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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Plenilunio (4 page)

BOOK: Plenilunio
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Marco el número del sanatorio y oyó con alivio que estaba comunicando. Intentaría llamar después, desde su casa, hasta las nueve se permitían las llamadas. Guardo las fotos, cerro con llave el armario, que todavía era un armario metálico de oficina antigua, de dependencia de la brigada político social, se lavo con agua fría, y al apartarse de la cara la toalla: húmeda y no muy limpia y ver de pronto sus ojos enrojecidos por el insomnio tuvo de nuevo la sensación de estar a punto de ver o de recordar los ojos del hombre que buscaba, como quien está a punto de recordar una palabra que no llega a su memoria, que punza tras ella para irrumpir en la conciencia, una burbuja que sube de lo hondo y estalla y queda en nada, un nombre que por algún motivo se niega a ser pronunciado, o una cara a la que no hay manera de asignarle el nombre y los apellidos que le corresponden, una de esas caras de nadie que tienen los muertos que aparecen en los descampados y a los que nadie reclama luego.

Pero la cara de un muerto enseguida se vuelve anónima, todas las caras de las victimas en las fotos forenses se parecen mucho entre sí, rotos por el crimen los vínculos no solo con la vida, sino también con toda clase de parentesco familiar. El inspector iba a salir de su despacho y se volvió desde la puerta, cuando ya la estaba cerrando, y aunque se había prometido a si mismo que no lo haría volvió a abrir el cajón donde estaban las fotos de la niña muerta y se guardo en un bolsillo del anorak el sobre marrón que las contenía, y en el otro la cinta de video que ya había mirado tantas veces, se la sabía de memoria, el video de la comunión de la niña, celebrada el año anterior, en mayo, las imágenes malas, en colores vulgares, la cámara oscilante y los gritos y el ruido de platos y de música, la fila de niños y niñas acercándose a recibir la comunión, y ella de repente, destacándose ahora, como elegida por la des gracia, con su vestido blanco y su diadema, su cara morena y risueña, las manos juntas bajo la barbilla, los ojos que el inspector no asociaba ahora con los que había visto en el terraplén, igual que no parecía que la cara fuese la misma.

Estuvo a punto de sentarse otra vez, de encender la lámpara de la mesa y olvidarse de lo tarde que era, pero en el reloj de la torre, muy cerca, oyó las campanadas de las ocho, que hicieron vibrar débilmente los cristales del balcón, y ahora salió con un aire más enérgico, bajo las escaleras hasta el vestíbulo en penumbra, donde unos guardias fumaban escuchando en la radio un partido de fútbol. No iba a dormir, pensaba, no iba a dormir y no habría nada con lo que pudiera ocupar el tiempo, disimular su lentitud, ni un libro, ni una película, ni un partido de fútbol, la voz del locutor y los rugidos del publico se mezclaban con los pitidos y los mensajes en la emisora de la policía, nada, el tiempo tan vacío como una habitación deshabitada, el insomnio no aliviado con cigarrillos, no enturbiado o suavizado con alcohol, no distraído por la presencia de nadie. Desde el bacón, antes de salir de su despacho, el inspector había examinado la plaza, el pavimento negro y brillante bajo la lluvia, el breve espacio arbolado frente a la comisaría, donde estaba la fuente con la estatua y se alineaban los taxis: nadie sospechoso, en apariencia, nadie que merodeara, ningún coche irregularmente estacionado, los guardias tenían instrucciones muy severas de no permitirlo, dictadas por el, desde luego, por su habito extremo de cautela y desconfianza, por el miedo asiduo que nunca llegaba a apartarse de él, ni siquiera cuando lo olvidaba, cada vez con más frecuencia, a medida que las semanas pasaban. Notaba que se iba acostumbrando a respirar de otro modo, que muy pronto empezaría a perder agudeza, reflejos, intuición para la proximidad del peligro. Ahora iba por la calle no temiendo que lo buscaran y que lo siguieran, sino buscando él, y aunque estaba muy cansado era incapaz de concederse una tregua, de sentarse .implemente en un bar y beber una coca cola o un café y leer el periódico sin mantener una vigilancia insomne en torno suyo. Y de pronto recordaba que no había llamado por teléfono a la clínica, se concedía la disculpa de haberlo encontrado comunicando, pero eso no le curaba el remordimiento, y veía el corredor por el que paseaban a esa hora las mujeres internas, un sitio neutro como un hostal, con 'cortinas de tejidos sintéticos y estampas baratas de paisajes en las paredes. Alguna enfermera o alguna monja acudían al teléfono y pronunciaban con voz nítida y fría un nombre por el altavoz. Las mujeres caminaban con rapidez y monotonía, se cruzaban sin hablarse, o hablando a solas, y casi todas vestían chándals y arrastraban los pies, calzados con zapatillas de paño. Si retrasaba cada anochecer el momento de llamada era porque le costaba mucho sostener una conversación fluida con ella. Le contaba algo y tenía la sensación indudable de no ser escuchado. Le hacia una pregunta y ella tardaba en contestar, decía sí o no y se quedaba quieta y respirando en el teléfono, y cuando la respiración se iba volviendo más fuerte era porque había empezado a llorar. Lloraba en el teléfono como tantas veces en la oscuridad del dormitorio, en silencio, de una manera sigilosa, sin gemidos ni énfasis, como si su llanto fuera algo estrictamente privado, sin relación con él, su marido, que permanecía callado y escuchándola sin hacer nada ni decir nada, quieto en el teléfono, como cuando estaba tendido junto a ella en la cama, a una distancia incalculable, de lejanía y de foso.

