Y en cambio, ella, Lynn, había estado en Egipto, en el Norte de África, en Sicilia..., y bajo el fuego del enemigo en más de una ocasión.
Se preguntó de pronto si todo aquello no habría podido influir de un modo u otro en la suerte de Rowley, y...
Emitió entre dientes una risita nerviosa.
—Todo parece estar un tanto revuelto, ¿no te parece?
—No lo sé —contestó Rowley—. Depende de...
—Rowley —titubeó un instante—, ¿te importó acaso que... quiero decir..., Johnny?
Una mirada de él que tenía la frialdad y dureza del acero puso fin a sus divagaciones.
—¡Dejemos en paz a Johnny! La guerra ya ha terminado y puedo decir que he sido un hombre de suerte.
—¿Le llamas suerte... a haberte librado de ir al frente?
—Y no poca, ¿no te parece a ti?
No sabía qué interpretación dar a estas palabras. La voz de Rowley, aunque suave, tenía inflexiones de filo de navaja.
—Pero, naturalmente —añadió con una sonrisa—, para las que como tú vienen del teatro de la guerra, les ha de ser difícil acomodarse a la vida tranquila del hogar.
—¡Eres un estúpido, Rowley! —replicó con violencia.
Ni ella misma comprendió la razón de su súbita irritabilidad. ¿Sería acaso —se preguntó— porque reconocía un fondo de verdad en las palabras de Rowley?
—¿Por qué no dejamos esta discusión y hablamos de nuestro matrimonio? —dijo éste—, a menos..., digo yo..., que no hayas cambiado de modo de pensar.
—¿Por qué lo dices?
—No lo sé.
—¿Crees, acaso..., que yo no soy la misma de siempre?
—No, exactamente.
—¿O eres tú, quizá, quien lo ha pensado mejor?
—No, Lynn. La vida del campo no deja tiempo libre para pensar en los cambios.
—Entonces dices bien. ¿A qué pensarlo más? ¿Cuándo quieres que nos casemos?
—¿Te parece bien en junio?
—Conformes.
Volvieron a quedarse silenciosos. A despecho de todo, Lynn se sintió profundamente deprimida. Y, sin embargo, Rowley seguía siendo el que siempre fue: afectuoso, sin empalagos emotivos y, como siempre, parco.
Ambos se amaban. Se habían amado siempre, pero pocas veces había sido el amor el tema de sus charlas. ¿A qué, pues, pretender introducir ahora cambios en su idiosincrasia?
Se casarían en junio, vivirían en Long Willows (un bonito nombre a juicio de Lynn) y nunca más volvería ella a intentar levantar el vuelo. Esto en el sentido que para Lynn tenían estas palabras. La excitación del tendido e izado de planchas; el rugir de quillas surcando mares y olor de polvo de parafina y de ajos; el tumulto y algarabía de gentes de los más remotos rincones del globo; la presencia de flores exóticas, de rojas ponsetias que se yerguen altivas en polvorientos jardines...; el interminable hacer y deshacer de maletas y baúles y aquel eterno sobresalto ante la incertidumbre del mañana.
Todo esto parecía haber terminado. Lynn Marchmont había vuelto al hogar. «Ha vuelto, el marinero, ha vuelto de la mar...» «Pero ya no soy la misma Lynn», pensó.
Las fiestas de la tía Kathie parecían cortadas todas por el mismo patrón. Adolecían siempre de un desmañamiento peculiar en la organización. El doctor Cloade pasaba mil apuros para poner freno constante a la irritabilidad que su estado de penuria había despertado en él. Era invariablemente cortés con sus huéspedes, que se daban perfecta cuenta del esfuerzo que tenía que realizar para conseguirlo.
En apariencia, Lionel Cloade no se diferenciaba grandemente de su hermano Jeremy. Era, como él, enjuto, de cabello gris, pero no tenía la imperturbabilidad del jurisconsulto. Sus modales eran bruscos e impacientes y su nerviosa irritabilidad había ofendido no pocas veces a muchos de sus pacientes y hecho concebir en ellos dudas acerca de su afabilidad y pericia. Su verdadero interés se centraba en la investigación y su manía en recetar hierbas medicinales. Tenía un criterio fijo y le era difícil acomodarse a soportar las extravagancias de su esposa.
Aunque Lynn y Rowley llamaban siempre «Frances» a la señora Jeremy Cloade, la de Lionel Cloade era mencionada invariablemente con el nombre de «tía Kathie». La querían por igual, eso sí, pero no podían por menos de reconocer su tendencia a la excentricidad.
Esta «fiesta», dispuesta ostensiblemente para celebrar la vuelta de Lynn, no era en el fondo sino un simple manejo familiar.
La tía Kathie saludó afectuosamente a su sobrina.
—¡Qué guapa y qué morena estás! El clima de Egipto, sin duda. ¿Leíste el libro que te envié acerca de las profecías de la Gran Pirámide? ¡Es tan interesante! Lo explica todo con una claridad que espanta, ¿no te parece?
La entrada de la señora de Gordon Cloade y de su hermano David salvó a Lynn de tener que contestar a la pregunta.
