Plenilunio (35 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
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La voz se quedo en silencio, el padre Orduña oyó tragar saliva y tuvo la sensación de que no conocía a quien le hablaba, la cara masculina velada por la penumbra fría de la iglesia, fraccionada por los orificios en forma de rombos de la celosía.

«Pero para eso sirve el alcohol», continuo la voz monótona, dubitativa ahora, como buscando un hilo perdido, «para inventar simulacros. Va uno borracho y jugándose la vida, la suya y la de otros, y cree que conduce con el pulso firme, tiene los ojos inyectados en sangre y el aliento lleno de whisky y piensa que nadie se da cuenta, que todo está bajo control. Y así vives, años y años, cada vez más perdido en simulacros de todo, de conversación, de amistad, de heroísmo, de deseo sexual también. Yo pensaba que era valiente al no pedir el traslado a pesar de las amenazas de muerte, pero no era valor lo que tenía, era un en cabezonamiento de borracho, de borracho de la peor clase, el que no sabe hasta qué punto lo es, el que todavía disimula delante de los demás. En realidad disimular no es difícil, porque mucha gente bebe también, y los unos se escudan en los otros, y además porque nadie se fija mucho, como dice una amiga mía, Susana Grey, no sé si la conoce o se acuerda de ella, de joven me ha dicho que iba a algunas reuniones con usted, de aquellas de cristianos de base. Pero no se impaciente, no se me ha vuelto a perder el hilo, a lo que he venido es precisamente a hablarle de ella, pero todavía no, antes tengo que explicarle otras cosas que usted a lo mejor puede no entender, porque seguro que no ha probado el alcohol en su vida».

«Lo pruebo todos los días, en la consagración, ¿ya no te acuerdas?», dijo con cierta soma el padre Orduña, y la voz se detuvo, volvió a sonar con un matiz de agravio, ajena a todo humorismo, a toda dilación.

«Yo empezaba a beber y era automático, me ponía caliente enseguida, perdone la palabra, tenía que buscar una mujer donde fuera, y muy rápido, sin medias tintas ni seducciones lentas, sin ninguna clase de sentimentalismo, sin pensar siquiera en el adulterio. Entre otras cosas no tenía tiempo, había que volver a casa a una hora más o menos razonable, había que fichar, como decía siempre un colega mío, el que mataron en aquel restaurante donde me estaba esperando. Cuando yo llegue todavía estaba su vaso de whisky encima de la mesa, el whisky y el café sin terminar y el cigarro en el cenicero. Había sitios, clubs donde a nosotros nos conocían y no nos cobraban, a los policías, puede imaginárselo, en todas las ciudades los hay, y más de una noche acabábamos en ellos, o acababa yo solo, porque en realidad prefería no ir con nadie, siempre me ha dado vergüenza, como cuando estaba en el internado y los otros se masturbaban en grupo, hacían competiciones a ver quien se corda antes. Yo procuraba irme solo, llamaba a mi mujer para decirle que tenía mucho trabajo y que no me esperara, aunque muchas veces ni la llamaba, pensaba hacerlo y lo dejaba para un rato después, cuando hubiera terminado la copa, y cuando miraba el reloj ya era tan tarde que valía más la pena no llamar, no fuera a estar ya dormida, o a asustarse porque sonara a esas horas el teléfono. Pero no se dormía, ni se dormía ni creía una palabra de lo que yo le contaba, me esperaba despierta, con su bata y sus zapatillas, viendo la televisión, hasta las tantas, yo llegaba y le contaba un embuste y ella empezaba a reprocharme que no la hubiera avisado, se echaba a llorar, y yo lo que sentía, más que nada, era aburrimiento, ganas de que aquello terminara de una vez para irme a dormir, porque siempre era lo mismo, los dos haciendo y diciendo las mismas cosas, ella sus reproches y yo mis disculpas y mis embustes, así siempre, no sé cuantos años, y cada vez peor, porque habían empezado las llamadas anónimas, las amenazas, me cambiaban el número de teléfono y en una semana esa gente ya lo sabía, y era ella la que los escuchaba, no yo, que no estaba casi nunca en casa. Al final ya no soportaba ningún timbre, fuera o no del teléfono, ni el del despertador, ni el del horno, todos la aterraban, y ahora, en ese sitio donde está, no permiten que los oiga, cuando se recibe una llamada para ella una monja entra a avisarle.»

