—Pero es que en este tiempo me he dado cuenta de que me apetece mucho volverme a vivir a Madrid —dijo Susana—. Vine aquí para seguir a un hombre y me he quedado media vida, y la verdad es que no quiero seguir quedándome sin más razón que estar cerca de ti. Mi padre está encantado de recibirme de nuevo en su casa. Desde que murió mi madre no ha encontrado quien le haga compañía y le ponga cierto orden en su vida. Es fuerte y muy independiente, y me parece que sigue teniendo con las mujeres casi tanto éxito como tenía cuando estaba viva mi madre, así que no creo que vaya a ponerse muy pesado conmigo. Tiene un piso grande en la calle Ibiza, donde caben todos mis libros y mis discos y los pocos muebles que no he vendido. Una vivienda de oligarcas, decía mi ex, me hacia sentirme avergonzada de vivir en aquel sitio que me gustaba tanto. Estoy muy cansada de esta ciudad y de este trabajo. Ya no me ilusiona nada enseñar, no tengo fuerzas, y además no son buenos tiempos para hacer ese trabajo. Es tristísimo ver cómo van creciendo y embruteciéndose los niños a los que les enseñaste a leer y a escribir, lo rápido que aprenden a perder la imaginación y la gracia, a hacerse mayores y groseros. Con la mitad de esfuerzo podrían hacerse encantadores y cultos, pero nadie les anima, y menos que nadie sus padres, y casi ninguno de nosotros. ¿Te dije que me han dado plaza en una escuela de Leganes? Iré y volveré a Madrid en tren todos los días, pero quiero hacer otras cosas además, quiero terminar la tesis y buscarme otro trabajo si puedo, en Madrid tendré muchas más oportunidades que aquí, la misma ciudad va a obligarme a estar más despierta. Quiero volver a pasearme por el Retiro los domingos por la mañana, ir al Rastro y al Prado, tomarme una cerveza o un vermu a mediodía en la plaza de Santa Ana. No estoy para jubilarme, no me voy a pasar el resto de mi vida desayunando nescafe con galletas y calentándome con una estufa eléctrica en la sala de profesores. Estoy enamorada de ti y echo mucho de menos a mi hijo en cuanto paso unos días sin verlo, pero no puedo vivir esperándoos, pendiente de lo que decidáis uno de los dos.
—Dame tiempo —dijo el inspector—. No mucho si no quieres, ponme un plazo.
—No te estoy dando un ultimátum. Yo no te voy a exigir que hagas nada. ¿No te has parado a pensar que quizás tu mujer no esté muy interesada en seguir llevando la vida que ha tenido contigo todos estos años? Ya sabes el defecto que tengo, que siempre miro las cosas desde el lado de quien está frente a mí. A lo mejor te convenía decirle alguna vez lo que piensas y lo que sientes de verdad.
De nuevo se abrazo a ella, estrechándola muy fuerte, buscando su boca, la piel tan suave de su cintura bajo la camiseta, muerto de deseo, con la urgencia sexual de un hombre mucho más joven, de quien solo hace muy poco que ha probado de verdad lo que no sabía que existiera y ya no sabe vivir sin esa dulzura. La empujaba hacia la cama, pero ella prefirió desprenderse de él cuando aún le era posible contenerse, el chico iba a llegar en cualquier momento, dijo, todavía razonable, complacida por su vehemencia, por su cara de desconcierto cuando se aparto de él.
—¿No puedes quedarte unos días?
—Si me quedo es posible que no me vaya nunca —al tiempo que negaba enérgicamente con la cabeza Susana aludió con un gesto de las dos manos a las paredes vacías—. Además, ya no tengo nada aquí.
—¿Te vas hoy mismo?
—Esta tarde. Quiero llegar a Madrid antes de que se haga de noche. No puedo creérmelo, tantos años encerrada aquí y no me hacían falta ni cuatro horas conduciendo para volver a mi ciudad.
