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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Plenilunio (40 page)

BOOK: Plenilunio
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Tanto tiempo buscando y sólo disponía de unas horas, no más de dos o tres, calculaba, hasta que empezasen a sonar los teléfonos y a formarse grupos delante de la comisaría, en torno a la estatua y a la fuente donde el agua se helaba ahora todas las noches. Pero aún no decía nada, no recordaba ninguna de las preguntas que había querido hacer en todo ese tiempo, desde principios de octubre, desde que vio en el terraplén y luego en la mesa de autopsia la cara de Fátima, sus ojos abiertos, los cortos calcetines blancos al final de las piernas flacas, magulladas y rígidas. Tantos meses buscando una sola mirada y ahora la tenía frente a él, huidiza y vulgar, sin misterio, sin demasiada expresión, una mirada que podía ser de cualquiera, igual que la cara o las manos, que la cazadora de imitación ante, con manchas de barro en los codos y en los puños, todo barato y común, las cosas que le habían sacado de los bolsillos y que ahora estaban encima de la mesa, un mechero azul, Bic, de plástico, un paquete casi vació de cigarrillos Fortuna, las llaves de un coche, las de una casa, con un llavero publicitario de un taller de lavado y engrase, una navaja, exactamente la que había descrito la niña, Paula, con las cachas negras y una cabeza metálica de toro en el cabo. Casi nada más, dos billetes sucios de mil pesetas, que olían muy fuerte a algo, a pescado, unas monedas, un pañuelo de papel con manchas oscuras, tal vez de sangre: las cosas encima de la mesa, vulgares pero también inusitadas, cerca del teléfono y de la lámpara, de la bandeja metálica de los documentos y el archivador de cartón donde estaban guardadas todas las fotografías y las diligencias de la investigación, meses de papeleo, de informes y oficios mecanografiados y formulas repetidas en un tedio de lenguaje administrativo. La primera hoja del expediente era una copia de la denuncia por la desaparición de Fátima. La última, un informe remitido por la Delegación provincial del Instituto de Meteorología, con las fechas y horas exactas de la aparición de la luna llena en los últimos meses.

El hombre joven sentado frente a él tenía la cabeza baja y se masajeaba las muñecas, tan anchas que las esposas le habían dejado en ellas señales de un rojo muy intenso. Las unas, los dedos, el vello rizado en el dorso, el color de carne cruda, todo lo había visto y contado Paula, la cadena dorada en la muñeca, el reloj grande y ordinario. Sin haberlo visto nunca hasta entonces el inspector lo reconocía, pero se daba cuenta de que le faltaba la exaltación nerviosa que había imaginado tantas veces que lo dominaría cuando llegara ese momento, la sensación de victoria y de ira. Lo que notaba, en el fondo de sí mismo, era un principio de decepción, de cansancio, una impaciencia de terminar cuanto antes. Esa cara redonda, de cejas arqueadas y largas, barbilla escasa y ojos muy juntos, era la que había estado buscando cada día y casi cada hora de los últimos cuatro meses, la cara agigantada por la imaginación de un enemigo, de un monstruo, la última cara que había visto Fátima antes de morir de asfixia y de pánico, la que aparecía con puntualidad siniestra todas las noches en las pesadillas de Paula, aunque la mirada se le borraba siempre al despertar. «Yo le compraba el pescado todos los sábados», dijo luego Susana Grey, mirando las fotos con incredulidad y asombro, con un grado de asco para el que no servían las palabras, «me daba pena, porque me parecía demasiado tímido para ser un buen vendedor y nunca tenía mucha gente en el puesto, las parroquianas decían que al caer malo su padre había tenido que dejar el instituto para ponerse a trabajar».