—Ésta es mi sobrina Lynn Marchmont, Rosaleen.
Lynn miró a la viuda de su tío con velada curiosidad.
Sí; no había duda acerca de la belleza de la mujer que se había casado con el viejo Gordon por su dinero, como tampoco lo había en su aspecto candoroso, como había dicho Rowley. Pelo negro primorosamente ondulado, ojos de un azul irlandés y labios constantemente entreabiertos.
En el resto de su persona predominaba el lujo. Traje vistoso, alhajas, manos bien cuidadas y capa de pieles. Una arrogante figura, aunque poco familiarizada al parecer con la desenvoltura que Lynn hubiese desplegado de habérsele concedido esa oportunidad. «Nunca la tendrás», pareció repetir una voz en su oído.
—¿Cómo está usted? —dijo Rosaleen.
Se volvió indecisa al hombre estaba tras ella.
—Éste..., éste es mi hermano —añadió.
—¿Cómo está usted? —repitió David Hunter.
Era un joven esbelto de pelo negro y ojos del mismo color. Su cara reflejaba el infortunio y era retadora y casi insolente.
Lynn comprendió al instante el motivo de la aversión de los Cloade. Había encontrado hombres como aquél en sus correrías. Hombres temerarios y, si cabe, peligrosos. Hombres de quienes no se podía uno fiar. Que hacían sus propias leyes y se mofaban del mundo. Hombres que valían su peso en oro en el ataque, pero que se entregaban a los más deplorables excesos al abandonar la línea de fuego.
Lynn se dirigió confidencialmente a Rosaleen.
—¿Le gusta vivir en Furrowbanks? —preguntó.
—Es una casa preciosa —contestó la interpelada.
David Hunter dejó oír una sarcástica risita.
—Se ve que el viejo Gordon sabía vivir —dijo—. No se privaba de nada.
Y era verdad. Cuando Gordon decidió establecerse en Warmsley Vale, o más bien a pasar allí una pequeña parte de su atareada existencia, optó por la construcción. Era demasiado individualista para interesarse por casa alguna que estuviese impregnada de historietas ajenas.
Había solicitado los servicios de un joven y moderno arquitecto dándole carta blanca en su cometido. La mitad de los habitantes de Warmsley Vale opinaban que Furrowbanks era un lugar detestable y aborrecían su blancura, sus muebles empotrados, sus puertas corredizas y sus mesas y sillas de cristal. Lo único que en realidad admiraban, y esto sin reservas, eran sus suntuosos cuartos de baño.
Hubo un algo parecido al miedo, en la forma como Rosaleen pronunció aquellas palabras de: «Es una casa preciosa.» La risita de David le había hecho asimismo sonrojar.
—Usted es la «Wren» que acaba de llegar, ¿verdad? —preguntó David.
—Sí —contesto Lynn.
Los ojos del joven recorrieron detenidamente su cuerpo y por la razón que fuese, un vivo carmín coloreó sus mejillas.
La tía Katherine volvió a presentarse de pronto. Traía el ardid de saber hacer una materialización en el espacio. Debió aprenderlo sin duda alguna de las sesiones espiritistas a la que era muy aficionada.
—La cena está preparada —dijo casi sin aliento, y añadió como tratando de hacer un paréntesis—: Creo que es preferible llamarla así y no comida. En general se espera menos de ellas. Los tiempos están difíciles. Mary Lewis me dice que ella ha de dar una propina de diez chelines cada quince días al repartidor de pescado para conseguir que le traiga lo que ella pide. Eso es una inmoralidad.
El doctor Lionel Cloade dejaba oír su risa nerviosa mientras hablaba con Frances.
—¡Vamos, vamos, Frances...! —decía—, no pretenderás convencerme, en absoluto, de que en realidad piensas una cosa así.
Entraron en el vetusto y no muy artístico comedor, Jeremy y Frances, Lionel y Katherine, Adela, Lynn y Rowley. Una asamblea de Cloade con sólo dos excepciones. Rosaleen Cloade, aun ostentando el nombre de su marido, no había logrado, como Frances y Katherine, que se la considerase como un nuevo miembro de la familia. Quizá por nueva.
Seguía siendo la intrusa, la descentrada, y David... ¿cómo lo diríamos...? David representaba algo así como el papel de bandolero. En parte por conveniencia, y en parte quizá porque así lo exigían las circunstancias. Era esto precisamente lo que Lynn rumiaba al dirigirse a ocupar su puesto en la mesa.
El aire era tenso. Como impregnado de... ¿De qué? ¿De odio? ¿Podría ser odio en realidad?
Lo que fuese, tenía algo de destructor.
Lynn pensó de pronto:
«Pero esto no es ni más ni menos que lo que ocurre en todas partes. Lo he observado desde que llegué. Malevolencia. Rencor. En los trenes, en los autobuses, en las tiendas, entre trabajadores y escribientes, y aun entre los mismos labradores. Y no hablemos de lo que sucede en las minas y en las grandes fábricas. En todas partes lo mismo: psicosis morbosa. Pero lo que ocurre en esta casa es algo peor. Aquí el odio parece querer tomar forma, cristalizarse.»
