Salía de la oficina, les decía adiós con un gesto a los guardias de la puerta, miraba a un lado y a otro de la calle, con el miedo antiguo, todavía intacto, con el recelo de mirar a quienes se acercaban y de fijarse si había algún coche aparcado en una posición sospechosa, y nada más alejarse hacia el centro de la plaza donde estaba la estatua del general se convertía en un desconocido y comenzaba su búsqueda, una cara tras otra, espiando sin ser advertido, volviendo siempre a los mismos lugares, la papelería del Sagrado Corazón, donde habían visto a la niña por última vez, bajando hacia el paseo de la Cava y los jardines, en el extremo sur de la ciudad, al filo de la ladera plantada de pinos que terminaba en las huertas, en las primeras ondulaciones del valle.
Algunas tardes rondaba las verjas de las escuelas a la hora de salida. Escuchaba de lejos el escándalo de los niños o se quedaba inmóvil en la acera, entre las madres que esperaban, y entonces se le aparecía la cara de la niña muerta, la de las fotografías y el video de la comunión, la cara que el mismo había visto a la luz de las linternas y de los flashes que disparaba Ferreras, el forense, bajo las copas altas de los pinos, en el terraplén donde la encontraron por casualidad unos barrenderos del ayuntamiento después de una noche y un día enteros de búsqueda. Hacia las nueve de la noche, no mucho más tarde, dijo luego Ferreras, despegándose de las manos los guantes de goma con un ruido desagradable, lavándoselas después bajo el agua caliente de un grifo. «Murió hacia las nueve», repitió, «lo que no sabemos es cuanto tardó en morir», y se acercó otra vez hacia la mesa en la que estaba tendido el cadáver amarillento, amoratado, desnudo y flaco, con las rodillas desolladas, con calcetines blancos. Si parecía una novia, había dicho la madre mirando el video de la comunión delante del inspector, en medio de la tristeza horrible del piso adonde la niña, Fátima, no había vuelto después de ir a comprar una cartulina y una caja de ceras a la papelería de enfrente, y donde ahora estaban sus fotos como imágenes en una capilla, una de ellas sobre una repisa en el mueble del televisor y la otra colgada en la pared, con un marco dorado, una de esas fotos en color impresas en un material parecido al lienzo.
Estaba el inspector sentado en el sofá y la mujer le había servido, con hospitalidad incongruente, una cerveza y un placito de aceitunas, animándole a tomárselas mientras se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel, y luego había puesto el video y sin mediación ni aviso apareció la cara de la niña, en primer plano, con tirabuzones y una diadema, con un vestido blanco, con muchas gasas, el mismo que le pusieron después de muerta, pero había crecido desde que hizo la comunión, un año antes, y se lo habían tenido que dejar abierto por detrás, igual que habían tenido que maquillarle la cara para disimular lo más posible las señales, las manchas moradas, para que no se notase lo que el inspector había visto en el terraplén, bajo los pinos enfermos, los ojos abiertos y ciegos, vítreos, redondos, tan abiertos como la boca.
Pero la boca estaba taponada por algo, lo que la había asfixiado; un tejido desgarrado y manchado de sangre que solo el forense extrajo más tarde, muy poco a poco, todavía húmedo, denso de babas, de sangre, aunque no de semen, dijo Ferreras, señalando una de las manchas con la punta del bolígrafo, y el inspector sintió un acceso de asco y de frió, un principio de nausea que dio paso enseguida a un deseo rabioso de llorar. Pero le era imposible, se le había olvidado, no había sabido o podido llorar ni en el entierro de su padre, y tal vez al padre de la niña le ocurría lo mismo, tenía los ojos secos, secos y rojos, los ojos de quien no ha dormido y no va a dormir en mucho tiempo, y aunque durmiera no encontraría el descanso, porque en los sueños volvería a ocurrirle una y otra vez la desaparición de su hija y el temor y la búsqueda y luego la llamada de teléfono, el timbre de la puerta, el inspector y un par de guardias de uniforme que se quitaron la gorra antes de que nadie dijera nada. El hombre no lloro, abrió la boca tensando mucho la mandíbula inferior y entonces el grito que él no llegaba a emitir lo dio su mujer, que se había quedado en el pasillo, sin el valor preciso para acercarse a la puerta cuando sonó el timbre. Grito y cayó al suelo, y otra mujer vino a ayudarla, y desde entonces al inspector le parecía que no había dejado de escuchar su llanto, ni siquiera cuando se iba de la casa y regresaba a la comisaría con un incierto propósito de hacer algo, de justificarse, de imaginar que el crimen no quedaría impune, que había actos y búsquedas posibles, órdenes que sólo él podía dar.
