Pero en realidad no estaba segura de recordar exactamente esa última vez. Quizás, sin darse mucha cuenta, la estaba falsificando, usaba para darle verosimilitud rasgos de muchas otras tardes, igual que su padre, por mucho que se desesperase en la obsesión del dolor y del remordimiento, no lograba estar seguro de que su último recuerdo de ella era verdad, no podía revivir cada instante de los últimos que paso con su hija, cada detalle de lo que ocurría como una repetición soñolienta de tantas otras tardes. El sufrimiento y el insomnio actuaban como ácidos sobre ese pasaje tan breve de su memoria, sobre esa hora que luego reconstruyo en voz alta tantas veces como la revivió en su imaginación y en sus sueños, en los sueños intolerablemente crueles en los que su hija no le pedía dinero para bajar a la papelería o regresaba luego de la calle, igual que siempre, atareada y animosa, igual que cada una de las veces en las que había bajado a comprar algo a la papelería o a la tienda y había regresado sin que su padre comprendiera o agradeciera el valor de su vuelta, el don de su presencia intacta y asidua, de la dulzura y la reserva de sus afectos infantiles.
—¿Sabe lo que me hace desvelarme muchas veces? —dijo la maestra, Susana Grey, de pie junto a la mesa de Fátima, la cara vuelta hacia el patio donde unos niños de los últimos cursos jugaban al fútbol, como para eludir la mirada del inspector—. Me pongo a pensar que si no les hubiera encargado ese trabajo manual ella no estaría muerta.
Si no hubiera tenido que ir a la papelería a comprar la cartulina azul y los lápices de colores, si su padre no la hubiese dejado, si su madre, que al irse de compras le había preguntado si quería acompañarla, hubiera insistido un poco más cuando Fátima le dijo que no podía salir, que aún le faltaba terminar los deberes y hacer el trabajo manual, si ella, su madre, no se hubiera marchado, si algún azar mínimo hubiera interrumpido el curso atroz de los hechos idénticos, si no hubiera sido una niña tan seria en su enérgica vitalidad infantil, si no hubiera disfrutado tanto con las cartulinas y las pequeñas tijeras, con las reglas y los lápices de colores y las grandes letras mayúsculas que coloreaba y recortaba luego y pegaba con una exacta pulcritud sobre la cartulina de los murales. En el insomnio, en las breves horas de sueño que le deparaban los tranquilizantes y que agitaba la extenuación de sufrir, su padre recobraba con una punzada de estremecimiento el instante justo en que la niña le había pedido dinero para comprar una cartulina y había salido dando un portazo que el recordaba ahora, pero que sin duda entonces no escuchó: imaginaba o soñaba que no había llegado a salir, que regresaba cinco minutos más tarde con el rollo de cartulina azul que luego encontraron junto a su cuerpo descoyuntado y lívido; soñaba que la buscaban durante horas por calles y bosques nocturnos y que de pronto aparecía sonriente y tranquila, con ese aire de morosidad que tenía al hacer las cosas que le gustaban mucho, y les preguntaba por qué se habían preocupado tanto, sólo se había distraído un poco en la papelería, o jugando en la calle con una de sus amigas de la escuela.
Todas las cosas deslizándose con esa suavidad sin contratiempos que se recuerda y se añora siempre después de una desgracia, cada una de ellas enredándose con la siguiente para llegar a la última tarde en la vida de Fátima, los hechos más habituales, ahora conspirando para empujarla hacia la muerte, su mesa limpia en el aula, junto a la pared con zócalo de azulejos sanitarios y la ventana por la que se vela un patio de deportes, su caminata lenta desde la escuela hacia su casa, un poco inclinada bajo el peso de la mochila, los pasos exactamente repetidos de su itinerario, la manera en que se detenía siempre en los cruces y miraba a un lado y a otro para ver si venían coches, todo a su tiempo, en su minuto preciso, la llamada al portero automático, la merienda, sus hermanos viendo los dibujos animados y los anuncios de la televisión y su padre fumando junto a ellos en el sofá, en el salón demasiado pequeño donde no había sitio para nada, la madre que podía haberle salvado la vida simplemente llevándosela de compras y sin embargo se marcho sin ella, todo repetido, igual que cada tarde, con el automatismo de los actos diarios de la vida, todo llevándola como una corriente inadvertida y poderosa hacia ese instante entre las seis y media y las siete menos cuarto, hacia ese pozo de oscuridad y desconocimiento del que nunca volvió: como caer por un precipicio al dar un paso o perderse en el mar y aparecer ahogado a la noche siguiente en una costa deshabitada y lejana.
Ya pensaba que no ibas a venir nunca a verme —dijo el padre Orduña, y el no contesto, no intento una disculpa por el retraso tan largo. Permaneció de pie en el pequeño vestíbulo, con el pelo mojado y revuelto, el anorak reluciente de lluvia, una lluvia suave y tenaz, rumorosa y tranquila, como la del norte, que se escuchaba golpear en los tejados próximos y en los cristales, que chorreaba por los canalones sobre los desiertos patios de juegos que el inspector había cruzado para llegar a las habitaciones del padre Orduña.
