Esperaban los cuatro, en el salón donde ahora el gran televisor siempre estaba apagado, en señal de luto, de un luto arcaico y tan irrevocable como el que muchos años atrás llevaba a cubrir con lienzos morados las imágenes en las iglesias, después del viernes santo. Habían estado hablando hasta unos minutos antes, en un tono de voz muy semejante al de los velatorios o al de las antesalas de los enfermos, diciendo cosas comunes, ya ni siquiera vinculadas a Fátima, comentarios usuales sobre el tiempo que hada o sobre la escuela, al final de los cuales quedaba siempre como un exceso de silencio que era preciso remontar hasta que alguien, la mujer o Susana, decía algo más, unas cuantas palabras triviales y difíciles que recibían la aprobación muda de un movimiento de cabeza, o ni siquiera eso, porque el hombre, el padre, no parecía escuchar, no quería saber nada de ellos ni del mundo, solo esperaba, se retorcía las manos esperando que sonara el teléfono y que alguna vez estuviese frente a el asesino de su hija.
Poco a poco, según se acercaba la hora, fueron quedándose en silencio, el padre y la madre sentados en el sofá, el inspector en el sillón junto al teléfono, que iba a sonar, esperaban y temían, justo a las siete menos cuarto, y Susana Grey, la señorita Susana, enfrente de todos, al otro lado de la mesa baja de cristal donde estaban su vaso de cerveza sin espuma, su cenicero y sus cigarrillos, recta en la silla, sin gafas, la espalda incomoda, las rodillas juntas bajo el pantalón de pana, el pantalón gastado de ir a la escuela, de trabajar en invierno. Fue ella quien llamo al inspector, urgida por la madre, que al principio no quería que su marido supiera que estaba solicitando ayuda: «Él dice que no sirve de nada, que la policía no va a ayudarnos, pero si usted viene también no se negara».
Ahora, a las siete menos veinte, escuchando el pesado mecanismo de un reloj de pared, eludían mirarse, ya sin palabras que justificaran un cruce de pupilas, sin frases neutras que hiciesen tolerable para el inspector o para Susana los ojos del hombre y de la mujer trastornados por la desgracia, sus caras desfiguradas y arrasadas por el dolor, por el odio, por el llanto y la falta de sueño. Sentados los dos en el sofá demasiado pequeño, involuntariamente juntos, el uno contra el otro, obsesionados sin alivio posible por la magnitud y la sinrazón del infortunio, tenían algo de intocables, de separados para siempre de los otros, como leprosos antiguos, ya indiferentes a la repulsión y a la piedad. El padre se retorcía las manos entre las rodillas, suspiraba y apretaba las mandíbulas, tensando la piel mal afeitada de las mejillas, hundiendo en el pelo negro y áspero una mano con los dedos extendidos a la vez que se inclinaba un poco más, absorto en algo que tal vez no veía, una figurilla de cristal o las puntas de sus zapatos. Solo pensaba en un cosa, decía, vivía nada más que para eso, para coger a ese y matarlo como el hizo con mi hija, así de despacio, ese y yo solos, y se retorcía de nuevo las manos, con una desesperación y una fuerza doblemente inútiles, porque hacía meses o años que las manos no le servían para trabajar y era muy probable que tampoco le sirvieran para estrangular al asesino de Fátima, de quien hablaba como si lo conociera, «ése», decía, nunca «él», y la esterilidad de su propia rabia lo enardecía y lo envenenaba más aún, de modo que ya no era capaz de sentir nada más que odio. El odio era la sustancia de su trato con los demás, el único vinculo que le quedaba con ellos: odiaba al asesino, pero también a los policías que no habían sido capaces de atraparlo, y a los periodistas que habían rondado tan morbosamente los primeros días por la calle y se habían colado sin respeto en el portal y en el ascensor y luego se habían marchado, con la misma indiferencia frívola con la que llegaron, como si la muerte de la niña fuese un acontecimiento social cualquiera, un chisme que se olvida en dos días; odiaba más que a los policías y a los periodistas a los jueces, que soltaban a los criminales, y a la gente a la que ya no se atrevía a mirar por la calle, para no encontrar expresiones de sucia curiosidad o de lastima, odiaba a la maestra que le encargo el trabajo manual a la niña y también a su mujer, que se la podía haber llevado a la compra y no se la llevo, pero sobre todo se odiaba a sí mismo por haberla visto marcharse y no prohibírselo en el último instante, por haber tardado tanto en alarmarse y sospechar, por no haber hecho nada desde entonces, nada más que segregar odio y alimentarlo y retorcerse las manos sentado en el sofá, delante del televisor apagado, en el salón donde siempre tenían echadas las cortinas para no ver a los vecinos que se asomaban a los balcones de enfrente, muy cercanos, en la calle tan estrecha, las dos manos bastas e inútiles de parado de cuarenta y tantos años que todavía conserva en ellas y en la cara señales de la intemperie en los andamios y en los tajos de las obras, pero que seguramente ya no encontrara un trabajo digno y duradero nunca más en su vida.
