El detective volvió a recostarse y cerró perezosamente los ojos.
—Unos pantalones, una chaqueta de mezclilla, un pañuelo para envolverse la cabeza, una cantidad considerable de pintura, y luego una barrita de labios que cae y rueda bajo la cómoda. Todo muy sugestivo.
—Lo menos que usted se figura es que es el oráculo de Delfos —gruñó el superintendente—. No es que yo sepa qué es eso del oráculo de Delfos, pero Graves dice saberlo y veo que de poco le ha servido en su carrera policíaca. ¿Tiene usted alguna otra declaración
críptica
que hacer, señor Poirot?
—Le dije ya —contestó éste— que el caso era incongruente por demás. Como ejemplo mencioné que el propio cadáver era en sí un rompecabezas. Al menos, si lo considerábamos como el de Underhay. Underhay era, según descripciones, un hombre un tanto excéntrico y caballeroso, chapado a la antigua y apegado a la tradición. El hombre que se hospedaba en «El Ciervo» era un chantajista, carecía de caballerosidad, no era ni reaccionario ni anticuado, ni podía observarse en sus costumbres excentricidad alguna. No podía ser, por tanto, Underhay. Lo interesante es que, aun siendo así, Porter lo identificara como el tal Robert Underhay.
—¿Y por eso fue a ver a la mujer de Jeremy?
—No. Fue el extraordinario parecido que encontré entre ambos. Por lo visto el perfil es un sello distintivo de la familia Trenton. Permitiéndome un pequeño juego de palabras diré que, como
Charles Trenton
, el cadáver encajaba perfectamente en este rompecabezas. Pero quedan aún varias preguntas por hacer. ¿Cómo es que David Hunter, temerario y violento como todos sabemos, se dejara intimidar tan fácilmente por un chantajista vulgar? Otro, pues, que al parecer actuaba fuera de su papel. Después tenemos a Rosaleen Cloade. Su comportamiento en general es incomprensible, pero hay algo en particular ahí que me llama poderosamente la atención. ¿Por qué ese miedo constante? ¿Por qué ha de creer que por el mero hecho de que su hermano no esté a su lado para protegerla, haya de sucederle algo? Debe haber una razón. Y su temor no es precisamente el de perder su fortuna, no; es algo peor que todo eso. Es miedo a perder su propia vida.
—iPor Dios, señor Poirot, no irá usted a decirme que...!
—No olvidemos, Spence, que, como acaba usted de decir, volvemos a estar donde estábamos. Mejor dicho, que son los Cloade los que vuelven a estar donde estaban. Robert Underhay murió en África y la vida de Rosaleen Cloade es el obstáculo que se levanta entre ellos y la posesión de la fortuna del viejo Gordon.
—Yo sólo digo lo siguiente. Rosaleen Cloade tiene hoy veintiséis años, y aunque de mente un tanto inestable es fuerte y goza de una excelente salud. Puede perfectamente llegar a los setenta, y aun a los ochenta si me apura. ¿No cree usted, superintendente, que cuarenta y cuatro años son muchos años de espera?
Acababa de salir de la Comisaría de Policía cuando vio a la «tía Kathie» que, presurosa y con un montón de bolsos de compra en la mano, se dirigía hacia él.
—¡Es horrible lo que acabo de oír de Porter! —dijo casi sin aliento al llegar a su lado—. No puedo por menos de creer que su concepto de la vida debió ser completamente materialista. ¡Claro! ¿Qué podía esperarse de un soldadote? Tengo entendido que pasó muchos años en la India, pero me temo que no sacaría ningún provecho de las oportunidades espirituales que allí encontraría. Todo se habría reducido a
pukkas
[6]
, a
chota hazris
[7]
y a
tiffins
[8]
. ¡Y pensar que podía haber llegado a sentarse como un
chela
[9]
a los pies de alguno de los
gurús
[10]
!. ¡Qué pena, señor Poirot, haber perdido una oportunidad así!
