—Sí, una hostería.
Seguramente llegado de allende el mar, pensó Rowley. Quizá fuese ilusión, pero en sus palabras parecía haber un ligero acento colonial. Y cosa curiosa: aquella cara no le era del todo desconocida.
¿Dónde había visto antes una cara así?
Mientras trataba de recordar, el forastero le sorprendió al hacer la pregunta siguiente:
—¿Podría usted decirme si hay una casa llamada Furrowbanks por esos alrededores?
Rowley respondió lentamente:
—Sí, sí. Allí, en la cima de la colina. Ha debido usted pasar muy cerca de ella, quiero decir, si ha seguido usted esta vereda desde la estación.
—Es precisamente lo que he hecho.
Se volvió mirando en la dirección citada por Rowley,
—Ah, ¿conque era ésa? ¿Ese caserón blanco y nuevo?
—Exactamente.
—Hermosa residencia. Ha de costar una buena suma de dinero el sostenerla.
—«Enorme» —dijo—.
Un arrebato de cólera le hizo perder por un momento la noción de dónde estaba...
Al volver en sí vio al forastero que miraba en dirección a la cúspide del monte con especulativa curiosidad.
—¿Quién vive allí? —dijo—. ¿No es una tal señora Cloade?
—La misma —respondió Rowley—. La viuda de Gordon Cloade.
Al forastero la noticia pareció regocijarle.
—¡Ah! —exclamó—. ¿La viuda de Gordon Cloade? ¡Qué suerte!
Después movió la cabeza de arriba abajo en señal de apreciación y dijo:
—Gracias, amigo.
Afianzó bien el paquete que llevaba a las espaldas y se puso en marcha en dirección a Warmsley Vale.
Rowley se encaminó lentamente hacia la corraliza. Una sola idea parecía bullir en su cerebro. ¿Dónde diablos había visto aquella cara con anterioridad?
A eso de las nueve y media de aquella misma noche, Rowley limpió la mesa de la cocina de los cachivaches que la cubrían y se puso en pie. Miró abstraídamente el retrato de Lynn que había sobre la repisa de la chimenea y, frunciendo el ceño, abandonó la casa.
Diez minutos más tarde empujaba la puerta que daba acceso al bar de la hostelería del «Ciervo». Beatrice Lippincott, tras el mostrador, le acogió con la más encantadora de sus sonrisas. El señor Rowley Cloade, a su juicio, era una gallarda figura de varón. Frente a un gran vaso de licor de raíces amargas, Rowley intercambió sus impresiones con todos los presentes. Se hicieron comentarios bastantes desfavorables acerca del Gobierno, del tiempo y de las perspectivas que ofrecía la nueva cosecha.
Después, incorporándose ligeramente, consiguió articular en voz baja en el oído de Beatrice:
—¿Ha recibido usted por casualidad a un forastero? ¿Un hombre alto y fornido con sombrero de alas anchas?
—Sí, señor Rowley. Uno que llegó a eso de las seis. ¿Se refiere a ése?
Rowley asintió con un movimiento de cabeza.
—Se paró junto a mi casa pidiendo que le enseñase el camino.
—Debe ser el mismo.
—Me gustaría saber quién es —dijo Rowley Cloade.
Miró a Beatrice y sonrió. Ésta devolvió la sonrisa.
—Nada más fácil, señor Rowley. Espere unos momentos.
Desapareció bajo el mostrador, reapareciendo a los pocos instantes con un enorme libro con cubiertas de cuero, donde anotaba todos sus registros. Lo abrió en la página en que estaban hechos sus más recientes inscripciones. En la última línea decía así:
Enoch Arden. Ciudad de El Cabo. Británico
Hacía una hermosa mañana. Los pájaros cantaban en lo alto de las ramas y Rosaleen, bajando a tomar su desayuno, ataviada con un sencillo traje campestre, se sentía feliz.
Las dudas y temores que en los últimos días le asaltaran parecían haberse desvanecido. David estaba de buen humor, riendo y bromeando constantemente. Su visita a Londres el día precedente debió haber dado resultado satisfactorio. Al terminar el suculento refrigerio llegó el correo.
Traía siete u ocho cartas para Rosaleen. Facturas, peticiones para obras pías, alguna que otra invitación local... nada digno de especial mención.
David apartó dos cartas que hacían referencias a pequeñas cuentas y abrió una tercera.
Tanto el texto de la carta como la dirección del sobre estaban a máquina. Decía así:
«Mi querido señor Hunter:
Ante el temor de que el contenido de esta carta pudiese afectar profundamente a "la señora Cloade", he juzgado prudente comunicárselo primero a usted. Quiero decirle, en pocas palabras, que he tenido noticias del capitán Robert Underhay, cosa que, como espero, ha de ser motivo de regocijo para su hermana. Estoy hospedado en el mesón "El Ciervo", y si usted se digna venir aquí esta noche, tendré sumo gusto en hablar con usted sobre el particular.
Suyo,
Enoch Arden.»
Un grito ahogado salió de la garganta de David. Rosaleen levantó la cabeza, sonriendo, pero su gesto trocóse en expresión de alarma.
