—Nadie puede ser apolítico.
—Eso es lo mismo que decía él.
—¿Discutíais mucho?
—Apenas lo veía. Le dio una trombosis y cuando llegue al hospital yo creo que ya no me reconoció. Seguramente pensaba de mi lo mismo que usted, pero a él no le daba reparo decírmelo en la cara.
—¿Lo mismo que yo? —muy cerca del inspector, más bajo y ancho que él, el padre Orduña se erguía para mirarlo a los ojos—. Que sabes tú lo que yo pienso.
—Que cometí una especie de traición a los míos, quienesquiera que fuesen. Ustedes siempre andaban buscando traidores y apostatas, gente a la que excomulgar.
—« ¿Ustedes?»
—Los dos lados, quiero decir —al inspector, que no tenía costumbre de mantener verdaderas conversaciones con nadie, le costaba mucho explicarse—. Los curas y los del partido de mi padre. Mi padre consideraba a Stalin o a Fidel Castro o a Ho Chi Minh tan infalibles como ustedes al Papa. Por eso acabaron luego entendiéndose tan bien, tenían la misma afición a dividir el mundo entre leales y traidores.
—Algo tenemos tú y yo en común, y es que a mí también me llamaron traidor —en la voz del padre Orduña volvía a haber una entonación de ternura—. Todavía queda gente en esta ciudad que me lo sigue llamando, no te imaginas como son. Decían que leía en misa panfletos comunistas, y sólo eran fragmentos de los evangelios y de las epístolas o los profetas. ¿Te acuerdas de la epístola de Santiago?
El inspector dijo que no. Cuando se caso alguien le había regalado una Biblia grande, forrada de piel sintética, con las letras y los cantos dorados, pero él no la había leído nunca. Aquellas biblias formaban parte entonces del mobiliario de los recién casados, como el mueble bar o el crucifijo del dormitorio. EL padre Orduña cerró los ojos y recito de memoria y sin vacilación, con la voz ronca y fuerte:
—«Era, ya ahora, ricos, llorad aullando por vuestras miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, vuestras ropas están comidas de polilla, vuestro oro y plata está corrompido de orín, y su orín os será en testimonio y comerá del todo vuestras carnes como fuego...» Tus predecesores en la comisaría me abrieron un expediente por propaganda ilegal. Claro que tuvieron que archivarlo cuando supieron que solo había leído unos versículos del Nuevo Testamento. El párroco que había en la iglesia de la Trinidad pedía públicamente en sus sermones que se me expulsara del sacerdocio. Pobre hombre, Dios tuvo misericordia de él y se lo llevo muy poco después de la muerte de Franco.
Al padre Orduña, en su vejez, se le humedecían enseguida los ojos, y aquella propensión a las lágrimas le desagradaba mucho, le parecía casi un pecado de impudor. Con un pañuelo se limpio aturdidamente los ojos y los cristales de las gafas, y antes de doblarlo de cualquier modo y de guardárselo otra vez se sonó la nariz.
—Tengo que irme, padre —dijo el inspector—. Hay mucho trabajo en la comisaría.
Lo había dicho tan bajo, después de pensarlo tanto y de no atreverse, que el padre Orduña no lo oyó. Estaba ordenando de nuevo carpetas y expedientes, cartillas de notas, fichas de cartón con fotos, nombres y fechas en las que estaban resumidas otras vidas infantiles muy parecidas a la del inspector, tan semejantes a ella como las caras de los otros niños, vidas olvidadas de desamparo y pobreza, de miedo a las palmetas y a las sotanas y a los castigos del Infierno. Más de cuarenta años atrás, cuando aquel chico aterrado y anémico empezó a crecer saludablemente y rompió a escribir y a leer con una agudeza inesperada, el padre Orduña lo miraba jugar en el patio o atender en el aula y se le venían en secreto a la imaginación unas palabras del Evangelio que hasta entonces posiblemente no había entendido:
Este es mi hijo amado, en quien tengo complacencia.
—Padre —repitió el inspector, más alto, pero el padre Orduña no levanto los ojos, que para vergüenza suya habían vuelto a humedecerse—. Tengo que irme ya.
