—Intentaría penetrarla y no pudo —dijo Ferreras, en el tono más neutro que pudo obtener, pero no lograba controlar sus nervios, se pasaba la mana por el pelo rizado y gris y observaba de soslayo la manera metódica en que el inspector bebía su cuarta coca cola—. Les pasa algunas veces. Entonces la obligaría a que le hiciera una felación. Uso la navaja. La niña tiene una incisión muy clara en el cuello. Pero se controlaba: Le clavo la punta menos de un milímetro.
Ninguno de los dos quería pensar de verdad en lo que estaba diciendo. Contrastaban pormenores, pero eludían imaginar las circunstancias que revelaban, el espanto cifrado en cada uno de ellos. La mana ensangrentada, los dos dedos que habían dejado sus señales indelebles en la parte posterior del cuello, la desgarradura en el sexo infantil, el pelo púbico, negro y rizado, adherido en el interior de su garganta. El inspector no quería detenerse a saber lo que habían visto los ojos claros y acerados de Ferreras en la mesa de autopsia, lo que habían tocado sus manos grandes y morenas, manos de reportero o de explorador y no de médico. Pensó conjeturalmente en una extraña cofradía de la que él y Ferreras eran miembros, pero a la que no le gustaba nada pertenecer: compartían un secreto y un recuerdo con el hombre que había asesinado a Fátima. Igual que los ojos de Ferreras, ahora enrojecidos y dilatados por la falta de sueño, por el espanto de lo que habían presenciado, los de ese hombre tendrían una expresión insondable, llevarían infinitesimalmente en el fondo de la pupila como un fogonazo la misma cara que no podía olvidar el inspector y que estaba inmovilizada en las fotografías, la cara que ni siquiera los padres de Fátima habían llegado a ver.
— Y por ahí anda —dijo el inspector, señalando a la gente que pasaba por la plaza, figuras con abrigos, tapadas por paraguas, inclinadas bajo la lluvia, empleados que regresaban a las oficinas o a los comercios después de comer y de adormecerse un rato en el sofá, una mujer con un carrito de niño forrado de plástico, un viejo con sombrero y bufanda que esparcí granos de trigo o migas de pan en el enlosado del centro de la plaza, atrayendo en un estrépito de aleteos a las palomas que abandonaban las copas de los aligustres y los hombros manchados de herrumbre de la estatua del general—. Por ahí anda el muy carbón, en medio de nosotros, tan tranquilo, perfectamente seguro de que no tenemos nada para atraparlo.
—Tenemos sus huellas —dijo Ferreras, nervioso, alentado por la ira, echado hacia delante, apartando las botellas vacías de coca cola para dejar espacio a las hojas mecanografiadas de su informe—. Tenemos su sangre y su saliva, su pelo y su piel, la forma de las suelas de sus zapatos, y estoy esperando que me manden de Madrid el informe de su ADN. Ya no es posible ir por ahí sin dejar ningún rastro, usted lo sabe, inspector, tan solo con ese pelo que había en la garganta de Fátima podemos identificarlo. Es fantástico, ¿no se da cuenta? En un pelo, en una limadura de uñas, en una gota de saliva, ahí está nuestra vida entera, más información de la que cabe en la biblioteca más grande del mundo, todo lo que uno es, lo que sabe y lo que no sabe de sí mismo, su origen y su destino, la enfermedad de la que va a morirse.
Pero nada de eso me sirve ahora, pensaba el inspector, asintiendo a las palabras de Ferreras desde la distancia clausurada en la que el otro lo veía, acordándose de las palabras del padre Orduña, busca sus ojos, su cara entre la gente, no su código genético ni su grupo sanguíneo y ni siquiera sus huellas digitales, que ahora no sirven de nada porque lo más probable es que no esté fichado, busca sus ojos, su cara, el espejo de su alma, el espejo más turbio en el que puede mirarse nadie en la ciudad, ahora mismo, mientras el cadáver helado y recosido de Fátima yace no bajo tierra, sino en un frigorífico de aluminio, mientras vuelve a caer la lluvia como una restitución de los inviernos del pasado y las nubes son tan bajas y oscuras que ya se han iluminado algunas ventanas en la plaza, los neones de las oficinas y de los comercios, de los despachos de la comisaría.
Alguien sale ahora, clandestino y vulgar, alguien joven, de veintitantos años, con el pelo negro y rizado, fuerte, con una sangre de tipo cero fluyendo por sus venas, con manos anchas, de dedos cortos y fornidos, con huellas digitales nítidamente dibujadas en los informes de la policía, con la misma exactitud con que está registrado el dibujo de las suelas de los zapatos del número cuarenta que tal vez sigue llevando ahora, y que confirman que no puede ser muy alto, uno sesenta y tantos, asegura Ferreras, haciendo un gesto excesivo con las manos, como para moldear en el aire una figura de yeso, alguien que fuma Fortuna, que debe tener los dedos manchados de nicotina, por el número de colillas que dejó en el terraplén, filtros marcados por sus dientes, manchados y reblandecidos por su saliva en la que hay trazas de alcohol, alguien que se parece a cualquiera pero que no puede ser del todo idéntico a los demás, habrá en su presencia un rasgo que lo delate, uno solo, tan indudable como los detalles de su código genético, la expresión de su cara, el brillo de sus ojos, pero la cara es un espacio vació, una cara borrada o tachada, alguien camina ahora mismo por la ciudad y tal vez cruz a con andares furtivos y lentos la misma plaza en la que el inspector y Ferreras miran la llegada prematura del atardecer y tiene manos y zapatos y pelo y huellas digitales y guarda un paquete de cigarrillos rubios y tal vez una navaja pero no puede ser identificado ni reconocido porque aún no tiene cara, ni siquiera las facciones rudimentarias y amenazadoras de un retrato robot.
