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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Plenilunio (38 page)

BOOK: Plenilunio
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Se acordaba de casi todo menos de eso, de los ojos, los veía en sus pesadillas y se había olvidado de ellos en cuanto despertaba. No recordaba el color ni la forma, no podía decir si eran grandes o pequeños, saltones o hundidos, no veía en las fichas de los detenidos ni en los dibujos que el inspector desplegaba ante ella ningunos ojos que le hicieran encontrar un parecido con aquellos. Se acordaba sólo de unas cejas grandes y oscuras. El retrato robot que el inspector miraba a solas en su despacho, a la luz de una lámpara baja, mientras no se decidía a marcar el teléfono del sanatorio adonde había dejado de llamar todas las tardes, era una cara simple y redonda, con cejas grandes y arqueadas, con la boca pequeña y la barbilla breve, con una mancha en blanco como un antifaz en el lugar donde no estaban los ojos.

Capítulo 28

Nada más verlo quieto y solo al final de la barra la mujer lo reconoció, aunque no había mucha luz y en realidad no tenía ningún motivo para acordarse de él. Lo había visto una sola vez hacia meses y entonces ni le había hablado, porque estaba ocupada con otro cliente, un cortijero de cara roja e hinchada que le miraba el escote con ojos turbios de juerguista borracho. Fue antes del principio del mal tiempo, estaba segura, antes de que llegara el invierno anticipado y lo jodiera todo, el invierno y la muerte de aquella niña, que encerraron a la gente en sus casas y dejaron vacíos los negocios nocturnos. Quien iba a animarse a salir de noche con tanta lluvia, con aquellos policías de paisano rondando los bares y ahuyentando al poco público que todavía quedaba, dejándose caer cada noche para hacer preguntas y enseñar fotos, para indagar entre las chicas si se acordaban de algún cliente muy raro, que tuviese algo de particular, dificultades de erección, por ejemplo, le había preguntado a ella misma el que parecía al mando de los otros, de pelo blanco o gris, muy serio, y ella al principio no le había entendido, pero enseguida se echo a reír, alguno que no empalmara, quiere decir usted, dijo, pero el policía la miro de un modo que le detuvo la risa, y hasta le hizo sentir vergüenza, al fin y al cabo estaban buscando al asesino de una niña de nueve años, la cosa no era para hacer bromas.

Alguno que no empalmara, repitió el policía, o que se pusiera más violento de lo acostumbrado, y ella se encogió de hombros, también seria ahora, en su taburete junto a la barra, había tantos tíos raros o violentos que ni ella ni las compañeras podrían acordarse de cada uno de ellos, se acordarían de lo contrario, si les llegase uno que fuera normal.

El policía, que no la miró ni una sola vez al escote, ni siquiera una mirada involuntaria o furtiva, le dio una tarjeta en blanco donde había apuntado a mano un número de teléfono, pero ella no tenía dónde guardarla, con tan poca ropa y tan ajustada, la dejó en alguna parte cerca del teléfono o de la caja registradora y ya no volvió a acordarse de ella. Fue más tarde, esa misma noche o a la noche siguiente, mientras se moría de aburrimiento y esperaba a que viniera alguien, erguida, con los codos en la barra, el cigarrillo ardiendo entre los dedos, de uñas tan largas y frágiles que se le quebraban enseguida, en la penumbra rojiza, azulada y casi vacía del club, donde un disco de Julio Iglesias borraba la conversación de las otras dos chicas con un cliente, cuando se acordó de aquel tío, pero sólo de pasada, no sabía nada de él y ni siquiera llegó a hablar con la chica que se lo llevó al reservado, una cabra loca que desapareció del club pocos días después, llevándose consigo su ruina de chulos y drogas, escapando de algo o de alguien. No habría pensado en él de no ser por su conversación con el policía del pelo gris, pero tampoco se le ocurrió llamarlo, ni buscar su teléfono, que cualquiera sabría dónde estaba. Olvidó a aquel tío solo y callado como los olvidaba a todos, incluso a los que se hacían habituales, se le confundían sus caras en la media luz del club, echadas encima de la suya y respirando muy fuerte contra su boca o su cuello en las literas de los reservados. Salían por la puerta congestionados de alcohol y de jactanciosa o abatida lujuria y ella les decía adiós, cariño, vuelve pronto, y los olvidaba por completo, a no ser que su experiencia o su instinto le dictaran avisos infalibles, señales de peligro, de codicia. Pero este no tenía nada que pareciera digno de ser recordado, y menos aún temido, y tampoco podía decirse por su aspecto que trajera mucho dinero y tuviese una urgencia desmedida por gastarlo.

