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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Plenilunio (9 page)

BOOK: Plenilunio
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En el espejo de la polvera examinó el brillo de sus ojos y el estado de la línea oscura que Le subrayaba los párpados, y mientras se pasaba la barra de carmín por los labios encontró en sus pupilas una expresión de desafío hacia sí misma: que estás haciendo aquí, dijo, y al principio esa pregunta tema el mismo sentido general que otras veces, que estaba haciendo en la ciudad a la que ya nadie ni nada la ataba, pero bruscamente, cuando de nuevo unos pasos se acercaban hacia la sala de profesores, la pregunta adquirió. una precisión inesperada, urgente, contra la que ella misma no acertó a defenderse, que hacía a esa hora y en ese lugar, esperando a alguien que tardaba mucho y en quien no había pensado ni una sola vez como en una persona real, sino como en una figura abstracta o en la encarnación de una tarea, la policía, el inspector que investigaba el asesinato de Fátima: había hablado una sola vez con él, o más bien había contestado a sus preguntas y lo había mirado escucharla, había advertido su condición indudable de forastero, que en aquella ciudad tan cerrada era enseguida evidente, y con la que ella de manera automática se identificaba, se había fijado en su forma de vestir, también ajena a la ciudad, porque llevaba una ropa y un calzado propios de otras tierras más acostumbradas al confort del invierno, a la asiduidad de la lluvia, un anorak fuerte, forrado, de tela impermeable, como de trato habitual con la intemperie, con el viento marítimo, unos zapatos recios y austeros de caminar por bosques. Y ahora revisaba en el espejo la línea de sus ojos y se pintaba otra vez los labios porque estaba esperando a ese desconocido, tal vez no porque Le pareciera atractivo, sino porque era forastero y no tenía aspecto de acomodarse con facilidad a la ciudad, y eso la hada imaginarlo vagamente parecido a ella.

Había sido en una de las conversaciones de la sala de profesores que el inspector prácticamente acababa de llegar, y alguien bajo el tono de voz y dijo saber, de buena tinta, que lo habían trasladado con urgencia desde el País Vasco, y que su destino en una ciudad tan pequeña era tal vez un castigo por algo. Pero ella se resistía a participar en aquellas conversaciones, en parte porque el horror y el sufrimiento por el asesinato de la niña eran demasiado íntimos como para aceptar la degradación morbosa de los rumores y los chismes, en parte también porque sentía un impulso muy fuerte de desprenderse de todos los lazos cotidianos con la escuela y con la ciudad, una urgencia de ir preparando la partida, de solicitar un traslado y concederse a sí misma el privilegio de huir antes de marcharse, aquel estado de espíritu que en otros tiempos se apoderaba jovialmente de ella en vísperas de los viajes, en el principio de aquella vida que había comenzado a los veintidós años, con su título de maestra y su anillo de recién casada, con su hijo todavía embrionario y secreto creciendo como un organismo primitivo en su vientre.

Se había dado a sí misma un plazo inapelable, una tregua que ya no renovaría más, como había hecho otras veces, tantos años, a principios de curso, en los días todavía muy calurosos de mediados de septiembre, cuando llegaba a la escuela y encontraba esperándola el mismo olor peculiar que había dejado allí a finales de junio, el olor de tiza y de sudores infantiles, y con ellos mismos pasillos y aulas un poco más envejecidos y abandonados, los mismos patios en los que pasaría tantas mañanas más vigilando el recreo de los pequeños, los alumnos más grandes, más altos ya que ella, los de los últimos cursos, desconocidos, aunque años antes ella les hubiera enseñado a leer y limpiado los mocos, adiestrándose ahora en la brutalidad, bajando las escaleras como caballos a galope y apartando a empujones a los pequeños, quienes también, unos años más tarde, se convertirían en lo mismo que ellos, adolescentes con bozo y entrecejo, con granos en la cara, con pantalones abolsados, camisetas anchas y flojas y botas deportivas negras, idénticos a los adolescentes de las series americanas de la televisión, oscilando al caminar como ellos, algunos, los más audaces, con gorras de béisbol vueltas del revés, mascando chicle en clase, con las piernas abiertas y el cuerpo desmadejado en el pupitre, igual que había visto en la televisión.

