Al volver a casa se lavo las suyas después de limpiar el pescado. En un acceso práctico de lucidez reconoció que no iba a llamar al inspector, y también que le resultaría insoportable preparar la comida nada más que para ella. Sin pararse a pensarlo llamo a Ferreras, quizás sin mucha convicción de dar con él, o de que aceptara: pero apenas había sonado la señal de llamada se puso al teléfono, y aunque se quedo un poco desconcertado al principio, porque no era habitual que él y Susana se citaran, le dijo inmediatamente que si
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con una alegría de recién rescatado de algo.
Solían encontrarse por casualidad, y entraban en el bar más próximo a tomar una caña o un café, charlando impetuosamente, recordando viejos tiempos, sobre todo Ferreras, aunque sin nombrar viejas heridas, hasta que uno de los dos miraba el reloj y descubría que se le había hecho taradísimo para algo, quedaban en verse más despacio, en comer juntos cualquier día, y solo se encontraban otra vez al cabo de semanas o meses, de nuevo por azar.
Llego a las dos en punto, bronceado y animoso, con su ancha cazadora de motorista, el casco en una mana y en la otra una botella de vino, aún sorprendido y agradecido por la invitación, algo intrigado también, con una gran sonrisa de dientes magníficos en su cara bronceada como por soles africanos, el pelo húmedo, oliendo ligeramente colonia, el gesto rápido, apenas entregada la botella, de estrechar a Susana por la cintura mientras hacía ademán de besarla en los labios, aunque solo rozándola con los suyos, con su gran bigote que ya se le había puesto canoso, igual que el pelo despeinado y abundante, siempre agitado por vientos de intemperie, como la cara, esa cara y esa presencia rotundas de fotógrafo de guerra y explorador amazónico que vivía con su madre y una tía soltera, que tenía miedo de los aviones y casi nunca viajaba más allá de los límites de su provincia natal.
—Susana Grey —le dijo luego, mirándola cocinar mientras bebía una lata de cerveza, sin vaso, tal vez por fidelidad al tremendismo de la mote y la cazadora—, Susanita, con lo que tú me gustabas entonces, mientras les éramos tan fieles a esos dos que nos la estaban pegando, teníamos que habernos enrollado tu y yo.
—Ahora que me acuerdo, te habías hecho partidario de las camas redondas...
—Yo era un libertario ardoroso, pero puramente virtual, más o menos como ahora —Ferreras se echo a reír, y el tamaño y la blancura de los dientes en la cara tan morena amplificaban la risa—. Tu ex y mi ex nos predicaban a los dos los preceptos del ascetismo revolucionario y en cuanto les dábamos la espalda se lanzaban a practicar el amor libre, la copula adultera, por decido más fino.
—Mira que par de idiotas, tú y yo, tantos años después y todavía acordándonos.
—Susana, Susanita —Ferreras repetía el nombre con una ternura casi impúdica—. Si te digo la verdad me gustabas mucho más que mi novia. Me gustabas con gafas y sin ellas, con el pelo suelto o con el pelo recogido, la colonia o el champú que usabas y el olor que traías de la escuela, y ese olor que tuviste luego, después de dar a luz, el olor de los niños muy pequeños que se queda en las madres. Que olor más gustoso, Susana, a leche un poco agria, a colonia infantil y a polvos de talco. Si tú supieras, un día llegué a buscar a tu ex, que no estaba, claro, porque se lo estaría haciendo con mi ex en el ya mítico taller de alfarería popular andaluza, los dos con las manos. en la masa, nunca mejor dicho, bueno, pues llegue y estabas sola, en aquel piso tan vació, en este, tú sola con el niño, que tendría meses entonces, charlábamos de algo y el niño se puso a llorar, porque era la hora de su toma, me dijiste, y con mucha discreción, aunque con una naturalidad perfecta, te desabrochaste un par de botones de la camisa y te pusiste a darle de mamar, sin descubrir del todo el pecho, claro, pero sin ocultármelo tampoco, y a mí me dio una cosa muy fuerte, como de dulzura y amargura al mismo tiempo, me daba pudor hasta mirarte a la cara, no fueras a pensar que estaba queriendo verte las tetas...
—Tú también me parecías más atractivo que mi marido —Susana había desconectado el horno y bebía una copa de vino blanco apoyada en el mostrador de la cocina. No era la primera vez que mantenían esa misma conversación, con variantes dictadas por las volubilidades del recuerdo y los estados de ánimo: su amistad consistía sobre todo en el espacio en blanco de lo que no les había sucedido y en la rememoración de un vinculo involuntario y cada vez más lejano, el de una simultanea deslealtad cometida por otros—. Pero si me fijaba mucho en ti enseguida me sentía culpable. Qué vergüenza, pensaba, el tan atormentado con su taller de alfarería, regresando cada noche más tarde, agobiado por el trabajo y las deudas, y yo comparándolo desfavorablemente con su amigo del alma... ¿ De verdad me puse a darle el pecho a mi hijo delante de ti, estando tú y yo solos?
