—Es que no ha habido nunca tal mujer —replicó Hércules Poirot.
—Pero, señor Poirot —exclamó Lynn—, ¿no recuerda usted lo dicho por la vieja? Ella la vio. Y la oyó.
—Sí, ella vio y oyó. ¿Pero a quién? Vio a alguien en pantalones, con una chaqueta de mezclilla, la cabeza envuelta en una especie de turbante color naranja, una cara casi oculta bajo un espeso maquillaje, y todo, además, a la luz de unas mortecinas lámparas, y oyó una voz de hombre que al volver a entrar otra vez «aquella pécora» en el cuarto número 5, decía: «Lárguese usted de aquí, niña.» Todo muy ingenioso, ¿verdad, señor Hunter? —dijo volviéndose plácidamente a David.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó éste con aspereza.
—Es a usted a quien voy a contar ahora una pequeña historia. Usted fue a la posada de «El Ciervo» a eso de las nueve de la noche. No fue usted a matar, sino a pagar. ¿Qué es lo que usted se encuentra? Que el hombre que ha tratado de extraer por malas artes su dinero está tendido en el suelo, víctima al parecer de una particularísima forma de atentado. Su mente es muy rápida, señor Hunter, y al punto comprende que se halla usted en un inminente peligro. Nadie le ha visto entrar, así lo cree, y su primera idea es salir cuanto antes, coger el tren de las 9,20 para Londres, y jurar, si preciso fuera, no haber estado un solo momento por las cercanías de Warmsley Vale. Pero para poder alcanzar dicho tren, le es preciso correr a través de los campos y al hacerlo se encuentra usted inesperadamente con Lynn Marchmont. Desde allí ve el humo de la locomotora en el valle y se da cuenta de la inutilidad de su intento. También ella lo ha visto, y cuando usted le dice que son las nueve y cuarto, ella acepta su declaración sin vacilar.
»Para dejar en ella la impresión de que usted ha conseguido alcanzar el tren, apela usted a un ingenioso ardid, aunque en realidad admitiendo que habría de trazar un nuevo plan si trataba de desviar las sospechas que forzosamente habrían de recaer sobre usted. Después se dirige usted a Furrowbanks, entra usted silenciosamente en la casa valiéndose de su propia llave, procede usted a caracterizarse en forma un tanto teatral valiéndose de las prendas y pinturas de su hermana, y sale sin olvidar llevarse consigo una de sus barritas para los labios.
«Vuelve usted a la posada a una hora apropiada, consigue usted atraer la atención de la vieja que está sentada en el saloncillo de residentes, y cuyas peculiaridades son harto conocidas de todos los frecuentadores de «El Ciervo». Luego sube usted al cuarto número 5. Sale usted al pasillo cuando oye usted que aquélla se dispone a retirarse a sus habitaciones, hace que le vea de nuevo, y luego vuelve usted a entrar rápidamente diciendo en voz alta, como si fuera Arden quien hablara: «¡Haga el favor de largarse de aquí, niña!»
Poirot se detuvo.
—Muy ingenioso, ¿verdad? —recalcó.
—¿Es eso verdad, David? —gritó Lynn—. ¡Responde!
Éste se echó a reír y contestó:
—Sí, mujer. Y conste que no lo hice del todo mal. Hubieras visto la cara que puso aquel esperpento de vieja.
—¿Pero cómo puede ser que estés aquí a las diez y me telefonees desde Londres a las once?
—Las explicaciones corren a cargo del señor Poirot —observó—. Del hombre que todo lo sabe. ¿Puede usted decirnos cómo lo hice?
—Muy fácil —respondió aquél—. Usted llamó a su hermana a Londres desde una de las garitas públicas y le dio ciertas instrucciones específicas. A las once y cuatro minutos exactamente, ella pide una conferencia con el número 34 de Warmsley Vale. Cuando la señorita Marchmont acude al aparato, la empleada de la central registra la llamada y añade sin duda las consabidas palabras de «Llamada de Londres», «Habla Londres», o algo por el estilo.