La «tía Kathie» movió tristemente la cabeza, y al hacerlo debió aflojar la presión de sus manos, pues se abrió uno de los bolsos dejando caer unas prosaicas postas de bacalao que Poirot se apresuró a recoger del suelo. En su agitación la «tía Kathie» dejó resbalar un segundo bolso, de donde saltó una lata de dorado jarabe que inició una alegre carrera a lo largo de la pronunciada pendiente de la High Street, recorriendo un buen trecho.
—¡Oh, gracias, señor Poirot! —dijo, tomando el bacalao.
El detective había salido corriendo tras la fugitiva lata.
—¡Qué atolondrada soy! —añadió al llegar aquél—. Pero créame que la noticia es como para descomponer a cualquiera. Ese desgraciado... sí, es pegajoso, pero no quisiera ensuciar su pañuelo. Gracias de todos modos, señor Poirot. Como decía, la verdadera vida es lo que llamamos muerte, y viceversa muerte es lo que llamamos vida. No me sorprendería ver el cuerpo astral de alguno de mis amigos que ya están en el Más Allá. A lo mejor se cruza usted con cualquiera de ellos en la calle. Sin ir más lejos, la otra noche...
—Permítame... —interrumpió Poirot empujando el bacalao que amenazaba con desbordarse de nuevo—. ¿Decía usted que...?
—Hablaba de los cuerpos astrales. Pedí, como usted sabe, dos monedas de a penique, porque yo sólo tenía en mi monedero de las de a medio penique. Ya me pareció en aquel momento que la cara que tenía delante me era familiar, sólo que no conseguí colocarla en su sitio, como si dijéramos. Ni aun ahora lo consigo, pero estoy segura de que era alguien que había roto ya sus lazos terrenales. Es admirable la forma en que son enviados, aunque sólo sea para darnos unos peniques y ayudarnos a que podamos hacer una llamada telefónica. Pero... ¿en qué estoy pensando? ¡Mire usted la cola que hay en Peacock! Con seguridad que deben estar repartiendo crema o panecillos vieneses. ¡Dios quiera que no llegue tarde!
La señora de Lionel Cloade atravesó apresuradamente la calle y se incorporó a la fila de mujeres que con cara torva esperaban armadas de paciencia a la puerta de la tienda del repostero.
Poirot siguió calle abaje. No se volvió en dirección a la posada, sino que encaminó sus pasos hacia la parte en que se hallaba la Casa Blanca.
Tenía ansias de hablar con Lynn Marchmont y sospechaba que ésta participaría también de un deseo análogo con respecto a él.
Hacía una hermosa mañana. Una de esas templadas y espléndidas mañanas de primavera que el propio verano envidiaría.
Poirot abandonó la carretera real. Vio el sendero que pasando por Long Willows le conduciría a Furrowbanks. Era el camino que Charles Trenton habría seguido sin duda el día anterior a su muerte. Colina abajo se había encontrado con Rosaleen Cloade, que marchaba en dirección contraria. No la había reconocido, cosa natural no siendo Robert Underhay, ni ella a él por la misma razón. Pero ella juró, al ser requerida a ver el cadáver, que no había visto a aquel hombre en su vida. ¿Lo dijo acaso temerosa de que su reconocimiento pudiese haberle traído alguna molesta complicación? ¿O es que sumergida quizás en profundos pensamientos no se dignara siquiera levantar la vista al hombre que en aquel momento pasaba por su lado? Si así fue, ¿cuál sería la causa de su abstracción? ¿Rowley Cloade?
Poirot se desvió por la vereda privada que llegaba hasta la Casa Blanca. El jardín de ésta ofrecía un aspecto encantador. Tenía arbustos, ébanos de Europa, y en el centro un retorcido y frondoso manzano. Bajo él, acostada en una cómoda silla plegable de lona, estaba Lynn Marchmont.