Lo acompaño a la puerta y no le concedió la posibilidad de decir adiós a su manera desastrosa de tantas veces, de tantas intolerables despedidas de amargura y parálisis. Lo beso abriendo mucho la boca, saboreándole los labios humedecidos de saliva, le revolvió el pelo al apartarse de él. Cerró la puerta y fue rápidamente hacia el balcón para verlo aparecer abajo, en la calle, a una distancia de tres pisos, a la luz violenta del mediodía de junio. Un hombre joven, con gafas, que estaba enfrente, en el lado de la sombra, miro hacia arriba y aparto enseguida los ojos, sin duda le había llamado la atención el ruido metálico de la ventana en el silencio de la calle. Se olvido de él en cuanto vio salir del portal la cabeza gris y erguida, la espalda vigorosa bajo las hombreras de la chaqueta clara de lino, que ella misma había elegido para él, fue la última cosa que le compro antes de que dejaran de verse. Entre mil hombres distinguiría esa manera de caminar, esa especie de pesadumbre enérgica con que él se movía. En unos segundos desaparecería a la vuelta de la esquina. Iba a cerrar la ventana y vio que el hombre joven de las gafas ya no estaba en la acera de enfrente. Había cruzado, mirando a un lado y a otro de la calle, llevaba algo en la mano izquierda. Iba tan deprisa que enseguida alcanzo al inspector, aunque no llego a subir a la acera, caminaba por el bordillo, hizo un gesto raro, levantando algo, lo que tenía en la mano. Entonces Susana Grey comprendió de golpe y empezó a gritar con una fuerza que estremecía el aire inmóvil de la calle y le desgarraba la garganta, impidiéndole escuchar el sonido del primer disparo.
Una fracción de segundo antes de oír el grito ya estaba viviéndose, no porque lo hubiera alarmado un sonido de pisadas que se le acercaban por detrás, ya que eran pisadas sigilosas de suelas de goma, de zapatillas de deporte que luego vio desde el suelo salpicadas de sangre: fue la sombra lo que le alertó, la sombra oblicua que se alargaba hacia él desde la calzada, a su derecha, y que le despertó como un relámpago su instinto de vigilancia y peligro, tan adormecido en los últimos tiempos, olvidado por completo esa mañana, cuando salió del portal de Susana Grey pensando en la urgencia inaplazable de la verdad y el coraje y temiendo ser vencido no por la cobardía ni por la fuerza del remordimiento personal o de las coacciones sociales, sino por algo mucho peor, más tóxico y arraigado en él, su predisposición a la conformidad, al aplazamiento, su habito de aceptar lo establecido como irremediable, de callar y no hacer. Salió de la penumbra fresca del portal y el sol le hirió los ojos, y echó a andar por la acera resistiendo la tentación de volverse y levantar la mirada hacia la ventana del tercer piso donde sin la menor duda estaría Susana Grey, acordándose de las precauciones de sus primeras visitas, de su torpeza para la clandestinidad y el nerviosismo que le producían las miradas de las vecinas de ella. Salió pensando en la Susana de ahora mismo a quien había estrechado con la desesperación de temer que podía perderla y en la que había visto en la foto de catorce años atrás, con su pelo largo, su flequillo recto, sus pómulos carnosos y la camisa abierta por donde asomaba un pecho pequeño y redondo del que mamaba afanosamente el niño de seis meses. Aún no se le aliviaba la tensión física del deseo: salió del portal con la cabeza baja, sin mirar a un lado y a otro de la calle, ajeno a la luz cruda del verano, hostil a ella, desalentado, poseído por un impulso interior que podía ser al mismo tiempo de felicidad y de desgracia, de capitulación y entusiasmo, alimentado por una energía nerviosa idéntica a la de las primeras mañanas en que se levantaba limpio de los efectos del alcohol y el tabaco. Dio los primeros pasos en la acera y no se volvió a mirar a su espalda, como habría debido y como hacía siempre, no vigiló el lado derecho, que era el más vulnerable, porque el izquierdo estaba protegido por la pared, de la que caminaba muy cerca, entrando y saliendo de las breves zonas de sombra de aleros y toldos. Escuchó el grito, pero una fracción de segundo antes la parte de su visión no regida por la conciencia había percibido algo trivial y no del todo alarmante, una sombra que se aproximaba a la suya, y tal vez su oído habla registrado también el roce de las suelas de goma sobre el asfalto, la vibración del aire provocada por alguien que se apresura, que respira más fuerte. Pero fue el grito lo que le despertó de su ensimismamiento, y es probable que si no hubiera empezado ya a volverse y a intuir el peligro no había llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrirle, y tal vez había muerto sin enterarse siquiera de que iba a morir: fue una diferencia de menos de un segundo, pero en ese tiempo cabe todo, en una fracción de tiempo tan infinitesimal que no la hubiera podido medir un cronómetro caben enteras la vida y la muerte, la riada última de la memoria y la explosión del olvido, el impacto de la bala que atraviesa la piel y quema la carne y destroza un hueso y para el corazón, el gesto de una mano que se alza sosteniendo una pistola hacia la altura de la nuca y de una cara que se vuelve y otra mano levantada y abierta como para que el sol no dé en los ojos. El inspector oyó el grito, y en una burbuja lentísima de tiempo alojada en el interior de unas décimas de segundo vio una cara muy próxima, separada de él tan solo por la longitud del brazo extendido para que el cañón de la pistola se posara en su nuca. Busca sus ojos, recordó, viendo unos ojos claros detrás de unas gafas de montura ligera, y a esa cara se le superpuso la del asesino de Fátima, aunque no se parecían nada entre sí, igual que se superponen dos juegos de facciones posibles en las laminas transparentes cuando se intenta obtener un retrato robot. Vio con toda claridad y detalle, como si estudiara una fotografía o un cuadro, una cara joven, bien afeitada, con el mentón ancho, los labios firmes, la mirada tranquila, los ojos inexpresivos y francos tras los cristales de esas gafas que sin duda eran de marca, tenían una montura dorada y muy fina que brillo un instante al sol. Pensó con estupor, con inesperada tranquilidad, «así que esta era la cara del que iba a matarme», y en el interior de ese segundo que no llegaba a terminar comprendió que la verdadera sensación de la inminencia de la muerte solo puede conocerla quien está a punto de morir, que ninguna otra sensación en la vida se le parece o la anuncia: la calma, el asombro, la silenciosa detención del tiempo.
