—¡David! —gritó.
—¡Lynn! —contestó sorprendido, pues era él en realidad—. ¿Qué demonios hace aquí?
La alteración de su voz daba a entender que había venido corriendo.
—No lo sé. Pensaba tal vez...
Rió indecisa.
—Creo que ya es tarde —añadió sonriente.
—¿No sabes siquiera la hora que es?
Ella miró su reloj de pulsera.
—Se ha vuelto a parar. Por lo visto, tengo la virtud de trastornar a los relojes.
—¡Y a los que no son relojes! —gritó David—. Es el magnetismo que hay en ti. La vitalidad.
Se adelantó hasta llegar junto a Lynn, que, visiblemente perturbada, se puso rápidamente en pie.
—Empieza a oscurecer —contestó por decir algo— y me marcho. ¿Qué hora es, David?
—Las nueve y cuarto: Yo también tengo que apresurarme. He de coger el tren para Londres de las nueve y veinte.
—No sabía que hubieses vuelto.
—Sí. Vine a sacar unas cosas de Furrowbanks, pero he de volverme inmediatamente. Rosaleen ha quedado sola en el piso y no es conveniente que pase la noche sin alguien a su lado.
—¿Es una casa de vecindad? —preguntó Lynn en son de burla.
David replicó con acritud:
—El miedo es perfectamente lógico en su caso. El que ha sufrido una vez los efectos de una explosión...
Lynn se sintió profundamente avergonzada, contrita.
—Perdóname —dijo—. Lo había olvidado.
—¡Claro! —exclamó David, poseído de súbito acceso de cólera—. ¡Son cosas que pronto se olvidan cuando, como tú, se vuelve gustosa a la sumisión y tranquilidad de un hogar! ¿Para qué seguir hablando? Eres como todos, Lynn.
—¡Eso no es verdad, David! Precisamente en este momento pensaba en...
—¿En mí?
Con un rápido movimiento entrelazó la cintura de Lynn y la atrajo hacia sí, besando sus labios con un frenesí rayano en la locura.
—¿Rowley Cloade? —murmuró a su oído con mofa—. ¿Ese imbécil? No, Lynn. ¡Tú eres mía y de nadie más!
Y con la misma rapidez con que la cogiera entre sus brazos, volvió a soltarla, en forma tan brusca que a punto estuvo de dar con ella en tierra.
—Voy a perder el tren —dijo, y salió disparado colina abajo.
—David...
Éste volvió la cabeza sin detenerse y gritó:
—Te telefonearé en cuanto llegue a Londres...
Lynn permaneció inmóvil hasta verle desaparecer por entre una de las estribaciones del terreno.
Después, perturbada, el corazón todavía latiéndole con violencia y la mente hecha un tremendo caos, se encaminó lentamente en dirección a su casa.
Titubeó unos instantes antes de decidirse a entrar en ella. Temía las afectuosas manifestaciones de su madre, sus preguntas..., sus consejos.
Esa madre que había cometido la imprudencia de solicitar quinientas libras de gentes a quienes tanto despreciaba.
—Pero, ¿tenemos acaso el derecho de despreciar a David y Rosaleen? —iba preguntándose a medida que remontaba suavemente las escaleras que conducían a sus habitaciones—. Si al fin de cuentas no somos sino un remedo de lo que son ellos. Seríamos capaces de todo, ¡de todo!, con tal de lograr dinero.
Al llegar a su cuarto, se dirigió al espejo y quedóse contemplando fijamente su rostro. Le parecía el de una desconocida...
De pronto un recuerdo la encolerizó.
«Si Rowley me hubiese en realidad querido —pensó—, habría encontrado el medio de obtener esas quinientas libras y evitarme el bochorno de haber tenido que oír las impertinencias de David..., David.»
Se acordó de pronto que éste le había prometido telefonearle tan pronto como llegase a Londres.
Y volvió a descender, caminando abstraída como en alas de un sueño...
«Pero estos sueños —iba pensando— no dejan tampoco de tener sus peligros.»
—¡Gracias a Dios, Lynn!
Esta exclamación de alivio había partido de los labios de Adela.
—No te he oído entrar, mi vida. ¿Hace mucho tiempo que has llegado?
—¡Jesús! —contestó Lynn—. ¡Y no poco! Estaba en mi cuarto.
—¿Por qué no me lo has dicho? Sabes lo nerviosa que me pongo cuando creo que estás fuera a estas horas.
—¿No crees, mamita, que ya tengo años suficientes para saber andar sola por el mundo?
—Sí, pero estoy espantada con las noticias que todos los días traen los periódicos sobre muchachas atacadas por esos desmovilizados.
—Quizá sea de ellas gran parte de la culpa.
Al decirlo, sonrió torciendo el gesto.
Eran sin duda las muchachas, las que gustaban de jugar con el peligro. ¿Quién, después de todo, prefería la tranquilidad en estos días...?
—¿Me escuchas, Lynn?
Ésta sacudió bruscamente la cabeza como tratando de volver en sí. Su madre había estado hablando y ni siquiera se dio cuenta de ello.
—¿Qué decías, mamita?
