decidido qué eran. El recinto estaba casi a rebosar, y todavía no era de noche; aún tenían que llegar los vampiros. Hacía mucho que no veía una iglesia tan concurrida, excepto en Pascua o en Navidad, cuando se llenan de cristianos de temporada. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Era la iglesia más concurrida que había visto en años. La iglesia de los vampiros. Puede que el verdadero peligro no fuera el asesino; puede que estuviera allí, en aquel edificio.
Sacudí la cabeza y crucé la puerta en pos de mi guía; atravesamos la nave y la zona del café. Y sí que había café preparado, en una mesa cubierta con un mantel blanco, pero también había un cuenco de ponche rojizo que tenía un aspecto demasiado viscoso para ser ponche.
—¿Le apetece un café? —dijo la mujer.
—No, gracias.
Me dedicó una sonrisa amable y me abrió la puerta con el letrero
OFICINAS
. Entré. No había nadie.
—Malcolm la recibirá tan pronto como despierte. Si lo desea, puedo quedarme con usted —dijo, mirando hacia la puerta.
—No se pierda la ceremonia por mí. No me importa esperar sola.
—Gracias. —Volvió a mostrar el hoyuelo con una sonrisa—. Estoy segura de que no tendrá que esperar mucho. —Dicho aquello, se marchó y me dejó sola. Sola frente a la mesa del secretario y la agenda con tapas de cuero de la Iglesia de la Vida Eterna. La vida me sonreía.
Abrí la agenda por la semana anterior al asesinato del primer vampiro. Bruce, el secretario, tenía una letra muy clara, y todas las anotaciones eran muy precisas. Hora, nombre y breve descripción del motivo de la cita. 10:00, Jason MacDonald, reportaje para una revista. 9:00, reunión con el alcalde, problemas de calificación urbanística. La rutina que cabría esperar del Billy Graham del vampirismo. Dos días antes del primer asesinato había una anotación escrita con otra letra, más pequeña, pero no menos pulcra. 3:00, Ned. Aquello era todo, sin apellido, sin el motivo de la reunión. Y no lo había apuntado Bruce. Parecía una pista. Qué emoción.
Ned
era un diminutivo de
Edward
, igual que
Teddy
. ¿Se había reunido Malcolm con el asesino de los muertos vivientes? Puede que sí, puede que no. También podía ser una reunión clandestina con otro Ned. O quizá Bruce no estaba en su puesto y, sencillamente, otra persona había apuntado la cita. Repasé el resto de la agenda tan deprisa como pude. No había nada más que llamara la atención, y todas las demás anotaciones estaban escritas con la meticulosa caligrafía de Bruce.
Malcolm se había reunido con Edward, si era Edward, dos días antes del primer asesinato. Si aquello era cierto, ¿qué podía significar? Que Edward era el asesino y que Malcolm lo había contratado. Lo que no me cuadraba era que si Edward hubiera querido matarme, se habría encargado personalmente. ¿Podía ser que a Malcolm le hubiera entrado el pánico y hubiera enviado a uno de sus seguidores? Podía ser.
Estaba sentada en una silla junto a la pared, hojeando una revista, cuando se abrió la puerta. Malcolm era alto, y tan flaco que casi daba pena, con unas manos grandes y huesudas que le pegarían más a un hombre musculoso. Su pelo corto y rizado tenía el espantoso tono de las plumas de jilguero. Es el problema de los rubios cuando se tiran casi trescientos años a oscuras.
La última vez que había visto a Malcolm me había parecido guapo, perfecto. En aquel momento lo encontré casi vulgar, como a Nikolaos con su cicatriz. ¿Me habría dado Jean-Claude la capacidad de ver el verdadero aspecto de los maestros vampiros?
La presencia de Malcolm fue llenando la habitación como si fuera agua invisible, que me erizaba la piel y la dejaba helada. Me llegaba por las rodillas y seguía subiendo. Dándole novecientos años más, llegaría a rivalizar con Nikolaos. Aunque yo no estaría para comprobarlo.
Me levanté mientras él cruzaba la habitación. Llevaba un atuendo discreto: traje azul oscuro, camisa azul celeste y corbata de seda azul. La camisa clara hacía que sus ojos parecieran del azul de los huevos de petirrojo. Me sonrió con su cara angulosa, y no intentó nublarme la mente. A Malcolm se le daba muy bien resistir aquel impulso: toda su credibilidad radicaba en que no hacía trampas.
—Me alegro de verla, señorita Blake. —No me tendió la mano; era demasiado listo—. Bruce me ha dejado un mensaje muy confuso. ¿Algo relativo a los asesinatos de vampiros? —preguntó con voz profunda y tranquilizadora, como el sonido del mar.
—Le he dicho a Bruce que tengo pruebas de que su Iglesia está involucrada en los crímenes.
—¿Y las tiene?
—Sí. —Lo creía de verdad. Si se había reunido con Edward, tenía a mi asesino.