EL padre Orduña fingió otra vez que se limpiaba los cristales de las gafas y recogió de cualquier manera el desorden de la mesa, guardando luego la gran caja de cartón en su lugar de la estantería. Espero a que saliera el inspector para apagar la luz, y cuando iba a hacerlo se quedo quieto un instante, como perdido en algo, mirando los lomos de cartón alineados en las estanterías metálicas.
—No se como no se me ha ocurrido antes —dijo—. El también puede estar aquí.
¿(Que dice? —el inspector ya perdía de verdad la paciencia, se le estaba haciendo muy tarde, y si había una urgencia nadie sabía donde encontrarlo.
—Ese hombre al que tú buscas —dijo sobriamente el padre Orduña—. EL que mato a esa niña. Quizás fue alumno nuestro y su foto esta en el archivo.
Su vida entera, su conciencia, su voluntad, se resumían ya en una sola interrogación, inmóvil y fanática, repetida siempre, desde que abría los ojos al amanecer en la cama donde llevaba meses durmiendo solo, cuando se despertaba en mitad de la noche y sabía que ya no iba a recobrar el sueño, ya sin cigarrillos ni alcohol para distraer las horas, sin nadie cerca, sin una mujer vuelta hacia el otro lado y fingiendo dormir, solo con su propia conciencia, con su sistema nervioso agudizado hasta el límite por el insomnio y por el exceso de lucidez que provocaba la ausencia de la nicotina y el alcohol en su sangre. Uno bebía creyendo que el alcohol le despertaba la fuerza y le excitaba la inteligencia, y de pronto dejaba de beber y descubría justo lo contrario, que había vivido bajo el efecto no de un estimulante, sino de un narcótico, y que sin el peso tremendo y en gran parte no advertido del alcohol el sistema nervioso y la capacidad de razonar adquirían una velocidad y una limpidez casi intolerables, sin espejismos ni reposo, aunque también sin consuelo, una claridad fría de intemperie que era el nuevo país en el que ahora habitaba el inspector, su identidad no sabía si recién surgida o recobrada, si tan falsa como las otras, las que durante años le había venido suministrando el hábito doble de la simulación y el alcohol. Vivía en otra ciudad, buscaba a alguien, comía y cenaba en una de las mesas individuales de la cafetería Monterrey, llamaba todas las tardes, entre las seis y las siete, al sanatorio donde aún no daban de alta a su mujer, se dormía tarde y con la ayuda de un valium, se despertaba automáticamente con la luz del día en un dormitorio muy parecido a la habitación de un hotel, solo utilizaba el coche los domingos por la mañana, para ir al sanatorio. Prefería no saber mucho más de sí mismo. Sentía el alivio de haber desaparecido, de ser ahora sobre todo una ausencia en los lugares donde antes vivía, en las calles donde sin duda lo habían seguido y donde podían haberlo matado y en la casa donde tantas veces había sonado el timbre del teléfono y él o su mujer hablan escuchado una voz más bruta que amenazadora, «sabemos quien eres, vamos a ir por ti, chacurra carbón».
Yo sé quién soy,
le había recitado el padre Orduña, con su profunda voz arcaica de predicador,
Y vosotros quien creéis que soy.
Pero él no quería descender tan hondo, ni perderse en lo que tal vez solo era una confusión de palabras, levantadas y urdidas, como decía Ferreras, para ocultar una evidencia fisiológica inaceptable, el reconocimiento de lo que un ser humano es de verdad, por dentro, insistía Ferreras, es decir, en el sentido más literal, debajo de la piel y de los huesos del cráneo, del armazón poderoso de las costillas: un espectáculo semejante, incluso en los olores que desprendía, al mostrador de un puesto de vísceras en el mercado. Se puede dar un nombre a una cara, al brillo de unos ojos, a la superficie más frágil de un cuerpo humano, a una voz, pero como dárselo a un kilo y medio de masa cerebral recién extraído del cráneo, a unos pulmones o a un hígado, a una masa de intestinos que el ayudante de Ferreras, el mozo de autopsia, depositaba en un gran cubo de plástico, con la misma rudeza que un matarife.