Y volvió a pensar, aterrada:
«¿Será posible que les odiemos hasta ese extremo? ¿A estos advenedizos que se han apropiado indebidamente de lo que sólo a nosotros nos pertenece?»
Y después:
«¡No, no! ¡Todavía no! Quizá sean ellos quienes en este momento nos odian a nosotros...»
Era tal la depresión que le produjo su descubrimiento que se olvidó por completo de David, que con toda intención había escogido un asiento a su lado.
—¿Haciendo proyectos? —preguntó éste al cabo de unos momentos.
Su tono de voz era placentero y jovial, pero las palabras parecían envolver una alusión que, indudablemente, encontró su blanco.
—¡Ah, perdón! —contestó Lynn—. No. Pensaba sólo en el estado en que ha quedado el mundo.
—No me negará que el tema carece de originalidad —replicó con sorna David.
—Quizá tenga usted razón. ¡Nos sentimos todos tan ansiosos de hacer algo bueno en estos tiempos...! Y a fin de cuentas..., ¿para qué?
—Creo que es más práctico pensar en lo contrario: en hacer el mal. En los últimos años se han encontrado una o dos formas ideales de llevarlo a cabo..., incluyendo esa famosa «pieza de resistencia» llamada la bomba atómica.
—Era en eso, en realidad, en lo que estaba pensando. No precisamente en la bomba atómica, sino en la mala intención. Es una malevolencia definida y práctica.
—Nada mejor, pero permítame que discrepe de ese practicismo a que usted alude. Eran más prácticos los de la Edad Media.
—¿A qué se refiere usted?
—A la magia negra. Al mal de ojo. Figuras de cera. Sortilegios, en los cambios de luna. Muertes en el ganado del vecino, y aun del propio vecino si venía a cuento...
—¿Cree usted que ha existido alguna vez algo parecido a eso que se ha dado en llamar magia negra? —preguntó con duda Lynn.
—No lo sé, pero sí que ha habido gentes que se han dedicado a ella con verdadero frenesí. Hoy, sin embargo...
Se detuvo un instante y prosiguió acompañando sus palabras con un desdeñoso encogimiento de hombros:
—Con toda la malevolencia del mundo, ni usted ni toda su familia, podrían hacer ya nada contra mí o contra Rosaleen, ¿no le parece a usted?
La cabeza de Lynn se irguió de súbito como movida por un resorte.
Pero supo dominar su impulso. Prefirió echarlo todo a broma y contestó con afabilidad:
—Creo que ya es un poco tarde para intentarlo.
David Hunter se echó a reír.
—Así es —dijo—. Hemos logrado escapar limpiamente con el botín.
—¡Y poco que se reirán ustedes!
—¿Con el dinero?
—De nosotros.
—¿Por haberles ganado la partida? ¡Quién sabe! Hace tiempo que venían ustedes disfrutando de él y lo considerarían ya poco menos que como cosa propia, ¿no es así?
—No olvide usted que eso fue lo que durante años y años se nos dio a entender, impidiendo que hiciéramos previsión alguna para el futuro y animándonos a llevar a la práctica nuestros planes y proyectos.
(Pensaba en Rowley. En Rowley y en su granja.)
—Por lo visto, sólo una cosa dejaron ustedes de tener en cuenta.
—¿Cuál?
—Que nada es seguro en el mundo.
—Lynn —gritó Katherine desde la cabecera de la mesa y adelantando exageradamente el busto—. Uno de los
guías
de Lester es precisamente un sacerdote de la cuarta dinastía, y nos comunicó cosas maravillosas. Tú y yo tenemos que hablar largo y tendido. Creo que Egipto te ha afectado mucho, físicamente.
El doctor Cloade intervino con aspereza:
—Deja a Lynn —dijo—, que tiene otras cosas en qué pensar y no en toda esta sarta de majaderías y supersticiones.
—Eres un obtuso, Lionel —replicó agriamente su esposa.
Lynn sonrió a su tía y quedó en silencio con las palabras de David flotando en su cerebro.
—
Nada es seguro en el mundo...
Había personas que vivían en un mundo así, personas para quienes la vida era un constante peligro, y David Hunter era sin duda uno de ellos. No era el mundo en que Lynn había aprendido a dar sus primeros pasos, pero, no obstante, tenía para ella sus atractivos.
David dijo al cabo de unos momentos, sin abandonar el tono jocoso:
—¿Seguimos amigos?
—¡Claro!
—Bien ¿Y nos perdona a Rosaleen y a mí el habernos incautado de su fortuna?
—No.
—¡Magnífico! ¿Puede saberse entonces qué es lo que piensa usted hacer?
—Comprar un pan de cera y dedicarme a la magia negra.
David se echó a reír.
—No. Es usted una mujer muy inteligente para dedicarse a esas prácticas medievales. Sus métodos serán modernos y eficaces, con toda seguridad. Pero no logrará usted nada.
—¿Qué le hace creer que haya de haber lucha? ¿No hemos aceptado, acaso, lo inevitable?