—Estaba hablando de tus madrinas de boda, mi cielo. Has tenido la suerte de poder contar con varias de tus ex compañeras de Cuerpo y supongo que todas dispondrán de los cupones necesarios. ¡No sé cómo hay quien se atreve a casarse en estos tiempos sin tener en cuenta ese detalle! Quiero decir que nada nuevo podrían comprar por mucho que se lo propusiesen. Te repito que has tenido suerte, Lynn.
—Tienes razón; mucha razón.
Se paseaba alrededor de la habitación cogiendo cosas y volviéndolas a colocar; sin mirarlas, en su sitio.
—¿Quieres parar de dar vueltas? Me estás poniendo nerviosa.
—Lo siento, mamita, no lo puedo remediar.
—¿Te pasa algo, acaso?
—¿Qué me va a pasar? —contestó Lynn con acritud.
—¡Bueno, no me muerdas por eso, mi vida! Volvamos a lo de las madrinas. Creo que deberías llamar a la chica de Macrae. Recuerda que su madre ha sido una de mis mejores amigas y que se sentirá desairada si...
—¿Eres tú o yo la que se casa?
—Ya sé, Lynn, que eres tú, pero...
—Eso suponiendo que verdaderamente llegue a casarme.
No había sido su intención decir esas palabras. Salieron de su boca sin detenerse a reflexionar ni a meditar su alcance. Hubiera dado cualquier cosa por poder retirarlas, pero ya era tarde. La señora Marchmont quedóse mirando a su hija con alarma.
—Lynn, hija mía, ¿qué has querido dar a entender?
—¡Oh, nada, mamita! No me hagas caso.
—¿Has tenido algún disgusto con Rowley?
—Ninguno. No te pongas a cavilar, mamita, que todo se arreglará.
Pero Adela seguía mirando a su hija con inquietud, consciente de la batalla que sin duda se estaba librando en su interior.
—¡Yo creí que te sentirías tan segura al lado de Rowley...! —dijo con tono lastimero.
—¿Quién piensa hoy en la seguridad? —interrogó Lynn, desdeñosa. Se volvió de pronto con viveza y preguntó:
—¿Era el teléfono?
—No. ¿Por qué? ¿Esperas alguna llamada?
Lynn movió la cabeza negativamente. Era depresivo tener que estar pendiente de una llamada telefónica. Pero él había prometido que la haría aquella misma noche y estaba segura de que cumpliría su palabra. «Estás loca —se dijo a sí misma—, ¡loca!»
¿Por qué le atraía aquel hombre de este modo? El recuerdo de su triste y bronceada cara acudía siempre a su memoria. Hacía lo posible para desecharla y sustituirla por la arrogante y simpática figura de Rowley. Por su plácida sonrisa y su afectuosa mirada. Pero en vano. ¿Acaso Rowley se interesaba por ella? De hacerlo, lo hubiese demostrado el día en que acudió a él en demanda de aquellas quinientas libras. Se habría mostrado más comprensivo y menos razonador. Casarse con Rowley significaba vivir en la granja, renunciar a viajes, a ver otro sol y otros cielos, a oler los perfumes exóticos de otras flores, a perder en fin, la libertad...
De pronto se oyó el estridente repiqueteo del timbre del teléfono, y Lynn, tomando un corto aliento, cruzó la habitación y descolgó el receptor.
Con gran desencanto para ésta, se oyó la aguda voz de la tía Kathie que decía:
—¿Lynn? ¿Eres tú? ¡Cuánto me alegro! Quería decirte que me temo que me he hecho un taco con lo de nuestra cita en el Instituto.
La agitada voz continuó sonando unos minutos. Lynn escuchaba distraída, interpolaba algún que otro comentario y murmuraba frases de consuelo que eran contestadas con otras de sincero agradecimiento.
—No sabes el descanso que me proporcionan tus palabras. ¡Qué buena eres, Lynn! No comprendo cómo haya podido armarme todo este lío.
Tampoco podía imaginárselo Lynn. La capacidad de la tía Kathie para embrollar las cosas se había elevado casi a la categoría de lo genial.
—Pero muchas veces creo —prosiguió la voz— que son las cosas las que se complican por sí solas. Juzga por ti misma si quieres. Nuestro aparato está estropeado y he tenido que hacer uso de este teléfono público. Pues bien, al llegar aquí me encuentro con que sólo tengo monedas de medio penique en vez de las de uno, que son las que se utilizan para las llamadas. ¡Otro viajecito, como comprenderás!
Al fin terminó la conferencia y colgando el auricular se volvió de nuevo a la sala.
Adela Marchmont, alerta, preguntó:
—¿Era acaso...?
Lynn respondió con prontitud:
—Era tía Kathie.
—¿Qué quería?
—Nada. Me contaba uno de sus tantos atolladeros.
Cogió un libro, y después de echar una furtiva mirada al reloj, se sentó en uno de los sillones. En realidad calculó, era todavía temprano para lo que ella esperaba. A las once y cinco se repitió la llamada. Se levantó con calma creyendo que a la tía Kathie le habría quedado aún algo en el tintero...