El padre Orduña escuchaba con la cabeza baja, inclinada hacia la celosía, los ojos entornados, las manos juntas en el regazo, o jugando con los filos de la estola, en una posición no dictada por ninguna liturgia, sino por la costumbre y la paciencia de escuchar, a lo largo de tantos años, en aquel mismo sitio, de oír sabiendo que sus interlocutores no exigían en realidad su atención, sino su simple presencia abstracta al otro lado, el rumor de su respiración o de sus movimientos, la seguridad de que alguien escucha, que ya contiene en si misma una parte de alivio, de la absolución solicitada y siempre concedida. Se adormilaba a veces en el confesionario, con más frecuencia según cumplía años y el sueno se le iba volviendo más ligero e irregular, un sueño inquieto y liviano de viejo. Se había despertado esa mañana cuando aún era muy de noche, y al oír en la oscuridad que estaba lloviendo había tenido un sentimiento de gratitud, una efusión de oraciones respondidas, incluso de pereza de quedarse en la cama escuchando llover, al menos la dosis muy limitada o muy rudimentaria de pereza que podía anidar en un carácter como el suyo, tan hecho para la acción, tan poco dotado para la complacencia de sí mismo, ya fuera en el regalo o en la lástima.

La fuerza de la lluvia estremecía el cristal de la ventana, y el viento soplaba muy fuerte ahora, en los descampados donde antes estuvieron los talleres y la granja, y donde ahora habla edificios en construcción, grúas que oscilaban con gruñidos metálicos mientras las zanjas de los cimientos y de los garajes subterráneos en excavación se llenaban de agua, de cieno pardo y denso. Buscó a tientas el botón del flexo, y cuando la luz se encendió sus gafas cayeron al suelo. Se incorporó para recogerlas y las plantas de los pies se le quedaron heladas al pisar las baldosas. Se envolvió en una bata vieja de cuadros, se lavó la cara con agua muy fría, en el pequeño lavabo contiguo a su habitación, donde había también un plato de ducha. El padre Orduña no vivía tan austeramente porque hubiera renunciado por una decisión de su voluntad a las comodidades que para otros eran imprescindibles: vivía así porque no sabía imaginarse a sí mismo viviendo de otro modo, y porque aquellas cosas que otros disfrutaban a ella resultaban indiferentes. Miraba sin mucha atención los escaparates de las tiendas y se acordaba del asombro de Sócrates ante las abundancias del mercado de Atenas: «Cuantas cosas existen que yo no necesito». Le gustaba su cama estrecha, de anticuados barrotes cilíndricos, pegada a la pared, y hasta no mucho tiempo atrás había dormido admirablemente en ella, a pesar de su estrechura, de lo áspero de las sabanas y lo mezquino del colchón, y ni su mesita de noche, desconchada en los ángulos, ni el flexo con la pantalla azul metalizada le parecían lo que eran, testimonios de una cierta modernidad ya decrepita de los años sesenta que había sido particularmente favorecida por los proveedores de mobiliario eclesiástico. No siempre lograba vivir de acuerdo con su alma, pero si estaba de acuerdo con su habitación, a la que no llamaba su celda porque le hubiera parecido presuntuoso. Lo vigorizaba el frío que hada en ella, y cuando se despertaba por la maraña, todavía de noche, y pisaba descalzo .las baldosas, no se le ocurría que bastaban una alfombra y un calefactor para hacerlo todo más habitable. Se levantaba muy temprano porque desconocía el placer de quedarse en la cama, y no tenía que vencer la tentación de la pereza por el simple hecho de que no la había experimentado nunca.

A las siete menos cuarto ya estaba vestido, con su jersey gris de cuello alto y su pantalón azul mahón idéntico a los que usaba en sus años de párroco obrero, con sus zapatones negros que cualquier otro habría tirado al menos diez años atrás, pero que él seguía cuidando y llevaba a poner medias suelas a la tienda del único zapatero remendón que quedaba en la ciudad, el hijo de un zapatero comunista con quien el padre Orduña había mantenido en otro tiempo discusiones agotadoras y apasionadas sobre la existencia de Dios, la naturaleza humana o divina de Jesucristo, el ímpetu de revolución social de los evangelios, discusiones en voz baja, desde luego, sostenidas en el mismo portal donde entraban las mujeres con sus zapatos viejos envueltos en periódicos, teología laboral y clandestina.

