—Pero de pronto él no quería que tuviéramos al niño —Le dijo una tarde al inspector, unos dos meses después de que se encontraran en la sala de profesores de la escuela, cuando ya se había acostumbrado a hablarle sin que ella hiciera preguntas ni Le contara muchas cosas, tan solo Le ofrecía una atención silenciosa y concentrada—. Dijo que era demasiado pronto, que rompía todos nuestros planes. Que ninguno de los dos estábamos emocionalmente maduros para asumir la paternidad. Las palabras de entonces. Las palabras parece que son verdaderas y exactas y luego resulta que llegan y se van como las canciones del verano.
Ni siquiera tenía nostalgia de su hijo, que había dejado de vivir con ella al final del curso anterior, el que Fátima termino con las mejores notas de toda la clase, seria y sonriente al recogerlas, feliz, avergonzada de su propia excelencia, por un escrúpulo de timidez o pudor. Su hijo tenía catorce años, media uno noventa, se afeitaba todos los días y dejaba la cuchilla sucia y el frasco de espuma de afeitar abierto en el lavabo. No limpiaba el water después de orinar, y solía olvidarse de tirar de la cadena. Que ahora ya no viviese con ella era un alivio inconfesable, que también tenía, como de costumbre, su parte de culpabilidad. No echaba de menos al adolescente que se había ido a vivir temporalmente con su padre dejándola sola por segunda vez en aquella ciudad que no era la suya. Pero tenía una nostalgia muy intensa del niño que había sido des de que lo sintió por primera vez latir y moverse en su vientre hasta que tuvo nueve o diez años, y ahora se daba cuenta de que en su nostalgia había una parte de luto porque esa edad que ella añoraba en su hijo era la misma en la que la muerte había detenido para siempre a Fátima. No había diferencia, no contaba para nada el vínculo de la sangre. Muerta la niña, miraba sus trabajos escolares y su pupitre vado con un hondo luto de orfandad, como si también a ella Le hubiesen arrancado de la vida a su hija.
Estaba tan ensimismada que cuando sonó el timbre del teléfono Le provoco un sobresalto de angustia y urgencia idéntico al de la alarma de un despertador. Con torpeza, como quien ha sido despertado bruscamente, descolgó y pregunto quien llamaba y al principio no reconoció la voz del inspector. Había ocurrido algo, Le dijo, Le iba a ser imposible visitarla en la escuela, tal vez a ella no Le importaría ir a su despacho, a cualquier hora de la tarde, estaría esperándola.
Apuraba el café, escaso y demasiado fuerte, que Le dejaba un regusto amargo en el paladar, movía la cucharilla en el fondo de la taza y la sacaba untada en azúcar liquido, oscuro, como caramelo fundido, y lo saboreaba con una cierta fruición pueril, en la mesa en la que se había sentado des de el primer día, y que de un modo tácito Le era reservada por el camarero, una mesa pequeña, junto al ventanal que daba sobre los soportales y la plaza, y en la que él se sentaba de manera que podía mirar cómodamente hacia afuera y al mismo tiempo vigilar la entrada al comedor. Le habían enseñado que no se debe dar la espalda a las puertas y que en un sitio publico es preferible ver cuanto antes a los recién llegados. Uno podía estar en un bar, en un restaurante como el Monterrey, comiendo a solas el menú en su mesa de todos los días y mirando el telediario, y de pronto alguien con un aspecto normal empujaba la puerta de cristales, vestido con vaqueros, con zapatillas de deporte, con un chapetón o un chubasquero de plástico, se llevaba la mano al costado, adelantaba el brazo y en un instante apoyaba el canon de la pistola en la nuca y hacia fuego, y el mantel barato a cuadros o de recio papel blanco quedaba manchado de sangre y de materia cerebral. Unos segundos más tarde el recién llegado ya se había ido, con determinación, con calma, esgrimiendo todavía la pistola, como una advertencia, y las voces del telediario seguían escuchándose igual, y nadie se acercaba aún a la mesa donde la cabeza destrozada de un hombre yacía sobre un plato a medio terminar.