La ciudad vivía en el interior de la lluvia y del invierno recobrado igual que en la novedad absoluta del miedo, en el sobrecogimiento nocturno de las casas cerradas, de las leyendas de hombres del saco, mantequeros y tísicos, que volvían a contarse los niños al cabo de dos generaciones que apenas habían conocido más estremecimientos imaginarios que los de la televisión. Por primera vez en mucho tiempo los niños volvían a llevar a la escuela capuchas y botas de agua y se contaban los unos a los otros, en los pasillos de las escuelas, en el tumulto de las aulas antes de la llegada del maestro, rumores fantásticos sobre el asesinato de Fátima o sobre la aparición de un hombre alto, vestido de negro, con sombrero y paraguas, que se asomaba durante el recreo a las verjas de los patios, que se hacía pasar por un padre cualquiera a la hora de salida y vigilaba a los niños a quienes no iba a recoger nadie. Volvía el recelo ante los desconocidos, se contaban otra vez las antiguas historias de hombres con grandes abrigos que ofrecían caramelos o que pasaban de noche por las esquinas con un saco al hombro: mitologías olvidadas de merodeadores y buhoneros, anteriores no solo a la televisión, sino también al cine y a la luz eléctrica en las calles, reliquias de los tiempos en que las noches traían siempre una oscuridad de terrores y amenazas, las noches largas del invierno, sin más luces que las de las lámparas de petróleo o los candiles de aceite, en aquellas casas donde crujían las maderas y se escuchaban sobre los techos de cañizo y de yeso los arañazos de los ratones, el silbido del viento en los postigos que nunca cerraban bien, las voces que murmuraban historias alrededor del fuego o de la mesa camilla, junto a la almohada de los niños.
Ahora, igual que habían regresado el invierno y la lluvia, volvían también los terrores de las noches antiguas, y apenas anochecía las calles se quedaban desiertas, se cerraban con doble llave los portales de las casas, se vigilaban las aceras vacías desde detrás de los visillos, en busca siempre de una figura a la que nadie sabía atribuirle rasgos precisos, a no ser los que inventaban las excitadas imaginaciones infantiles, un hombre alto con sombrero y paraguas, un hombre joven, de pelo negro y gafas oscuras, que rondaba por las calles conduciendo un coche rojo, su cara pálida apareciendo y desapareciendo al ritmo de las varillas del limpiaparabrisas bajo la lluvia de las cinco de la tarde, en la confusión de coches y paraguas y niños a la salida de las escuelas.
—He oído que tenéis una pista segura sobre el —dijo el padre Orduña—. Que la mantenéis en secreto, para no alertarlo.
—No sabemos nada, o casi —el inspector se quito el impermeable mojado y vio con lastima y extrañeza como el padre Orduña, al llevarlo a un perchero, arrastraba sobre las baldosas los pies calzados con zapatillas de suela de goma—. Nada más que tiene el pelo negro, que su sangre es del grupo cero y que fuma Fortuna.
—¿Y las huellas digitales?
—Solo sirven para encontrar al que ya este fichado.
—Pero estas muy mojado, te vas a resfriar —el padre Orduña de pronto había dejado de oír al inspector y examinaba su ropa y sus zapatos con una especie de atareada disposición maternal—. Espera, voy a encender la estufa.
—No se moleste.
—Calla, hombre, si no es más que un momento.
El padre Orduña desapareció por una puerta contigua que debía de ser la de su dormitorio y volvió empujando una gran estufa de butano con ruedas, una cosa grande y antigua, como de anuncio de televisión de los primeros sesenta. Abrió la espita del gas y con una lentitud alarmante busco en sus bolsillos un mechero, y cuando acerco la llama al quemador, con la mano temblona, el gas se incendio con un brusco resplandor azulado y naranja.
—Quien ha hecho una cosa así tiene que llevarlo escrito en la cara —dijo el padre Orduña—. Llevara una señal, como Caín cuando mato a su hermano y quería esconderse de Dios.
Acerco la estufa al inspector, que se mareaba con el olor insalubre y caliente del gas, y se sentó frente a él, más viejo y encogido en el sillón demasiado grande para su tamaño, bajo la luz de un tubo fluorescente que daba al recibidor un aire desolado y administrativo. Al inspector le sorprendió que la voz y la expresión de la cara de aquel hombre a quien no había visto des de hacía más de cuarenta años conservaran una capacidad tan poderosa de intimidarlo.
— Y ahora dime porqué has tardado tanto en venir a verme.