«Busca sus ojos», había dicho el padre Orduña, en un tiempo ahora tan lejano, recién muerta Fátima, antes de Susana Grey: ahí estaban, enrojecidos, huidizos, serviles, fijos en el suelo o en el borde de la mesa, en las marcas rojas de las esposas. Podría haberlos visto mil veces y no habría sospechado de ellos. Cualquier mirada puede ser la de un inocente o la de un culpable, pensaba, acordándose de las miradas serenas y francas que había en cada una de las fotos del cartel de los terroristas más buscados. Definitivamente, la cara no era el espejo del alma. Que estaba viendo ese hombre joven ahora mismo en la suya, en sus ojos grises que no dejaban de mirarlo, con idéntica curiosidad y decepción, aunque sin un rastro de la rabia agresiva con que lo habían mirado los otros policías cuando lo detuvieron, cuando se llevó la mano al bolsillo con un gesto equivoco y alguien lo derribó por detrás y le torció el brazo hasta casi quebrárselo, aplastándole a conciencia la cara contra el barro, insultándolo. Te vas a enterar, cabrón, vamos a hacerte lo mismo que tú les hiciste a las niñas.

Tranquilos, había dicho una voz áspera y baja, la primera que había escuchado cuando la linterna se encendió delante de su cara; Alguien le hizo levantar la cara del suelo sujetándolo enérgicamente por el cuello de la cazadora, y una linterna se le acercó tanto que cuando abrió los ojos le pareció que se le quemaban, y volvió a cerrarlos, protegiéndoselos con los puños apretados, en un reflejo infantil. « Yo no he hecho nada», dijo, todavía con los ojos cerrados, mientras tiraban de el y lo empujaban por detrás, cuesta arriba, hacia los setos que separaban el parque del terraplén y los pinos, «no pueden detenerme». La voz áspera y débil habló sin la menor entonación de amenaza o de ironía: «No estamos deteniéndote, nos acompañas para una comprobación de identidad». En torno suyo se movían confusamente haces de linternas y altas siluetas de uniforme. A la entrada del parque, cerca de donde él había dejado la furgoneta, destellaban las luces rojas y azules de tres coches policiales. De un empujón certero y como casual lo hicieron entrar en uno de ellos, y dos guardias se le sentaron a los lados. Apretaba los muslos con la esperanza de que no advirtieran que se había orinado. Ahora sí vio la cara del hombre de paisano que le había acercado tanto la linterna a los ojos, la misma que había visto aquella vez en la televisión, unos segundos, antes de que la tapara un periódico: daba órdenes, entre las luces y los portazos de los coches y la agitación silenciosa de los uniformes, decía que no conectaran las sirenas, que no hada falta despertar a nadie. «Yo no he hecho nada», repitió, aprisionado entre los hombros de los dos guardias, más grandes y fornidos que él, las manos juntas sobre el regazo, ya esposadas, percibiendo la humedad, «se lo juro, vivo muy cerca de aquí, estaba dando un paseo».

«Paseo el que te daba yo», dijo uno de los policías, sin mirarlo, y entonces el coche se puso en marcha y subió despacio por la calle recta y vacía que desembocaba en la plaza, precedido y seguido por los otros dos, que ya no llevaban encendidas las luces de alarma.

Esperaba confusamente que en cuanto llegaran a la comisaría iban a encerrarlo en un calabozo. Había poca luz en el vestíbulo y en las escaleras, un estrépito amortiguado de pasos, de voces en voz baja y puertas que se abrían y cerraban. «EL jefe no quiere que se sepa nada todavía», susurro detrás de él alguien, uno de los dos guardias que lo hacían subir a empujones bruscos por una escalera estrecha y mal iluminada. Era como haber llegado a una casa donde se ha madrugado mucho en el día de una mudanza o un viaje y todo se hace con un extremo de cautela para no despertar a los vecinos. Lo llevaban por un pasillo con un zócalo de azulejos marrones y oficinas abiertas en las que había maquinas de escribir y papeles desordenados sobre mesas metálicas. En un rincón había un cubo de agua sucia y una fregona. Delante de un guardia considerablemente más viejo que los otros, que llevaba gafas y escribía muy despacio a máquina, tuvo que decir su nombre, su domicilio, el número de su carnet de identidad, su oficio, los nombres de sus padres. Nadie le insultaba, nadie le hacia mucho caso: lo empujaban, lo llevaban, alguien le sujeto uno por uno los dedos para imprimir sobre cartulinas blancas sus huellas digitales, le dieron un paño sucio que olía a alcohol para que se limpiara, le hicieron bajar por otras escaleras, pero tampoco ahora lo llevaron a un calabozo, sino a una habitación con azulejos blancos donde le tomaron fotografías de frente y de perfil, y una más de cuerpo entero, junto a una escala métrica.