Pero no fue así.
—¿Warmsley Vale, 34? ¿Podría la señorita Lynn Marchmont ponerse al aparato? Es una llamada desde Londres.
Su corazón se detuvo por una fracción de segundo.
—La señorita Lynn Marchmont al habla.
—Un momento, por favor.
Esperó. Oyó voces confusas. Luego un silencio. Por lo visto el servicio de teléfonos iba de mal en peor. Siguió esperando. Agitó el soporte del auricular repetidamente. Otra voz, femenina, indiferente, fría, habló con displicencia.
—Tenga la bondad de colgar. Volveremos a llamar más tarde.
Repuso el receptor en su sitio. Había andado sólo unos pasos cuando el timbre repiqueteó de nuevo.
—¿Quién?
Esta vez era una voz de hombre.
—¿Warmsley Vale, 34? Una llamada personal para la señorita Lynn Marchmont desde Londres.
—La señorita Lynn al habla.
—Un momento, por favor.
Luego oyó la misma voz, que en un tono apagado decía:
—Hable, Londres. Está usted comunicando.
Y de pronto, la voz de David.
—Lynn, ¿eres tú?
—¡David!
—Tenía precisión de hablarte.
—Di...
—Oye, Lynn. Quiero ser sincero contigo.
—¿Qué quieres decir?
—Que debo marcharme de Inglaterra sin pérdida de tiempo. La cosa es fácil por demás. He intentado hacer creer que no lo era para Rosaleen, sencillamente, y esto lo sabes tú mejor que nadie, porque había algo que me retenía con fuerza en Warmsley Vale. Pero, ¿para qué empeñarse en lo imposible? Ni tú ni yo hemos nacido el uno para el otro. Tú eres una mujer encantadora, Lynn. Yo..., yo tengo mucho de rufián. Lo he tenido siempre. Y no alimentes la esperanza de que quizá lograses cambiarme. Tal vez lo intentaría..., pero en balde. Me conozco. Créeme, Lynn; tu puesto está al lado de Rowley. Jamás te dará un solo día de inquietud. En cambio, a mi lado..., tu vida sería siempre un infierno.
Lynn permaneció inmóvil, sin articular palabra.
—Lynn, ¿estás ahí?
—Sí...
—¿Por qué no hablas?
—¿Qué quieres que te diga?
—Algo... Lo que sea...
¡Con qué claridad percibía a través de la distancia la excitación y el apremio que David ponía en sus palabras!
Él masculló en voz baja unas cuantas imprecaciones y estalló súbitamente, diciendo:
—¡Al diablo con todo!
Y colgó el aparato.
La señora Marchmont preguntó:
—¿Era acaso...?
—No. Se habían equivocado de número...
A continuación se dirigió escaleras arriba.
Era costumbre en la hostería de «El Ciervo» que los huéspedes fuesen llamados, a la hora por ellos designada, por el simple sistema de un fuerte golpe dado en la puerta y acompañado por las sacramentales palabras de «Las ocho y media, señor», o «Las ocho», según fuese el caso. También servían el té, si así se estipulaba previamente, que era depositado, con un ruidoso entrechocar de cubiertos y vajillas, sobre la alfombrilla colocada frente a cada una de las puertas.
En la mañana del miércoles que nos ocupa, la joven Gladys, cumpliendo su rutina, se detuvo frente al cuarto señalado con el número 5, anunció su consabido «Las ocho, señor» y dejó caer con estrépito la bandeja de servicio que llevaba entre las manos, haciendo que se derramase parte del contenido de la lechera. Después de llamar también a otros huéspedes, prosiguió con sus interrumpidos quehaceres.
Eran ya las diez cuando se dio cuenta de que el té que dejara sobre la alfombrilla del cuarto número 5 seguía intacto.
El ocupante del cuarto número 5 no era de los que acostumbraban a levantarse tarde y recordó que frente a su ventana había un bajo tejadillo que muy bien podría ser utilizado subrepticiamente por cualquiera que desease abandonar el hotel sin pasar por el doloroso proceso de tener que satisfacer el importe de su cuenta.
Pero el huésped inscrito en el registro de la posada con el nombre de Enoch Arden no debía ser de éstos. Yacía inmóvil y boca abajo en el centro mismo de la alcoba. Sin tener conocimiento alguno de medicina, dedujo Gladys, a primera vista, que aquel hombre estaba muerto.
Le miró con espantados ojos y lanzando agudos chillidos, salió disparada en busca de su ama.
—¡Señorita Lippincott...! ¡Señorita Lippincott...! —aulló bajando las escaleras de dos en dos.
Beatrice Lippincott estaba en su gabinete privado haciéndose vendar una mano por el doctor Lionel Cloade, que se volvió irritado al ver esta ruidosa intromisión.
—¡Oh, señorita...!
—¿Qué le sucede, Gladys? —preguntó Beatrice.
—El caballero del cuarto número 5, señorita... Está tumbado en el suelo..., ¡muerto!
El doctor miró primero a la muchacha y después a la asombrada señorita Lippincott.
—Esto debe ser una fantasía de esta chiquilla...