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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

Pleamares de la vida (28 page)

BOOK: Pleamares de la vida
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—¡Rowley!

Lynn se había levantado y retrocedía paso a paso. Es-- taba aterrorizada. Quien ahora tenía ante sí no era el Rowley que ella conociera, sino una bestia embrutecida por la rabia y los celos.

—He matado ya a dos personas —dijo ominosamente Rowley—, ¿crees que titubearé en hacerlo con una tercera?

Estaba ya al lado de ella, con las manos alrededor de su cuello.

—Ya no puedo más, Lynn...

Sus dedos presionaban con fuerza... Los objetos parecían girar en confuso torbellino... Luego una oscuridad cada vez más profunda.

Y de pronto una tos. Una tos significativa y artificial.

Rowley se contuvo y dejó caer los brazos a lo largo de su cuerpo. El cuerpo de Lynn, libre de las potentes tenazas que la mantenían en pie... se desplomó sin sentido.

Ya en el interior, pero a poca distancia de la puerta, estaba la figura de Poirot.

—Espero —dijo— que no soy inoportuno. Llamé, como es natural... Vi que nadie contestaba... y me tomé la libertad de entrar. ¿Estaban, quizá, muy ocupados?

Hubo un momento en que el aire estuvo tenso y cargado de electricidad. Rowley le miró fijamente. Por un momento pareció como si fuera a lanzarse sobre el detective. Después cambió de opinión y dijo con voz seca e inexpresiva :

—Ha llegado usted... en el momento preciso.

Capítulo XVI

En una atmósfera saturada de malevolencia y odio inyectó Poirot una pequeña dosis de la suya de comprensión y afecto.

—¿Hay agua hirviendo en la marmita? —inquirió.

—Sí —contestó Rowley, atontado aún.

—Entonces... ¿sería usted tan amable de hacerme una taza de café...? O de té, si es más cómodo...

Hércules Poirot sacó un pañuelo limpio de uno de sus bolsillos, lo empapó con agua fría, lo exprimió y se acercó a Lynn.

—Déjeme usted que le ponga esto alrededor del cuello, mademoiselle. Tengo también un imperdible. ¡Ajajá! Esto le aliviará bastante el dolor.

Hablando todavía con dificultad, Lynn dio las gracias. La cocina de Long Willows... la presencia en ella de Poirot..., todo le parecía un sueño. Se sentía horriblemente mal. Consiguiendo ponerse en pie, y ayudada por Poirot, llegó hasta una de las sillas, donde se sentó. Poirot preguntó:

—¿Está ya el café?

—Sí —contestó Rowley.

Lo trajo. Poirot sirvió una taza, que se apresuró a ofrecer a Lynn.

—Óigame —dijo Rowley—. Creo que no se ha dado usted perfecta cuenta de lo que ha ocurrido aquí. He intentado estrangular a Lynn.

—¡Tché, tché, tché...! —respondió Poirot, con sonidos inarticulados encaminados al parecer a reprochar sólo el mal gusto demostrado por Rowley en su incomprensible atentado.

—Tengo dos muertes sobre mi conciencia —prosiguió Rowley—. La suya hubiese sido la tercera, de no haber llegado usted.

—Bebamos el café —interpuso evasivamente Poirot—, y no hablemos de muertes. No es conversación agradable para la señorita Lynn.

Ésta bebió el suyo con dificultad. Estaba fuerte y caliente, lo cual contribuyó a aliviarle un tanto los dolores que sentía.

—Se encuentra usted mejor, ¿verdad? —preguntó Hércules Poirot.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Bien. Entonces podemos hablar, y al decir
podemos
, he querido decir que no soy el único que va a hacer uso de la palabra.

—Perdone que sea yo el que empiece —dijo gravemente Rowley—. ¿Sabe usted, acaso, que fui yo quien mató a Charles Trenton?

—Sí —respondió Poirot—. Hace algún tiempo que lo sé.