«El alma», había dicho Ferreras en el Monterrey, con menos desapego científico que melancolía, tal vez embravecido por el espanto de la autopsia de Fátima, por el puro efecto de su segunda copa de coñac, «el inconsciente, los recuerdos, el yo. Literatura o nada más que miedo, incapacidad de mirar lo que somos con los ojos abiertos.
¿Se
acuerda de aquel ruso que salió al espacio y dijo al volver que no había visto años por ninguna parte? Yo miro dentro de alguien y solo veo tejidos y órganos, desde que levanto la piel de la cara y el cuero cabelludo y abro la caja torácica, la identidad humana de lo que tengo delante de mí es un acto de fe, o más exactamente, y no se extrañe de que use la palabra, de misericordia. Con los adultos es distinto, quiero decir, con los muertos adultos. Uno ve los efectos de la edad, de las enfermedades o de los vicios, los pulmones negros, chorreando alquitrán, el hígado hinchado, uno se da cuenta y acepta que el destino de nuestra materia es la decadencia y la muerte. "El mecanismo ingenioso, pero los materiales muy mediocres." No sé donde he leído eso. Pero con un niño simplemente no se puede aceptar. Todo está intacto, dispuesto para la vida, los pulmones tienen un rosa muy limpio, los huesos son flexibles aún, no se quiebran como los de un hombre mayor, con ese ruido seco que hacen. No importa el número de autopsias que uno haga. Anoche, contra todas las normas de mi ética profesional, le tuve que aceptar al ayudante una copa horrible de anís seco. A él ya le da todo lo mismo, dice que lleva abiertos .mil quinientos cadáveres. Yo creo que en el fondo me tiene desprecio, como un sargento chusquero a un tenientillo de academia. Serré el cráneo de la niña y extraje el cerebro, lo notaba tan húmedo y blando a pesar de los guantes de goma. Y entonces pensé que en aquella materia estaban o habían estado de algún modo todas las sensaciones y los recuerdos de la niña, el mundo entero contenido, si se para a pensarlo...».
Pero el inspector no quería pensar en nada más que en su primera y única interrogación, y él
quien
que le importaba carecía de las oscuridades de un alma católica o de los pormenores orgánicos que hechizaban y repugnaban a Ferreras: se resumía en un nombre y dos apellidos, en una cara que sería fotografiada de frente y en los dos perfiles. El simplemente buscaba a un hombre de veintitantos años que había raptado y asesinado a una niña de nueve, y en ese enigma podía haber oscuridad, pero no incertidumbre, alguien lleva en las manos las huellas digitales que Ferreras identifico en la piel y en la ropa de la niña, alguien tiene ese grupo sanguíneo y calza los zapatos cuyas suelas ahora están dibujadas en el archivo de la policía, y traga la misma saliva de la que dejo unos glóbulos en los filtros de cinco cigarrillos rubios.
El puede decir, en el secrete de su impunidad,
Yo sé quién soy,
el sabe que ha raptado y ha matado, y tal vez piensa o sabe también que esa intima confesión no contiene ningún peligro sabe que no hay testigos, salvo una mujer que no es capaz de recordar su cara, tan solo la sangre que le brotaba de la mane izquierda y que él se chupaba. Pero luego, cuando el inspector le mostró el álbum con las fotos de los delincuentes sexuales, la mujer las fue mirando una por una y negando mecánicamente con la cabeza, estaba segura, ninguno de esos hombres era el que ella había visto. Entonces llamaron a la puerta y un guardia le dijo al inspector que la maestra lo estaba esperando, y el al principio no supo a quien se refería, tan aturdido estaba del trabajo y de la falta de sueño, la maestra de Fátima, dijo el guardia, dice que usted le había pedido que viniera.
