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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Plenilunio (19 page)

BOOK: Plenilunio
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—Un verdadero restaurante —dijo Susana, mientras buscaba en el bolso las llaves del coche—. Con manteles de hilo y carta de vinos, ¿no puede imaginárselo?

En sus tiempos de peor aflicción había aprendido algo sobre sí misma: que su capacidad de revivir y de salvarse del dolor dependía mucho de sensaciones físicas y de experiencias materiales, no tanto de ideas o propósitos, demasiado abstractos siempre para inspirarle confianza. No podía cuidar su alma si no cuidaba sus manos o su piel, y lo que a veces le devolvía las ganas de vivir era el tacto de un tejido gustoso o de una copa de cristal, la adquisición, en un anticuario, de una mecedora de madera bruñida. Dependía, para sus estados de ánimo, de la porcelana de las tazas del desayuno, de la calidad del pan y del aceite con que se hada una tostada y del sabor del zumo de naranja. La desolación moral siempre tema para ella una evidencia física. Igual que cuando estaba embarazada y su organismo le exigía con toda urgencia que tomara algo dulce para no desvanecerse, un pastel o unos bombones, esa noche sentía la necesidad de cenar bien para salvarse del recuerdo agobiante del piso y de los padres de Fátima, para curarse de la repugnancia que le había dejado la voz oscura que repetía en el teléfono el nombre de la niña.

Dijo que siempre se le extraviaban las llaves del coche: sacaba cosas del bolso y las dejaba sobre el techo del Opel Corsa blanco, racimos de llaves de su casa y de la escuela, paquetes de kleenex y de tabaco, cajas de cerillas de cocina, una cartilla de ahorros, una tarjeta de crédito, el estuche de las gafas, recibos viejos de cajero automático. Las encontró por fin, abrió el coche, volvió a guardarlo todo en el bolso, se quitó1a trenka antes de sentarse, y de pronto pareció menos fornida y más joven, con su jersey de lana gruesa, sus pantalones de pana y sus botas de invierno. Para conducir se puso las gafas, y adquirió enseguida, de perfil, la fuerte barbilla sobresaliendo justo del cuello alto del jersey, una inmediata severidad practica, confirmada por la eficacia terminante con que sus manos desbloquearon el dispositivo de seguridad del volante y empezaron a manejarlo.

—Ese anorak suyo —dijo, mientras maniobraba el coche marcha atrás para salir a la calzada—. Enseguida me fije en él.

—No me diga —el inspector se sentía algo inseguro, como si le rondara el ridículo o la fragilidad de lo furtivo, sentado en un coche que él no conducía junto a una mujer que no era la suya ni tampoco una de aquellas conquistas de erotismo alcohólico que le habían deparado algunas noches no tan lejanas ni tan fáciles de borrar como él hubiera querido. Su asiento estaba además muy cerca del salpicadero, y él levaba las piernas encogidas y no acertaba a tantear el mecanismo que lo haría retroceder. «La palanca esta a su derecha, debajo del asiento», dijo Susana, mirándolo un instante: que hubiera adivinado su pensamiento le hacía sentirse un poco más ridículo. Encontró la palanca y con intenso alivio supo manejarla. Respiro profundamente, aunque con sigilo, extendió las piernas pero no llego a apoyar la nuca en el respaldo.

—Ese anorak es la clase de ropa que nadie lleva aquí —continuo Susana—. Tan recia, tan de invierno, de un clima menos africano y con un nivel de vida más alto. Así que nada más verlo a usted en el patio de la escuela pensé: viene del norte, del País Vasco o de Santander.

—He vivido bastantes años en Bilbao. Me dieron el tras lado a principios del verano.

—¿Le gustaba?

—Que pregunta-d.ijo el inspector. A un policía destinado allí no era muy frecuente que se la hicieran, tal vez porque nadie la consideraba necesaria. Pero el mismo quedo un tanto asombrado de la convicción de su respuesta—: SI que me gustaba, aunque le parezca mentira.

Ahora que ya no estaba en el norte comprendía que se había acostumbrado muy hondamente a algunas cosas, a las monotonías y a los matices de los paisajes y del clima, a la proximidad del Cantábrico y a los colores suavizados por la niebla, lavados por la humedad, mucho menos rotundos que en el sur, donde todo, cuando llego, había sido de una nitidez hiriente, cegadora, sin gradaciones de tonalidad ni de sombra: el color pardo o calizo de la tierra desnuda, los azules y blancos tan excesivos en el cielo del mediodía como en la cal de las paredes, la crudeza con que de pronto aparecían las cosas en aquellos paisajes nunca del todo ajenos al desierto, un árbol, una casa de campo, una roca, incluso un río
,
no los ríos brumosos del norte, con las orillas difuminadas por la vegetación, sino corrientes menguadas por años de sequía y discurriendo entre laderas de una desnudez mineral.

