Plenilunio (34 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
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Salieron del hospital después de las seis de la madrugada, callados los dos, abrigándose contra el frío y la humedad de la noche, Ferreras con su maletín para la recogida de pruebas, el inspector llevando en el bolsillo del anorak una linterna muy potente. El hospital estaba en un descampado a las afueras de la ciudad, hacia el norte, ya muy cerca de los primeros olivares. Grandes nubes oscuras, extendiéndose desde el horizonte ondulado del oeste, cubrían ya la mitad del cielo y habían tapado la luna. La noche era más profunda que unas horas antes, y las ventanas iluminadas del hospital relumbraban con una frialdad de lejanía inalcanzable.

—Hay que darse prisa —dijo el inspector mientras cruzaban el aparcamiento—. Va a llover enseguida.

—Como la otra vez —Ferreras se había acomodado junto a él en el coche, agrandado en el espacio tan angosto por la espectacularidad de su cazadora, el maletín entre las piernas—. ¿No te acuerdas? Encontramos a Fátima y empezaron las lluvias. Me acuerdo de que venía el mismo viento que ahora.

Cruzaron de norte a sur la ciudad entera, las calles iluminadas y solitarias por las que aún casi no circulaban coches. La cara junto al cristal frío de la ventanilla, Ferreras veía sucederse las puertas cerradas y las ventanas a oscuras, alguna de ellas con una luz encendida, luces eléctricas de madrugadores que tomaban de pie un café con leche y se disponían a emprender solitariamente el camino hacia los primeros trabajos, luces débiles detrás de visillos que tal vez correspondían a dormitorios de insomnes y enfermos. Esta en alguna parte, pensaba, aquí mismo, cerca de nosotros, quizás no ha podido dormirse y una de esas luces encendidas es la suya, o está despierto en la sombra, o se ha dormido, quien sabe, exhausto y relajado, seguro de su impunidad.

—Quiero que espere y que no ocurra nada —dijo el inspector, con la brusquedad de quien lleva largo rato dándole vueltas a algo en silencio—. Que busque de arriba abajo el periódico y no vea ninguna noticia, ni siquiera que otra niña ha desaparecido. Que oiga la radio todos los días, a todas horas, que se ponga nervioso esperando el telediario. A estos les pasa como a los terroristas. En el fondo les colma la vanidad ver sus hazañas en la prensa. He conocido a algunos que guardaban recortes pegados en álbumes, como los artistas.

«Habla más que de costumbre»: Ferreras seguía anotando con puntillosa perspicacia las novedades menores en el comportamiento del inspector. Hablaba más y más rápido, miraba con más frecuencia a los ojos. Encerrados en el coche, creía percibir, sobre el olor a calefacción y a ropa de invierno mojada, otro olor más ligero, aunque muy débil, de colonia o maquillaje, de intimidad de mujer.

—Me llamaron de tu oficina sobre las nueve —dijo, con toda premeditación, con la máxima apariencia de naturalidad—. No te localizaban y pensaron que yo podía saber dónde estabas.

Espiaba de soslayo la cara del otro en busca de su reacción: el inspector permaneció impasible, simplemente no dijo nada, como si no hubiera escuchado, recobrando en un instante su habitual inaccesibilidad. De nuevo eran dos desconocidos que se disponían a cumplir juntos una tarea absorbente e ingrata, que salían de un coche a las seis y cuarto de la mañana en el extremo más oscuro y deshabitado de la ciudad y cruzaban un pequeño parque de setos maltratados, de lámparas con los globos rotos y bancos volcados sobre la grava: callados, casi clandestinos, uno de ellos empujando una linterna encendida, el otro un maletín. De los grandes pinos del terraplén, empapados de lluvia, venia un fuerte olor a resina y madera.

—Estaba en casa mientras me llamaban —dijo inopinadamente el inspector—. Deje mal colgado el teléfono.

