—Lo comprendo, y no puedo censurar al pobre Gordon. Después de todo, es humano el perder la cabeza por una mujer hermosa. ¿Y por qué no había de casarse si así le vino en gana? Pero fue una desgracia que él muriese en aquel ataque aéreo sin haber hecho el testamento que todos esperábamos. ¡Qué le vamos a hacer! Lo cierto es que nadie se supone, por inminente que sea un peligro, que sea él precisamente quien haya de morir. ¡Cree siempre que la bomba ha de herir por fuerza a los demás!
—Aparte el dolor que me produjo lo sucedido —prosiguió el hermano mayor de Gordon—, pues quise a mi hermano y me sentía orgulloso de él, su muerte ha sido una verdadera catástrofe para mí. Llegó en el momento preciso en que...
Se detuvo.
—¿Estamos arruinados? —preguntó Frances con comedido interés.
Jeremy Cloade miró a su esposa con desesperación. Esperaba una reacción violenta de lágrimas y reproches; y la forma fría e impersonal con que ésta interpretaba sus palabras acabó por anonadarle.
—Es algo peor que todo eso... —dijo con aspereza.
Al ver a Frances quedarse inmóvil y en actitud de profunda meditación, pensó: «Ha llegado el momento de decírselo. Es preciso que sepa quién soy... Le costará trabajo creerlo, pero no debo seguir ocultándoselo por más tiempo.»
Frances Cloade suspiró penosamente y se irguió en su sillón.
—Ahora lo comprendo —dijo—. Desfalco. O si crees que la palabra es inapropiada, algo parecido a lo que le ocurrió a Williams.
—Sí, pero esta vez, quizá no lo comprendas, soy yo el responsable. He hecho uso indebido de fondos encomendados a mi custodia, y aun cuando hasta ahora he logrado disimular la falta...
—No ha de tardar en saberse... —intercaló Frances completando su pensamiento.
—A menos que, y sin pérdida de tiempo, consiga reponer lo sustraído.
No recordó haber experimentado en su vida vergüenza como la que sintió al pronunciar estas palabras. ¿Qué juicio le merecería a Frances?
Ésta, sin embargo, pareció tomárselo con calma. No hubo escenas ni reproches. Se limitó a fruncir el entrecejo y a frotarse con los dedos una de sus mejillas.
—¡Es un escarnio! —dijo—, no poder disponer de dinero propio en una ocasión así.
—Tienes el que aportaste como dote, pero...
Quedóse rígido sin terminar la frase.
—¡No sigas! Me lo figuro. Corrió la misma suerte que el tuyo —contestó ella distraídamente.
Hubo un corto silencio que rompió Jeremy hablando con dificultad.
—Lo siento, Frances. Lo siento como no puedes llegar a imaginarte. Mal negocio hiciste casándote conmigo.
Ella le miró con dureza.
—Explícate —dijo Frances enérgicamente.
—Que cuando tuviste la condescendencia de casarte conmigo, tenías derecho a esperar... ¡qué sé yo!, al menos integridad por mi parte y una vida libre de sórdidas ansiedades.
Ella le miró con asombro.
—¡Pues claro, Jeremy! ¿Por qué crees entonces que me casé contigo!
Él intentó dibujar una sonrisa.
—Has sido siempre una esposa devota y leal; querida mía, pero difícilmente puedo jactarme de creer que me hubieses elegido de haber sido otras las circunstancias.
Ella le miró con fijeza y de pronto rompió en una sonora carcajada.
—¡Qué tonto eres! ¡Y qué mente más folletinesca guardas tras esa aparente severidad! ¿Crees en realidad que me casé contigo porque salvaste a mi padre de las garras de sus acreedores o de los intendentes del hipódromo?
—Tú querías mucho a tu padre, Frances.