—Las siete menos cuarto —dijo Susana en voz baja.
— Y a va a llamar —el padre hablo sin mirar a nadie, fijo en sus manos, unidas sobre las rodillas—. Ya se estará acercando al teléfono.
Al hablar tampoco miraba nunca a su mujer. Tenía una expresión invariable de resentimiento y hostilidad difícilmente contenida, porque contra todo el mundo alimentaba el agravio de que a nadie más que a él le hubiera ocurrido esa desgracia. Podían mostrarle condolencias, enviarle telegramas, ofrecerle ayuda, pero eso no eran nada más que palabras. Porque las hijas de los demás no habían sido raptadas y asesinadas, nadie podía entender ni compartir su sufrimiento, que lo aislaba en una cápsula hermética de desesperación a la que no llegaba el consuelo de nadie: bocas moviéndose en silencio, manos y caras aplastadas contra un cristal intraspasable. A nadie que no hubiera sufrido una desgracia idéntica a la suya podía reconocer como su semejante; pero también de su mujer se apartaba, y de los otros hijos menores, a quienes ya no toleraba con la paciencia indiferente con que había asistido sin inmutarse durante tardes enteras a sus peleas, a sus llantos feroces, a sus juegos y desastres domésticos en el salón donde había tan poco espacio y tantas cosas frágiles para romper y manchar: vasos de colacao volcados sobre la tapicería del sofá, figurillas de cristal hechas añicos, amenazando con hincarse en los pies siempre descalzos, y el mirando la televisión mientras tanto, partidos de fútbol o interminables retransmisiones de motociclismo o de golf que a su mujer le mareaban la cabeza aún más que los gritos de los niños.
Los habían mandado a un pueblo cercano, dijo ella, a casa de una hermana suya, por ahora, unos meses al menos, y al contar eso servía unos botellines de cerveza tibia y una coca cola para el inspector, con melancolía y delicadeza, apocada y servicial ante los visitantes, que la impresionaban, sobre todo la maestra, más que el inspector, porque hacia Susana sentía una devoción incondicional, compartida durante años con su hija y ahora heredada de ella, la devoción agradecida de una mujer que conoce y sufre su propia ignorancia hacia la maestra que ayudara a su hija a salvarse del mismo destino del que ella, la madre, no pudo escapar. Casi eran de la misma edad, pero ella la veía resuelta, más joven, con una soberanía de mujer trabajadora y libre que había tenido el coraje de no deberle nada a nadie y de sacar ella sola adelante a su hijo. Le hablaba de usted, por supuesto, le servía las cosas a ella antes que a los demás, le preguntaba sin sosiego, las manos en el regazo, si la cerveza estaba a su gusto, si quería un poco más de maní o de queso, de pie junto a ella, sin atreverse a sentarse, atenta y a la vez ausente, también extraviada en el dolor, aunque en un dolor que no se parecía mucho al de su marido, pues carecía de la lenta segregación toxica del odio.
— ¿Le pongo otra cerveza, señorita Susana? ¿ le traigo más aceitunas?
Cerveza y coca cola tibias, platos pequeños con cortezas ligeramente rancias, con maní, con quesitos, cosas que casi ninguno de ellos tocaba, para que no se oyeran en el silencio los crujidos de la masticación, y porque según avanzaban los minutos hasta las siete menos cuarto solo podían esperar, inmóviles, escuchando el reloj de pared, los ruidos confusos que venían de la calle, como de otro mundo, el que había existido hasta el día y la hora en que Fátima no regreso de la papelería con su caja de ceras y su rollo de cartulina. Con las cabezas bajas, nerviosos, con un deseo insoportable. de que pasaran los minutos y de poder marcharse, Susana y el inspector distraían sigilosa mente la mirada en los objetos. El mango del abridor de la cerveza tenía forma de concha de peregrino y servía a la vez de cenicero:
Recuerdo de Compostela.
La foto de comunión de Fátima estaba colgada encima del sofá, más llamativa por el ampuloso marco dorado y por los colores crudos sobre el papel que imitaba la trama y las irregularidades de un lienzo pintado al óleo. EL vestido blanco de la niña, con sus encajes y gasas nupciales, la cara infantil con los ojos risueños y los dientes separados, vuelta a medias sobre un fondo que viraba del negro al azul eléctrico.
—Venga, señorita, pruebe las aceitunas, que son caseras, de las que a usted le gustan.