A lo que más Le costaba acostumbrarse al inspector era a la ausencia del miedo. Babia vivido y respirado el miedo durante demasiado tiempo, se lo había administrado a si mismo como una vacuna, una dosis de veneno necesaria para lograr una cierta inmunidad, y ahora, cuando ya no lo necesitaba, el miedo seguía con él, siempre, una costumbre demasiado antigua para librarse de ella en días o semanas, en los pocos meses que llevaba lejos de Bilbao. Repetía precauciones ahora inútiles, mirar a la calle nada más levantarse, desde la ventana del dormitorio, buscando una presencia inusual, un coche o una persona no familiares en el vecindario, memorizar matriculas, cambiar sus itinerarios entre la comisaría y la casa, volverse cada pocos pasos para comprobar que no era seguido, mirar debajo del coche antes de subir a el. Y aunque ahora lo usaba muy poco, cada vez que iba a girar la llave de contacto lo hacía con un impulso de expectación, con una fracción instantánea de pánico. A otros ese gesto mínimo los había matado, y él se preguntaba siempre si llegaron a saberlo, si tuvieron tiempo de comprender que estaban muriéndose, que en décimas de segundo estarían reventados y despedazados en medio de la chatarra, jirones de tejido humano y de ropa, plástico quemado, humo denso y sofocante, ventanas con cristales rotos a las que al principio no se asomaba nadie, preferían no mirar, no saber.
Puede que no, pensaba, era posible que uno no llegara a enterarse, que estuviera distraído con cualquier cosa y fuera aniquilado sin más por la muerte, un gesto breve y una fracción de segundo eran la única distancia entre vivir y estar muerto, entre subir al coche pensando hace frió o voy a llegar tarde o el partido de fútbol de anoche fue un desastre y de pronto no ser ya nada, nada vivo y ni siquiera reconociblemente humano, trozos de carne o guiñapos de ropa y vísceras, sangre y materia cerebral sobre la tapicera, en el salpicadero de un coche destrozado por una explosión, en una calle donde tras el estrépito de los cristales todo se ha vuelto silencioso, un silencio como de antes del amanecer y alguna cara pálida y desconfiada sin asomarse del todo a una ventana alta.
Cada una de las pocas cartas que le llegaban la abría acordándose de quienes pierden las manos o los ojos al desgarrar un sobre, al levantar el envoltorio de un paquete sin nada sospechoso. Preferible la muerte instantánea, no el horror de la ceguera, de las manos amputadas, de las sillas de ruedas y los siniestros aparatos ortopédicos: pero no, tampoco quería esa clase de muerte, si iban por él y no le era posible escapar prefería que lo mataran rápido, pero no tanto como para que el no llegara a saberlo, sin que de algún modo comprendiera y aceptara que se iba a morir. Fátima había tenido varias horas de lento suplicio para comprender lo que iba a sucederle, pero quizás el pavor la había hipnotizado hasta cegarle la conciencia: no sufrió al final, había dicho Ferreras, la asfixia actuó sobre ella como un anestésico.
Lo estaba esperando. Se había citado con él en su despacho, pero Le daba pereza levantarse y salir a la lluvia y al viento, y se concedió unos pocos minutos de tregua: no habían dado aún las cuatro en el reloj de la torre. Apurando el último resto frió de café se acordó sin nostalgia, aunque con remordimiento, de las sobremesas de otro tiempo, los cigarrillos y los vasos de whisky, el simulacro de vehemencia, lucidez y coraje que Le deparaba el alcohol. Pensaba en la bebida como en el otro lugar ahora lejano que había abandonado, aunque no siempre estaba seguro de si al marcharse huía o era simplemente que lo expulsaban.