Al menos no había hecho como que no escuchaba: que se viera obligado a inventar una mentira casi era un acto de cortesía. De vez en cuando el viento quebraba un gran bloque de nubes y la luz de la luna dibujaba delante de ellos sus dos sombras. Un instante después ya estaba oscuro de nuevo, y sólo los guiaba el circulo de la linterna.

Bajaron por el terraplén, apoyándose para no resbalar en los troncos de los pinos, y encontraron sin la menor vacilación el lugar que buscaban, la misma zanja de la otra vez, la tierra removida, la ropa arrancada y tirada, hasta la luz de la linterna se les volvió de pronto idéntica y recordaron los dos, sin decirse nada, lo único que faltaba ahora para que la repetición fuese exacta, el cuerpo pequeño y desnudo de Fátima, tan sólo con sus calcetines blancos, con aquella cosa brotando de su boca desmesuradamente abierta. A unos pasos de las calles iluminadas de la ciudad, de los lugares usuales donde se oyen voces y cláxones y vive la gente, el terraplén y los grandes pinos de copas altas y troncos inclinados y torcidos eran en la conciencia del inspector y del forense un bosque arcaico de oscuridad y de terror, muy lejos del presente, de la luz del día, de la parte civilizada y habitada del mundo.

Buscaban, arrodillados los dos, al filo de la claridad de la linterna, como asomándose a un pozo, las cabezas próximas entre sí, las manos tanteando entre las agujas y las raíces, la humedad fría subiéndoles por los huesos: los pequeños artefactos de Ferreras, sus cepillos, sus pinzas, la delicadeza como de coleccionista de insectos con que recogía una colilla de Fortuna y la guardaba en la correspondiente bolsa de plástico, las huellas de pisadas que el mismo inspector se encargó de fotografiar, provocando con el flash de la cámara instantáneas turbulencias de sombras, las prendas de la niña, una por una, el pantalón vaquero, los calcetines, las zapatillas deportivas, varios números más grandes que las de Fátima, el suéter manchado de sangre en un hombro. «Faltan las bragas», dijo Ferreras: las encontraron más lejos, arriba, entre los setos que separaban el terraplén y el parque, y antes de guardarlas Ferreras las examinó acercándoles mucho la luz de la linterna. Estaban desgarradas, empapadas todavía en saliva, en sangre, en una espesa mucosidad. Los dos recordaron el momento en que Ferreras extraía con sus pinzas las bragas de la boca de Fátima, que se quedo tan abierta como sus ojos, la lengua hundida en la garganta, partida sobre la tráquea, los pequeños dientes infantiles asomando al filo de los labios sin sangre.

Sobre uno de los pocos bancos que permanecían intactos Ferreras ordenaba sus hallazgos a la luz cada vez más débil de la linterna: mientras buscaban, inclinados sobre la tierra, atentos a cualquier posible rastro que podría ser borrado en cualquier momento por la lluvia, no habían advertido que estaba empezando a amanecer. Hacia el este, entre la sierra todavía oscura y la capa de nubes, había surgido un fulgor rojizo que iba volviéndose dorado.

—Guadiana abierta, agua en la puerta —dijo Ferreras para sí
,
de espaldas al inspector, mirando el valle que ya tenía una grisura de mañana lluviosa de invierno.

—¿Cómo dices?

—Hablaba solo —Ferreras se volvió, su cara ya del todo definida en la claridad fantasma del amanecer, venida como de ninguna parte, ajena al mismo tiempo a la luna y al sol—. Me acordaba de un refrán que decía antes la gente del campo, cuando se madrugaba tanto para ir a la aceituna que todo el mundo se echaba a los caminos cuando era todavía de noche. Bajaban por los caminos hacia el valle, veían esa mancha roja encima de la sierra y decidían que era un aviso seguro de la lluvia. Guadiana abierta...