—¡Con delirio! Era de lo más atractivo y agradable que te puedas imaginar. Pero también un inconsciente y un trapisondista. Lo sabía. Y si crees que me vendí al consejero y gestor administrativo de la familia para que éste salvase a mi padre, de lo que tarde o temprano y forzosamente habría de ocurrirle, entonces es que nunca supiste nada del corazón de la mujer y mucho menos del mío. ¡Nunca!
Frances continuó mirándole sin pestañear. Era extraordinario, pensó, cómo veinte años de matrimonio no habían bastado para conocerse mutuamente y saber lo que bullía en sus mentes. ¿Pero cómo lograrlo siendo tan diferentes el uno del otro? En el fondo, él era indudablemente un espíritu romántico. «No hay sino mirar —pensó— los retratos de algunos de sus antepasados que cuelgan de las paredes de su alcoba. ¡Pobre encanto mío!»
Y añadió en alta voz:
—Me casé contigo porque te quería.
—¿Quererme? ¿Y qué es lo que pudiste ver en mí?
—Si he de hablarte con sinceridad, te diré que no lo sé. ¡Eras tan diferente a todos cuantos rodeaban a papá! Al menos tú nunca me hablaste de caballos. Estaba harta de ellos y de oír discutir constantemente sobre copas y «handicaps». Viniste a cenar una noche, ¿te acuerdas? Yo estaba sentada junto a ti. Te pregunté lo que era «bimetalismo» y tú me diste una explicación clara y precisa que duró los seis platos de que por aquel entonces se componía nuestra comida.
—Debí ser horriblemente pesado —dijo Jeremy.
—Al contrario. Estuviste sencillamente fascinador. Nadie hasta entonces me había tomado en serio, y tú me trataste con toda deferencia debida a mi sexo, aunque sin mostrar un gran interés en mirarme ni halagar en un ápice mi natural vanidad. Esto, como comprenderás, picó mi amor propio y juré que no pararía hasta hacer que te fijaras en mí.
—No tuviste necesidad de esforzarte —interpuso Jeremy—. Aquella noche no logré pegar los ojos pensando en ti. Llevabas un vestido azul, adornado con amapolas...
Quedaron silenciosos unos instantes. Hubo un leve carraspeo de Jeremy, que intentó prolongar el tema, diciendo:
—¡Hace ya tanto tiempo de esto...!
Ella acudió en su auxilio para sacarle del apuro.
—Y hoy ya no somos —añadió— más que un pobre matrimonio que, en el ocaso de la vida, busca el modo de salir adelante de sus malas andanzas.
—Lo que acabo de oír de tus labios, Frances, centuplica en mí el dolor de mi deshonra...
Ella le interrumpió:
—¡Por favor, Jeremy! Tú tratas de excusarte por haber hecho algo que cae dentro de la jurisdicción de la ley; que quizá te acarree un proceso y hasta la posibilidad de ser condenado a prisión.
»No permitiré que eso suceda y para evitarlo lucharé si es preciso con uñas y dientes, pero no exijas que tu acto provoque en mí la menor indignación. No olvides que la mía no es tampoco familia que pueda calificársela de moral. Mi padre, no obstante su atractivo, tenía sus ribetes de fullero y de bribón. Mi primo Carlos, ¡no digamos! Se trató de ocultar sus fechorías, y para evitar el escándalo hubo de enviársele precipitadamente a las colonias. Mi primo Gerald falsificó un cheque en Oxford, si bien más tarde logró rehabilitar su nombre alistándose en el ejército y logrando la póstuma y más alta condecoración de la Cruz de la Reina Victoria por su bravura frente al enemigo, devoción a sus hombres y resistencia casi sobrehumana. Lo que quiero decirte con todo esto, Jeremy, es que todos estamos hechos del mismo frágil barro y que no hay nadie que sea completamente bueno, ni completamente malo. Yo misma no puedo considerarme como una excepción, pero si soy como soy, es sin duda porque no he encontrado en la vida tentaciones suficientemente fuertes para hacerme vacilar. Lo que sí tengo, y de eso puedo vanagloriarme, es coraje y sobre todo una lealtad inquebrantable para los míos.