—Anda que no. Me acuerdo como si fuera ayer. —Pero como eras libertario y fumabas canutos tú no te sentirías culpable de fijarte en quien no debías.
—La mujer de un amigo —dijo Ferreras, con melancolía y sarcasmo, tal vez con una lástima hacia quien había sido no muy distinta de la que sentía Susana hacia si misma—. La madre de su hijo. Susana, Susanita. Que ganas me dieron aquella tarde de besarte los pezones que estaba chupando tu hijo con tanto deleite. Teníamos que habernos enrollado tú y yo y dejarlos a ellos en vez de que ellos dos nos dejaran a nosotros. Si te digo la verdad, de vez en cuando me vuelve la esperanza, aunque no acabo de creérmela, es como un residuo de algo juvenil, como cuando empieza octubre y sigue pareciendo que va a empezar el curso en el instituto. Como dice mi madre soy un mozo viejo, se me ha pasado la edad. Pero hoy cuando me has llamado he visto de pronto el cielo abierto. Siempre que me encuentro contigo me da esa cosa suave, como de chico de instituto, como de sentir, «mira que si...». He venido con la mejor botella de mi club de vinos, me has abierto la puerta y al mismo tiempo he escuchado esa música que te gusta tanto y me ha dado el olor de eso que estás haciendo en el homo, pero la ilusión no me ha durado ni cinco minutos.
—Como que tengo doce años más que entonces.
—Que va, mujer, no es eso. Ahora estas mucho más guapa que cuando tenias veintitantos. Más hecha, más perfilada, en tu sazón, como también dice mi madre. Soy contrario a la idolatría de la primera juventud de las mujeres, no sabes cómo me cansan esas modelos adolescentes de los anuncios de vaqueros que ponen tan calientes a mis amigos casados y padres de familia. Lo que pasa es que te he visto y me he dado cuenta de algo raro, no sé cómo, porque en general yo soy bastante burdo para darme cuenta de las cosas, he tardado un poco en comprender. Te he visto, te he mirado a los ojos, he oído esa música, he visto los platos y los cubiertos y el mantel que tienes en la mesa, y he pensado que en realidad nada de eso era para mí. Será que tú y yo nunca podemos estar solos sin que haya por medio gente invisible.
«Susana, Susanita»: le gustaba acordarse del modo en que Ferreras había repetido su nombre. Ahora esperaba a alguien a quien en realidad no se lo había oído aún. Pensaba en las injusticias de la amistad entre las mujeres y los hombres, en las asimetrías ocultas, enseguida vejatorias: tal vez más humillante que una seca negativa a las solicitudes del deseo era una actitud serena de amistad, que las descartaba de antemano, sin reparar mucho en ellas.
Just friends, lovers no more,
decía Ella Fitzgerald en una de las canciones que sonaban mientras ella y Ferreras charlaban en la cocina, los dos apoyados en el mostrador, bebiendo algo, preservando una instintiva distancia física, una cautela que en Ferreras tenía algo de capitulación hacia otro, no sabía ni sospechaba quien, una más de las presencias invisibles que ocupaban el espacio vado entre Susana y él. Pero la había halagado mucho esa confesión de deseo y ternura a la que no iba a corresponder, y le había devuelto cuando más falta le hacía, como un espejo favorable, una imagen no desalentadora de sí misma, de su atractivo físico, del que tanto dudaba. De ese modo, pensaba después, cuando Ferreras ya se había marchado y la tarde del sábado declinaba luctuosamente hacia un anochecer de lluvia, la fuerza del deseo de un hombre no correspondido actúa automáticamente contra él, porque en lugar de acercarlo a la mujer deseada favorece en ella la voluntad intima de volverse atractiva a los ojos de otro.
EL domingo por la mañana llamó un par de veces al inspector: mientras oía la señal persistente e inútil recordó que él le había dicho que los domingos iba a visitar a su mujer en el sanatorio donde estaba internada. Paso el día completamente sola y recluida, sin hablar con nadie, prefiriendo el silencio y la lectura a la música, sin salir nada más que para comprar el periódico, al que dedico gran parte de una tarde breve y perezosa, con intermitencias atenuadas de melancolía. Después de cenar algo bebió una última copa del vino excelente que le había traído Ferreras viendo en la televisión
Memorias de África,
en gran parte por una antigua lealtad a Robert Redford.