Cada cual con su secreto escondido en el alma, royéndole el corazón, inaccesible siempre, no sólo para los desconocidos, sino para quienes están más cerca, los matrimonios que paseaban del brazo por las calles nocturnas, los hombres solos que conducen coches al salir del. trabajo y aguardan con impaciencia a que cambie al verde el semáforo, los hombres o las mujeres cuyas siluetas veía el inspector en las ventanas iluminadas de las casas, las figuras solitarias que se deslizaban cerca de las paredes, que doblaban con aire de cautela o de huida las esquinas de los callejones. También el, un desconocido, un forastero en la ciudad, recién llegado casi, viviendo solo, caminando sin sosiego, quedándose despierto hasta que clareaba el día en un dormitorio conyugal en el que su mujer no había estado nunca. Había echado a andar sin darse mucha cuenta de hacia dónde iba, por calles mal iluminadas que empezaban a quedarse desiertas, había llegado a la plazoleta de una iglesia donde sus pasos sonaron con un eco muy claro y luego se extravió por unos callejones en los que no recordaba haber estado nunca. Había dejado de llover y un gajo de luna blanca y alta se deslizaba entre jirones de nubes, pero el aire estaba denso todavía de humedad y de niebla. Buscaba la salida hacia una calle principal pero no acertaba a encontrarla. Ahora no pisaba asfalto, sino un empedrado desigual, brillante bajo las luces débiles de las esquinas. Justo en el ángulo donde se quebraba un callejón había una hornacina con un Cristo iluminado por una lámpara amarilla. Se sorprendió de tener miedo, no el miedo usual de su vida adulta, sino otro mucho más antiguo, como un recuerdo de pavor infantil, el miedo de los niños a perderse en calles oscuras y desconocidas. Si ahora viniese alguien hacia él y se cruzaran y fuese el asesino de la niña el no podría saberlo. Caminó más de prisa, sin ver a nadie, oyendo tan sólo ruidos de cubiertos y de televisores en el interior de las casas, porque sin duda era la hora de cenar. Salió con alivio a una calle más ancha, y luego a una plaza vacía y mal iluminada, y entonces vio que había llegado al pequeño parque al final de la ciudad, al filo de los terraplenes, muy cerca del lugar donde había aparecido la niña. Seguro que él ha vuelto también, pensaba, internándose en las sombras de los setos y de los cipreses, de los rosales abandonados, escuchando sus propios pasos sobre la grava del parque, sobre los cristales de botellas rotas. Pero era como oír los pasos del otro, como tener su presencia muy cerca, al alcance de la mana extendida, quieta y aguardando allí mismo, entre las sombras de los árboles que parecían algunas veces sombras humanas.

Capítulo 4

El invierno y el miedo, la presencia del crimen, habían caído sobre la ciudad con un escalofrío simultaneo, con un sobrecogimiento de calles silenciosas y desiertas al anochecer, batidas por una lluvia fría y por un viento grávido de olores a tierra que en el curso de una o dos noches derribo todas las hojas de los plátanos y los castaños, secas desde antes del verano por culpa de la larga sequía. De nuevo había hojas oscuras y empapadas en el pavimento de las plazas, de nuevo se escuchaba el agua en los canalones de cine y hacía falta salir a la calle con abrigo y paraguas, y comprarles a los niños impermeables y botas de goma. La lluvia, tan necesitada, vino al mismo tiempo que los anocheceres tempranos de octubre y que la noticia del crimen, y el tránsito de la estación sorprendió a la ciudad como la salida de un túnel al final del cual apareciera un paisaje desconocido. El pasado, el verano eterno de la sequía, los días aún tórridos de finales de septiembre, estaban tan lejos como el tiempo anterior a la desaparición y al asesinato de la niña, a la llegada de las cámaras de televisión y las riadas de periodistas que se instalaron en la plaza del general Orduña, frente a la comisaría, como una colonia tumultuosa de aves migratorias, y se marcharon luego tan rápidamente como habían venido, dejando tan solo en recuerdo de su presencia vasos de papel y recipientes de comida rápida tirados en los jardines que rodean la estatua, y también una vaga conciencia de mentira y ultraje. Con una codicia de grandes aves rapaces vinieron de la capital de la provincia, de Sevilla y Madrid, y ocuparon los costados de la plaza con sus grandes camiones y sus coches coronados por antenas parabólicas. Asaltaban sin respeto a la gente con los micrófonos en la mano, montaban guardia frente al portal donde había vivido la niña, rodeaban a todas horas la puerta de la comisaría, una multitud erizada de micrófonos, de cámaras de video, de chasquidos de disparos y flashes, de pequeños cassettes que asediaban al inspector cuando salía o entraba. Solo al principio, des de luego, cuando apareció el cadáver y se corrió el rumor de que un sospechoso estaba detenido, de que la policía había logrado localizar el origen de una de las llamadas anónimas que sonaban cada tarde en casa de la niña, justo a la misma hora en que su padre empezó a pensar que tardaba demasiado en volver, a las siete menos cuarto, la niña estaba haciendo los deberes y bajo a la papelería a comprar una cartulina de color azul y una caja de lápices y ya no volvió más. Ahora alguien llamaba por teléfono, justo a esa hora, a las siete menos cuarto, llamaba y permanecía en silencio, invisible y oscuro en alguna parte de la ciudad, hallado de un teléfono, impune y sádico, aunque no fuera el asesino, aunque llamara tan solo por curiosidad morbosa, por oír la voz ronca y desesperada del padre. Dijeron que las llamadas procedían de una casa cercana, tal vez del mismo bloque, y que el asesino era un conocido de la familia, incluso un pariente de la niña, y durante uno o dos días las cámaras fotográficas, los cassettes y los equipos de los reporteros de televisión permanecieron montando guardia frente a la comisaría o en la puerta de los Juzgados, pero al final no se supo o no se dijo nada, y los reporteros empezaron a desaparecer con el mismo estrépito de pájaros migratorios con que habían llegado, y al cabo de una semana las noticias sobre nuevos rumores o pistas habían desaparecido de los telediarios y de las primeras páginas y sólo se encontraban en las secciones de sociedad de los periódicos.

