—Mi hermana —atajó David— se volvió a casar con perfecta buena fe.
—No digo lo contrario ni lo he puesto en duda un solo instante. De nada podría culparse a su hermana, y estoy seguro de que el juez compartiría esa misma opinión.
—¿El juez? —contestó David, con aspereza—. ¿Qué tiene aquí que ver el juez?
—No, no, nada —contestó Arden, como tratando de excusarse—. Lo decía por lo de la bigamia.
—¿Quiere usted decir de una vez lo que pretende? —estalló David, con violencia.
—No se excite, por favor. Lo que quiero es que arrimemos todos un poco el hombro y veamos la forma de sacar el mayor provecho de la situación. En especial por lo que concierne a su hermana. A nadie le gusta cierta clase de publicidad, y Underhay ha sido siempre un perfecto caballero.
Y añadió después de una pausa:
—Y sigue siéndolo.
—¿Que sigue siéndolo?
—Eso he dicho.
—¿Dice que Robert Underhay vive? ¿Dónde está?
Arden se incorporó ligeramente y habló con tono confidencial.
—¿Tiene usted verdadero empeño en saberlo? ¿No sería mejor, acaso, que lo ignorase, de momento? Tratemos de razonar. Para usted y para Rosaleen, Underhay ha muerto en África. Demos esto como sentado. Pero si vive, nada debe saber del nuevo matrimonio de su esposa, pues de otro modo se habría presentado inmediatamente, máxime sabiendo, como quizá ya sepa, que ésta había heredado una cuantiosa fortuna. Underhay es hombre con un rígido concepto del honor y es probable que no le guste la idea de que su esposa herede un dinero que en justicia no le corresponde.
Se detuvo.
—Es posible también —añadió— que Underhay nada sepa acerca del segundo matrimonio de su esposa. El pobre, por lo que supongo, debe estar en las últimas.
—¿A qué llama usted «las últimas»?
Arden movió la cabeza con pesimismo.
—Mal de dinero y de salud. Necesita atención médica, tratamientos especiales. Todo, como es natural, costosísimo.
Esta última palabra, pronunciada con toda sencillez, parecía encerrar la clave de aquel aparente misterio. Era la palabra por la que había estado esperando ansiosamente David.
—¿Costosísimo?
—Sí. Desgraciadamente, todo cuesta dinero en estos tiempos. Underhay, ¡pobre diablo!, está prácticamente en la miseria.
Y añadió después de una pequeña pausa:
—Nada tiene, con excepción de lo que pudiera esperar de...
No terminó la frase. David echó una inquisitiva mirada a su alrededor y no vio más bagajes que la pesada mochila que colgaba de una de las sillas.
—No sé por qué se me figura —dijo con voz un tanto desagradable— que Robert Underhay no es el caballero que ha pretendido usted pintarme.
—Lo fue al menos —aseguró el otro—. Es la vida la que muchas veces nos convierte en cínicos.
Volvió a detenerse.
—Gordon Cloade —prosiguió con repugnante melosidad— era lo que podía llamarse en realidad un hombre acaudalado, y el espectáculo de la exagerada riqueza suele despertar los instintos más bajos del hombre.
David Hunter se levantó.
—He encontrado ya la respuesta que debo darle —dijo—. Que no me interesan sus lamentos y que puede usted repetírselos, si quiere, a su amigo.
Sin el más ligero asomo de contrariedad, contestó Arden, sonriente:
—Me figuré que diría usted algo por el estilo.
—No es usted sino un vulgar chantajista y no me asustan sus baladronadas.
—Muy bien. Quiere decir que no teme a las consecuencias que la divulgación de la noticia podría acarrearle, ¿verdad? Quizá tenga que arrepentirse de su precipitada determinación. Pero no tema, no pienso divulgarlo. Me limitaré a dirigirme a quienes me recibirán con los brazos abiertos. A los Cloade. Suponga por un momento que vaya a ellos y les diga: "¿Les gustaría saber que el
difunto
Robert Underhay se encuentra vivo y gozando de excelente salud?" ¿No cree usted que saltarían de gozo al oírlo?
David le respondió desdeñosamente:
—Si espera usted sacar dinero de ellos, está aviado. Ni aun exprimiéndoles lograría usted un solo chelín.
—Pero podría conseguir de ellos una especie de pacto compromisario. Una cantidad en metálico el día que se probara que Robert Underhay estaba vivo, que la viuda de Gordon Cloade seguía siendo la señora Underhay y que, en consecuencia, el testamento de Gordon Cloade, hecho antes de su muerte, seguía siendo válido ante los ojos de la Ley...
—¿Cuánto?
La contestación vino con la misma precisión y claridad.
—Veinte mil.
—Ni pensarlo. Rosaleen sólo dispone de una renta vitalicia y no puede tocar el capital.
—Entonces, diez mil. Eso lo puede encontrar con facilidad. Tendrá infinidad de alhajas, como es natural.
David se sentó, pensativo.
—Está bien —dijo de pronto.