Estaba aterido de humedad y de frío, le dolían las rodillas y el costado, como avisándole del reuma de la vejez. Miraba, des de el parque abandonado, las casas blancas que se prolongaban hacia el sur siguiendo las sinuosidades de la muralla parcialmente en ruinas, los tejados, las torres de las iglesias, las esquinas donde estaba desvaneciéndose minuto a minuto la luz de las bombillas. Pensó que no había visto los amaneceres del barrio de San Lorenzo ,y del valle del río desde los tiempos de su adolescencia en los que aprovechaba las vacaciones de Navidad para ganar jornales como aceitunero y pagarse los estudios de Medicina. Ahora el frío, el dolor en las articulaciones, la falta de sueño, debilitaban sus defensas contra la nostalgia, y notaba que se ponía impúdicamente sentimental, lo cual, para alarma suya, le ocurría cada vez con mayor frecuencia: se acordó de la comida en casa de Susana Grey, tan solo unos días antes, del relámpago triste de intuición que le hizo descubrir junto a ella el espacio vació, el hueco o la sombra de alguien, de otro hombre que una vez más no era él.

—Este era mi barrio —le dijo al inspector. Habían recogido todas las muestras y la ropa de la niña y las estaban guardando en el maletero—. Aquí estaba el cine de verano al que me traían mis padres todas las noches. Oíamos desde lejos la música de las películas, y cuando entrábamos olía muy fuerte a jazmines y a dondiegos. Me acuerdo de cuando inauguraron esta mierda de parque, quien te ha visto y quién te ve. Había una rosaleda y una fuente de taza y las parejas de novios se venían a pasear los domingos por la mañana. Yo creo que fue aquí donde vi por primera vez a una pareja de novios tornados de la mano, que le parecía a todo el mundo una cosa muy moderna, porque los novios, hasta entonces, iban del brazo. Venia uno y se compraba en un puesto ambulante un purito americano o un cartucho de avellanas tostadas, y en verano había también un carrito de helados y de refrescos de limón. Era la última moda, venirse a pasear un domingo a los jardines de la Cava, yo me imaginaba que era mayor y que venía de la mano con mi novia después de misa de doce en el Salvador y le compraba un refresco o un cartucho de avellanas calientes, o un cigarrillo suelto, un rubio mentolado, que vallan a peseta, una fortuna. Mira en lo que ha quedado todo: jeringuillas y cristales de litronas. Y ese cabrón trayéndose dos veces a una niña sin que lo vea nadie, sin el menor peligro. Aunque hubieran gritado no habría podido oírlas nadie. Mi barrio de entonces es una ciudad fantasma.

Aún estaban de pie, junto al coche, y el inspector lo escuchaba sosteniendo en la mano las llaves, aunque sin impaciencia, con una voluntaria actitud de escuchar que Ferreras no dejó de advertir. «Me estoy haciendo viejo», declaró, con cierto disgusto de sí mismo, y se encogió de hombros tristemente antes de entrar en el coche. «Es muy desagradable pensarlo, pero ya no me gusta el mundo.» Y además me repito, pensaba con alarma, me estoy volviendo esclerótico, a quien le he dicho hace muy poco esas mismas palabras: se las había dicho a Susana Grey, recordó enseguida, el sábado anterior, mientras compartían el vino tinto, el pescado al homo y la salsa sutil que lo acompañaba, en una mesa con mantel y servilletas de hilo en la que sólo faltaba otro cubierto y otro plato delante de una silla vacía para declarar aún más abiertamente la sombra o la evidencia de quien no estaba allí. Entonces, al pensar en ella, reconoció el rastro de colonia que había percibido al subir al coche y tuvo un instante de lucidez simultáneamente adivinatoria y olfativa, y comprendió que la presencia fantasma del sábado anterior en la casa y en la mirada de ella se correspondía, con una especie de simetría velada o secreta, con la otra presencia invisible que ahora acompañaba al inspector, que le había dejado una mancha de carmín en la camisa y un tenue olor de colonia, una cierta manera de mirar o de quedarse absorto o casi sonreír. «Susana», repetía en silencio, pensaba en el nombre como pronunciándolo, «Susana Grey», acordándose de cosas que habían sucedido o no habían llegado a suceder muchos años atrás, más abatido ahora por el agotamiento de la mala noche, la cara apoyada contra la ventanilla, mientras la mañana se afianzaba en las calles todavía desiertas y algunas gotas aisladas y menudas de lluvia chocaban silenciosamente contra el cristal.