Quizás lo que sucedía, lo que le había llamado la atención la otra vez y ahora se le confirmaba al volver a verlo, aunque cambiado en algo, aún no sabía en qué, era que no pegaba nada ni con el local ni con el ambiente, que no se parecía nada a los clientes habituales, camioneros o viajantes o dueños de tiendas de electrodomésticos, de talleres de coches o comercios de telas que cerraban sus negocios a las ocho de la tarde y antes de volver a casa salían en coche a las afueras de la ciudad, al descampado entre la carretera y los olivares donde parpadeaban las luces del club y brillaban desde el interior las pequeñas ventanas veladas por cortinas de color rojo oscuro.

Lo vio ahora, antes de acercarse a él con un cigarrillo sin encender entre los dedos, como lo había visto la otra vez, en el mismo sitio y en la misma actitud, ajeno a todo lo que lo rodeaba, refractario al sentimentalismo y a la vulgaridad de la música, a la penumbra en la que resaltaban los dorados falsos de la decoración y el cristal de las copas, los escotes y las caras, encogido como un seminarista, en la esquina de la barra más cercana a la puerta, con una cazadora de ante, los hombros estrechos, la cara baja y redonda, como si se avergonzara o no se atreviera a mirar abiertamente a las chicas, absorto en la copa que tenía delante, en el paquete de tabaco y el mechero que había dejado encima de la barra nada más entrar. Era muy joven, seguro, la cara tan redonda le daba un aspecto infantil, y además, aunque estaba sentado, se veía que no era muy alto, no más de uno sesenta o uno sesenta y cinco. Al bajar del taburete para acercarse a él le hizo un guiño al camarero, tan inactivo como ella en el anochecer de viento helado que tal vez traería nieve. A pesar del volumen de la música, aquel disco eterno de Julio Iglesias, se oía el viento silbar en el tejado y sacudir postigos y cristales en rachas violentas. Se aproximo al joven, contoneándose un poco, sin ninguna procacidad, sin verdadera convicción. Tenía las cejas y los ojos muy juntos, y aunque había advertido que ella se acercaba no se atrevía a levantar la mirada, estaba muy nervioso, había bebido un trago largo y chupaba con fuerza su cigarrillo, trataba de recomponerse, y cuando ella le dijo hola cambio en un instante la expresión de sus ojos, se volvió defensiva, altanera, incluso un poco insultante, estaba ahora queriendo parecerse a los otros clientes, debía de ser algo que los hombres llevaban dentro y que en un momento dado les afloraba incluso a los más pusilánimes, una jactancia repetida, una manera de examinar y evaluar, de arriba abajo, con suficiencia de expertos, como si ejercieran destrezas y potestades inmemoriales, heredadas de varón a varón, aprendidas por instinto, sin necesidad de enseñanza ni ejemplo.