Un día el inspector vio su propia cara en el telediario, tomada de muy cerca, con su nombre y su cargo escritos en la parte baja de la pantalla, como por si quedaba alguna duda, y se irritó mucho y se alarmó más de lo que el mismo estaba dispuesto a reconocer. Estaba comiendo en su mesa habitual del Monterrey, en la planta de arriba, cerca de la ventana desde donde veía la plaza y hasta el balcón de su despacho. Cuando su cara apareció en la pantalla miró en tome suyo temiendo que otros comensales se hubieran fijado, pero no había muchas mesas ocupadas, y aunque todo el mundo prestaba una atención distraída al telediario nadie pareció reparar en el. En el Monterrey solían comer viajantes solitarios, algún funcionario recién trasladado, como el mismo, gente de paso en la ciudad. Se preguntó si esas imágenes las estaría viendo alguno de los que le enviaban anónimos cuando vivía en el norte y comprendió con desagrado que había tenido un acceso innoble de cobardía, más intenso porque le alcanzaba inesperadamente, con la guardia baja, cuando ya estaba empezando a acostumbrarse a no tener miedo, en parte porque hasta entonces había poseído la razonable seguridad de que quienes lo amenazaban de muerte unos meses atrás no podían saber adónde lo habían trasladado, en parte también porque estaba tan enajenado, tan ausente de todo, tan obsesivamente dedicado a investigar la muerte de la niña, que todas las demás circunstancias de su vida se le volvían muy borrosas, borrosas y lejanas, lo mismo su mujer en el sanatorio que el pasado en el norte, las llamadas de teléfono en las que una voz joven le anunciaba que iba a morir, los sobres sin franqueo, dejados directamente en su buzón, incluso debajo de su misma puerta, una vez, pocas semanas antes de que le llegara la notificación del traslado. Tocaron muchas veces el timbre y su mujer, que estaba sola, no se atrevió a abrir, ni siquiera a aproximarse a la mirilla, y vio en silencio, paralizada por el miedo, el filo blanco que aparecía poco a poco debajo de la puerta, el sobre en cuyo interior solo había una foto antigua del inspector recortada de una revista de la policía, una cosa olvidada, de diez o quince años atrás, y cruzando su cara, como tachándola, una cruz trazada con bolígrafo, unas mayúsculas,
R. I. P.,
la fecha de nacimiento del inspector y tras ella una fecha de tan solo unos días después.

Vio su propia cara en la pantalla del televisor, pero la imagen no duro más de un segundo, y en cualquier caso esa fue la última vez que hubo referencias a la muerte de la niña en un telediario. Temía de pronto que los demás se olvidaran de ella con la misma inconstancia frívola con que al cabo de dos o tres semanas ya parecían haberla olvidado los periodistas, y se prometió a si mismo que el no iba a olvidar. Iba a seguir buscando en las caras y en los ojos de la ciudad la mirada del asesino, repasaría uno por uno todos los episodios del hallazgo y de la investigación, todas las declaraciones, los atestados, los informes forenses, las densas páginas mecanografiadas y fotocopiadas muchas veces de la prosa jurídica, de los relatos policiales que el mismo había dictado: hojas densamente escritas, sin acentos, con faltas de ortografía, mecanografiadas por guardias que solo manejaban los dedos índices de las manos, leídas y repetidas con una monotonía de noches de insomnio, de formulas legales que sin embargo mantenían

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