Crujían sus zapatos cuando cruzó los pasillos vados de la residencia, con luces muy débiles en las esquinas, como en las calles de una ciudad deshabitada, las baldosas blancas y negras disolviendo su perspectiva en la fría oscuridad y en la mirada miope del padre Orduña, que lo rodeaba siempre de distancias de niebla. T anta gente se había ido marchando o muriendo a lo largo de los años, y la residencia parecía que se hubiera hecho más grande, se había multiplicado el número de las habitaciones, de los dormitorios y las aulas, la longitud de los pasillos y las escaleras, la monotonía aritmética de las baldosas, blancas y negras, sueltas, algunas, resonando ahora en los lugares previstos, mientras el padre Orduña bajaba con pasos lentos y enérgicos hacia la iglesia, la cabeza ancha y fornida, la barbilla adelantada sobre el pecho, las manos a la espalda, o tanteando por precaución la baranda de las escaleras, las rodillas avanzando como si todavía encontraran la resistencia de una sotana, aunque el padre Orduña llevaba muchos años sin ponerse ninguna. Aún se acordaba del escándalo en la ciudad, los párrocos y las beatas, el elemento católico, como se decía entonces, desconcertados y furiosos porque algún jesuita había salido a la calle vestido de
clergyman,
aunque era posible que ninguno de ellos lo hubiera visto, todo era un rezadero de chismes en las sacristías y en las novenas, en las mesas camillas donde se fosilizaba cada tarde el tedio del rosario, en algún café de los que entonces todavía quedaban: ese cura que es nieto o sobrino del general de la estatua ha pasado por la calle Nueva vestido de paisano, con chaqueta negra y alzacuello, como un protestante, desde siempre fue un rojo, se le veía venir, y le negaban el saludo, se cruzaban con él y miraban a otra parte, un veterano de la División Azul que seguía llevando pistola escupió delante de él antes de cruzarse de acera, un viernes santo por la tarde, en medio de una multitud.

Ahora esas cosas le parecían mentira. Parecía mentira que hubieran existido, y más mentira aún que con el tiempo dejaran de existir, tan sólidas como eran, tan indestructibles. Para llegar a la sacristía el padre Orduña tenía que cruzar un patio de deportes desprotegido por la lluvia. Hada muchos años que nadie jugaba en el al baloncesto, pero aún estaban dibujadas las líneas blancas sobre el asfalto y permanecían en pie los armazones metálicos de las canastas. Quiso apresurarse, pero los zapatos se le calaron en un charco que no habla visto, se le cayeron las gafas y durante más de un minuto se vio a sí mismo humillado y algo ridículo, inclinado en la oscuridad, bajo una lluvia muy fuerte, buscando las gafas, temiendo pisarlas en la vaguedad nublada de su miopía.

Se habla mojado mucho. En la sacristía se seco el pelo y la cara con una toalla, limpio con cuidado los cristales de las gafas antes de empezar a vestirse para la misa. Contra su costumbre, encendió una pequeña estufa eléctrica para secarse los pies. Se sentó un rato frente a ella, tan cerca que enseguida las suelas de los zapatos le olieron a goma quemada. Se frotaba las manos, vencido ahora, como un hombre muy viejo, por el frío del amanecer, apesadumbrado por la posibilidad de contraer un catarro o incluso una pulmonía si se dejaba puestos durante toda la misa, en la frialdad vasta de la iglesia sin fieles, aquellos calcetines recios y húmedos.

Con alguna frecuencia, sobre todo en invierno, no habla nadie en los bancos, y el padre Orduña decía la misa exclusivamente para él solo, hecho que en modo alguno lo desalentaba. El portero de la residencia, casi tan viejo como él, era quien abría la iglesia y encendía las luces. Se vistió, aunque sin mucho ánimo, le dio más frío el contacto de las ropas litúrgicas, el metal helado de la custodia. Camino hacia el altar mayor, consciente de sus calcetines mojados, de su paso más lento y su espalda más encorvada, que otros días, apoyo las manos en el altar, se arrodillo para santiguarse y al levantar los ojos vio las pocas figuras de mujeres de todos los días, borrosas por la distancia y la penumbra. Pero habla alguien más esta vez, al fondo, una silueta más alta, imposible de identificar, tan lejos, masculina, con la mancha verde oscuro de un abrigo o de un anorak, un hombre que no tenía costumbre de estar en una iglesia, o que habla dejado de frecuentarlas hada tanto tiempo que ignoraba los cambios de las costumbres litúrgicas. Sin verle la cara lo reconoció, y al terminar la misa, en vez de retirarse, como tenía previsto, a cambiarse el jersey y los calcetines y prepararse un vaso de leche caliente, se puso la estola encima del jersey y fue despacio hacia el confesionario, sin saber del todo si acudía a una cita o formulaba una invitación.