Su interlocutor pareció desconcertarse un instante. Su victoria había sido en extremo fácil.
—¡Nada de cheques...! —atajó— todo en billetes de Banco.
—Tendrá usted que darnos tiempo para conseguir el dinero.
—Le daré cuarenta y ocho horas.
—Hágalo usted hasta el próximo martes.
—Es usted bastante precavido por lo que veo.
—Depende de la persona con quien me juego los cuartos.
David abandonó la habitación y se dirigió escaleras abajo con la cara congestionada por la cólera.
Beatrice Lippincott salió del cuarto señalado con el número 4. Había una puerta de comunicación entre éste y el 5, hecho que difícilmente podía ser notado por el ocupante del 5, debido al guardarropa colocado precisamente frente a ella.
La señorita Lippincott tenía los ojos brillantes y las mejillas arreboladas. Con mano trémula se dio unos toques en su complicado peinado.
Shepherd’s Mayfair era un gran bloque de lujosos departamentos. Salvado milagrosamente de la devastación causada por los ataques aéreos del enemigo, no había logrado, sin embargo, mantener la reputación de lujo y confort de que gozara en los tiempos de la preguerra. El servicio dejaba algo que desear. Donde hubo dos porteros uniformados sólo quedaba uno. El restaurante seguía sirviendo comidas, pero con excepción del desayuno, éstas no eran enviadas a los departamentos.
El alquilado por la viuda de Gordon Cloade estaba en el tercer piso. Consistía en un gabinete provisto de sus correspondientes aparadores y un soberbio cuarto de baño de brillantes azulejos y guarniciones de hierro cromado. En el gabinete, David se paseaba de un lado a otro de la habitación. Rosaleen, sentada en un cuadrado sofá, le contemplaba en silencio. Parecía pálida y aterrorizada.
—¡Chantaje...! —murmuró él entre dientes—. ¡Chantaje! ¿Será posible que un hombre como yo se deje amilanar por estas patrañas?
Ella movió la cabeza con visible gesto de aguda preocupación.
—¡Si pudiese saber...! —decía David con desesperación—. ¡Si sólo consiguiese
saber...!
De la garganta de Rosaleen brotó un mal contenido sollozo.
Él prosiguió:
—¡Es esta incertidumbre lo que me vuelve loco!
De pronto se volvió y, mirando fijamente a Rosaleen, preguntó:
—¿Llevaste aquellas esmeraldas a casa del viejo Greatorex?
—Si.
—¿Cuánto te dieron?
—Cuatro mil. Cuatro mil libras. Me dijo que si no las vendía, había que asegurarlas de nuevo.
—Sí, las joyas han doblado hoy su valor. ¡Bien! Creo que podremos levantar ese dinero. Lo malo es que esto no será sino el principio de una serie interminable de peticiones. Acabará por chuparnos hasta la última gota de sangre.
—¿Por qué no nos marchamos de Inglaterra? —suplicó llorando Rosaleen—. ¿No podemos ir acaso a Irlanda, a América o a donde sea?
—Veo que no tienes espíritu de lucha, Rosaleen —le dijo—. Tirar la piedra y correr, ese parece tu lema.
—No tenemos razón alguna, David —exclamó gimoteando—. Hemos sido malos, muy malos...
—No me vengas ahora con sentimentalismos. No los puedo soportar. Por primera vez en la vida nos ha sonreído la fortuna y no voy a permitir que al primer contratiempo la dejemos escapar como unos tontos de entre las manos. ¿No comprendes que todo ello pudiera ser un mero desplante? Lo más probable es que Robert Underhay siga enterrado en África como siempre hemos creído.
Ella se estremeció.
—No sigas, David —gimió—. Te lo suplico.
Al ver éste la expresión que el terror había impreso en las facciones de Rosaleen, intentó serenarse.
—No temas —le dijo—. Yo me encargo de todo, pero tú haz siempre lo que yo te diga. ¿Me obedecerás?
—Siempre te he obedecido, David. Tú lo sabes.
El se echó a reír.
—Pues levanta ese espíritu. Ya encontraré el modo de parar el golpe de ese granuja de Enoch Arden.
—¿Te acuerdas de la predicción de las cartas en que hablaban de la aparición de un hombre...?
El cortó en seco su divagación.
—Sí, sí, me acuerdo, pero no temas. Yo llegaré al fondo de todo este misterio.
—No te olvides de que hoy es martes. ¿Vas a llevarle el dinero?
David asintió con un gesto.
—Cinco mil. Le diré que no me ha sido posible conseguir el resto. Lo primero que debo impedir es que se entreviste con los Cloade. Probablemente se trata sólo de una amenaza, pero no está de más asegurarse.
Se detuvo y entornó los ojos como tratando de escudriñar en el infinito. Tras ellos, su mente trabajaba febrilmente, barajando posibilidades.
Después lanzó una sonora carcajada. Era una risa a la vez alegre y feroz. Una risa que a hombres enterrados hoy bajo una losa no les hubiera sido difícil reconocer...
La risa que más de una vez empleara al entrar en acción en los campos de batalla.
