Sentía los dedos de las manos apretándole la nuca, dictándole un movimiento rápido y mecánico, respiraba por la nariz, escuchaba encima de ella el hilo de palabras del otro, las frases aprendidas en revistas o películas que sin duda repetía para excitarse y que ella no era capaz de asociar con su cara o su voz de unos minutos antes, pero enseguida comprendió que iba a ser difícil y acaso imposible, lo había sospechado en cuanto vio lo que había debajo de los pantalones vaqueros y procuró disimular su reacción, su sorpresa, las ganas de hacer una broma. Sofocada ahora, con los ojos cerrados, oyendo su propia respiración y las palabras sucias que el hombre recitaba en voz baja y suave como una letanía, era consciente del frío y de la dureza del suelo debajo de la alfombra y del dolor de sus rodillas, del viento que soplaba en el exterior, al otro lado de las paredes, de la música de Julio Iglesias que seguía sonando en el bar. En vano lamía y estrujaba, aburrida, impaciente, con ,un asco neutro que atenuaba pensando en otras cosas, pero entonces una de las manos que se había clavado en su nuca ahora estaba timándole del pelo, haciéndole que levantara la cabeza, obligándole a ver la cara redonda y transfigurada del hombre y la cuchilla de la navaja automática que salto justo delante de sus ojos, rozándole la mejilla. Se acordaba ahora del policía del pelo gris, de la tarjeta con un número de teléfono escrito a mano, pero enseguida no pudo acordarse de nada ni pensar en nada, le parecía que aquella mano iba a arrancarle el cuero cabelludo, y no podía gritar de dolor porque el filo de la navaja estaba en su cuello, le presionaba la piel, a punto de hundirse en ella, mientras continuaban las palabras y la mano que le tiraba del pelo la obligaba a mover la cabeza todavía más rápido. Se le hinchaba de nuevo, no le habían bastado las palabras y necesitaba la navaja para excitarse, respiraba más hondo, pero no fue mucho más de un instante, ya se encogía otra vez, al principio de una manera imperceptible, enseguida evidente, y también sin remedio, ella se echo hacia atrás y logro desprenderse de la mano, fue a gritar y le faltaba el aire, y un segundo después ya no era posible, porque el hombre, el desconocido, la había tirado de espaldas contra el suelo de cemento, la tenía apresada entre sus piernas abiertas y trazaba círculos con la punta de la navaja en torno a sus pezones, diciéndole suavemente lo que iba a hacer con ellos si no se quedaba callada, preguntándole si de verdad no sabía por qué aquella chica, Soraya, se había ido de la ciudad tan rápido y sin despedirse de nadie, de que había tenido tanto miedo.
Exaltado, resarcido, seguro de su invulnerabilidad, la miraba sin parpadear a los ojos mientras se subía los pantalones y la cremallera y se abrochaba el cinturón. Se guardo el tabaco y el mechero en los bolsillos de la cazadora, comprobó que llevaba la cartera, las llaves de la furgoneta, las de su casa. La mujer se había levantado del suelo y estaba sentada en la cama, el pelo teñido de rubio tapándole la mitad de la cara, los tacones torcidos, la carne floja y blanca, repulsiva ahora, tan poco excitante como la habitación, con su techo de uralita y su desnudez de garaje, con la pequeña ventana de cristales pintados de rojo que tendrían un resplandor de invitación y misterio para quien pasara en coche por la carretera. Se acerco a ella, la navaja todavía en la mano, le hizo levantar la cara, tirándole del pelo. Cuidado con lo que haces y lo que dices, le dijo, porque puedo volver. Le soltó el pelo, recogió el corsé o el body o lo que fuera que había llevado puesto y se lo tiro encima, y cuando ya le había dado la espalda, seguro de que ella no iba a pedir ayuda, de que no gritaría para que le impidieran marcharse (tampoco la otra, Soraya, había dicho nada, le había bastado con echarse sobre ella y empezar a introducirle las bragas en la boca para que recordara y comprendiera), se quedo inmóvil al oírla hablar, sin volverse hacia ella aún, como tardando en entender lo que había dicho, apretando muy fuerte la navaja en la palma de la mano.
«Con más polla y menos navaja me gustan a mí los tíos.»
Enrojeció, le ardía la cara, se dio la vuelta y la mujer, sentada en la cama, retrocedía mirándolo, apretaba tan fuerte la navaja en la palma de la mano que iba a provocarse una herida, levanto el puño y la mujer siguió ese gesto como no pudiendo apartar las pupilas del péndulo de un hipnotizador, la golpeo una sola vez, el puño sólido y enorme como un mazo, la vio caída sobre la almohada, boca arriba, sangrando por la nariz, apretó los dientes y se clavo las uñas en la palma de la mano y cruzo la cortina roja y el aire denso y la música sin ver más que manchas y sin oír nada más que su respiración y que los golpes de la sangre en las sienes. Salió al frío, al viento helado, arranco la furgoneta, oyó portazos y gritos a su espalda, vio delante de sí la carretera alumbrada por los faros, las líneas blancas y las filas rápidas de olivos, las luces de la ciudad un poco más allá, reverberando en un cielo bajo y blanco, como iluminado desde dentro, un cielo de invierno profundo y de augurio de nevada.