—Mire quien va por ahí —Ferreras, al hablarle, le distrajo de sus cavilaciones sombras, como si le obligara a abrir los ojos, a despertar de un sueno; le señalaba a una mujer que estaba cruzando la plaza a la altura de la estatua, el inspector no la distinguía porque en ese momento el paraguas le tapaba la cara—. Susana, Susanita Grey. Tenía que haberla conocido cuando llegó a esta ciudad, hace no sé cuantos años.
El cura le pidió que lo acompañara, con un gesto de la cabeza, el mismo con el que daba en otro tiempo sus órdenes más inapelables, aquellas que no necesitaban la emergía intimidatoria de la voz ni de las bofetadas. Hizo ese gesto, con la cabeza ladeada, y lo precedió arrastrando los pies sobre las baldosas de los pasillos con una especie de pueril agilidad, de rapidez trémula de hombre muy viejo.
El no se acordaba de nada, asombrosamente, no tenía la menor intuición con respecto a los lugares por los que pasaba, ninguna de las cosas sobre las que le llamaba la atención el padre Orduña despertaban en el recuerdos o reconocimientos instintivos. Los pasillos si acaso le recordaban a la clínica por la que tal vez en esos momentos caminaba monótonamente su mujer. Los dormitorios vacíos, las grandes aulas donde aún quedaban tarimas llenas de polvo y grandes encerados, pertenecían a otro mundo, a un pasado lejano que no le parecía el suyo. En ese espacio negro de la memoria resaltaba la cara del padre Orduña y la de algún otro cura o instructor como en esos retratos que tienen un fondo neutro o abstracto, una pura sugerencia de vado o penumbra. Tampoco recordaba caras o nombres de sus compañeros de internado: sólo las filas de cabezas peladas y abatidas en la formación o en la misa, la mancha al sol de los mandiles azules, jugando al fútbol en mañanas de domingo.
—Aquí estaba el aula de Química. ¿Te acuerdas?
—No me acuerdo de nada.
EL padre Orduña no prestaba mucha atención a su falta de reacciones emocionales ante lo que veía, sin duda porque él tampoco era muy sentimental. Quería enseñarle exactamente algo, y en eso era en lo que se concentraba, con la determinación obsesiva de los viejos. Cuarenta años atrás; poblado por varios cientos de niños con mandiles azules, el colegio de los jesuitas había sido una construcción imponente, un laberinto de vastas aulas y pasillos a oscuras rodeado por terrenos baldíos en los que poco a poco fueron levantándose los edificios bajos de los talleres, de la granja y los patios de juego. Ahora una gran parte de aquella propiedad había sido vendida a una inmobiliaria, y los talleres y la granja habían desaparecido, igual que los mandiles azules y las cabezas pálidas y peladas de los internos. Ahora, dijo el padre Orduña, el colegio se había trasladado a otra parte, muy en las afueras de la ciudad, a unos terrenos mucho menos valiosos: lo único que quedaba del antiguo colegio era la iglesia y el edificio donde estuvieron las aulas y los dormitorios de los internos, y donde sólo él y el portero y algunos empleados muy antiguos y tan viejos como el mismo seguían viviendo, un jardinero al que ya casi no le quedaban plantas que cuidar, la cocinera que les preparaba la comida, las mujeres que mantenían limpios unos pocos dormitorios en los que de vez en cuando se quedaba algún jesuita de paso por la ciudad, algún invitado que venía a participar en un encuentro o a dar una conferencia.