—Rosaleen —le dijo—, ¡gracias a Dios que tengo en ti a una persona en quien poder confiar!
—Confiar..., ¿en qué?
—En que harás exactamente cuanto te diga. Ese es el secreto de cualquier operación.
Y añadió riendo:
—Esta vez, operación al estilo Enoch Arden.
No sin cierta sorpresa, Rowley se decidió a abrir el sobre malva que sostenía entre las manos. «¿Quién demonios, se preguntaba, podía escribirle empleando aquella clase de papel que desde los comienzos de la guerra había desaparecido por completo?»
«Querido señor Rowley», leyó.
«Espero me perdonará la libertad que me tomo al dirigirle estas líneas, pero he creído conveniente hacerlo, pues me ocurren cosas que no dudo le ha de gustar conocerlas.»
Observó lo subrayado con curiosidad.
«Recuerde que la otra noche estuvo usted en mi casa preguntando por cierta persona. Si se sirve usted darse un salto por "El Ciervo", tendré sumo gusto en darle a usted recientes informaciones acerca de ella. Todos los de por aquí hemos comentado con disgusto la suerte que al fallecimiento de su pobre tío Gordon corrió su fortuna.
«Vuelvo a repetirle que perdone mi atrevimiento, en la seguridad de que no ha de pesarle lo que le indico.
»Suya siempre,
Beatrice Lippincott.»
Rowley se quedó mirando la misiva, su mente ardiendo en un mar de especulaciones. ¿De qué demonios querría hablar la buena Bea? Conocía a Beatrice Lippincott desde su niñez. Había comprado siempre el tabaco en la tienda de su padre y sostenido largas conversaciones con ella tras el mostrador. Aún recordaba ciertos rumores que habían corrido acerca de ella con motivo de una larga ausencia suya de Warmsley Vale. Había estado fuera cosa de un año, y a la gente le dio por decir que fue a ocultar el estado en que quedó a consecuencia de unos ilegítimos amores. Verdad o no, lo cierto es que su conducta fue siempre irreprochable y que gozaba en el pueblo de respetuosa popularidad.
Rowley consultó su reloj. Habla decidido acudir a la cita de «El Ciervo» y saber qué era lo que Beatrice estaba tan animosa de comunicarle.
Eran sólo minutos después de las ocho cuando Rowley penetraba en el mesón por la puerta que comunicaba con el salón de bebidas. Después de los consabidos saludos e inclinaciones de cabeza, se dirigió resueltamente al mostrador y pidió una cerveza. La señorita Beatrice no tardó en acercársele radiante de satisfacción.
—Me alegro de verle por aquí, señor Rowley Cloade.
—Buenas noches, Beatrice. Gracias por su mensaje.
Ella le dirigió una mirada significativa.
—Estaré con usted dentro de unos momentos, señor Rowley.
Él asintió con un ligero movimiento de cabeza, y se entretuvo en beber a cortos sorbos el contenido de su vaso mientras Beatrice acababa de servir a sus parroquianos. Luego ésta dio una señal de llamada y acudió Lily a reemplazarla en sus funciones.
Beatrice murmuró en voz baja:
—¿Quiere usted seguirme, señor Rowley?
Le condujo a lo largo de un corredor y penetraron en una pequeña habitación en cuya puerta había un rótulo que decía: «Privado». Su interior estaba exageradamente recargado con sillones de felpa, una radio, que funcionaba a toda voz, una multitud de objetos de porcelana y un pierrot, bastante desvencijado, por cierto, que parecía columpiarse sobre una de las butacas.
Beatrice Lippincott cerró la radio y ofreció a Rowley uno de sus felpudos asientos.
—Me alegro de que haya venido, señor Rowley —principió diciendo—, pues tengo que comunicarte algo que espero ha de ser para usted de sumo interés conocerlo.
Pronunciaba las palabras con una satisfacción que a las claras indicaba la gran trascendencia de cuanto habría de seguir a este significativo preámbulo.
Rowley le preguntó con discreta curiosidad:
—Bien. ¿Qué ocurre?
—Usted conoce al caballero que se hospeda en casa, ¿verdad? Me refiero al señor Arden..., aquel por quien me preguntó usted el otro día...
—Sí.
—A la noche siguiente de venir usted, apareció el señor Hunter pidiendo verle.
—¿El señor Hunter?
Esto parece interesante, debió de pensar Rowley, que se incorporó en su asiento.
—Sí, señor Rowley. Número 5, dije yo, y el señor Hunter se encaminó escaleras arriba. Como usted comprenderá, esto me sorprendió, pues creía que el señor Arden era forastero y que no conocía a nadie en Warmsley Vale. El señor Hunter venía con cara de pocos amigos, detalle al que, de momento, no presté atención.
Se detuvo para tomar aliento, mientras Rowley se limitaba a seguir escuchando sin pronunciar palabra. No era hombre que gustara de dar prisas a nadie. Quien quisiese tomar su asiento, podría hacerlo sin la menor objeción por parte de él.