Pleamares de la vida (21 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Pleamares de la vida
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Después, y previo convenio con la señorita Beatrice Lippincott de quedarse con uno de los cuartos, volvió a salir. Sus pies le llevaron esta vez a la casa del doctor Lionel Cloade.

—¡Oh! —exclamó la «
tía Kathie
», retrocediendo un paso al abrir la puerta—. ¡El señor Poirot!

—A su servicio, madame —Poirot se inclinó—. He venido a presentarle mis respetos.

—Ha sido usted muy amable en venir a vernos. Bien... ¿qué hace usted aquí parado? Pase y siéntese. Espere... Quitaré de aquí este libro de madame Blavatsky... ¿Una tacita de té? Le advierto que las pastas no son muy buenas. Hubiese querido ir a comprarlas a la casa Peacock, pero esa dichosa encuesta ha acabado por trastornarnos la rutina de todos los menesteres caseros, ¿no lo cree usted así?

Poirot se limitaba a admitir cuanto ella decía.

Se le había antojado que la noticia de su permanencia en Warmsley Vale no le había hecho mucha gracia a Rowley Cloade. Los modales de la «tía Kathie» tampoco parecían acomodarse al característico ritual que acompaña siempre a una bienvenida. Le miraba con aire de estar casi al borde del colapso. Inclinándose misteriosamente a su oído, murmuró unos instantes con acento de conspiradora:

—Espero que no dirá usted nada a mi marido acerca de mi consulta sobre..., ¡vamos, sobre lo que ya usted sabe!

—Mis labios están sellados, señora.

—Quiero decir que..., que no tenía la menor idea en aquel momento de que ese trágico Robert Underhay pudiese aparecer de pronto en Warmsley Vale. Todavía me parece una coincidencia demasiado extraordinaria.

—Hubiera sido más sencillo que el «tablero de invocaciones» le hubiese guiado directamente a la posada de «El Ciervo», ¿no le parece?

La sola mención del «tablero de invocaciones» le hizo alegrar el semblante.

—La forma cómo se suceden las cosas en el mundo de los espíritus es a veces incomprensible —dijo—. Pero creo que todo ello tiene siempre una finalidad. ¿No cree usted que cuanto acontece en la vida obedece siempre a un motivo?

—¡Claro, señora! Aun el hecho de estar yo aquí sentado en estos momentos obedece a un motivo.

—¿Ah, sí? —la señora Cloade quedó un tanto perpleja—. Sí, sí, lo supongo... Estará usted aquí de paso para Londres, ¿verdad?

—No. Pienso quedarme unos cuantos días en Warmsley Vale. En la posada de «El Ciervo».

—¿En la posada de «El Ciervo»? Pero si es ahí precisamente donde... Pero, señor Poirot, ¿cree usted que es aconsejable lo que va usted a hacer?

—He sido guiado precisamente a esa posada —dijo solemnemente el detective.

—¿Guiado? ¿Qué quiere usted decir?

—Guiado por usted.

—Pero si yo nunca di a entender... quiero decir que nunca tuve idea de... ¡Es todo tan fúnebre! ¡Tan!... ¿No lo cree usted así?

Poirot movió la cabeza tristemente y con amabilidad replicó:

—He estado hablando con Rowley Cloade y la señorita Marchmont. Tengo entendido que piensa casarse dentro de poco.

La atención de la «tía Kathie» se desvió de pronto.

—Oh, Lynn! —exclamó—. ¡Lynn es una muchacha angelical! Y luego tan lista y tan ordenada. ¡Lo contrario precisamente que yo! ¡Cuánto daría por tener una muchacha como Lynn a mi lado! Merece ser feliz. Rowley, hay que reconocerlo, es un buen muchacho en toda la extensión de la palabra, pero... ¿cómo diré yo?... un poco insulso para una mujer que ha visto tanto mundo como Lynn. Rowley, como usted sabe, pasó los años de la guerra pegado a su terruño. No porque fuera un cobarde, ¡nada de eso!, sino porque es un hombre de ideas hasta cierto punto limitadas.