Sonrió al pronunciar estas últimas palabras.
Jeremy se levantó emocionado. Se dirigió a su esposa y besó reverentemente sus cabellos.
—Ya es hora —dijo la hija de lord Edward Trenton, con jovialidad—, hay que hacer algo para conseguir ese dinero.
Las facciones de Jeremy volvieron a endurecerse.
—Una hipoteca sobre esta casa. ¡Pero qué tonta soy! —se apresuró a añadir—. No me acordaba de que tiene ya una sobre sus espaldas. No habrá más remedio que recurrir al sablazo. ¿Pero a quién? Sólo existe una posibilidad. La viuda de Gordon. ¡Nuestra simpática Rosaleen!
Jeremy movió la cabeza en señal de duda.
—Tendría que ser una cantidad considerable..., y ésa no puede esperarse que venga del capital. El dinero le ha sido asignado sólo en calidad de usufructo y de por vida.
—No había pensado en ello. Creí que era de su absoluta pertenencia. ¿Y qué se hará de él cuando ella muera?
—Irá a parar al pariente o parientes más cercanos de Gordon. Es decir, que se dividirá por igual entre Lionel, Adela, Rowley, el hijo de Maurice y yo.
—¿Volvería a nosotros?
Algo pareció cruzar por la habitación, una ráfaga de hielo, la materialización de un pensamiento...
Y dijo Frances:
—Nunca te oí hablar de esto... Creí que el dinero era de ella y que podía hacer de él lo que le viniese en gana.
—No. Pero la situación legal que se derivaría de un
ab intestato
, como sucedía el año 1925...
Era dudoso que Frances prestase atención alguna a estas explicaciones. Cuando aquél hubo terminado de hablar, ésta dijo:
—Personalmente, nada de eso podría afectarnos. Estaríamos todos requetemuertos antes que ella hubiese alcanzado nuestra edad actual. ¿Qué edad tiene ahora? ¿Veinticinco, veintiséis? Con toda seguridad llegará a cumplir los sesenta.
Jeremy Cloade añadió, sin poner gran convencimiento en sus palabras:
—Podríamos solicitar un préstamo, basándolo en razones de carácter familiar. Quizá sea más generosa de lo que suponemos... ¡Sabemos tan poco de ella en realidad...!
—Y no creo que tenga queja de nuestro comportamiento. ¡Quién sabe...!
Su marido creyó prudente advertir:
—Es preciso no dar la sensación de..., vamos, de exagerado apremio.
—¡Claro que no! —contestó ella con impaciencia—. Lo malo es que no será con ella con quien tengamos que batallar, sino con ese hermano que parece tenerla completamente fascinada.
—Un joven bien repelente, por cierto —añadió Jeremy Cloade.
La sonrisa de Frances surgió de nuevo.
—¡Al contrario! —dijo—. Es simpático. ¡De lo más simpático que te puedas imaginar! Y un tanto falto de escrúpulos, por lo que he podido deducir. Pero no temas; también yo sé prescindir de ellos cuando llega la ocasión.
Su sonrisa se hizo dura y clavó una mirada en su marido.
—No te acobardes, Jeremy —le dijo—. Encontraré el modo de salir del apuro, aunque para lograr ese dinero me viese obligada a asaltar un Banco.
—¡Dinero! —dijo Lynn.
Rowley Cloade asintió con la cabeza. Era un mocetón de anchas espaldas, piel tostada por el sol, profundos ojos azules y un cabello rubio como el oro. Todo en él respiraba una calma que no parecía ser congénita, sino más bien una resultante de su experiencia. Usaba de la reflexión donde otros se complacían con la rapidez en la réplica.
—Sí, sí —dijo—. Todo parece reducirse a eso en estos tiempos.