De noche, en la cama, a lo largo de tantas noches de insomnio, tendido en la oscuridad, añorando sin verdadera convicción el alcohol y los cigarrillos, veía sucederse en su imaginación las caras diversas de la niña, la que tenía cuando ella vio por primera vez y la que tuvo en la sala de autopsia cuando el forense apartó la sabana para explicarle las lesiones, y también la última cara que le había visto, la del video de la comunión. Veía esas caras y luego, como si la oscuridad se hiciese más densa, veía la otra cara sin rasgos, la de alguien que tal vez a esa misma hora tampoco podía dormir, de alguien que estaba sin duda en la misma ciudad, que caminaba por sus calles y acudía a su trabajo y saludaba a los vecinos. Entonces, algunas veces, el inspector se incorporaba, como quien a punto de dormirse sufre una brusca taquicardia, tenía la sensación imposible de estar al filo de un recuerdo, pero no ocurría nada, ni siquiera le llegaba el sueno, o sólo venia cuando ya estaba amaneciendo, y pensaba en el amanecer de aquel día, en un principio de claridad que habría ido definiendo la cara de la niña, el bulto de su cuerpo, que desde lejos habría parecido como un montón de ropa tirada allí, en el terraplén, donde algunos desaprensivos tiraban basuras, cascos rotos de litronas, cartones de vino malo y de zumo de piña. Ese amanecer a él también lo sorprendió despierto, el había visto la llegada gradual de la luz y sólo supo que se había dormido cuando lo despertó como un disparo el timbre del teléfono.
Temió, confusamente, que lo llamaran del sanatorio. Temió también, y al mismo tiempo, que fuesen a comunicarle un atentado, la muerte de un compañero de la comisaría, pero al recobrar la conciencia también recordó que ya no estaba destinado en Bilbao, que le hablan concedido el traslado unos meses antes, después de una espera tan larga, cuando tal vez ya era tarde, como siempre, o casi. Siempre ocurren las cosas cuando ya no hay remedio, se acordaba del modo en que lo miro su mujer cuando él le mostró la notificación, el sobre oficial con un borde desgarrado del que sobresalía una hoja de papel. Hería de tan cerca la fijeza de sus pupilas, pero no estaban mirándolo, miraban a través de él, no hacia el televisor encendido ni hacia la ventana junto a la que ella había aguardado tantas veces, sino hacia la pared, hacia el papel pintado de la pared del piso en el que habían pasado tanto tiempo sin sentir nunca que vivían allí, años en los que solo al marcharse 'comprendieron que habían pasado, sin atención ni provecho, desde la última juventud hacia otra edad que no podía llamarse razonablemente madurez y en la que el inspector sentía ahora que habitaba como en una inhóspita provisionalidad tal vez definitiva, como la del piso vado al que regresaba cada noche exhausto de tanto caminar mirando caras de desconocidos y la cama en la que ya le parecía que estaba esperándole el insomnio igual que volvería a esperarlo su mujer cuando le dieran el alta en el sanatorio.
«Alabado sea Dios», dijo el padre Orduña, y a él se le vino a los labios la respuesta automática que no había pronunciado ni una sola vez en más de treinta años, «Sea por siempre bendito y alabado».
Parecía más pequeño, pero no mucho más viejo, usaba unas gafas de cristales muy gruesos y montura anticuada pero su pelo seguía siendo fuerte y casi todo oscuro, y si caminaba algo encorvado y arrastrando los pies no era del todo por culpa de los años, porque también había caminado así cuando era mucho más joven, a causa no de su torpeza, sino de su desaliño y su ensimismamiento. Aún sorprendía que no vistiera una sotana, que no tuviera afeitada la coronilla ni extendiera la mano para que se la besara el recién llegado. Había que inclinarse o arrodillarse al llegar a ellos, había que bajar la cabeza y besar con suavidad el dorso de la mano, y entonces se notaba muy cerca el olor de la sotana y el del jabón o la colonia que impregnaba las manos blancas, muy suaves, siempre muy frías, manos ateridas con un tacto de cera o de seda. Ahora las manos del padre Orduña eran lo más desconocido, lo más cambiado en el, manos grandes y endurecidas por años de trabajo físico, todavía con residuos de callos en las palmas, las manos de un obrero y no las de un cura, aunque también de eso se hubiese retirado hacia tiempo. Ahora no era más que un jubilado, dijo, un trasto viejo, amenazado siempre por un nuevo ataque de corazón, que tal vez lo mataría. Ya no fumaba, ya no se permitía ni un vasito de vino en las comidas, no probaba más vino que el de la consagración, dijo riéndose, y con este apenas se humedecía los labios, le habían quitado la sal, aunque esa falta le entristecía menos que la de los cigarrillos, a los que de joven había sido muy aficionado: sentado tras su mesa, sobre la tarima del aula, liaba despacio un pitillo mientras preguntaba el catecismo. De noche, en el dormitorio, se oía su tos bronquítica, y al acercarse la cara infantil a su mano derecha se olía a tabaco y se veía la mancha amarilla de la nicotina en los dedos índice y corazón. La sotana del padre Orduña olía a cera, a iglesia, a incienso, a picadura de tabaco.