—Seis años de relaciones es prueba de mutuo afecto.

—¡Y que usted lo diga! Pero estas muchachas de ahora, cuando vuelven a casa, están siempre inquietas, y si da la casualidad de que se encuentran con alguien, alguien que haya llevado una vida azarosa...

—¿Como David Hunter, por ejemplo?

—Que conste que no hay nada entre ellos, ¿eh? —se apresuró a interponer la «tía Kathie»—. Absolutamente nada. Estoy segurísima de ello. Hubiera sido horrible enamorarse de un hombre que después resultase ser un asesino. ¡Oh, no, señor Poirot! No se vaya usted con la idea de que pueda existir algo entre Lynn y David. Al contrario. Estaban siempre como perro y gato. Lo que yo he querido decir es... ¡espere!, creo que es mi marido el que viene. Por favor, señor Poirot, no se olvide usted de mi advertencia: ni la más insignificante alusión a nuestra primera entrevista. Mi pobre marido sufre tanto cuando... ¡Oh, Lionel, cariño!, aquí te presento al señor Poirot, que tan habilidosamente consiguió que el comandante Porter viniese a ver el cadáver.

El doctor Cloade parecía cansado y huraño. Sus ojos, de un azul pálido y pupilas de un brillo febril, vagaban distraídamente de un objeto a otro de la habitación.

—¿Cómo está usted, señor Poirot? —dijo—. ¿De marcha ya para la ciudad?

«
Mon Dieu
! —pensó para sí—. Otro que por lo visto tiene prisa en facturarme para Londres.» Y en voz alta añadió plácidamente:

—No, pienso permanecer todavía dos o tres días en «El Ciervo».

—¿En «El Ciervo»? ¿La policía, acaso, le ha pedido que se quede?

—No. Ha sido una idea completamente mía.

—¿Ah, sí?

De los ojos del doctor pareció brotar una inquisitiva mirada.

—¿No está usted satisfecho, quizás? —añadió, con interés.

—¿Qué es lo que le hace pensar eso, doctor Cloade?

Gorjeando algo acerca del té, la señora Cloade abandonó la habitación.

—Usted tiene el presentimiento —añadió el doctor— de que ha habido algún error en el curso de esta encuesta, ¿verdad?

Poirot quedó sorprendido.

—Es curioso que sea usted precisamente quien lo diga —contestó—. ¿No será usted, acaso, quien participa de esa misma opinión?

—No. Quizá se trate sólo de una sensación de falta de verismo. En los libros leemos que los chantajistas suelen ser siempre vapuleados, pero... ¿ocurre eso mismo en la vida? Aparentemente, la respuesta es que sí.

—¿Hay algo, en el aspecto médico, que a su juicio no sea enteramente satisfactorio? Tenga en cuenta que mi pregunta no tiene carácter oficial.

—No, no lo creo —contesto el doctor después de meditar unos instantes.

—¿No? Pues yo sí.

Cuando quería, la voz de Poirot parecía adquirir una cualidad casi hipnótica. El doctor Cloade frunció el entrecejo y añadió con tono vacilante:

—Claro que yo no tengo experiencia en casos judiciales, y que el dictamen médico no tiene el hermetismo que muchos se figuran. Somos falibles, como también lo es la medicina. ¿Qué es un diagnóstico? Una mera suposición basada en conocimientos insuficientes y en ciertos síntomas, indefinidos las más de las veces, que nos conducen a mil variadas suposiciones. Quizá yo esté bastante acertado en diagnosticar un sarampión porque en el curso de mi vida he visto centenares de casos de esa enfermedad y conozco, casi al dedillo, la variada gama de sus signos y síntomas. Pero difícilmente encuentra usted lo que a los libros les ha dado por llamar «el caso típico» del sarampión. He tenido también otras curiosas experiencias: he visto el caso de una mujer que a punto de ser operada de apendicitis se encontró con que lo que en realidad tenía era un paratifus. También el de un niño con una afección en la piel y diagnosticado por un joven y concienzudo doctor como de un caso grave de insuficiencia vitamínica, ¡y luego un veterinario de la localidad demuestra a su madre que todo es debido al contagio de un herpes que tiene el gato con el que el niño acostumbra a jugar! Los doctores, como todos los demás, son siempre victimas de la idea preconcebida. Aquí tenemos el caso de un hombre, obviamente asesinado, y a quien se encuentra tumbado en el suelo con unas pesadas tenazas junto a él; parecía ilógico suponer que hubiese sido golpeado con otra cosa que no hubiese sido el mencionado instrumento. Y, sin embargo, hablando en el supuesto de una completa inexperiencia en cabezas machacadas, yo hubiera sospechado algo completamente diferente, de algo no tan liso y redondo como los pomos del mango de las tenazas, de algo... ¡no sé cómo decirlo...! Algo que tuviese un borde afilado... Un ladrillo, pongo por ejemplo.

—Usted no dijo nada de eso en el sumario.

—No, porque en realidad no pasa de ser una mera suposición. Jenkins, el cirujano de la policía, quedó satisfecho y su opinión es la que cuenta en este caso. Pero ahí está la idea preconcebida: las tenazas que se encuentran al lado del cuerpo. ¿Pudieron haberse inferido las lesiones con aquella arma? Claro que sí. Pero si a usted se le hubiesen enseñado sólo las heridas y se le hubiese preguntado qué era lo que podía habérselas causado..., no sé..., creo que le habría sido difícil contestar a menos que se imaginase a dos personas distintas, una pegándole con el ladrillo y otra con las tenazas.

El doctor hizo una pausa, miró a Poirot y movió la cabeza con visibles muestras de disgusto.

—No sé qué decirle más —concluyó.

—¿No podía haberse caído contra un objeto cortante?

—Estaba boca abajo en el centro de la habitación y sobre una antigua alfombra de Axminster.

Se detuvo al oír los pasos de su esposa.

—Ahí está ya Kathie con sus brebajes —exclamó con un bufido.

«La tía Kathie» entró balanceando una bandeja totalmente cubierta de tazas y potes, medio pan y un poco de jalea, de aspecto nada recomendable, y que había que mirar con lente en el fondo de una descomunal dulcera.

—Creo que está todavía caliente —dijo levantando con cuidado la tapa de la tetera y escudriñando en su interior para cerciorarse.

El doctor Cloade bufó de nuevo y murmuró entre dientes:

—¡Porquerías!

Y sin hacer más comentarios, abandonó la habitación.

—¡Pobre Lionel! Tiene los nervios desquiciados desde la guerra. Ha trabajado con exceso. Con tantos doctores en el frente, no tenía punto de reposo. No sé cómo está vivo siquiera. Claro que esperaba retirarse tan pronto como viniese la paz. Estaba ya todo convenido con Gordon. Su afición, ¿sabe usted?, es la Botánica, con preferencia las hierbas medicinales que empleaban en la Edad Media. Está escribiendo un libro acerca de ellas. Esperaba haber podido disfrutar de tranquilidad y haberse dedicado a las investigaciones científicas. Pero, después, cuando Gordon murió de la forma que murió... Usted sabe muy bien cómo están las cosas, señor Poirot. Todo son impuestos. El pobre no ha podido retirarse como quería, y esto ha acabado de amargarle. Es injusto, ¿no lo cree usted así? Eso de que Gordon muriera sin testar, hizo tambalear mi fe. No le vi ninguna finalidad. Me pareció todo, ¿cómo lo diré?, una equivocación.

Lanzó un profundo suspiro que pareció aliviarla un tanto.