—Creí que los agricultores habían salido bien librados con la guerra.
—No digo lo contrario, aunque no tanto como vosotros os figuráis. Dentro de un año volveremos a estar donde estábamos, con la diferencia de que los jornales son más altos, los peones poco dispuestos y todo el mundo descontento, sin que nadie sepa dónde está su verdadero lugar. A menos, como es natural, que pudiese uno trabajar en gran escala. El tío Gordon lo sabía muy bien y estaba decidido a que así se hiciera.
—¿Y ahora...? —preguntó Lynn.
Rowley se sonrió sarcásticamente.
—Ahora —contestó— la viuda de Gordon irá a Londres a gastarse dos mil libras en un abrigo de pieles.
—¡Eso es criminal!
—¡Oh, no!
Calló unos instantes y después prosiguió:
—También a mí me gustaría regalarte un abrigo de pieles, Lynn.
—¿Qué tal es ella, Rowley?
Trataba, por lo visto, de obtener un juicio lo más reciente posible.
—La verás esta noche en la fiesta que dan el tío Lionel y la tía Kathie.
—Ya lo sé, pero me gustarla oír tu opinión.
Mamy
dice que es medio tonta.
Rowley meditó la respuesta.
—No diré que la intelectualidad sea su fuerte, pero creo que su aparente imbecilidad se debe más bien al espantoso cuidado que parece poner en todo.
—¿Qué clase de cuidado?
—Por lo que yo me imagino, unas veces por el de su acento, que es de un desesperante sabor irlandés; otras por el de los cubiertos apropiados que deben usarse y, otras, en fin, por el de cualquier alusión literaria que pudiese hacerse en su presencia.
—¿Quieres decir que es una ignorante?
—Al menos no es una señora, si eso es lo que has querido dar a entender. Tiene unos ojos preciosos y un cutis como la seda (supongo que sería esto lo que deslumbraría al tío Gordon), sin contar ese extraordinario candor que caracteriza todos sus actos y que a mi juicio no es fingido..., aunque muy bien pudiera serlo. Se limita siempre a permanecer como hipnotizada y dejar que David haga en todo sus veces.
—¿David?
—Sí, su hermano. Hombre por lo visto muy ducho en cierta clase de manipulaciones y no creo que sienta gran simpatía por ninguno de nosotros.
—¿Y por qué habría de sentirla? —replicó Lynn con acritud; y añadió al ver la expresión de sorpresa que Rowley puso en su mirada—: Quiero decir que me figuro que eres tú quien no parece simpatizar con él.
—No lo niego. Y espero que te sucederá a ti lo mismo cuando le conozcas. No es de nuestra clase.
—Tú no puedes prejuzgar mis reacciones, Rowley. He visto mucho mundo en estos últimos tres años y el concepto que hoy tengo de hombres y cosas ha variado considerablemente.
—Ya me figuro que habrás corrido más mundo que yo.
Estas palabras, pronunciadas con toda la sencillez, tuvieron la virtud de descomponer a Lynn, que le miró con cólera.
Un algo, semejante a un velado reproche, había vibrado en ellas.
Él devolvió la mirada sin mostrar la más insignificante señal de emoción. No había sido nunca fácil, recordaba bien Lynn, intentar bucear en el pensamiento de Rowley.
¡Qué mundo más inconsecuente!, debió pensar Lynn. Hubo un tiempo en que eran los hombres quienes iban a la guerra y las mujeres las que permanecían en sus hogares. Pero aquí los papeles parecían haberse trocado.
De los dos jóvenes, Rowley y Johnny, uno había de quedarse forzosamente en la granja. Lo echaron a suertes, y fue a Johnny Vavasour a quien tocó partir. Pero después de su llegada a Noruega, se recibió la noticia de su muerte; Rowley apenas si había conseguido alejarse una o dos millas de lugar de sus desvelos durante aquellos largos años de guerra.