—¿Qué te pasa, David? —preguntó con sobresalto.
Tomó la carta que aquél le alargaba en silencio y la leyó detenidamente.
—Pero David..., no comprendo..., ¿qué es lo que quiere dar a entender?
—¿No sabes leer acaso?
Ella miró tímidamente.
—David..., ¿quiere esto decir que?... ¿Y qué es lo que vamos a hacer ahora?
Él pensaba intensamente, barajando cuantas soluciones plausibles podía exigir el caso.
—No tienes por qué preocuparte, Rosaleen —dijo al fin—. Yo me encargo de esto.
—¿Pero puede acaso significar que?...
—Te he dicho que no te preocupes, tonta. Déjamelo a mí. Lo que tienes que hacer es sólo lo siguiente. Prepara una de tus maletas y sal sin perder tiempo para Londres. Vete directamente al pisito que tenemos allí preparado y no te muevas de él hasta recibir noticias mías. ¿Has comprendido?
—Sí, sí; claro que he comprendido, pero...
—Haz lo que te he dicho.
Sonrió tratando de despertar su confianza.
—Sube a prepararlo todo. Te acompañaré a la estación. Puedes tomar el tren de las diez y treinta y dos. Dile al encargado de los pisos que no deseas ver a nadie. Que si alguien llama preguntando por ti, le diga que has salido de la ciudad. Dale una linda propina. ¿Entendido? No debe dejar subir a nadie, excepto a mí.
—¡Oh! —exclamó Rosaleen, cubriéndose la cara con las manos.
Después levantó la vista y miró a David con ojos embellecidos por el temor.
—Vamos, vamos, muchacha; ¿no ves que se trata sólo de un ardid? Por lo visto estás poco familiarizada con esta clase de juegos. Éste es mi fuerte, querida. Montar las guardias. Quiero quitarte del paso para obrar con más libertad, eso es todo.
—¿No puedo quedarme aquí contigo, David?
—Claro que no, Rosaleen. Piensa un poco y verás que necesito estar solo para verme con ese hombre, sea quien sea...
—¿No crees que pudiera ser... que pudiera ser...?
—Yo no creo nada en este momento. Lo primero que has de hacer es alejarte de aquí. Vamos, sé una buena niña y no sigas insistiendo.
Ella dio la vuelta y abandonó la habitación.
David volvió a mirar la carta que tenía en la mano y frunció el entrecejo.
Su discreción, cortesía y cuidadoso fraseo podían significar cualquier cosa. Una ingenua petición de alguien que se encontrase en un apuro. También una velada amenaza. Releyó de nuevo las frases con gran atención. «He tenido noticias del capitán Underhay...» «He juzgado conveniente comunicárselo primero a usted...» «Tendré sumo gusto en hablar con usted sobre el particular...» «La señora Cloade». ¿A qué aquellas intrigantes comillas que aparecían sobre el nombre?... «La señora Cloade.»
Miró la firma. Enoch Arden. Algo se agitaba en su mente... Quizás un recuerdo poético... el versículo de algún poema.
Cuando David penetró aquella noche en el vestíbulo de la hostería de «El Ciervo» estaba vacío, como de ordinario. Sobre la puerta que aparecía a su izquierda había un rótulo que decía: «Salón de café». Sobre la de la derecha otro, con la siguiente inscripción: «Salón de descanso», y más al fondo una tercera puerta en la que se leía la represiva advertencia de: «Sólo para huéspedes.» Un pasillo a la derecha conducía al bar, desde donde llegaba el sofocante murmullo de voces y carcajadas. Una especie de garita de cristal ostentaba el pomposo nombre de «Oficina» y en ella había un timbre de mano convenientemente colocado junto a la ventanilla.
Algunas veces, como bien lo sabía David por experiencia, había que tocarlo cuatro o cinco veces antes de conseguir que alguien se dignase contestar a la llamada, el vestíbulo de «El Ciervo» estaba tan desierto como seguramente lo estaría la isla en que naufragó Robinson.
David tuvo más suerte, pues a la tercera llamada apareció por el pasillo que conducía al bar la corpulenta figura de la señorita Beatrice Lippincott, dándose unos golpecitos en los rebeldes rizos de su peinado a la pompadour. Se introdujo en la garita y saludó a David con una almibarada sonrisa.
—Buenas noches, señor Hunter. Parece que hace un poco de frío esta noche, ¿verdad?
—Sí, así parece. Dígame. ¿Tiene usted por casualidad entre sus huéspedes alguno que se llame Arden?
—Déjeme que recuerde —dijo la señorita Lippincott haciendo como si pensase, gesto que siempre adoptaba, convencida de que así lograba aumentar la importancia de su mesón—. ¡Ah, sí! El señor Enoch Arden, número 5. Primer piso. No puede equivocarse, señor Hunter. Suba usted y no se adentre por la galería, sino que debe usted torcer a la izquierda y bajar tres escalones. Allí es.
Siguiendo esta complicada dirección, David llamó a la puerta señalada con el número 5 y una voz contestó desde el interior: «Adelante».