No se vaya, le dijo a la mujer enlutada, que miraba las torvas caras de frente y de perfil de las fichas policiales con la misma actitud de pesadumbre que si repasara en un álbum familiar las caras de parientes muertos, moviendo siempre la cabeza, «no señor, no es ninguno de estos, si lo viera tenga usted por seguro que lo conocería, por el Señor y por la Virgen que sí». Salió del despacho y la maestra estaba esperándolo de pie en una pequeña antesala alicatada hasta la mitad de la pared con espantosos azulejos marrones que la mirada de ella no dejó de anotar, con aquel don suyo para percibir los agravios de la fealdad cotidiana de las cosas. Llevaba una trenka grande, con los hombros mojados, y fumaba un cigarrillo sosteniendo el cenicero en la mano izquierda. Sin mucha habilidad el inspector pidió disculpas por haberla hecho esperar tanto, primero en la escuela y ahora en la comisaría: la maestra, Susana Grey, suavizando el sarcasmo con una sonrisa, dijo que no importaba, que ya había empezado a acostumbrarse, y fue entonces cuando el inspector se fijó en el carmín de los labios, que de algún modo contrastaba con el aire practico y laboral de su peinado y su ropa, de su misma presencia, pues iba vestida para el trabajo y el invierno y llevaba en la cara toda la fatiga de un día entero con los niños. Tema el pelo negro, peinado con cieno descuido en una melena muy corta, y las cejas nítidas y oscuras. Cuando se quitó los guantes, el inspector observó a la luz de la lámpara de su mesa de trabajo que tema las manos grandes, pero no masculinas, y que no llevaba anillos ni se pintaba las unas. Le extrañó la falta de alianza: Susana Grey tenía un aire muy definido de mujer casada y con hijos.
—Esta señora vio a Fátima y a su asesino, justo cuando salían del portal —dijo el inspector, señalando a la mujer enlutada, que hizo ademán de levantarse e inclino medrosamente la cabeza, como acatando la autoridad suplementaria de la maestra—. Me gustaría que usted escuchara con cuidado su descripción, por si tiene alguna sospecha de haber visto a ese individuo cerca de la escuela. Mirando tras la verja del patio, por ejemplo, o esperando a la hora de salida, entre los padres y las madres.
Pues verá usted, dijo la mujer, y empezó a repetirle a Susana palabra por palabra lo mismo que le había contado al inspector, minuciosa, exasperante, monótona, haciéndose rápidamente la señal de la cruz cuando nombraba a Fátima, ese angélico, decía, y se le saltaban las lagrimas, añadía detalles ya inciertos o del todo imaginarios, se culpaba a sí misma, como había estado ella para no entrar en sospechas, para no darse cuenta de que había algo raro en aquel hombre que parecía que se tapaba la boca con la mane y era que estaba chumándose la sangre.
La mujer le hablaba a Susana Grey atribuyéndole una benévola superioridad, como le hablaría sin duda a una doctora en el ambulatorio de su pueblo. De pie, la espalda contra el cristal frió del balcón, el inspector la escuchaba con desaliento y cansancio y pensaba que cualquier tentativa de descripción era inútil, porque esa mujer había visto al asesino durante unos segundos hacía varias semanas, y también porque era muy posible que en el no hubiera ningún rasgo que permitiera ser descrito con precisión, nada que no fuese vulgar, tan romo y tan común que no quedara fijado en la memoria de nadie. Salvo el detalle de la sangre, que era como una mancha violenta de color en la grisura de una fotocopia, la mujer no recordaba en realidad nada, solo estaba segura de lo que aquel hombre no era, de a quien no se parecía, no era alto, pero tampoco muy bajo, no tema barba, no iba vestido de una manera especial, era joven, desde luego, pero no muy joven, no era gordo, corpulento quizás, aunque tampoco mucho, no se parecía a ninguno de los violadores de asalto con navaja ni a los hombres envejecidos y oscuros que se acercaban a las niñas en los parques públicos o que les tocaban los muslos a los chicos en las butacas de los cines, a ningún miembro de aquella cofradía sórdida de miradas y perfiles que estaba catalogada en un álbum exactamente igual a los que usa la gente para sus fotos de familia, con hojas adhesivas y recubiertas de una lamina de plástico.