—Todo tan grande, tan desmedido, dijo, con una monotonía de anciano quejoso—. Las huertas, los talleres, los campos de fútbol, la granja. Nos matábamos a trabajar en los primeros años, en la ciudad nos criticaban que nos remangáramos las sotanas y nos pusiéramos a revolver cemento y a cargar ladrillos al mismo tiempo que los albañiles. Desconfiaban de nosotros, pero todavía no mucho. Entonces a nadie se le ocurría pensar que un cura fuera rojo. Imaginábamos una sociedad perfecta, como la Sagrada Familia, como las primeras comunidades de cristianos: el trabajo, la religión, los buenos alimentos, el aire libre, los dormitorios ventilados. Todo en aquellos años horrendos, los peores, cuando la gente se caía muerta de hambre por las calles y todavía escuchábamos de noche las descargas en el cementerio. Pero íbamos a construir aquí una Ciudadela de Dios, una isla de caridad y trabajo. Por eso el padre rector acepto la idea de traer como internos a huérfanos del otro bando o a hijos de los que estuvieran en la cárcel. Queríamos enseñarles oficios dignos a los hijos de los pobres, y durante años lo hicimos, en la medida de nuestras fuerzas, todavía me emociono al acordarme del olor a madera del taller de carpintería, y de los chicos con sus monos azules y sus herramientas en el de mecánica. Y ya ves: ahora todo vacío, inútil de puro grande, hasta la iglesia. Pero algo hicimos, creo yo, con toda nuestra ignorancia y nuestra cerrazón ideológica, aún no se nos habían abierto los ojos a la justicia pero ya nos dábamos cuenta de que el verdadero reino de Dios era el de los pobres. Ahora miro todo esto y no sé de dónde sacamos el dinero y la energía para levantar esta casa tan grande. Yendo de un sitio a otro se me van las fuerzas y tengo que sentarme a descansar en alguna escalera. ¿No ves este pasillo, que no se acaba nunca? ¿Te acuerdas de que cuando llovía no os dejábamos salir a los patios, y os quedabais durante todo el recreo en los pasillos? EL edificio entero lo atronabais con vuestras voces, tocábamos la campana y los silbatos para que formarais y era inútil, no escuchabais nada.
El silencio en el que sonaba la voz del padre Orduña volvía aún más lejanos aquellos recuerdos: los pasos del inspector sobre las baldosas, el roce de las suelas de goma del cura, su respiración sorda y agitada, el ruido de llaves en un bolsillo. Según se iba cansando la cabeza se inclinaba más sobre el pecho, pero tenía la barbilla muy adelantada, la mandíbula inferior avanzando como si fuese ella la que tiraba de todo el cuerpo. Resonaban en su imaginación las voces y las caras de los niños que lo hablan rodeado en esos mismos lugares, pero apenas podía pensar en quienes sedan ahora, los que sobrevivieran, en sus vidas y sus caras de hombres que ya habían dejado muy atrás la juventud. De algún modo los niños de entonces seguían perteneciéndole, eran sus contemporáneos. Pero los hombres en que se habían convertido le parecían hombres de otro tiempo, de ahora mismo, carnosos y maduros, amnésicos, con los rasgos endurecidos o embotados por los años, con una sugestión de crueldad en las caras sin rastro de inocencia, en las papadas que ceñían los cuellos de las camisas y los nudos de las corbatas. Cuando los veía de niños pensaba con aprensión en como sedan de mayores, los imaginaba idénticos a sus padres, rurales y pobres, mal alimentados, con ojos de miedo, de obediencia y rencor. Algunos de ellos, por supuesto, fueron así, se perdieron de vuelta en la miseria de la que los había rescatado transitoriamente la caridad, quedaron anulados, desaparecieron, sin dejar otro rastro que las fichas, los cuadernos de notas y las fotografías que el padre Orduña llevaba años clasificando y ordenando, sin que nadie se lo pidiera, cada vez más torpe y más cegato, acercándose mucho los papeles a la cara para ver los nombres y las facciones de toda aquella gente olvidada: las caras alineadas en los pasillos del colegio, sobre los pupitres de madera basta con tinteros y los reclinatorios de la iglesia, solitarias y en penumbra tras la celosía del confesionario, caras y voces infantiles murmurando pecados con una gramática amedrentada de catecismo.
Otros, muchos más de los que él pudo imaginar, se fortalecieron y prosperaron, se volvieron arrogantes, se convirtieron en hombres que no se parecían en nada a quienes fueron de niños. Pero quien se parece, cavilaba el padre Orduña en silencio, mirando de soslayo al inspector, que caminaba a su lado esforzándose por no dejarlo atrás, quien conserva un rasgo, una expresión casual, un rescoldo de brillo infantil en los ojos. A veces alguien que decía ser un antiguo alumno lo saludaba por la calle y el no se acordaba, aunque intentara descubrir tras la máscara del adulto alguna persistencia de las facciones o la mirada de un niño. Pero sonreía y asentía, daba las gracias, se interesaba con vaguedad cautelosa por familias y trabajos. A principios del verano, cuando el aún no sabía que el inspector estaba en la ciudad, se presentó a visitarlo en la residencia un hombre maduro, pudiente, con un principio de brutalidad contenida en su apostura, el cuello demasiado rojo y ancho, el pecho demasiado abombado bajo la camisa, que tenía desabrochado uno de los botones del vientre. Volvía al colegio, al internado, por un impulso tal vez no de nostalgia, sino de cruda vindicación de sí mismo, se paseaba por los patios aún más perdido en el presente que en el pasado, endulzando en voz alta recuerdos inexactos que seguirían siendo demasiado crueles si el tiempo no llega a gastarlos. Le hablaba del comienzo, de los duros orígenes, a una mujer con gafas oscuras, pelo rubio tenido y pulseras, y a un hijo adolescente que miraba al suelo y no lo escuchaba.