Lynn asintió.
—En aquel momento Rosaleen cuelga su aparato. Usted —dijo volviéndose a David— anota cuidadosamente la hora, llama al número 34, ve que éste contesta, aprieta el botón A, dice «Le llaman de Londres» con voz ligeramente desfigurada, y a continuación empieza a hablar. El lapso de un minuto o dos en las llamadas telefónicas de estos tiempos no es extraño y, así exactamente, debió de comprenderlo Lynn.
Ésta dijo con toda calma:
—¿De modo que fue por eso precisamente por lo que me llamaste?
El tono de frialdad con que pronunció estas palabras desconcertó a David, que volviéndose a Poirot hizo un ademán de rendición.
—Veo que efectivamente lo sabe usted todo y que es inútil seguir tratando de engañarle. He de confesar que tuve miedo y que hube de devanarme los sesos buscando una solución a aquel conflicto. Después de telefonear a Lynn, caminé cinco millas hasta Desleby y allí tomé el primer tren que pasó para Londres. Pude entrar en el piso sin ser visto por nadie y a tiempo para desarreglar un poco la cama y tomar el desayuno junto con Rosaleen. No me pasó nunca por la cabeza que la policía hubiese podido sospechar de ella. Ni, como es natural, tampoco de nadie en particular. Sólo Rosaleen y yo podríamos haber tenido un motivo para matar a Arden.
—En eso precisamente —interpuso Poirot— es en lo que ha estribado nuestra gran dificultad. En la cuestión del motivo. Usted y su hermana lo tenían para matar a Arden, como toda la familia Cloade, para hacer lo propio con Rosaleen.
David replicó con acritud:
—Entonces insiste usted en que fue asesinato y no suicidio.
—¡Claro! Se trata de un crimen cuidadosamente premeditado y planeado. Alguien sustituyó por morfina el polvo que había en uno de los sellos que ella tomaba para poder dormir.
—¿Morfina? —exclamó David, frunciendo el entrecejo—. No querrá usted dar a entender que fuese Lionel Cloade quien...
—¡Oh, no! —dijo Poirot—. Meditándolo bien, cualquiera de los Cloade podía haber hecho la sustitución. La tía Kathie tiene acceso constantemente al botiquín de su marido. Rowley estuvo en Furrowbanks llevando huevos y leche. También estuvieron la señora Marchmont y el señor Jeremy Cloade. Y aun Lynn Marchmont si no me equivoco. Y todos, y cada uno de ellos, sin excepción, tenían un motivo.
—Lynn no lo tenía —aulló David.
—Dice usted que todos teníamos nuestro motivo... —dijo pensativamente Lynn.
—Sí —prosiguió Poirot—. Eso era precisamente lo que hacía el caso difícil. David Hunter y Rosaleen Cloade tenían un motivo para haber matado a Arden, y sin embargo, ninguno de los dos lo hizo. Ustedes los Cloade, en cambio, tenían motivos para matar a Rosaleen, y tampoco lo hicieron. Todo, pues, ha ocurrido como yo decía, al revés. Rosaleen Cloade ha sido asesinada por el hombre que más tenía que perder con su muerte.
Volvió ligeramente la cabeza
y
anunció:
—Usted fue quien la mató, señor Hunter...
—¿Yo? —exclamó sarcásticamente el aludido—. ¿Y quiere usted decirme por qué regla de tres iba yo a matar a mi propia hermana?
—Por la sencilla razón de que no lo era. Rosaleen Cloade murió en aquel bombardeo de Londres, hará aproximadamente unos dos años. La mujer a quien usted mató era una chica irlandesa llamada Eileen Corrigan, cuya fotografía acabo de recibir hoy por correo.