Cruzo las calles vacías sin detenerse en los semáforos en rojo, sin saber la hora que era ni hacia donde iba, cada vez más rápido, en línea recta, oía vibrar y rugir el motor y manchaba de sangre el plástico del volante, lo sostenía con la mana izquierda para chuparse la herida de la otra, ya sin cuidado se limpiaba la sangre en el pantalón, en la cazadora, tragaba saliva y le daba nauseas el sabor de la sangre, lo mareaba el olor a pescado que había siempre dentro de la furgoneta. Al llegar a la plaza del reloj se detuvo en un semáforo, con un rastro de lucidez o de prudencia, siempre había guardias en la puerta de la comisaría. Pero no había luces en los balcones, y la puerta estaba cerrada, los cabrones se quedaban dentro para guarecerse del frío. Tamborileaba en el volante aguardando el cambio del semáforo, se chupaba con impaciencia la palma de la mano, arranco fuerte, con crujido de neumáticos sobre el pavimento, desafiando a los guardias invisibles, a la ciudad dormida o cobarde que se ocultaba detrás de los postigos cerrados de las casas: callaban, tenían miedo, una ciudad entera aterrada por un solo hombre, confabulada en vano para atraparlo, tendiéndole trampas en las que no pensaba caer, escondiendo cosas, queriendo borrarlas, como si el fuera idiota.
Un día y otro día y nada en el periódico, que tiraba manchado de pringue y de escamas después de mirarlo des de la primera a la última página, nada en la radio ni en los telediarios, querían engañarlo, estaba seguro, que se confiara, que diera un paso en falso, iba al quiosco las primeras mañanas conteniendo las palpitaciones del corazón, hincándose las uñas en las palmas de las manos, y como no estaba habituado a leerlo lo descuadernaba buscando, lo vencía la cólera, defraudado o herido, desconcertado, al principio con bruscos accesos de alarma e incluso de pavor y luego de irrealidad, tenía más que nunca la sensación de haber soñado lo que recordaba, y alguna noche, sin poder contenerse, fue por los callejones abandonados del barrio camino del parque y del terraplén, pero se detenía siempre antes de llegar, en el filo, tal vez no la habían encontrado aún, al fin y al cabo a la primera la encontró por casualidad un barrendero, nadie iba ahora al parque, con el viento y el frío del invierno, ya ni siquiera los drogadictos ni las pandillas de borrachos de los viernes por la noche. Pero tampoco parecía que la buscaran, o que la hubieran echado en falta, era imposible, desde luego, estaban acechando, a él no lo podían engañar, estaban esperando a que diera un paso en falso, a que se pusiera nervioso y cometiera un error. Todavía estaba a salvo y era invisible, le daban ganas de marcar el número de la comisaría y decírselo a ese inspector jefe, desafiarlo, encuéntrame si puedes, y colgar entonces el teléfono, allí mismo, en la cabina de la plaza, a un paso de los guardias y del bacón iluminado: acercarse mucho al límite de algo y apartarse y retroceder entonces, invulnerable, invisible, aproximar la mano a una puerta metálica con un letrero que advierte
No tocar, peligro de muerte,
y sentir como un imán en cada una de las yemas de los dedos, hundir el filo o la punta de la navaja en una piel lisa y blanda justo una fracción de milímetro, una punzada que no llega a ser una herida, que no llega a hacer que brote la sangre.
Iba frenando al acercarse al parque, detuvo el motor, apago las luces y el coche siguió deslizándose hacia abajo en silencio, se quedo parado más allá de las últimas farolas y todavía a una cierta distancia de las vagas sombras de setos y árboles inmóviles, advirtiendo entonces que había cesado el viento. La mano ya no le sangraba: con la punta de la lengua podía seguir el filo tenue de la herida. No había nadie cerca, no se oía nada, ni el viento, ni motores de coches. Contra el perfil oscuro de los tejados y los árboles resaltaba el brillo de gasa o de niebla del cielo tan bajo. Estaba a salvo, quieto, abrigado, oculto en el interior de la furgoneta sin luces, en el extremo desierto de la ciudad, fuera de toda sospecha, sereno ahora, casi confiado, fumando, la brasa del cigarro cobijada en el hueco de la mano, por precaución, por disfrutar todavía más de su invisibilidad, si pasaba alguien probablemente no advertiría que él estaba en la furgoneta, confundido con la oscuridad interior, con el humo.