La puerta se abrió de pronto. Era David Hunter.

—¡Lynn! —exclamó—. Nada me dijiste de que...

Se detuvo como aturdido mirando alternativamente a cada uno de los presentes.

—Otra taza —pidió Poirot.

Rowley sacó una del aparador. La tomó Poirot, y una vez llena, se la entregó a David.

—Siéntese —dijo a éste—. Beberemos tranquilamente nuestros cafés, y después escuchen todos la conferencia que, en materia de crimen, va a darles en estos momentos Hércules Poirot.

Echó una mirada a su alrededor y sonrió complacido.

Lynn pensó para sí:

«Esto es algo fantástico. Algo así como una pesadilla.»

Todos parecían estar sometidos al influjo de aquel hombre estrafalario sin más distintivo personal que sus largos mostachos. Allí estaban sentados obedientemente, Rowley, el matador; Lynn, la víctima, y David, su adorado; todos con sus respectivas tazas de café en la mano.

—¿Qué es lo que causa el crimen? —requirió retóricamente Hércules Poirot—. Aunque no lo parezca, esta pregunta envuelve un problema de difícil solución. ¿Qué estímulos se necesitan para cometerlo? ¿Qué innatas predisposiciones es preciso tener? ¿Son todos, acaso, capaces de él, de alguna forma de crimen, al menos? Y qué sucede, esto es lo que yo me he venido preguntando desde el comienzo, qué sucede cuando gente que ha estado resguardada siempre contra todos los riesgos de la vida, pierde de pronto esa protección?

«Estoy hablando, como ustedes comprenderán, de los Cloade. Sólo hay uno de ellos aquí presente, y esto me permite hablar con mayor libertad. Este problema me ha fascinado desde el principio. Aquí tenemos el caso de una familia entera a la que las circunstancias han impedido desenvolverse por sus propios medios. Aunque cada miembro de ella tiene su propio
modus vivendi
o su profesión, no han podido escaparse nunca a la acción de esa especie de sombra protectora. Jamás han experimentado ansia o temor. Han vivido en perpetua seguridad, seguridad a mi juicio artificial y falta de naturalidad.

Suspiró y continuó diciendo:

—Lo que yo quiero decirles es que no hay modo de conocer el carácter humano hasta que no llega el momento de la prueba. Para la mayor parte, ésta viene a esa edad asaz temprano en que el hombre se ve obligado a mantenerse en pie, valiéndose de su propio esfuerzo, a enfrentarse con toda clase de peligros y de dificultades y a emplear sus propios medios de defensa. Rectos unos, equivocados otros, nos indican la calidad del frágil barro de que estamos hechos.

Dio un respiro de sosiego y prosiguió:

—Pero los Cloade no tuvieron oportunidad de conocer sus flaquezas hasta el preciso momento de verse desposeídos de esta protección, y obligados, casi sin preparación alguna, a hacer frente a la adversidad. Una cosa, sólo una cosa, se alzaba entre ellos y la recuperación de su seguridad anterior, y ésta era la vida de Rosaleen Cloade. Tengo la absoluta seguridad de que ni un solo Cloade habrá dejado de pensar, aunque sólo haya sido por una fracción de segundo: «Si Rosaleen muriese...»

Lynn se estremeció. Poirot se detuvo, como si quisiera darles tiempo para meditar serenamente la significación de sus palabras. Después prosiguió:

—El pensamiento de la muerte, mejor dicho, de su muerte, pasó por las mentes de todos, de esto estoy en lo cierto. Pero hubo alguien que al de la muerte, asociara también el pensamiento del asesinato y hasta el de sentirse
capaz
de llevarlo a la práctica.

Sin la menor alteración en su voz, se volvió a Rowley y le preguntó sin rodeos:

—¿Pensó usted alguna vez en matarla?