«Pues se os ha meado», dijo a los guardias el hombre que tomaba las fotos, aunque sin darle importancia ni fijarse tampoco mucho en él, como si comentara una de las manchas de barro de su pantalón o de su cazadora. «Venga, valiente, que te vamos a poner un pañal», dijo uno de los guardias, y lo empujo de nuevo escaleras arriba, hacia el mismo pasillo de azulejos marrones donde estaba el cubo y la fregona. Las luces de los tubos fluorescentes daban a todas las caras con las que se cruzaba una palidez de insomnio, de fatiga de horarios nocturnos. «Esto ha sido una equivocación, agente, verá usted como yo no he hecho nada»: caminaba volviendo la cabeza hacia el policía, servicial, obediente, con la adecuada humildad, buscando en vano encontrar su mirada, ofrecerle su expresión de inocencia indudable, de la que a el mismo no le costaba nada convencerse. «No llamen a mi casa, por favor», había dicho cuando le preguntaron su teléfono, «que no se entere mi madre, que se va a llevar un disgusto». No se burlaban de él ni hacían el menor ademán de asustarlo o humillarlo: solamente parecían no oírlo. El guardia abrió una puerta después de golpear con los nudillos y lo hizo pasar a él delante. No estaba en un sótano, ni en un calabozo, sino en otra oficina, menos iluminada y también menos desordenada que las otras, con una lámpara encima de la mesa, una máquina de escribir en un carrito contiguo, un armario metálico, una percha de la que colgaba un anorak verde oscuro, una silla con respaldo metálico en la que el guardia lo hizo sentarse con un gesto rápido y brusco. En las paredes blancas no había nada más que un calendario y una foto de Fátima. El policía de paisano, el hombre del pelo gris, estaba de espaldas, junto al balcón, y se volvió despacio hacia el buscándole los ojos, muy tranquilo, parecía, con las manos en los bolsillos.

Esperaba de pie, mirando la plaza desolada en la medianoche de invierno, el cielo nublado y pálido, con matices violeta, por la reverberación de las luces de las calles, de los reflectores que iluminaban la estatua, la iglesia de la Trinidad y la torre del reloj, donde muy pronto sonarían las campanadas de las dos. Había tenido la tentación de llamar a Susana Grey para decirle simplemente, «ya lo he atrapado», para oír su voz oscurecida y dulcificada por el sueño, pero no quiso provocarle el sobresalto de los timbrazos del teléfono a esa hora de la noche, aunque tal vez no se había dormido aún, estaría leyendo en la cama, junto a la mesa de noche donde había siempre un desorden de libros apilados y cremas de belleza, esperándolo, sin permitirse una convicción excesiva de que iba a llegar.

Había esperado a que le subieran al detenido con el mismo sentimiento de tensa quietud, de expectación y vigilancia absoluta, con que había ido cada anochecer al terraplén, en los últimos días de cuarto creciente, según se acercaba el plenilunio. No dijo nada al principio, ni siquiera a Susana Grey, pero fue ella, involuntariamente, la que le hizo concebir una idea que a él misino le pareció descabellada, o al menos muy improbable, una de esas ideas que le hacían detestar tanto las películas. Estaban paseando una noche muy fría por el mirador de la muralla, detrás de la iglesia del Salvador, frente al valle y la sierra, muy abrigados, sin tocarse, vagamente abatidos por lo que no decían, y Susana señaló el gajo amarillo de luna que acababa de surgir sobre uno de los cerros: «¿Te acuerdas cuando la vimos la otra vez, el mes pasado? La luna es embustera. Si no fuera por ti no sabría que está en cuarto creciente».