Añadiendo la acción a la palabra, extrajo un retrato de uno de sus bolsillos. Con la celeridad del rayo David se apoderó de él y salió disparado cerrando tras de sí la puerta con estrépito. Rowley no perdió tiempo en seguirle pisándole los talones.
Quedaron solos Lynn y Poirot.
—¡No es verdad! ¡No puede ser verdad! —gritó ésta, brillándole unas lágrimas en las pupilas.
—Sí, lo es. Usted sólo quiso ver la mitad de la verdad cuando en su mente empezó a germinar la duda de que en realidad fuese su hermana. Admítalo y verá con qué facilidad encajan las piezas de este, al parecer, complicado rompecabezas. Esta Rosaleen era una católica (la esposa de Underhay no lo era), con la conciencia turbada por el remordimiento y enamorada como una tonta de David. Imagínese por un momento lo que por la cabeza de éste debió pasar aquella noche del «blitz» al ver a su hermana muerta, a Gordon Cloade agonizando... toda una vida de regalo y comodidades que se desvanecían en un instante. Luego ve a la muchacha, más o menos de la misma edad que Rosaleen, la única superviviente con excepción de su persona, y sólo inconsciente a causa de la explosión. No hay duda que ha debido hacerle el amor con anterioridad, como tampoco de que podrá, con tacto, someterla fácilmente a su voluntad. Debe de haber tenido un gran partido entre las mujeres —añadió secamente Poirot, sin mirar a Lynn, que se sonrojó súbitamente—. Es un oportunista que no desprecia modo alguno de conseguir la fortuna, e identifica a la criada como a su propia hermana. Cuando ésta vuelve en sí, se lo encuentra al lado de la cama. Un poco de adulación sirve para que ella acepte, sin esfuerzo, su nuevo papel en la vida.
»Pero imagínese su consternación al ver llegar la primera carta que Trenton escribe desde la posada. Hacía ya tiempo que en mi fuero interno venía haciéndome esta pregunta: "¿Será acaso Hunter del tipo de hombres que se dejan amilanar fácilmente por un chantajista vulgar?" Por un lado parecía sospechar que el hombre que trataba de "sablearle" fuese en realidad Robert Underhay. ¿Pero a qué continuar con la sospecha cuando su propia hermana habría podido sacarle de la duda sin temor a equivocarse? ¿Y por qué mandarla precipitadamente a Londres sin darle tiempo siquiera a echar un vistazo a aquel hombre? Sólo podía existir una razón. El temor de que, de ser Underhay, fuese él quien la viera a ella y descubriese el engaño. Sólo había una solución. Pagar y preparar la rápida huida.
»Pero de pronto el misterioso chantajista es hallado muerto en sus habitaciones y el comandante Porter identifica el cadáver como el del capitán Robert Underhay. Nunca en su vida se ha encontrado David Hunter en situación más apurada. Y lo que es aún peor: la muchacha empieza a resquebrajarse. Algo empieza a remorderle en la conciencia y da muestras de peligrosa debilidad. Tarde o temprano acabará por hacer una confesión que hará que David acabe por dar con sus huesos en la cárcel. Por otra parte, las exigencias amorosas de aquélla son cada día más apremiantes y molestas. Él se había enamorado de usted y decide terminarlas de una vez. ¿Cómo? Eliminando a Eileen. Sustituye por morfina los polvos que ha prescrito el doctor Cloade y se los hace tomar sugiriéndole cuantos temores puedan despertar en ella la sola mención del nombre de los Cloade. No recaerá sospecha alguna sobre David Hunter, pensó, ya que la muerte de su hermana habría de traer como consecuencia lógica la pérdida de su propio bienestar.
»Era ésta su carta de triunfo: la falta de motivo. Como ya le dije, este caso ha estado lleno desde su principio de paradojas y contradicciones.
Se abrió la puerta y entró el superintendente Spence.
—
Eh bien
? —preguntó con ansia Poirot.
—Ya está encerrado —contestó aquél.
—¿Dijo algo... algo? —inquirió Lynn con voz apagada.