Pero en este seguía habiendo algo que no estaba en los demás, lo sabía ahora igual que lo había sabido la otra vez, aunque ya no se acordaba de la tarjeta con un número escrito a mano que le había dejado el policía y no abría sido capaz de explicar que era lo que notaba en él, lo que lo distinguía, aparte de la actitud de soledad y recelo con que se había instalado en el rincón de la barra, con los hombros de la cazadora mojados y el tabaco y el mechero y las llaves del coche asidos en una de sus manos tan grandes, trayendo consigo, al empujar la puerta, una corriente de aire frío y aguanieve pulverizada por el viento, un aire de rareza que luego su voz tan suave no disipo. No era la clase de voz con la que hablaban los hombres en ese lugar, no era así como se dirigían a las chicas, como las miraban, con esa expresión amedrentada de joven antiguo, de novio formal intachable, congénito, con esa cara de hijo adorado por las madres y las amigas de las madres, de hijo modelo, invulnerable a las tentaciones de la golfería y de la carne, indiferente a ellas, tan extraño a la luz y a la música y a los perfumes densos del club como un cristiano primitivo obligado a asistir a una de aquellas orgías de las películas de romanos.

De donde vendría, en esa noche en la que nadie hubiese querido aventurarse fuera de las habitaciones calientes y de las calles familiares, que había venido a buscar viajando en coche hasta la desolación de más allá de las últimas casas y las gasolineras donde apenas nadie se detendría a repostar. Tímido, respetuoso, asustado, con esa sombra que proyectaban las cejas sobre los ojos demasiado juntos, los mismos ojos que apenas ella empezó a repetir desganadamente el ritual de la conversación —me das fuego, cómo te llamas, eres de por aquí, me invitas a una copa— adquirieron un brillo distinto, que no era tanto de deseo como de dominio, de afirmación impaciente de hombría.

Había algo más que lo separaba de los otros: miraba desde más hondo, desde más lejos, y si a los demás con solo mirarlos a los ojos de una vez ya se sabía tediosamente lo que buscaban y lo que eran, en este todo quedaba oculto, como el fondo de un pozo o de un túnel cuyo final no se ve. Le dio fuego, le dijo un nombre sin duda tan falso. como el que le había dicho ella, se le quedo mirando las uñas tan largas, pintadas de rojo, exóticas o provocadoras al final de las manos en realidad gordas y breves, con alguna mancha más oscura que difuminaba la luz escasa del club, el ruido y el brillo de las pulseras falsas. Había venido nada más que a tomar una copa, dijo, a charlar un rato, era abogado, tenía un despacho en la capital de la provincia, vivía solo, en un apartamento, y cuando ella choco la copa recién servida de champán con la suya y le dijo que debía de ser muy listo, tan joven y ya abogado y con despacho propio y apartamento, probablemente enrojeció, pero no hubiera podido saberse, la luz del club era rojiza y en ella se disolvía el color natural de las caras, sustituido por manchas o sombras, por palideces de polvos cosméticos y carnalidades grasientas de cremas y carmín. Pareció alarmarse o sorprenderse un poco cuando ella le dijo que se acordaba de haberlo visto otra vez, pero enseguida busco ánimos en la evidente mentira, era verdad, había pasado por allí hacia unos meses, al volver de un viaje de negocios a Madrid, había charlado con otra chica, no se acordaba de su nombre, Soraya, dijo ella, por lo menos así era como quería que la llamaran, mona, pero muy flaquita, por el vicio, seguro que con ella tendría más en donde amarrarse, y adelanto hacia él las caderas y el escote, le rozo las rodillas con un muslo ancho, ceñido tensamente de nailon. Me voy a poner celosa, dijo, mira que acordarte de otra estando yo aquí, te perdono si me invitas a otra copa, pero el ahora no hacía mucho caso, la miraba como desdeñando la vulgaridad de sus palabras y de sus ademanes, de sus manos burdas y domesticas a pesar del color rojo y de la longitud de las uñas, de su pelo teñido, con una raya oscura en el centro. Que fue de ella, pregunto, pero hablaba tan bajo que la voz de Julio Iglesias casi no dejaba oír la suya, se había marchado de un día para otro, sin decir ni adiós, era yonqui perdida, aunque lo disimulaba, había tenido que negarlo para que la aceptaran en un club de alto nivel como este, aunque ahora seguro que estaba tirada en la calle pasando frío en una carretera.