—Sí —respondió aquél sin vacilar—. El día en que se presentó en la granja. Estábamos solos, y tentado estuve de hacerlo. ¡Me hubiera sido tan fácil...! Parecía tierna y sentimental, y bonita como las terneras que yo acostumbro a enviar al mercado. También éstas lo son y sin embargo, no dejamos de sacrificarlas. Me extrañaba que no se mostrase ese temor que siempre parecía acompañarla. De haber podido leer en mi pensamiento cuando me acerqué a darle lumbre valiéndome de su propio encendedor, quizá lo hubiera tenido y aquella vez sí que con verdadero fundamento.

—Supongo que ese encendedor que acaba usted de mencionar se lo dejó ella olvidado en su casa. Así se comprende que más tarde se encontrase en su poder.

Rowley asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—No sé por qué no la maté —añadió—. Con lo fácil que me hubiese sido simular un accidente o algo por el estilo.

—Porque no era su tipo de crimen —explicó Poirot—. Esa es la razón. El hombre a quien usted mató, lo mató en un acceso de furia, sin querer siquiera hacerlo, por lo que presumo.

—En eso no se equivoca. Le pegué un puñetazo en la mandíbula y fue a dar la cabeza contra el borde del guardafuegos de mármol de la chimenea. Quedé aterrado cuando me convencí de que estaba muerto.

De pronto echó una sorprendida mirada a Poirot.

—¿Cómo se enteró usted de eso? —exclamó.

—Creo —respondió Poirot— que he podido reconstruir la escena con relativa precisión. De todos modos, corríjame si me equivoco. Usted fue a la fonda de «El Ciervo» aquella noche, ¿verdad?, y Beatrice Lippincott le contó los detalles de la conversación sostenida en el cuarto número 5. A continuación se dirigió, como ya ha declarado, a casa de su tío Jeremy, que, como abogado, podía darle algún consejo sobre la situación. Algo le debió ocurrir allí para que de pronto se decidiese a renunciar a sus planes de consulta. Yo sé en qué consistió ese algo. Usted vio un retrato...

Rowley asintió.

—Sí, estaba sobre la mesa. Lo miré y al punto comprendí el por qué la cara de aquel hombre me había sido desde el primer momento tan familiar. Esto me hizo caer en que quizá Jeremy y Frances habían utilizado alguno de sus parientes para conseguir extraer dinero de Rosaleen. La ira me hizo que todo lo viera rojo ante mí. Me fui derecho al cuarto número 5 de la posada y le dije a aquel hombre que era un impostor. Él se echó a reír y me dijo que de todos modos David iría aquella noche a entregar el dinero. Volvieron a nublárseme los ojos al verme traicionado por elementos de mi propia familia. Le dije que era un marrano y le pegué. Lo demás ya no me hace falta repetirlo.

Hubo una pequeña pausa, pasada la cual añadió Hércules Poirot:

—¿Y qué más?

—Ah, ¿lo del encendedor? Debió caérseme del bolsillo. Lo llevaba conmigo con objeto de devolvérselo a Rosaleen en la primera oportunidad que tuviese. A juzgar por las iniciales D. H. que había sobre él, más que a Rosaleen parecía pertenecer a David. Desde aquella fiesta en casa de tía Kathie, comprendía que..., ¿pero a qué hablar de esto ahora? Sólo sé que hubo momentos en que creí que iba a volverme loco. Todavía tengo mis dudas de si lo estoy o no, en realidad. Primero la partida de Johnny..., después la guerra. Hay cosas de las que no puedo hablar sin temor a perder la razón. Después Lynn, y este hombre. Arrastré el cuerpo de aquel individuo hasta el centro de la habitación y lo puse boca abajo. Después cogí las tenazas y... bueno, ¿para qué más detalles? Procuré limpiar todas las huellas de mis dedos, limpié el guardafuegos y machaqué el reloj de pulsera después de haber colocado sus manecillas señalando a las nueve y diez. Le quité la tarjeta de racionamiento y todos los papeles que llevaba consigo por temor a que éstos pudieran identificarle. Después salí convencido de que con lo hecho y la historia de Beatrice, no sería difícil que las sospechas recayeran sobre David. Sería mi coartada.