«Alabado sea Dios», dijo, después de unos segundos de vacilación, provocados sobre todo por la extrañeza de encontrar a alguien esperándolo en el pequeño recibidor. El apenas recibía ya visitas, no como en otros tiempos, cuando aquella misma vivienda había sido lugar de consuelo, de discusión política, incluso de refugio, para algunos, en los tiempos difíciles. Una vez entró la policía, reventando la puerta, en busca de alguien que no estaba, revolvieron los libros y los papeles del padre Orduña y se marcharon dejándolo todo tirado por el suelo y la puerta medio arrancada de los goznes. De entonces quedaban algunas reliquias en las paredes, carteles de veinte años atrás que ahora eran increíblemente antiguos, un retrato de Che Guevara, un póster de Antonio Machado con algunos versos al pie, otro en el que se veía un mapa verde y blanco y una mujer joven y torpemente dibujada que parecía querer despertarse de un sueño o levantarse con dificultad del suelo: «Levántate y Anda, lucia», todos amarillentos, colgando flojamente de la pared, clavados con chinchetas. Quedaba, sobre todo, como un aire anticuado y familiar de penuria, las sillas y el sofá tapizados de plástico verde, con quemaduras viejas de cigarrillos, como en un piso de pobres, un frigorífico sobre el cual había, desde tiempos inmemoriales, un jarrón de cuello fino y largo, pintado de azul eléctrico, con flores secas, y al lado, en la pared, un calendario de los padres Reparadores, con una estampa rancia de la Sagrada Familia trabajando en el taller de carpintero de San José.
El padre Orduña, que era indiferente a las comodidades, lo era más todavía a la decoración, porque el ascetismo innato que no le permitía reparar mucho en el sabor de la comida le volvía también invisibles los pormenores materiales de las cosas que le rodeaban, su vulgaridad o su anacronismo, su estado de ruina. A él le daba igual que la pequeña cama en la que dormía tuviera el cabezal de formica, o que los zapatos que llevaba, sus zapatones de cura viejo y caminante, tuvieran la punta roma y el tacón ancho que habían estado de moda veinte años atrás, y tampoco echaba en falta una alfombra sobre la que poner los pies al levantarse cada mañana, para no pisar las baldosas heladas. Despojada de todo, su pequeña vivienda, tan angosta como un piso en una barriada obrera, tema algo de museo involuntario de otro tiempo, no muy lejano, pero si muy desacreditado, y hasta una gran parte de sus libros parecían reliquias de un pasado que dejo de ser moderno sin existir apenas, volúmenes de teología y de marxismo-leninismo, pasionales debates olvidados sobre la fe y el compromiso, sobre el Hombre, la Sociedad y la Trascendencia, diálogos de comunistas y católicos, incluso al gana novela vulgar de las que ahora se encontraban a precio
ínfimo
en las librerías de lance, de rancio título escandaloso,
Los nuevos curas, Los curas comunistas.
Quien se acordaba ahora de aquello, hasta del padre Orduña se había olvidado la ciudad que renegó de él, la parte católica y levítica, la carcunda lóbrega que se avergonzó del hijo prodigo, que solicito su destierro, su expulsión de la Compañía y hasta del sacerdocio: viniendo de donde venia, llevando el apellido que llevaba. En el sofá y en los sillones de plástico verde, en la salita de familia pobre, se habían celebrado reuniones de una clandestinidad de cristianismo primitivo, eucaristías de pan partido con las manos y vino no bebido en cálices de oro o de plata, sino en vasos grandes de cristal sintético, los vasos de las casas de comidas baratas y de los comedores de las familias proletarias, que eran los mismos, opacos de tan gastados, en los que ahora el padre Orduña ofreció café con leche tibio al visitante a quién había reconocido sin necesidad de oír su nombre. Nescafe descafeinado, leche condensada y agua que el padre Orduña no se había molestado mucho en calentar en la pequeña resistencia eléctrica que guardaba en su armario.
«Bendice estos alimentos que vamos a tomar»: vasos de Duralex, unas galletas María, una bandeja de plástico con el emblema multiplicado de la Caja de Ahorros. Como en los Hechos de los Apóstoles, los justos se reunían en secreto para compartir la pobreza y la persecuci6n. Rodeado por los jóvenes que habían subido sigilosamente a visitarlo, el padre Orduña, con jersey de lana oscura, con pantalones azul marrón, alzaba las manos como un orante arcaico, y las tenía grandes y anchas, fortalecidas y romas por el trabajo. Discutían en voz baja la epístola de San Pedro y los escritos de Lenin sobre activismo sindical, y de pronto les pareció que subía un galope violento por las escaleras y la puerta salto, rota la cerradura a patadas, innecesariamente, porque no había cerrojo ni llave.
De aquel as alto de la policía le vinieron al padre Orduña los primeros avisos de la fragilidad del corazón. Sus superiores 1o relevaron con benevolencia hipócrita de todos sus deberes pastorales, le prohibieron decir otra misa que la de las siete y media de la mañana, a la que no iría nadie. Poco a poco, cada mañana, había más figuras en los bancos: le estaba prohibido pronunciar sermones, pero elegía párrafos del Nuevo Testamento o de los profetas y los leía con una voz muy clara, resonante a esa hora todavía nocturna en las naves frías y oscuras de la iglesia.