Sólo más tarde pensó de verdad en Soraya o como se llamara y en el motivo de su huida aunque su instinto tenía que haberle avisado antes, tenía que haberlo sabido, que haberse negado, pero hay veces que uno sabe que no debe hacer algo y sin embargo lo hace, como por fatalidad, como si no hubiera remedio, por fatalidad o por costumbre, porque esa noche estaba aburrida y destemplada y no era probable que llegara nadie más antes de la hora de cierre, y porque el tío, en realidad, no parecía nada peligroso, raro sí, pero no más que tantos otros, un putisanto, tenía cara de ir a misa y de rezar el rosario, seguro que se confesaba después y que era miembro de alguna cofradía de Semana Santa, tal vez hasta tenía novia formal y no iba a tarársela hasta la noche de bodas. Aún quedaban muchos así, bien lo sabía ella, a más de uno le había aguantado la borrachera y la lujuria en su despedida de soltero, rodeado y animado por amigos aún más borrachos que él, con las corbatas flojas, las manos sosteniendo whiskies encima de hombros fraternales y las bocas agrandadas por el tamaño de los puros que mordían, que asco.

Éste no, mosca muerta, éste pareció no entender cuando ella le hizo un gesto indicándole el reservado, donde podían tomar otra copa más tranquilos, charlando, conociéndose mejor, incluso haría menos frío, estaba más recogido y había una estufa. Cambiaba, en segundos, parecía alelado y suavón y de pronto tenía un gesto decidido, una mirada, un ademán muy rápido que la desconcertaba y que hubiera debido avisarle. Paso con ella detrás de una cortina roja y cuando estuvieron en el cuarto pequeño y casi despojado de todo se quedo en pie sobre el suelo frío de cemento, con la copa en una mano, con el paquete de tabaco y el mechero en la otra, tan desmedrado que hasta daba pena, parecía que nunca hubiera estado hasta entonces con una mujer, había tartamudeado con aquella voz de buen chico cuando preguntaba dubitativamente el precio o trataba de averiguar lo que se le ofrecía a cambio, sin decir una mala palabra, sin llamar a las cosas por su nombre, eludiéndolas, igual que eludía los ojos de ella mientras la veía desnudarse, expeditiva y aterida, la piel erizada de frío a pesar del calor de la estufa que alumbraba un rincón cerca de la cama, una litera de hierro más bien, sin sabanas, con un colchón de goma espuma y una colcha vieja encima, con un somier que chirrió bajo el peso del hombre, que no se había quitado ni siquiera los zapatos ni la cazadora, tan solo se había bajado los pantalones y seguía fumando, bebiendo sorbos cortos de ron con coca cola, callado, incongruente con su cazadora encima y su cara de comulgante y los pantalones bajados, como si estuviera sentado en el retrete, las piernas cortas y gruesas, con mucho vello, menudo y rizado, seguro que también tenía mucho en la espalda, igual que lo tenía en los nudillos y en el dorso de las manos.

Le dijo en voz baja que no se quitara los tacones ni las medias, abrió más las piernas y le hizo una señal para que se arrodillara delante de él, y el gesto fue entonces de una grosería y una claridad inesperadas, brutales, como las palabras que dijo, y que ella no hubiera podido imaginar un segundo antes que pudiera escuchar de esa voz. Había una alfombra sucia a los pies de la cama, pero a pesar de ella el frío le caló enseguida las rodillas, así que decidió que le era preciso terminar cuanto antes, seguro que el mosca muerta no le duraba nada, que se le iba con un quejido y un blando estertor y se quedaba luego desalentado y defraudado, todavía con la boca abierta y los párpados caídos, sin acertar a limpiarse con el rollo de papel de celulosa que había siempre a mano sobre la mesa de noche.

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