Pero apenas probaban nada, y la cerveza se calentaba en los vasos y perdía la espuma igual que se apagaba la conversación mientras pasaban los minutos, los últimos de la espera, tal vez, porque varias semanas después de la muerte de la niña la llamada de teléfono que sonó los primeros días exactamente a las siete menos cuarto había vuelto a repetirse, pero no cada día, sino cada miércoles, el mismo día de la desaparición, a la misma hora. Sonaba el timbre del teléfono en el piso angosto donde ya no se oían gritos de niño ni músicas ni voces de la televisión y el hombre y la mujer se quedaban paralizados al oírlo, porque para ellos ese seria ya siempre el sonido de las noticias atroces. Aguardaban, con un sobresalto en el corazón, hipnotizados por el sonido, sin levantar el teléfono, quizás con la esperanza de que los timbrazos se extinguieran, pero seguían sonando con una estridencia gradual y entonces el hombre levantaba con brusquedad el auricular y decía «diga» sin acercárselo mucho a la cara, con aquella voz áspera y quebrada que se le había quedado después del entierro, y en el teléfono al principio no se escuchaba nada, tal vez una respiración, o los rumores estáticos de la línea, pero antes de que el colgara o rompiera en maldiciones una voz masculina decía, en un tono muy bajo, pero con perfecta claridad, formando cuidadosamente cada silaba muy cerca del micrófono: «Fátima.»
Colgaba entonces, y ya no volvía a llamar hasta el miércoles siguiente. EL hombre seguía sujetando el teléfono aún cuando ya estaba cortada la comunicación, maldecía, quemaba su furia estéril gritándole a un auricular desconectado los peores insultos que le suministraba el idioma, y luego, rojo de pronto, en pie, se quedaba quieto y mudo y la boca se le descomponía en una mueca rígida de llanto infantil.
Pero se negaba a pedir ayuda, a llamar otra vez a la policía, para que, que habían hecho, de que habían servido el funeral y la muchedumbre con pancartas y fotos de Fátima y velas encendidas bajo los paraguas, que iban a hacer además de repetirle siempre las mismas preguntas, de pedirle que firmara impresos y declaraciones y anotara su número de carnet de identidad y decirle que si, que paciencia, se avanzaba, se estaban recogiendo pistas, interrogando sospechosos, mentira, gritaba, dando vueltas en el comedor demasiado lleno de muebles, de cosas, de cuadros y fotos enmarcadas, de pañitos de ganchillo, de platos decorativos, de figuritas de cristal o de porcelana, inútil para el trabajo y para hacer justicia por la muerte de su hija, un parásito, un impotente, decía, rompiendo a llorar con la boca abierta y la cara tapada con las manos, como si me hubieran capado.
Una tarde, la mujer se presento en la escuela quince o veinte minutos después de la hora de salida, porque no quería ver a los niños, y cuando se encontró con la señorita Susana se abrazo a ella y las dos se echaron a llorar, acordándose de tantas visitas anteriores para preguntar cómo iba la niña, para que la madre recibiera el halago íntimo de las palabras que la maestra iba a decirle. «Es un primor su hija, no he tenido en la escuela ni tres alumnos como ella, en todos estos años.» «Usted apriétele, señorita, que es un poco vaga, y la pena es que yo no puedo ayudarle, me pregunta algo de los deberes y yo le digo, hija mía, a quien has ido a preguntarle.» Quería que su hija aprendiera, había establecido con Susana un pacto implícito que tenía algo de secreta conspiración de mujeres para lograr que la niña tuviese una vida menos dolorosa y sometida que la suya. Los chicos le importaban menos, porque los hombres siempre tienen ventajas, aunque sean más brutos, pero la niña tenía que prepararse, sin perder un curso, ni un día, sin fallar en un examen, le hacía falta todo el saber y toda la inteligencia que los varones esgrimían y dilapidaban sin fruto, y también toda la fuerza de voluntad, la perseverancia y la astucia de las mujeres, para hacerse fuerte, para vivir de adulta una vida en la que no estuviera a merced de un hombre, de su benevolencia o de su crueldad, atrapada por hijos y marido y monótonos deberes domésticos que extenuaban hasta la aniquilación y no dejaban nada, ni resultados ni agradecimientos. Una vez, el último día del curso anterior, al darle las notas de Fátima, Susana le había preguntado que le gustaría que fuese su hija de mayor, y ella le respondió sin dudarlo, con una entregada certeza: « Yo quiero que sea como usted».
En el reloj de pared dieron premiosamente las campanadas de los cuartos, y todos, instintivamente, volvieron la cara hacia el teléfono, que aún permanecía mudo, al alcance de la mana del hombre.
—Acuérdese — le dijo el inspector—. Tiene que intentar retenerlo, por lo menos un minuto, para que nos de tiempo a localizar la línea.
—Con qué va a hacerlo —dijo el hombre, mirándolo de lado, con un gesto de fatiga o sarcasmo en la boca—. Ni siquiera ha traído un magnetófon.
—Qué cosas dices, bien sabrá el mejor que tú lo que tiene que hacer —a quien miro la mujer con expresión de disculpa no fue al inspector, sino a Susana.
—La conversación la graban en la central telefónica —dijo el inspector: en ese instante, sobresaltándolos a todos, como si no llevaran tanto tiempo dedicados únicamente a esperarlo, sonó como un agudo trallazo el timbre del teléfono.
—Espere a que suene unas cuantas veces —el inspector sujetaba la mano del padre de Fátima—. Ahora. Háblele, aguante al menos un minuto.