Si encendía ahora el motor y bajaba por la cuesta de la muralla en pocos minutos estaría de vuelta en su casa. Se vio tendido en la cama, sin poder dormir, escuchando las toses o los murmullos de los viejos, imaginando que se levantaba sigilosamente y caminaba flotando sobre el suelo hasta cruzar el parque y bajar por el terraplén, soñándolo. Salió de la furgoneta, parcialmente ajeno a sus actos, casi viéndose desde fuera, una parte de él inmóvil o pasiva y la otra avanzando, como ocurre en los sueños, como cuando se está acostado en la oscuridad y la imaginación presenta con todos los detalles algo que ya ha sucedido o que nunca llegara a suceder. Escuchaba bajo sus pisadas la grava del parque y las esquirlas de botellas rotas. Dejaba atrás la furgoneta, las últimas luces de las esquinas, las casas blancas con postigos echados, y la tierra que pisaba tenía una claridad muerta, como la del cielo, que hacía más densas por contraste las siluetas de los árboles. Había pasado mucho tiempo, no era posible que aún estuviera allí, tirada, olvidada, corrupta, o tal vez idéntica a como la había visto al irse, a la luz de la luna, de pronto perdía el sentido del tiempo y estaba por tercera vez en la misma noche repetida, y la cara que veía era la de la primera niña, Fátima, la otra se le había borrado, ni siquiera llego a enterarse de su nombre. Bajo al terraplén, apoyándose en los troncos de los pinos, resbalando en el barro, seguro de que no iba a necesitar la luz del mechero para encontrar el lugar exacto, la zanja, llegaría a ella con los ojos cerrados, como había llegado imaginariamente en cada una de sus noches de insomnio, en sueños de los que despertaba con un sobresalto de alarma, de peligro y de vértigo.
Tropezó con algo, se le habían enredado los pies en una maraña de raíces descubiertas, pero tuvo reflejos y no llego a rodar por el terraplén, se quedo aplastado contra el suelo, como cuando tenía once o doce años y espiaba a las parejas de novios. Se incorporo, furioso, se había puesto perdido de barro, en cuanto llegara tendría que poner la lavadora para evitar las preguntas impertinentes y acobardadas de la vieja a la mañana siguiente, donde has estado, por qué tienes todo sucio de barro, no te habrás estado emborrachando, hijo mío. Se palpo el interior de los bolsillos, había oído que se le caía algo, las llaves de la furgoneta, no, la navaja, maldijo en voz alta, tanteando, arrodillado, tampoco encontraba ahora el mechero, por fin dio con él, suerte que no se le hubiera caído también, lo mantuvo encendido unos segundos y cuando se apago tuvo con retraso la corazonada de que había visto algo, pero no podía ser, quiso encenderlo de nuevo y la llama no salía, solo el gas, la ruedecilla giraba sin que saltara la chispa, se había gastado la piedra, o le temblaban los dedos o los tenía muy fríos. Unos zapatos, eso había visto, pero miraba a su alrededor y no veía nada más que los troncos y las sombras de los árboles, mejor se levantaba y se iba, enseguida, todavía estaba a tiempo, uno de los árboles pareció que se movía y un instante más tarde le hirió los ojos un relámpago amarillo, se tapo la cara con la mano, una linterna se había encendido a unos metros delante de el y se le estaba acercando, y luego otra, más a la derecha, y una tercera a su espalda, tres conos de luz densos de neblina moviéndose en dirección a él, que aún no veía a nadie o no distinguía las siluetas humanas de las sombras de los árboles. Se incorporó, limpiándose las rodillas, la cazadora, apartando los ojos de las luces que lo envolvían y tardaban una eternidad en acercársele, ahora acompañadas de ruidos de pasos y de cuerpos que se movían en torno suyo, entre la maleza, surgiendo de los setos, separándose de las formas de los pinos. Quieto, dijo una voz, no te muevas, no des ni un paso, y de la luz amarilla de las linternas emergió una pistola. Echó a un lado la cara, cerró los ojos y levantó lentamente las manos, aunque nadie se lo había ordenado.
«Quítele las esposas», dijo el inspector. El guardia obedeció y se quedó luego parado, detrás de la silla donde estaba el detenido, con las esposas en la mano y los brazos cruzados, como para vigilarlo muy de cerca, mirándolo de soslayo sin disimular el desprecio, la curiosidad, el odio. Pero el inspector le indicó con un gesto que se marchara, y el guardia, contrariado, saludó con un ademán sumario y salió cerrando casi bruscamente, aunque se quedó de pie al otro lado de la puerta, su ancha espalda como una sombra azul en el cristal escarchado. El inspector había ordenado que no dejaran entrar a nadie y no le pasaran ninguna llamada.
Quería calma y tiempo, no demasiado, quizás tan sólo unas horas, las que faltaban de esa noche, no para confirmar lo que ya sabía, ni para obtener una confesión, sino para entender algo, para intentarlo, al menos, antes de que empezara el tumulto de los periodistas y las cámaras de televisión y se pusieran en marcha los automatismos del procedimiento judicial. Ahora necesitaba más que nunca el sosiego, la lentitud, el secreto. Más allá del balcón de su despacho, en la plaza del general, en la ciudad entera, desolada y dormida al abrigo de la noche de invierno, nadie sabía aún nada, y él hubiera querido que el secreto no acabase con la luz del día, que no volviera a cercar la comisaria la muchedumbre agobiante de los que buscaban titulares o imágenes y los que gritaban con las bocas muy abiertas y agitaban los puños exigiendo justicia inmediata, venganza.