«Me acordaba de usted muchas veces. En el fondo, cuando pensaba que me escondía de otros, a lo mejor de quien me estaba escondiendo era de usted, de lo que habría pensado de mí si hubiera sabido que me ganaba la vida en la universidad pasando informes a la brigada político social sobre la gente politizada o revoltosa de mi curso, o si me hubiera visto tambalearme al salir del coche o meterle mano en un club de alterne a una prostituta que no iba a cobrarme porque yo era policía. No creo en Dios y desde que me case no he vuelto a pisar una iglesia, a no ser para bodas y entierros, pero me he sorprendido a mí mismo algunas veces sintiendo una necesidad grande de confesarme y de ser perdonado, una necesidad muy fuerte, no ahora, des de luego, no hoy, ese no es el motivo por el que he venido. Ya hace meses que no bebo y que no salgo por ahí buscando mujeres. Deje el alcohol de golpe, el alcohol y el tabaco, un poco antes de que me dieran el traslado. Llegue una noche a casa, más borracho que de costumbre, me desnude en la oscuridad, como hacia siempre, en los últimos tiempos, desde que mi mujer ya no me esperaba levantada, me desnude tropezando con las cosas, haciendo mucho ruido, pero ella no se movía, y tampoco creo que se molestara en fingir que estaba dormida, de espaldas en su lado de la cama, la veía como un bulto a la luz de los números del despertador y quería descubrir si respiraba o no como el que está dormido, y al mismo tiempo disimular, estaba convencido de que lo conseguiría. Ahora me doy cuenta de que ese disimulo no era posible, desde que no fumo ni bebo puedo oler en los demás el alcohol y el tabaco, en la ropa de la gente y en su aliento, lo huelo muy fuerte, y comprendo que cuando llegara entonces a mi casa el olor con que entraba en el dormitorio sería muy fuerte, imposible de ocultar aunque lo hubiera intentado. Pero ya le digo, uno cree que controla y no control a nada, está a merced de cualquier accidente, de cualquier desgracia, podía haberme matado uno de aquellos terroristas que me amenazaban por teléfono y me dejaban anónimos en el buzón o me podía haber matado yo mismo en el coche, o enredándome en una pelea con chulos o con traficantes en uno de aquellos bares a los que iba de noche, fingiendo muchas veces que lo hacía por razones de trabajo, o imaginándolo y creyéndolo yo mismo, contándome el embuste igual que se lo contaba a mi mujer. Esas eran las peores mentiras, o las más peligrosas, las que yo inventaba para mí mismo y me creía, como si me las contara otro, el que se apoderaba de mi cuando estaba muy bebido. Eso sentía a veces, al despertarme de noche, todavía bajo el efecto de la borrachera, estaba acostado en la oscuridad junto a mi mujer y sentía que había alguien más en la habitación y me daba pánico, pero no me atrevía a dar la luz, para no despertarla, y ese otro seguía allí, como si hubiera estado mirándome mientras dormía, veía exactamente su sombra y cuando parpadeaba lo que había visto era una chaqueta tirada sobre una silla. Había veces en que olvidaba cosas, se me borraban horas, hasta noches enteras, y me dio por pensar que cuando me ocurría eso era porque el otro se había apoderado por completo de mí y me robaba hasta los recuerdos. Una noche llegue a casa a las tantas, me tendí en el sofá sin quitarme los zapatos ni la corbata y me quede dormido, pero a la mañana siguiente me desperté en la cama, con mi pijama puesto, con un dolor de cabeza horrible, con los pulmones quemados por dentro de tabaco y sin ningún recuerdo. Pero esa otra noche que le digo, la última de todas, estaba tan borracho que no me había atrevido a conducir, y además no recordaba donde había dejado el coche, y estuve andando no se cuanto tiempo, mojándome, con esa lluvia fina del norte, y tampoco sé cómo pude llegar a mi casa. Buscaba un taxi, pero no aparecía ninguno, y yo andaba y andaba, sin que ni el frío ni la caminata me