—Pero he recibido reiteradas promesas del Más Allá: «Ten coraje y paciencia», me han dicho, «y encontrarás el modo de resolver tu situación». Y realmente, cuando el simpático comandante Porter se adelantó hoy a declarar de aquella manera tan convincente que el cadáver no era otro que el de Robert Underhay, comprendí que al fin había conseguido encontrar el modo. Es admirable, ¿verdad, señor Poirot?, cómo todo acaba por resolverse satisfactoriamente.

—Hasta el propio asesinato —murmuró Poirot.

Capítulo VII

Poirot entró pensativo en «El Ciervo», temblando ligeramente a consecuencia de una fría brisa que empezaba a soplar del Este. El vestíbulo estaba desierto. Abrió la puerta del saloncito de la derecha. En su interior se sentía un fuerte olor a humo rancio y en la chimenea ardía sólo una vacilante lumbre, así es que Poirot se dirigió de puntillas hasta la puerta del fondo señalada con el letrero de «Sólo para huéspedes». Aquí había un confortable fuego. Sentada sobre un amplio sillón y tostándose con fruición los dedos de los pies, estaba una voluminosa señora que miró a Poirot con tal ferocidad que éste decidió batirse prudentemente en retirada. Permaneció unos momentos en el vestíbulo, mirando alternativamente al vacío y encristalado cuchitril pomposamente llamado «Oficina», y a la puerta sobre la que pintado con antiguos caracteres aparecía un rótulo que decía «Salón de Café». Por experiencia ya habida en otros hoteles rurales, sabía Poirot que el único café que en estos salones se servía era el del desayuno y que aun éste estaba compuesto en una gran parte por un líquido muy claro que con gran esfuerzo imaginativo recordaba la leche. Pequeñas tazas llenas de un indefinido y turbio brebaje llamado «café negro», sólo podían tomarse en el saloncillo y el budín hervido, que eran los invariables componentes de la cena, podían obtenerse asimismo en el «Salón de Café» a las siete en punto de la tarde. Entre aquellas horas, una paz octaviana reinaba en el interior de las distintas dependencias de la posada de «El Ciervo».

Poirot subió pensativamente las escaleras. En vez de volverse hacia la izquierda, que era donde estaba situado el cuarto número 11, que él ocupaba, se volvió hacia la derecha y se detuvo frente a la puerta de la habitación señalada con el número 5. Miró a su alrededor. Silencio y soledad. Abrió la puerta y entró. La Policía debía haber acabado con sus pesquisas, pues el suelo había sido recientemente enjabonado y barrido. No habla alfombra. La vieja «Axminster» debía hallarse sin duda en casa de algún lavandero. Mantas y sábanas estaban cuidadosamente dobladas y apiladas al pie de la cama.

Cerrando la puerta tras él, Poirot entretúvose en husmear por la habitación. Estaba limpia y totalmente desprovista de detalles que pudiesen despertar curiosidad o interés. Poirot se puso a inspeccionar los muebles, una mesa escritorio, una cómoda de antigua y excelente caoba, un armario del mismo material (posiblemente el que ocultaba la puerta de comunicación con el cuarto número 4), una cama matrimonial, de bronce, un lavabo con juego de grifos para agua caliente y fría (tributo al modernismo y a la posible falta de servicio), un grande pero incómodo butacón, dos sillas, una chimenea con repisa de mármol de un estilo «Victoria», pasado ya de moda, y provista de su correspondiente pincho y pala (compañeros sin duda de las «criminales» tenazas) y provista de un guardafuegos rectangular, también de mármol, rematada por puntiagudos vértices y afiladas y cortantes aristas.

Fue este último detalle el que más atrajo la atención de Poirot. Se agachó y humedeciendo con saliva los dedos índice y corazón, los frotó a lo largo de la aristas del vértice de la derecha. Después inspeccionó el resultado. Sus yemas aparecían cubiertas por un ligero tizne. Repitió la operación empleando los dedos de la otra mano, sobre los cantos de la parte izquierda, y esta vez el color de las yemas no experimentó la menor alteración.

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