A las cuatro en punto vio desde la ventana que Ferreras llegaba a la plaza en su mota y la estacionaba en la acera frente a la comisaría, envuelto en el casco y en la ancha cazadora de cuero como en una armadura, llevando enérgicamente su cartera grande, rozada, prolija de pliegues y de hebillas. Se quito el casco al acercarse al guardia de la puerta, y el inspector lo vio gesticular y adivino un segundo antes de que sucediera la negativa del guardia, que señalaba hacia el otro lado de la plaza, hacia los soportales del Monterrey. Al inspector le gustaba ver a la gente a esa distancia, des de un sitio elevado y protegido, como cuando había tenido que vigilar durante mucho tiempo a alguien y había acabado adquiriendo una especie de familiaridad muy intima con los andares y las costumbres de aquel desconocido, a quien después, si lo veía de cerca, ya no identificaba del todo con el objeto de su vigilancia. De lejos se diluía la identidad, no era difícil ver a las personas como figuras de una representación a escala, moviéndose por calles reducidas a las proporciones de un pequeño teatro, entrando en casas que en realidad tenían fachadas de cartón en las que se recortaban las ventanas, iluminadas desde detrás del escenario por una linterna o una vela.
Así veía ahora la plaza, en la quietud adormecida de la sobremesa, la estatua en el centro como una de esas figuras militares de plomo, los aligustres de copas demasiado redondas, la torre del reloj y los tejados con un color de cartón viejo, ahora empapado de lluvia, recortado contra el cielo oscuro donde las nubes se movían a una velocidad acelerada, como en un diorama defectuoso. Ferreras dejó la moto delante de la comisaría y el inspector lo vio cruzar ahora en dirección a los soportales del Monterrey y pudo calcular, igual que en una jugada de ajedrez, cada uno de sus pasos inmediatos, el momento justo en que lo veía aparecer en la puerta del comedor, con el casco de la moto en una mano y la cartera en la otra, respirando fuerte por la excitación o la prisa con que había cruzado la plaza y subido las escaleras del restaurante.
Ferreras tardó un poco en verlo, aunque a esa hora ya no quedaba casi nadie en el comedor: quien espera alerta siempre tiene ventaja sobre el que acaba de llegar, las décimas de segundo que este tarda en acomodar su mirada a la disposición de los objetos y de las presencias. Ferreras parecía cualquier cosa menos un forense, y no sólo por la cazadora, las botas y el casco: parecía más bien un fotógrafo de sucesos, un enviado especial a alguna parte, a alguna región peligrosa o abrupta. Tenía la cara muy morena, como si acabara de llegar de una guerra tropical, trayendo consigo algo muy valioso, un mensaje o un trofeo, el contenido de su cartera, de un cuero tan maltratado como el de su cazadora, con hebillas y pliegues, como el equipaje de un explorador. Su presencia sugería intemperies embarradas, temeridades y peligros. Pero cuando se quitaba la cazadora, o cuando estaba en el depósito, vestido con su bata blanca, parecía de pronto un médico, un médico muy serio y abstraído, que daba cuidadosas explicaciones técnicas y se ocupaba enseguida de hacerlas comprensibles a su interlocutor, a veces con un punto excesivo de pedagogía e indulgencia. Él fue quien tomó las fotografías del cadáver de Fátima. Abrió laboriosamente las muchas hebillas de su cartera y dejó sobre la mesa, de la que aún no habían retirado el mantel, un sobre grande y blanco. De más cerca se le veía que la piel atezada de la cara tenía un matiz terroso, y que sus ojos estaban enrojecidos y muy dilatados.
Llamó al camarero y le pidió una copa de coñac.
—¿Usted no quiere?
El inspector movió la cabeza, señalando su taza de café. Ferreras se fijó en las tres botellas vacías de coca cola que había sobre la mesa.
—¿Sólo bebe café y coca cola? Así tiene esa cara de no dormir nunca.
—Usted tampoco parece haber dormido mucho.