Llevaba varios meses en la ciudad, desde principios del verano, y una de las primeras cosas que había preguntado era si aún existía el internado de los jesuitas y si seguía viviendo uno de sus fundadores, aquel cura entonces joven que según el recordaba que le habían contado era pariente del general cuya estatua picoteada de disparos antiguos aún permanecía en el centro de la plaza, frente al balcón del despacho donde el todavía estaba instalándose. Un subinspector viejo, que se dedicaba sobre todo a tareas administrativas, Le dijo que el internado llevaba cerrado mucho tiempo, pero que el padre Orduña seguía vivo, y lo dijo en un tono entre de sarcasmo y de fastidio que al inspector Le desagradó, aunque procuró disimular, porque era todavía un recién llegado y prefería mantenerse en una actitud de reserva neutra, estudiar a una cierta distancia los comportamientos y las reacciones de los desconocidos que desde ahora sedan sus subordinados, que también lo estudiarían a el con la desconfianza y el fondo de agravio hacia quien ha venido de lejos para usurpar lo que correspondía a los méritos de otros.
—Sigue vivo —continuó el subinspector—. Pero ya no es el que era. Los años lo han suavizado mucho. Yo creo que ya no dice ni misa, de lo viejo que esta.
—¿Es verdad que era familia del general de la estatua? — Y tanto —el subinspector, que llevaba entre las manos una brazada de archivadores de cartón, miro también hacia la plaza: era una mañana fresca, de principios de verano, y la sombra de la torre del reloj y del edificio de la comisaría se proyectaba sobre los jardines centrales, donde estaba la estatua, rígida sobre el pedestal, un poco inclinada hacia delante—. Era sobrino carnal del general Orduña, una de las mejores familias de aquí. Se puede imaginar el escándalo que se formo cuando se fue a vivir a aquel barrio nuevo de gitanos y gente maleante, el Vietnam. Primero se hizo peón de albañil. Luego entro de operario en la fundición, que había sido de su familia. Se lo puede figurar, en aquellos tiempos, un cura rojo. La gente decía que había cambiado la sotana por el mono azul.
—¿Alguna vez lo trajeron ustedes aquí?
—Más de una —en la cara del subinspector se formo una sonrisa recelosa y cariada: era un hombre con un aspecto insalubre y desalentado de funcionario viejo, con una nostalgia evidente de tiempos pasados—. La última tuvo que venir a sacarlo el secretario del obispo.
Tenían una célula comunista en la residencia... ¿Lo conoció usted también por entonces, en alguna otra hazaña?
No contestó: no quiso que el otro supiera lo mucho que había conocido al padre Orduña. Había oído cosas lejanas sobre el a lo largo de los años, pero lo cierto era que nunca intento volver a verlo, y que alguna episódica tentación de escribirle no había llegado a pasar de un propósito imaginario. Le escribió al principio, desde luego, recién salido del internado, cuando gracias a su mediación obtuvo una beca para estudiar el bachillerato en otro colegio de jesuitas. Le escribía disciplinadamente cada dos o tres semanas des de la fría ciudad del norte de Castilla adonde lo habían enviado, otra vez interno, según lo que ya Le parecía un destino invariable de dormitorios comunes, alimentos ascéticos y corredores sombríos, pero ya adolescente, enconado en la soledad y el estudio, en una misantropía de perfeccionismo y rencorosa competición con los demás en la que muy pocas veces se concedía un apaciguamiento. Luego dejó de escribir, casi al mismo tiempo que iba dejando de confesar y comulgar, y a los efectos de la desidia y de la lejanía se fue agregando una cierta dosis de vergüenza, de miedo ante la posible o segura reprobación del padre Orduña. Primero Le mintió un poco y luego simplemente dejó de escribirle. Nunca Le dijo que había ingresado en la policía. Pero siempre, incluso cuando más olvidado estuvo de el, guardó dentro de si un desasosiego de remordimiento, una noción vaga y persistente de su escrutinio, del reproche a la vez general y minucioso que sin duda y en alguna parte, si continuaba vivo, el padre Orduña seguiría formulando contra él. Algunas veces daba gracias por no haber tenido hijos, por ahorrarse el temor al desengaño, la obsesión de la ingratitud, por ahorrarle a otros el agobio del agradecimiento y la culpabilidad.
—Pensaba que ni siquiera te habías preocupado de enterarte si estaba vivo —dijo el padre Orduña, con un brillo de humedad en los ojos, de alegría y desamparo senil que enseguida eludió con un quiebro de ironía—: Me daban ganas de ir a verte, pero ya podrás imaginar que no me trae muy buenos recuerdos el sitio ese donde trabajas.
—Los tiempos han cambiado, padre.
—Los tiempos
sí,
pero no algunos de vosotros —por la expresión afable de su cara cruzó una sombra de severidad—. Aunque estoy medio ciego todavía puedo leer los periódicos. ¿Es verdad que antes de que te destinaran aquí estuviste en el norte?
—Catorce años. En Bilbao.
—¿Pasaste miedo?
—Me acabe acostumbrando.