Ésta se incorporó súbitamente al oír la voz de Poirot que con tono grave le dio los consabidos «Buenos días».
—Me ha asustado usted, señor Poirot. No lo oí llegar. ¿Conque sigue usted aquí, en Warmsley Vale?
—Sí. Así parece.
—¿Y por qué?
Poirot se encogió de hombros.
—Éste es un agradable rincón que invita a descansar y yo quiero descansar, aunque sólo sea unos días.
—Me alegro de que así sea.
—¿No me pregunta usted, como el resto de su familia, cuándo me vuelvo a Londres, y espera ansiosa la respuesta?
—¿Está seguro de que ellos quieren que se marche de aquí?
—Así lo dan a entender al menos.
—Pues yo no.
—Me lo figuro. ¿Y puede saberse por qué, mademoiselle?
—Porque me parece que aún no está usted del todo satisfecho. Me refiero a que no cree usted en la culpabilidad de David Hunter.
—¿Tanto desea usted su inocencia?
Vio un ligero tinte rosa abrirse paso a través de su bronceada piel.
—Naturalmente. No me gusta ver a un hombre ahorcado por actos que no cometió.
—¡Sí, sí, naturalmente!
—La policía tiene prejuicio contra él por la forma en que él los trata. Eso es lo malo de David. Parece que se complace en hostigar a todo el mundo.
—La policía no le es tan hostil como usted se figura, señora Marchmont. El prejuicio estaba en la mente de los que constituían el Jurado. Rehusaron hacer caso a las advertencias del juez. Fallaron en su contra y la policía no tuvo más alternativa que la de arrestarle. Pero puedo decirle, sin temor a equivocarme, que están muy lejos de estar satisfechos con el cargo que se ha hecho en contra de Hunter.
Ella preguntó con afán:
—¿Cree usted que le pondrán en libertad?
Poirot hizo un gesto de duda.
—¿Quién cree usted que lo hizo, señor Poirot?
—Había una mujer aquella noche en «El Ciervo» —contestó evasivamente el detective.
—Acabaré por no entender nada —exclamó Lynn, desesperada—. Cuando creíamos que aquel hombre era Robert Underhay, todo parecía ir como una seda. ¿Por qué dijo el comandante Porter que era Robert Underhay, no siéndolo? ¿Por qué se suicidó después? Ahora resulta que volvemos a estar donde estábamos.
—¡Es usted la tercera persona a quien oigo decir esas mismas palabras!
—¿Ah, sí? —preguntó sorprendida.
Y añadió:
—¿Y usted qué hace a todo esto, señor Poirot?
—¿Yo? Hablar a la gente. Eso es todo.
—¿Pero no les hace usted preguntas acerca del crimen?
Poirot movió negativamente la cabeza.
—-No, me limito a... ¿cómo le diré...? a recoger chismografías.
—¿Y eso le sirve de algo?
—A veces sí. Se sorprendería usted de lo que en pocas semanas he logrado saber acerca de las vidas y milagros de muchos residentes en Warmsley Vale. Sé por dónde acostumbra a ir la gente, las personas con quienes se encuentran y, a veces, hasta lo que llegan a hablar. Por ejemplo, sé que nuestro Enoch Arden tomó el sendero para la villa pasando por Furrowbanks deteniéndose allí para hacer unas preguntas, y que no llevaba más equipaje que una voluminosa mochila sobre las espaldas. Sé que Rosaleen Cloade pasó una hora con Rowley en la granja y que aquélla, contrariando a su tristeza habitual, se había sentido muy feliz.
—Sí, ya me lo contó Rowley. Me dijo que parecía una niña a quien se le hubiese dado una vacación.
—¡Bien! Conque dijo eso, ¿eh?
Poirot se detuvo y luego prosiguió:
—Sí, me he enterado de una infinidad de cosas. De los apuros que pasan algunas personas, entre ellas usted y su madre.