Con una avidez de recuerdos comunes atesoraba pormenores del pasado reciente, cosas memorables de unas pocas semanas atrás que ya le daban una frágil conciencia de la duración del amor. A la mañana siguiente, encerrado en su oficina, el comprobó fechas y consultó el calendario, hizo llamadas al Instituto de Meteorología, inseguro, excitado, acordándose de pronto de la noche de luna llena y de insomnio en que lo llamaron por teléfono para decide que había aparecido el cadáver de Fátima, poseído por esa ebriedad matinal de la inteligencia y de la energía física que había despertado en el desde que dejó el tabaco y el alcohol, muy nervioso, sin atreverse a consultar todavía con Ferreras, recordando de nuevo la inundación de claridad lunar en la que había resaltado la figura de espaldas de Susana Grey la primera vez que la vio desnuda, justo un mes más tarde, día por día, lo comprobaba en el calendario y en el expediente y no podía creerlo, la misma noche en que la segunda niña, Paula, había estado a punto de morir.

No dijo nada a nadie. Alguien en el Instituto de Meteorología le explico por teléfono que faltaban cuatro días para el plenilunio. Al anochecer salió de la oficina, muy abrigado contra el frío extremo, el cuello del anorak. abrochado y subido y las manos con guantes hundidas en los bolsillos, casi clandestino, guardando una linterna y un revólver, y bajo por la calle recta y gradualmente oscurecida y vacía que terminaba en los jardines de la Cava. Miraba atrás a veces, por un instinto de recelo que el tiempo no amortiguaba. El barrio que había sido de Ferreras estaba tan poco iluminado como la distancia del valle: alguna luz en las esquinas encaladas, tras los visillos de algún balcón, ruido lejano de músicas y voces de televisores, de aplausos.

Pero en los jardines ya no se escuchaba nada, no había ningún rastro de presencia humana, parecía mentira que hubiera tan cerca calles con tráfico y casas habitadas, a unos pasos y ya en otro mundo. Los globos de las farolas habían sido rotos a pedradas mucho tiempo atrás y nadie se había ocupado de sustituirlos, igual que nadie recortaba ya los setos ni limpiaba la broza, los cristales de botellas rotas, las bolsas de plástico y los cartones de vino vados. Para encontrar el sitio exacto que buscaba en el terraplén, la zanja en la que habían yacido Fátima y Paula, solo tuvo que encender la linterna un segundo, apenas un parpadeo que lo dejo después en una oscuridad más profunda. Muy pronto perdió el sentido del tiempo. y se le desdibujo el propósito que lo había conducido a ese lugar. Estaba inmóvil, la espalda apoyada contra el tronco de un pino, notando subirle desde las plantas de los pies el frío de la tierra, a pesar de las suelas de sus recios zapatos del norte y sus calcetines de lana. La oscuridad se le poblaba de sombras y siluetas precisas tan gradualmente como el silencio de sonidos: rumores de hocicos en madrigueras, de patas con uñas diminutas sobre el lecho de agujas podridas de humedad que cubría la tierra; el crujido de las ramas altas, y sobre ellas el cielo blanco y nublado, a veces la mancha inexacta de luz de la luna casi llena, desapareciendo casi hasta apagarse, surgiendo un poco después, entre jirones veloces de nubes empujadas por un viento que soplaba muy por encima de la tierra fría y húmeda, de los árboles en calma, los grandes pinos inclinados. Abajo, al final del terraplén, donde empezaban las huertas, se oía el rumor del agua en las acequias crecidas, y subía de ellas un olor de vegetación y de niebla. Se acordaba con distancia y afecto de las nostalgias infantiles que le había confiado Ferreras: las voces y las músicas del cine al aire libre, oyéndose en los jardines y en el barrio entero en las noches tibias del verano.

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