Se había prometido o exigido a sí misma que aquel seria su último curso en la ciudad, que intentaría mover influencias antiguas para conseguir el traslado a Madrid, pero el primer día. del curso, en la sala de profesores, mientras conversaba otra vez con las mismas palabras con los mismos compañeros del año anterior, un poco más viejos, todavía bronceados, pensó que no iba a aguantar otros nueve meses de su vida en aquella escuela y en aquella ciudad, en la que tenía la sensación de haber vivido en vano tantos años, sin obtener nada a cambio de tanto tiempo, casi la mitad de su vida, su vida adulta integra, porque había terminado enseguida la carrera y al año siguiente de conseguir el título de Magisterio había aprobado las oposiciones. En lugar de solicitar una plaza cerca de Madrid secundo con más docilidad que entusiasmo el propósito de su novio, que quería que se establecieran en la misma ciudad donde él había nacido, donde había tantas cosas que hacer, aseguraba el, iluminado y ambicioso, cargado de proyectos y de principios, de ideas inapelables sobre lo injusto y lo justo, sobre la pareja y la familia y la paternidad y los negocios, sobre cada aspecto de la vida humana, de la historia, de la política, de la moral, tenía el una opinión firme y taxativa, y también, desde luego, sobre el oficio de ella, que se habla hecho maestra un poco por casualidad y tenía un alma demasiado practica como para alimentarse con el tipo de abstracciones y de proselitismos pedagógicos que tanto Le gustaban a él, y que deseaba aplicar igual de fogosamente en la escuela y en la educación de los hijos, cuando los tuvieran, cuando lo hubieran visto claro los dos, pues no era partidario de fiar nada a la casualidad o a la improvisación, al espontaneísmo, decía, y ese carácter concienzudo y meticuloso a ella Le hada sentirse frívola por comparación, Le inspiraba algo parecido a un sentimiento de culpa, una sospecha de no estar a la altura de las convicciones tan sólidas de él, igual que no se consideraba a la altura de su inteligencia.

Hubiera querido casarse, si no de largo, al menos sí de blanco, con falda corta, tacones altos y medias de seda, y en el fondo de sí misma no le habría importado casarse por la iglesia, pero desde luego no Le dijo nada de eso a él, que también tenía ideas claras y estrictas sobre la ceremonia nupcial, y cuando su madre o su padre formularon un principio de queja se indigno con ellos y se puso de parte de quien iba a ser su marido con una convicción agresiva, como si al defenderlo a él tan celosamente estuviera defendiendo su propia independencia personal y disipando sus incertidumbres más inconfesadas. De modo que se casaron en un juzgado, delante de un juez que ostensiblemente no creía en el valor de aquella ceremonia impla y que les dio una imitación fogosa de sermón eclesiástico, y a continuación, aturdidos y descorazonados por la rapidez del trámite, salieron a la calle prácticamente empujados por un funcionario judicial, pues habla muchas parejas y grupos de invitados esperando, mujeres gordas con pamelas que se reían a carcajadas tirando puñados de arroz, todo con un desasosiego de ambulatorio de la Seguridad Social, con una prisa y una desgana de trámites que a ella Le depararon una congoja invencible en el pecho, un violento deseo de encerrarse a llorar allí mismo, en los lavabos del juzgado, donde los carteles de hombres y mujeres estaban escritos a bolígrafo sobre una hoja de papel y pegados a las puertas con cinta adhesiva.