—Lo nuestro no es ningún secreto —dijo Lynn—. Todos hemos tratado de obtener dinero de Rosaleen. Es eso a lo que usted se refiere, ¿verdad?
—No fue eso lo que dije.
—¡Pues es verdad! Y supongo que también habrá usted oído cosas acerca de mí, de Rowley y de David.
—¿Es cierto que va usted a casarse con Rowley Cloade?
—¿Yo? Daría cualquier cosa por saberlo... Eso era precisamente lo que trataba de decidir el día que, inesperadamente, me encontré con David junto al bosquecillo. En mi cabeza bullía esa constante pregunta. ¿Me casaré? Hasta el humo de la chimenea de un tren que en aquel momento cruzaba por el valle parecía querer burlarse de mí, formando en el cielo un gigantesco signo de interrogación.
La cara de Poirot adquirió una curiosa expresión que Lynn interpretó equivocadamente.
—¿Pero no comprende usted, señor Poirot, lo difícil que es para mí resolver esta situación? No se trata ahora de David, no. Se trata de mí. Yo he cambiado. He estado ausente tres años, casi cuatro, y al volver me encuentro con que no soy la misma que era al partir. Las gentes que vuelven a lo suyo han cambiado y han de reacomodarse si esperan que todo torne a su normalidad. ¡No es posible salir, vivir otra vida... y no cambiar!
—Está usted equivocada —le dijo Poirot—. La tragedia de la vida es precisamente que nadie quiere cambiar.
Ella se le quedó mirando sin acertar a comprender sus palabras. Él insistió.
—No le quepa a usted duda de que es como yo le digo.. ¿Por qué se fue usted, en primer lugar?
—¿Por qué? ¡Qué sé yo! Me fui a la «Wrens» a prestar servicio. —Sí, sí, ¿pero por qué precisamente a la «Wrens»? Usted estaba comprometida a casarse con Rowley. Estaba usted enamorada de él. ¿No podía usted haberse quedado aquí y haber trabajado en Warmsley Vale?
—Claro que sí. Pero yo quería otra cosa...
—Ya lo sé. Lo que usted quería era marcharse. Simplemente marcharse, ver mundo, cambiar de vida... Huir de Rowley Cloade, en una palabra. ¡Y ahora está usted inquieta, impaciente, porque persiste en usted la idea de alejarse de aquí!
—Cuando estaba en Oriente, suspiraba por volver a mi casa —gritó Lynn, tratando de defenderse.
—¡Sí, sí, buscando siempre un lugar distinto a aquel en que uno se halla! Y eso le seguirá ocurriendo constantemente. Usted quiso forjar en su mente un tipo de Lynn Marchmont ansiosa de volver a su hogar, y el retrato que le salió no ha respondido a la realidad porque la Lynn Marchmont que usted imaginó no era la real, sino la Lynn Marchmont que usted en el fondo hubiera querido ser.
—¿Así, pues, según usted, no estaré nunca satisfecha en ninguna parte?
—No he dicho tanto. Pero sí le digo que si usted se marchó, fue porque estaba descontenta de su compromiso con Rowley, como sigue estándolo en la actualidad.
Lynn cortó unas briznas de hierbas y se puso a masticarlas, distraída.
—Tiene algo de mefistofélica su ciencia de saber leer en el corazón humano, señor Poirot.
—Es mi
métier
, señorita —contestó modestamente el detective, y volviendo a su tono anterior, añadió:
—Pero queda aún otra verdad que por lo visto no está usted dispuesta a admitir.
—Se refiere usted a David Hunter, ¿verdad? —preguntó Lynn fogosamente—. ¿Usted cree que estoy enamorada de David?
—Sólo usted puede contestar a esa pregunta —murmuró discretamente Poirot.
—Ni siquiera yo puedo contestarla. Hay algo en David que me repele..., pero algo también que me atrae.