A las doce de la noche sonó el teléfono y le dio un vuelco el corazón: quien había llamado colgó en cuanto ella pregunto quién era. De pronto la soledad se le volvía desagradable y hostil, la puerta de su casa frágil, la noche detrás de los cristales tan amenazadora como el teléfono que había junto a su cama. Les gustan los teléfonos, había dicho el inspector: cualquiera puede ser aterrado impunemente y sin ningún esfuerzo con una simple llamada. Contra su costumbre echo los cerrojos antes de acostarse. Apagó la lámpara y le dio miedo la oscuridad de su casa vacía, del corredor tras la puerta entornada del dormitorio. Si no tomaba enseguida un somnífero vería llegar con los ojos muy abiertos el triste amanecer laboral del lunes.
Volvía de la escuela a la tarde siguiente cuando lo vio de pronto, sin que él la viera a ella, en un lugar inesperado, un mezquino parque infantil en el que no era improbable que hubiera jugado alguna vez Fátima, porque no estaba lejos de su casa, una extensión de tierra apisonada entre bloques de pisos, con unos pocos bancos, con papeleras rotas, con una fuente de taza sin agua, con algunos toboganes y columpios ya herrumbrosos en los que jugaban niños recién salidos de la escuela, los más pequeños vigilados por madres jóvenes que charlaban y fumaban en grupo. En una esquina más apartada, unos adolescentes, sentados en el suelo, se pasaban un cartón de vino, discutían de algo con ademanes bruscos y palabras muy groseras, con un empeño consciente de vulgaridad. Susana calculó que tendrían más o menos la misma edad de su hijo. A alguno de ellos le había dado clase cuando eran de la estatura de los niños que ahora jugaban en los columpios y en los toboganes. La tarde sin sol tenía una luz gastada de invierno, una cualidad de deterioro, como la de las farolas con los globos de plástico rotos y el suelo de tierra desnuda, sucio de bolsas vacías y hojas de árboles traídas por el viento desde otros lugares, porque en el parque no había ninguno.
Y allí estaba él, de pie, en una posición rara, un observador y un intruso que no pasaría inadvertido, con su anorak verde oscuro y sus zapatones recios de andariego por las breñas del norte, atento en apariencia a algo y a la vez muy ensimismado, como si no estuviera del todo en el lugar que ocupaba, borroso o incierto en su misma improbabilidad. Por la dirección de su mirada no podía saberse que estaba observando, si observaba algo, o si tan solo permanecía parado en medio de las cosas, entre las voces de las mujeres y los gritos de los niños, en la media tarde invernal de noviembre.
Mientras dejaba que se amortiguara el efecto de la sorpresa, Susana aprovecho a conciencia la ventaja de estar viéndolo tan cerca sin ser vista por él: observar por la calle a alguien conocido que se cree solo le pareció un abuso tan censurable como leer su correspondencia, e igual de tentador. Llevaba el anorak abierto, las dos manos en los bolsillos, el cuello alzado. El frío le acentuaba en las mejillas flacas y en los pómulos una tonalidad rojiza de piel anglosajona. Tenía el ceño fruncido, los ojos entornados, miraba al suelo, alzaba la mirada hacia los toboganes y el grupo de mujeres, pero debía de haberse quedado tan ensimismado en algo que en realidad no veía, no vio a Susana cuando ella avanzo hacia el agitando una mano. Una de las mujeres lo observaba ahora a él, sin mucha atención, aunque con desconfianza. Una pelota de goma había caído a sus pies y él se inclinaba para devolvérsela a un niño de cuatro o cinco años, le acariciaba fugazmente el pelo. Qué raro que no hubiera tenido hijos.
Cuando por fin vio a Susana tardo unos segundos en reaccionar: se quedo parado, lento para sonreír o para decir algo, pero ella le dio dos besos con una desenvoltura perfectamente calculada, dispuesta a no ser vencida y petrificada esta vez por la inercia de la formalidad. Vaya sorpresa, le dijo, ni que hubieras estado buscándome, y él lo negó enseguida con la cabeza, como atrapado en un despropósito, e inmediatamente comprendió que negar con demasiada vehemencia era una descortesía, y para compensar su torpeza, o para salir del paso, se atrevió a proponerle que tomaran juntos un café. Había cerca una pastelería aceptable, dijo Susana, si él no estaba muy ocupado podían merendar a la antigua, café con pastas o tortitas de nata.