Ahora, a los treinta y siete años, descubría cosas de sí misma que habían afectado mucho su vida sin que ella las hubiera comprendido o aceptado, y muchas veces ni siquiera percibido, por ejemplo el modo en que influían sobre ella los detalles menores, la fealdad o la belleza de los lugares o de los objetos que la rodeaban, la pena horrenda que Le dieron aquellos carteles escritos a bolígrafo y pegados de cualquier modo sobre las puertas de los lavabos, lo que había de aceptación incondicional e inadvertida de los peores horrores y claudicaciones en el abandono de ciertos detalles, en la negligencia de las cosas diarias: en invierno, en una de las mesas camilla de la sala de profesores, algunas maestras, durante el recreo, se tomaban un vaso de colacao con galletas que habían traído de casa envueltas en papel de aluminio, se abrigaban con las faldillas para recibir el calor del brasero eléctrico y mojaban las galletas en los vasos, y eso a ella Le producía una desolación desde luego ridícula, pero muy intensa, como la que había sentido después de su boda al experimentar ciertos pormenores de la intimidad conyugal, al descubrir que su marido no solía vaciar la cisterna después de orinar, por ejemplo, una desolación que difícilmente podría confiar a nadie y la hacía sentirse un poco culpable, sospechosa de frivolidad ante sí misma, ante la rectitud austera de su marido.

El la había traído a su ciudad, donde pensaba ejercer el oficio de alfarero en el taller que había heredado de su padre: al cabo de no mucho tiempo ella había dejado sola en ella, sola con el niño que había nacido justo al final de su primer curso como maestra, y que no había cumplido tres años cuando el se marcho, recto y torturado siempre, explicándolo todo, con aquella temible determinación de sinceridad que excusaba toda delicadeza. La nueva vida de pronto era otra vida, una ofuscación de soledad y trabajo, de escarnio de haber sido dejada y sobresalto de posibles regresos, angustia de noches a solas con el niño enfermo, de minutos aguardando por la mañana a que llegara la chica que iba a quedarse con él, de salir a toda prisa de una reunión en la escuela para recogerlo de la guardería, para llevarlo a urgencias a las cuatro de la madrugada, porque parecía que se asfixiaba en la cuna y la fiebre no Le bajaba.

Y ahora, si tenía nostalgia de algo, no era de su juventud ni de las ilusiones de entonces, de lo que se había roto para siempre al acabar su vida conyugal una candidez en gran medida inaceptable para alguien adulto, una predisposición de credulidad y confianza que ya no recobraría nunca más—, sino de la pura sensación de novedad, de vida abierta y recién comenzada, lo mismo en la ternura que en el dolor, en la alegría que en el miedo: cuando ella llego a la ciudad el mundo no estaba usado, como ahora, ni era previsible, ni podía ser tolerablemente manejado a base de desengaño y astucia. Las cosas surgían y cambiaban de un día para otro, la llegada del primer invierno en aquella ciudad y en las habitaciones del primer piso que tuvieron alquilado era el principio excitante de una estación nueva, de una vida que olía a cosas recién hechas, a habitaciones recién pintadas, a madera fresca de muebles, el olor que empezó a notar entonces cuando volvía de la escuela y que enseguida identifico como un rasgo y a la vez un símbolo de la nueva vida.

Nada pesaba sobre ellos, nada era del todo seguro ni definitivo, habían montado una estantería a base de tablones alzados sobre ladrillos, usaban como mesas de noche dos sillas viejas que ella había traído de la escuela, aprendían a cocinar con el libro de Simone Ortega, aunque él nunca tuvo paciencia ni paladar para las comidas laboriosas que a ella Le gustaban, y lo mismo las habitaciones del piso que las horas del día tenían para ellos utilidades en gran medida intercambiables, y podían quedarse hasta el amanecer charlando y fumando con algunos amigos (Ferreras y su novia de entonces, sobre todo, la mosca muerta del pelo sucio y el pecho piano, pensaría luego con rencor tardío y del todo inútil), y levantarse a las tres un domingo, y hacer el amor en la cocina con un arrebato de urgencia o pasar una tarde entera defendiéndose del frió muy abrigados en la cama, leyendo a la luz nublada de invierno.