—Y después —añadió Poirot— vino usted a mí. Fue una bonita comedia, ¿verdad?, esa que usted representó pidiéndome que buscara gente que conociese a Underhay. Ya se me alcanzaba que Jeremy Cloade habría repetido a su familia todo cuanto oyera de boca de Porter. Durante cerca de dos años, han estado ustedes alimentando la secreta esperanza de que tarde o temprano acabaría por aparecer Robert Underhay. Esta idea fue la que ejerció una poderosa influencia en las manipulaciones espiritistas de la señora de Lionel Cloade, inconscientemente quizá, pero que sirvieron para provocar un incidente, muy significativo y revelador por cierto.

Poirot dio una mirada al vacío y siguió:


Eh bien
!, aquí es donde llega el momento en que empiezan a volverse las tornas. Hasta aquí yo no había hecho sino el papel de tonto, cosa por la cual hube de felicitarme después. Sí, allí en el cuarto de Porter, éste me ofrece un cigarrillo y dice después, dirigiéndose a usted: «Usted no fuma, ¿verdad?»

«¿Cómo sabía él que usted no fumaba, cuando se suponía que era aquélla la primera vez que se encontraban? Fui un imbécil al no haberme dado cuenta en aquel preciso momento de que algo debió de haberse convenido ya previamente entre ustedes y él. ¡Por eso parecía tan nervioso aquella mañana! ¡Y yo, como un bobalicón, llevando al comandante Porter a identificar el cuerpo de
Robert Underhay
! ¡Muy divertido! ¿No les parece? ¿Pero a quién creen ustedes que le ha llegado ahora el turno de reírse?

Dirigió una mirada de enfado a todos los presentes y prosiguió:

—El comandante Porter debía tener todavía ciertos escrúpulos de conciencia y no le pareció bien declarar bajo juramento en una causa por asesinato contra David Hunter en que la culpabilidad del procesado iba a depender grandemente de la identificación del cadáver del asesinado.

—Me escribió comunicándome su intención de retirarse de todo este asunto —dijo pausadamente Rowley—. ¿No comprendía, el muy imbécil, que no estábamos ya a tiempo de retroceder? Me decía en su carta que prefería suicidarse a declarar en falso en un caso de asesinato y quise visitarle de nuevo para ver si encontraba el modo de introducirle un poco de sentido común en aquella mollera. La puerta de la casa estaba abierta. Subí... y ya saben ustedes con lo que me encontré. No puedo describir la sensación que yo experimenté en aquellos momentos. Me creí ya doblemente asesino... ¡Si hubiese esperado sólo unas horas...! ¡Si al menos se hubiese decidido a escucharme...!

—¿No recogió usted ningún papel, por casualidad?

—Sí. Una nota para el juez. Decía simplemente que era falso cuanto había declarado en la encuesta y que el cadáver no era el de Robert Underhay. La destruí después de leerla.

Rowley pegó un fuerte puñetazo sobre la mesa.

—¡Todo lo ocurrido me parece una horrible pesadilla! —dijo con desaliento—. Había empezado algo, y no tuve más remedio que seguir adelante. Buscaba dos cosas, recuperar mi dinero para no perder a Lynn... y encontrar el modo de hacer desaparecer a Hunter. De pronto, no sé cómo, las cartas parecieron volverse a favor de éste. No sé qué historia de una mujer, una mujer que al decir de alguien habló con Arden después de la hora en que, en principio se fijó como la presunta de su muerte. Esto es algo que todavía no he podido comprender. ¿Qué mujer? ¿Cómo pudo nadie hablar con Arden después de muerto?

BOOK: Pleamares de la vida
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