Pero el grito, que lo había alertado, se unió al sonido del primer disparo para quebrar el instante inmóvil y despertarlo del letargo, del fatalismo de morir. Su mano derecha, al hacer el gesto de proteger la cara, había golpeado el brazo rígido que sostenía la pistola, y el disparo que una fracción de segundo antes le habría destrozado la cabeza sin que el llegara a enterarse de que iba a morir rompió con un cataclismo de cristales el escaparate de una tienda. Echó a correr, pero se dio cuenta de que no le daría tiempo a llegar a la esquina y se tiró al suelo y rodó buscando refugio entre los coches aparcados, protegiéndose la cabeza con los dos brazos cruzados sobre la cara. Contó uno por uno los tres disparos que siguieron, asombrado de no sentir dolor, de estar vivo aún para seguir escuchando y arrastrándose, sin alcanzar nunca el filo de la acera donde estaban los coches, para oler a pólvora y ver sobre el pavimento de la acera unas zapatillas blancas salpicadas de sangre. «Ahora se ha acercado más para rematarme, pero ese disparo ya no lo escucharé», pensó con una clarividencia parecida a la de esos brotes fugaces de racionalidad que surgen a veces en medio de un sueño. Quiso alzar la cara del suelo para ver de nuevo la de quien iba a matarle, pero no tuvo fuerzas, se quedó respirando con la boca abierta contra la losa que quemaba y escuchó un ruido metálico y familiar, el del gatillo de una pistola encasquillada, y luego un roce de pisadas que se iban. Con la cara contra el suelo se oye resonar poderosamente todo, los pasos y los golpes del corazón, pasos y golpes que retumban a la vez en la hondura de la tierra y en el cuerpo derribado encima de ella. Ahora todo se convertía en un bosque de pasos, de latidos y oscuridades rojizas, de voces entre las cuales alcanzó a distinguir una sola, al mismo tiempo que reconocía el tacto de unas manos rozándole la cara.
«No estoy muerto», dijo, se oyó repetir en voz alta a sí mismo, «no estoy muerto», antes de desvanecerse en los brazos de Susana Grey, asido furiosamente a ella con las dos manos, perdiéndose en un sueno afiebrado de turbiones de sangre y sirenas de ambulancias.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA, nació en Úbeda (Jaén) en 1956. Desde que publicó Beatus Ille (1986), su primera novela, su obra no ha dejado de suscitar expectación y entusiasmo. El invierno en Lisboa (1987) le proporcionó el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica, y le descubrió como un narrador de gran hondura y enorme capacidad de fabulación. Con El jinete polaco (1991) ganó el Premio Planeta y de nuevo el Premio Nacional de Literatura. También ha publicado Las otras vidas (1988), Beltenebros (1989), Nada del otro mundo (1993), El dueño del secreto (1994), y en Alfaguara: Ardor guerrero (1995), Plenilunio (1997), Premio Femina 1998 a la mejor novela extranjera, Carlota Fainberg (1999), Sefarad (2001) y En ausencia de Blanca (2001). Algunos de sus artículos y ensayos están recogidos en Las apariencias (1995), Pura alegría (1998) y La vida por delante (2002), también en Alfaguara. Ventanas de Manhattan (2004), El viento de la Luna (2006) y La noche de los tiempos (2009) son sus últimas obras. Es miembro de la Real Academia Española.