Sentada frente a él, en la pequeña mesa de la pastelería, tuvo de pronto la intuición de que el azar de encontrarlo iba a adquirir una relevancia decisiva. Por primera vez lo veía accesible en su abatimiento o en su incertidumbre, no protegido por su ficción de distancia profesional, como si al ser sorprendido por ella en aquel parque ya no pudiera o no quisiera replegarse a esa especie de observatorio interior en el que parecía vivir. La miraba de otro modo ahora, no solo a los ojos, se quedaba mirando su boca o sus manos, el pico de su camisa entreabierta, al escucharla se le formaba en los labios un principio de sonrisa del que el no era consciente, igual que no lo era del grado distinto de intensidad que había ahora en sus pupilas. Que hacías en el parque, le dijo, y la respuesta tuvo el mismo tono involuntariamente personal que había en la pregunta, se fue volviendo una desalentada confesión.
—Que iba a hacer. Buscarlo. Es lo que estoy haciendo siempre. Casi dos meses buscándolo y estoy más o menos igual que al principio. Un amigo me dijo: busca sus ojos. Un hombre que ha hecho eso no puede mirar como los demás. Pero yo voy por la calle y poco a poco me parece que todos los ojos en los que me fijo pueden ser los de un asesino, o que nadie lo es, que se ha ido de la ciudad y no voy a atraparlo nunca. Me sé de memoria las caras de todos los fichados que te enseñe en la comisaría. He ido a todos los clubs de alterne y he hablado con las prostitutas que se ponen en las carreteras de salida por si recuerdan a un cliente que fuese muy raro, que tuviera algo distinto a los demás. La impotencia, por ejemplo. Eso logramos que no saliera en el periódico. Ferreras dice que no llego a penetrar a la niña, que ni siquiera eyaculó. Pero les preguntas a las putas que si han tenido tratos con un tipo muy raro y se echan a reír, te dicen que ellas no han visto nunca a un hombre normal. Ahora lo que hago es que me voy por las cercanías de los colegios a la hora del recreo, o me pongo a observar a los hombres que miran por las verjas de los patios. Algunos de ellos son pederastas, reconozco sus caras de las fichas, aunque ellos por ahora no me conocen a mí, yo creo que piensan que soy uno de los suyos. Casi nunca hacen nada, solo miran, si no los conociera por sus fotos no diría nunca que son sospechosos, tan correctamente vestidos como suelen ir, tan mayores, hay uno hasta de setenta y nueve años. Pero esos no se atreven a tanto, no tienen esa fuerza en las manos. Voy a los parques infantiles, a mediodía o a la salida de la escuela por la tarde, pero en la comisaría no digo lo que estoy haciendo, me tomarían por idiota. En lugar de comer en el Monterrey me compro un sandwich y una lata de coca cola y me voy a un parque, si no llueve, tengo un piano de la ciudad con todos los parques marcados, me quedo horas mirando las caras de la gente y algunas veces veo a alguien que podría ser quien busco, un individuo joven que mira de una cierta manera, que se acerca demasiado a los niños o a las niñas, ayudándoles a subirse a los toboganes, o les ofrece algo, caramelos o pipas, también hay hombres perfectamente honrados que hacen eso y no son pederastas ni exhibicionistas. Se me pasan las horas y pienso que debería irme, se me van quedando los pies helados, algunas madres empiezan a mirarme más de la cuenta, pero no me voy, espero un poco más, hasta que se hace de noche y ya no quedan niños en la calle, y cuando me marcho sigo buscando, y llega un punto en que ya no veo nada de verdad, nada más que caras y caras repetidas, las sigo viendo de noche cuando cierro los ojos antes de dormirme y luego sueño con ellas, y algunas veces una hace que me despierte, porque he soñado que es esa la que estoy buscando y no quiero que se me olvide, la veo perfectamente clara, me parece increíble no haber reparado en ella antes, tengo que estar seguro de que la reconoceré y no puedo esperar a la mañana siguiente para ir a la oficina, así que me despierto a las cinco de la madrugada y ya no me vuelvo a dormir. Lo estaba pensando antes, cuando has llegado tú, por eso ni te veía al principio, estaba pensando que no lo voy a encontrar nunca y que esa niña lleva ya dos meses enterrada. En una investigación el peor enemigo siempre es el tiempo, cada día que pasa es más difícil averiguar algo, se destruyen pistas, se pierden testigos, se extravían pruebas, a la gente se le olvidan las cosas, nosotros mismos nos volvemos más negligentes, nos preocupamos de otras cosas, se va borrando todo y llega un momento en que no hay remedio. Pero a mí no se me olvida, no estoy dispuesto a permitirlo, no tengo derecho. Cada mañana cuando me despierto me impongo la tarea de seguir acordándome y de sentir la misma rabia que el primer día, la primera noche, cuando encontramos a Fátima, pero tengo la sensación de que cada vez me parezco más a su padre, igual de impotente, sin hacer nada más que mirarme las manos, como se las miraba ella otra noche, ¿te acuerdas?