Penetró y cerró la puerta tras de sí.
Saliendo de la oficina, Beatrice llamó:
-iLily!
Una muchacha glanduliforme, con risita convulsiva y una tez de color pálido de grosella cocida, respondió a la llamada.
—¿Quiere usted tomar mi puesto unos momentos, Lily? Tengo que subir a preparar unas ropas de cama.
—Sí, señorita Lippincott.
Lanzó una de sus escalofriantes risitas y añadió suspirando con arrobamiento:
—¡Qué «tipazo» el señor Hunter! ¿Verdad, señorita?
—He visto en la guerra muchos como él —contestó con gesto displicente Beatrice Lippincott—. Sobre todo entre los aviadores, pero no podía una fiarse mucho de los cheques que extendían. Muchas veces había que apelar a procedimientos drásticos para poderlos cobrar. Sin embargo, sigo siendo muy particular en cuanto a ese punto. Lo que quiero es clase. No importa lo demás. Un caballero es siempre un caballero, aunque se vea precisado a guiar un par de mulas.
Con esta enigmática peroración, Beatrice dejó a Lily y se dirigió escaleras arriba.
Dentro del cuarto número 5, David Hunter se detuvo frente a la puerta y se quedó mirando al hombre que había firmado la carta con el nombre de Enoch Arden.
Cuarentón, algo derrotado, aunque conservaba huellas de pasado esplendor y, al parecer, hombre difícil de manejar. Esto fue a grandes rasgos lo que David pudo colegir.
Arden fue el primero en hablar.
—¡Hola, Hunter! —dijo—. Siéntese. ¿Qué le apetece? ¿Whisky?
Por la discreta variedad de botellas que desplegó y el fuego que ardía en el hogar en esta fría noche de primavera, dedujo David que Arden gustaba de vivir lo menos incómodamente posible. Sus ropas, si bien de corte un tanto continental, las llevaba con clásica desenvoltura inglesa. Hasta su misma edad parecía estar en perfecta armonía con el conjunto...
—Gracias —contestó David—. Tomaré whisky.
—Usted dirá: «cuánto»—dijo, sirviéndole.
—Basta. Poco seltz, por favor.
Esta maniobra preliminar semejaba a la que emplean dos perros que sé encuentran y que giran en busca de posición ventajosa, dispuestos a ser amigos o a lanzarse el uno contra el otro para despedazarse sin piedad.
—¡Salud! —dijo Arden.
—¡Salud! —contestó David.
Bebieron un sorbo y dejaron después sus vasos sobre la mesa; había terminado el primer «round».
El hombre que se llamaba a sí mismo Enoch Arden insinuó:
—¿Se sorprendió usted al recibir mi carta...?
—Si he de hablarle con franqueza —contestó David—, le diré que no he acabado de entenderla.
—¿No...? Es posible.
—Según parece, conoció usted al primer marido de mi hermana, a Robert Underhay.
—Sí, mucho.
Arden sonreía mirando al techo y lanzando densas bocanadas de humo.
—Tanto —prosiguió— como humanamente pueda conocerse a un hombre. Usted no lo conoció, ¿verdad, Hunter?
—No.
—Es mejor, que sea así.
—¿Qué quiere usted decir?
—Querido amigo —dijo Arden, con melosidad—, quiero decir que eso simplifica notablemente la cuestión. Le pido perdón por haberle ocasionado la molestia de tener que venir a esta casa, pero...
Se detuvo un breve instante.
—Me pareció el único modo —continuó— de evitar que llegara a conocimiento de Rosaleen. Hubiera sido una crueldad innecesaria.
—Al grano.
—A él voy. ¿No se le ha ocurrido a usted pensar alguna vez..., cómo lo diremos..., que había algo sospechoso en la muerte de Underhay?
—¿Quiere usted acabar de una vez con sus circunloquios?
—Lo haré así. Underhay, como supongo no ignora, tenía una idea muy particular de las cosas. Por razones de caballerosidad, o por otras quizá de índole muy diferente, le convino hace algunos años que el mundo le tuviera por muerto. Era muy hábil en el manejo de las gentes que trabajaban a sus órdenes y nada le hubiese costado hacer circular una historia que corroborase la veracidad de este detalle. Todo lo que Underhay tuvo que hacer es aparecer a unas mil millas de distancia, bajo un nombre diferente, por supuesto.
—Todo eso me parece algo fantástico —replicó David.
—¿Ah, sí? ¿De veras?
Arden se inclinó hacia delante y le dio unas ligeras palmadas en las rodillas.
—Supóngase por un momento, Hunter, que fuese verdad lo que digo. ¿Me entiende? Que fuese verdad.
—Exigiría primero una prueba convincente de ello.
—¿Qué tal le parecería la de que Underhay en persona se presentase en Warmsley Vale?
—Al menos, sería concluyente —contestó David, con sequedad.
—Sí, sí, concluyente, ¡qué duda cabe!, pero un poco desagradable para la viuda de Gordon Cloade, que automáticamente dejaría de serlo, ¿no le parece?