—Pero yo es que estoy volado, voy siempre espídico, como si me hubiera puesto algo —en el habla de Ferreras, como en su indumentaria, había un exceso irónico, una dosis de parodia aceptada de sí mismo, del aire de juventud o eficacia que sus palabras y su ropa o su moto atestiguaban—. Termine de escribir esto a las ocho de la mañana, ya no atinaba ni a ver las teclas del ordenador.
EL camarero trajo la copa de coñac y Ferreras bebió la mitad de un trago. En el aire quedó un olor crudo a alcohol. EL inspector pidió una coca cola. Ferreras se paso una mano por la cara, hundiendo luego los dedos en el pelo, que era gris y muy abundante, en un gesto involuntario de extenuación.
—Quería entregarle hoy mismo al juez el informe de la autopsia —dijo—. Esta copia la he traído para usted.
Iba a beber otro trago de coñac, pero aguardó a que el camarero trajese la coca cola, y cuando el inspector se la sirvió en el vaso con hielo hizo un ademán burlesco de brindis. Las personas muy reservadas lo ponían nervioso, le daban un sentimiento desagradable de desventaja. A él le costaba mucho permanecer callado, y suponía con resignación que su locuacidad lo dejaba siempre en inferioridad de condiciones. Ahora mismo, por ejemplo, el inspector lo miraba en silencio, bebiendo a sorbos cortos su coca cola, y aunque era indudable que le urgía conocer las novedades de la autopsia no mostraba impaciencia: era el mismo, Ferreras, que lo sabía ya todo, el que estaba nervioso, el que no podía seguir conteniéndose. Después pensó, según fue tratándolo más, que la atención del inspector no era menos intensa que la suya, pero procedía de una conciencia mucho más retirada hacia adentro, como de un lugar donde el inspector siempre estuviera solo, una casa en la que no recibía jamás visitas de nadie.
—No la violó —dijo de golpe Ferreras, apurando el coñac—. En ningún momento se corrió, el mal nacido. Ni rastro de semen, fuera o dentro de ella. Le desgarro la vagina, eso sí. Con los dedos, seguramente. Había un pelo púbico en su garganta.
—¿Y la sangre?
—Casi toda de él, menos la de la hemorragia vaginal, que a ella no le manchó la ropa, porque ya estaba desnuda.
—¿Es la misma sangre que había en el ascensor? —Idéntica. Grupo cero. Se debió de cortar profundamente con algo.
—¿Le mordería la niña?
—No creo. No hay señales de resistencia. Ni escamas de la piel del individuo en sus uñas, ni pelos arrancados. Si le hubiera mordido habríamos encontrado algún residuo en los dientes de Fátima, y des de luego algo de sangre.
Pero la sangre estaba en el ascensor, una huella roja junto al panel de mandos, y también en la baranda de la escalera, y en la pared, casi la huella completa de una mano, como esas manos azules que se yen en las fachadas de algunas casas en las aldeas de Marruecos, dijo Ferreras, a quien su espléndida disposición de explorador sólo había llevado en .su vida al norte de África, en los tiempos de los viajes en busca de hachís. De modo que su asesino no la, había asaltado en la calle, sino probablemente en el ascensor, cuando Fátima volvió de la papelería. Debió de verla cuando rondaba el portal y entro al mismo tiempo que ella, y cuando el ascensor empezó a subir y la niña permanecía callada junto a aquel hombre en el espacio tan estrecho, con su caja de ceras y su cartulina bajo el brazo, el hizo un gesto que ella no entendió, que no la alarmo todavía, extendió la mano y pulso el botón de parada y ya estaba sangrando. Con que se habría cortado, dijo el inspector, como, y vio la mancha de esa misma mano en el hombro del chándal de Fátima, las manchas exactas de los cinco dedos, como en una impresión de huellas digitales, la mano ensangrentada que se hincarla en la clavícula y en el hombro delicado de la niña, apretando los huesos tan frágiles, desgarrando luego, hendiendo.