quitaran la borrachera. Me pare dos o tres veces a orinar en cualquier parte, esas meadas largas de los borrachos que huelen tanto a alcohol. Llegue frente a mi portal, mire hacia arriba por si estaba todavía encendida la luz de mi casa, y entonces tropecé y me caí. No sé cuánto tiempo me quede en el suelo, boca abajo, sin moverme, menos mal que había una marquesina que me protegía de la lluvia. Estaba tumbado, consciente, con la cara contra una losa muy fría, imagínese que hubiera llegado algún vecino en aquel momento, todavía lo pienso y me da vergüenza acordarme. Me gustaba estar tendido allí, no tenía ninguna gana de levantarme y de entrar a mi casa, en aquel momento comprendía a esos borrachos que se quedan dormidos en la calle, tirados en una acera. No se puede caer más bajo, y es verdad, literalmente, se tiene la tranquilidad de haber llegado al suelo, de no tener ningún peligro de caída ni de vértigo, y el suelo es tan firme, tan seguro y tan ancho, que parece que nada le puede ocurrir a uno ya, da una sensación de fortaleza y de tranquilidad muy grande, de tranquilidad y de abandono, parece que lo protege a uno la misma ley de la gravedad. Pensaba que podía llegar o salir alguien, aunque eran las cuatro o las cinco de la mañana, pero la vergüenza no era motivo suficiente para levantarme. Me levante porque me estaba entrando mucho frío, y al ponerme de pie me dio tal mareo que casi me caigo otra vez, ya estaba echando de menos la seguridad del suelo, el santo suelo, que decía antes la gente. Imagine con que cuidado podía yo acostarme esa noche, o como podía creer que ella estaba dormida y que era posible no despertarla, con todo el ruido que estaba haciendo, hasta con el mismo olor que traía. Sabía que en cuanto me acostara me entrarían las nauseas, y sin embargo me acosté, y cuando entre en la cama ella se apartó más hacia su lado, como para que yo ni la rozara. Fue tenderme y cerrar los ojos y vino lo peor, primero la idea de que había alguien más en la habitación, y luego el mareo, la sensación de que si no me incorporaba y encendía una luz iba a morirme. Me levante a tientas, conseguí llegar al cuarto de baño, me senté en el retrete y entonces empecé a vomitar, y no tenía voluntad ni para echar la cara a un lado y que los vómitos cayeran al suelo. Me vomite encima, sobre la chaqueta del pijama, sobre los pantalones bajados y las rodillas, y el olor de los vómitos me provocaba más arcadas y me hacía vomitar otra vez. Me quedaba con la cabeza caída y la boca abierta y babeando y miraba lo que había salido y lo que volvía a salir de ella como un idiota, como si no fuera yo el que vomitaba. Tenía que arreglar aquello, tenía que evitar que mi mujer lo viera, limpiar el cuarto de baño y limpiarme yo, y tirar todo lo que llevaba puesto, el pijama, los calzoncillos, las zapatillas, todo lleno de vómitos, y yo sentado en el váter, incapaz de moverme, queriendo morirme, con unas ganas de estar muerto más fuertes que todas las ganas juntas de vivir que había tenido nunca. No sé cómo pude limpiarlo todo, esa parte se me ha borrado casi por completo, ni siquiera sé si lo hice yo, el caso es que por la mañana me desperté a las once y no había escuchado el despertador. Tenía puesto un pijama limpio y los pulmones aplastados como por una losa, y mi mujer no estaba, fui al cuarto de baño y todo estaba en orden, como si los vómitos y el desastre de la noche anterior los hubiera soñado yo, pero en el espejo vi que tenía una herida y un maratón muy oscuro en la ceja derecha. Desde entonces no he vuelto a beber ni a fumar. No lo decidí, no me costó ningún trabajo, al revés, si olía alcohol o humo de tabaco me daban nauseas, me volvía la enfermedad horrible de aquella noche. Ahora, últimamente, bebo un poco de vino, pero solo cuando estoy con esa mujer de la que quería hablarle, Susana, Susana Grey.».

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