—Nada. Que había pasado muy buenos ratos y que para lo que le había costado, no podía quejarse.
—Es curioso —añadió el superintendente— cómo acaban por hablar, y siempre en el momento más oportuno. Y no es que yo no se lo advirtiera, pero me contestó: «Déjese de monsergas. Soy un jugador y sé cuándo he perdido la última apuesta.»
Poirot murmuró:
—«Hay una marea en la vida de los hombres cuya pleamar puede conducirlos a la fortuna...» Sí, unas veces la marea sube... pero otras baja..., y esta última puede transportarnos de nuevo al mar.
Fue un domingo por la mañana cuando Rowley Cloade, contestando a una llamada en la puerta de su granja, se encontró cara a cara con Lynn.
—¡Lynn! —exclamó sorprendido.
—¿Puedo entrar, Rowley?
Se echó hacia atrás para que pasara y juntos se dirigieron a la cocina. Había estado en la iglesia y lucía un sencillo sombrero. Pausadamente, con aire casi de ritual, levantó los brazos, se lo quitó y lo puso sobre la repisa de la ventana.
—Vuelvo a mi casa, Rowley.
—¿Qué es lo que quieres decir?
—Sólo lo que has oído. Que he vuelto a mi casa. Mi casa es ésta, contigo. He sido una loca en no haberlo sabido antes, en no haber comprendido que había llegado ya el momento de poner fin a todas mis locuras. ¿Comprendes ahora, Rowley? ¡Mi casa está aquí!
—No sabes lo que dices, Lynn. Recuerda que he intentado matarte...
—Lo sé —dijo pasando una mano alrededor de su cuello y frotándoselo suavemente—. Fue precisamente en aquel momento cuando me di cuenta de todo lo ciega que había sido.
—Vuelvo a repetirte que no te comprendo.
—No seas estúpido, Rowley. Siempre fue mi idea casarme contigo. Después, nos distanciamos. Me parecías tan sumiso, tan... tan manso, que pensé que la vida a tu lado sería de una monotonía insoportable. Me infatué con David porque me pareció peligroso y atrayente, y si te he de decir la verdad, por el conocimiento que demostraba tener de la mujer. Pero nada de esto fue real. Cuando me cogiste del cuello y me dijiste que de no ser tuya tampoco lo sería de otro, fue cuando comprendí la verdad de tus palabras. Me sentí tuya, Rowley. Desgraciadamente parecía ya tarde para comprenderlo... cuando acertó a presentarse Hércules Poirot, salvándote de que consumaras un crimen que te hubiera arruinado material y moralmente para todo el resto de tu vida. Tú eres mi hombre, querido Rowley.
Este movió la cabeza repetidas veces.
—Eso es imposible, Lynn. He matado dos hombres, los he asesinado...
—¡Paparruchas! —gritó Lynn—. ¡No te sientas melodramático! Si tienes una pelea con un hombrachón, le pegas, cae y se da con la cabeza contra el borde de un guardafuegos, ¿cómo vas a llamar a eso un asesinato?
—Homicidio, al menos, y éste se paga con prisión.
—Es posible. Pero si es así yo estaré en la puerta de la cárcel esperándote.
—Además, tenemos el caso de Porter. Yo soy, moralmente, el responsable de su muerte.
—Eso no es cierto. Tenía años suficientes para haber rechazado, si hubiera querido, tu proposición. Nadie puede culpar a otro de errores que él haya cometido con ojos bien abiertos. Tú le sugieres algo que no es ciertamente honroso, eso hay que admitirlo, y que él acepta. Luego se arrepiente y escoge el suicidio como único medio de escapar a la situación que sólo su debilidad de carácter había creado. ¿De dónde sacas que puedas tú ser responsable de su muerte?
Rowley siguió moviendo obstinadamente la cabeza.
—No, no, no. Tú no puedes casarte con un posible candidato a la horca.