— Ya lo ves, no falla —dijo, irguiéndose para sacudir el sueno, avergonzado de aquel brote de desolación adolescente—. Guadiana abierta, agua en la puerta.

Capítulo 26

«No es que ya no tenga fuerzas para seguir escondiéndome», dijo la voz rasposa y nada rotunda al otro lado de la celosía, la voz gastada, como de arena áspera, débil en realidad, sobre todo ahora, cuando no tenía el soporte evidente de la presencia física, como esas voces que cambian del todo al ser escuchadas por teléfono, revelando cosas que tergiversa o desfigura la mirada, «es que ya no tengo la edad. No es digno vivir mintiendo y escondiéndose con más de cincuenta años, no tengo ganas sobre todo, animo, fe ciega, como quiera llamarlo, lo que sigue sosteniéndolo a uno cuando ya no le quedan creencias ni expectativas.

Dentro de nada podría jubilarme si quisiera. Me lo sugirieron al darme el traslado, que si lo prefería podía solicitar un destino administrativo y quedarme en el hasta que cumpliera los años de servicio que me faltan, una oficina de prensa o incluso algo de más rango, una accesoria de alto nivel en el Ministerio, en reconocimiento a todos mis años de experiencia, a los servicios prestados, como se decía antes. No sé si lo dijeron para premiarme o para quitarme de en medio y quizás tampoco lo saben ellos, nada está ya muy claro en este trabajo y desde hace años no sabemos del todo quienes están dentro de la ley y quienes fuera, quienes mienten y quienes dicen la verdad. Pero me dio mucho miedo de pronto que fuera a llegarme ya lo que siempre había estado tan lejos, el retiro, o peor todavía, la jubilación, es una palabra terrible, la jubilación y por lo tanto la vejez, porque uno siempre cree que los que se hacen viejos y se mueren son otros, como los que sufren los atentados. Cada vez que mataban a alguien o que lo dejaban malherido, a alguien de nosotros, yo procuraba repasar sus actos para descubrir en que se había equivocado, que imprudencias había cometido, porque esa era una manera de tranquilizarme, de sentir que no todos éramos iguales, que había una manera razonable de disminuir el peligro y hasta de evitarlo. Pero desde luego eso era mentira, en gran parte, nadie puede tomar todas las precauciones ni prevenir todas las eventualidades, nadie está seguro del todo si hay alguien que esté dispuesto a quitarle la vida arriesgando la suya. Mire esos terroristas palestinos, se sujetan con esparadrapo al estomago un paquete explosivo que no cuesta más caro ni pesa más que un walkman, suben a un autobús en Jerusalén y provocan una masacre, es lo más fácil del mundo, no hay nada que tenga menos merito, o estos de aquí, con sus lanzacohetes y sus sistemas de control remoto, que suelen ser más modernos que los nuestros, y con toda esa gente además que está dispuesta a informarles de cosas, de horarios, de las costumbres de quien ellos eligen. Yo pensaba, me convencía a mí mismo de que lo tenía todo bajo control, pero era una alucinación, como cuando uno ha bebido y se sube al coche y cree que está conduciendo muy bien, que ve muy claro y no le tiembla el pulso. Es mentira, pero una mentira muy verosímil, digamos, con todo lujo de detalles, una de esas mentiras que inventan los grandes estafadores, tan perfectas que precisamente por eso son más sospechosas, porque en la vida real no hay nada así de acabado, de bien hecho, todo parece el resultado de la casualidad o de la prisa, de la improvisación, de un ataque de rabia, como la mayor parte de los crímenes, salvo los crímenes políticos o los profesionales, que en realidad se parecen mucho».

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