Con su primer sueldo pago el primer plazo de un gran equipo de música, casi el único mueble sólido o valioso que había en la casa, brillante de botones plateados y de agujas indicadoras que oscilaban como las de los sismógrafos, en aquellos tiempos anteriores a las tecnologías digitales. Tenían unos pocos discos, un
Carmina Burana
que a él Le gustaba mucho, hasta el punto que se entusiasmaba y hacia ademanes como de cantar en el coro o dirigir la orquesta, un doble de los Beatles, algo de música sudamericana, que aún no había caído en el descrédito. Pero había un disco que a ella Le gustaba por encima de todos, y que aún se sabe de memoria, aunque hace tiempo que no lo escucha, una selección de canciones de Joan Manuel Serrat que procuraba oír cuando él no estaba, no porque la criticase abiertamente, sino porque sonreía con cierta condescendencia, una sonrisa que era de esos gestos singulares que resumen un carácter y alertan sobre él, de desdén y de paciencia, de incansable vocación pedagógica. De ese disco a ella Le gustaba sobre todo una canción,
Tiempo de lluvia:
Le parecía que hablaba justo de aquel otoño de su vida, el de los veintidós años y el comienzo de todo, un otoño lento, de cielos limpios por las mañanas y atardeceres nublados y con viento, cuando lo más dulce de todo era entrar de noche en la cama y notar el roce ya cálido y agradecido de las sabanas sobre la piel, libre ahora del sudor del verano, más sensitiva, renacida, con un exceso de sensibilidad que ella aún no atribuía al embarazo, a la brizna de vida que crecía en su vientre. Tardes de lluvia en las que el sol volvía cuando ya se esperaba el anochecer, después de la oscuridad engañosa del nublado: miraba desde la ventana, aún sin cortinas, la lluvia resplandeciendo al sol oblicuo del atardecer, y al volverse hacia el interior de la habitación casi vacía estaba viendo el mismo lugar que retrataba la canción:

Es tiempo de lluvia,

de vivir de beso en beso

entre paredes de yeso

y dejar los días correr...

La canción estaba hecha para ella, para aquel septiembre y aquella tarde exacta en la que aún ignoraba que iba a tener un hijo a finales de la siguiente primavera, que sería así la estación inaugural de su maternidad, igual que el otoño estaba siendo la de su ingreso en el trabajo y en la vida conyugal.
Es tiempo de lluvia,
seguía escuchando, cantaba ella también, muy quedo,
tiempo de amarse a media voz.

Tampoco tenía, después de separarse, mucha nostalgia sexual: guardaba en su corazón como yacimientos de confusa temerá que prefería no recordar con detalle, y desde luego no echaba de menos a quien fue su marido, incluso Le resultaba desagradable pensar en la posibilidad real de acostarse alguna vez con él, o La aparición fugaz en su conciencia de alguna escena sexual de hacía diez o quince años. Gradualmente, según fue venciendo el horror y la humillación del abandono, fue comprendiendo que en realidad el no había sido nunca un amante memorable, ni siquiera en los primeros tiempos, en el primer otoño de la nueva vida, en la ciudad nueva para ella. De algo
si
tenía nostalgia: la sensación cálida, incrédula, secreta al principio, de estar embarazada, era la novedad máxima que resumía y exaltaba a las otras, que las envolvía en una dulzura también nueva, jamás sentida por ella hasta entonces, y desde luego absolutamente personal, porque ni siquiera tenía la sensación de compartirla del todo con su marido. Era una dulzura en cuya naturaleza estaba el no poder ser compartida sino con quien aún tardaría siete meses en nacer, una felicidad que nada amortiguaba y que ni siquiera disminuía ni se desgastaba con el paso del tiempo, ni cuando se convertía en una noticia familiar.

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