—¿Pasaba mucho miedo? —era una mujer que no se detenía ante ninguna pregunta. Mostraba una mezcla desconcertante de cortesía extrema y de curiosidad, una deferencia innata hacia las experiencias y las vidas de quienes trataban con ella. Se daba cuenta de que casi todas las personas desconfían si alguien da señales de curiosidad hacia ellas, y de que muy pocas tienen la generosidad necesaria como para prestar atención a las vidas de los otros.

—Mucho. Siempre estaba esperando que me ocurriera algo. Salía de casa por la mañana y pensaba que quizás ya no volvería esa noche.

—¿No se llegaba a acostumbrar?

—Claro que sí. La gente se acostumbra a lo peor. A vivir con una enfermedad o con las piernas cortadas, a estar siempre temiendo morir. Hasta los padres de Fátima se acostumbraran.

—¿Y su mujer?

—¿Cómo dice?

—Su mujer —Susana indico el anillo de casado en la mano izquierda del inspector—.¿Se acostumbro ella?

El inspector enrojeció, aunque no creía que Susana hubiera podido advertirlo: conducía muy atenta a la carretera, pero volvía constantemente la cara hacia él, en rápidas indagaciones sobre su expresión o sus gestos, que le parecían a la vez neutros y muy reveladores, sometidos a un exceso de tensión que se quebraría sin remedio más de lo que él deseara, incluso de lo que percibiera el mismo.

—Tuvo una crisis nerviosa muy fuerte casi cuando ya nos veníamos —al inspector le desagradaba mucho hablar de su mujer, en gran parte porque no sabía cómo hacerlo, cuál era el tono adecuado para explicarse ante una casi desconocida que lo llevaba en su coche, que lo había invitado a cenar: al mismo tiempo se sentía torpe con una y desleal hacia otra, se arrepentía amargamente de haber aceptado, añoraba la tranquila seguridad, la soledad y el tedio de su casa—. Ahora está ingresada en un sanatorio. Me dicen que saldrá pronto. En realidad me lo vienen diciendo desde que ingreso.

—La echa mucho de menos.

No había preguntado: afirmaba. Pero el inspector, si se hubiera atrevido a decir la verdad, no habría contestado que sí. Quería que volviera, y no solo del sanatorio, sino del túnel de desolación y mutismo en el que llevaba tanto tiempo sumida, pero no podía decir que añorara su presencia junto a él, que sintiera su falta en la casa al volver del trabajo. A nadie le podía decir que muchas veces había pensado dejarla, no porque deseara a otra mujer, a otras, sino simplemente porque no la quería, porque hubiera preferido estar solo, sin el continuo agobio de pensar que ella estaba esperándolo cuando tardaba, que estaba sufriendo cada gesto suyo de despego y frialdad: no era verdad que uno pudiera acostumbrarse a todo, ella no lo había logrado, después de tantos años.

—Mire la luna —dijo Susana: se habían quedado los dos en silencio. Frente a ellos, por encima del valle ondulado de olivares y de la silueta negra de la sierra, la media luna blanca permanecía inclinada e inmóvil como un globo, cercada por una incandescencia fría que apagaba a su alrededor el brillo de las constelaciones—. Qué alta está. ¿Conoce esa canción?
Qué alta esta La luna.
Creo que va a sonar de un momento a otro. Marcel Proust creía de pequeño que todos los libros trataban de la luna. A mí me pasa eso con las canciones. Casi todas las que más me gustan tienen que ver con ella.

—Está en cuarto creciente.

—Yo eso nunca lo sé. ¿Cómo puede estar seguro?

—Un cura me lo explico hace muchos años y no se me ha olvidado. La luna es embustera, me decía. Cuando tiene forma de C, no está en cuarto creciente. Lo está cuando parece una D mayúscula. Cada vez que la miro me acuerdo de eso.

A Susana le estaba pareciendo que la voz de Ella Fitzgerald era demasiado triste y busco otra música que le avivara el ánimo, una cinta de Paul Simon,
Graceland,
que siempre había tenido sobre ella un efecto infalible. No hablaban ahora, hipnotizados los dos por las claridades y las sombras del paisaje nocturno, la tierra pálida, recién empapada por las lluvias, y las copas de los olivos repitiéndose con la misma exactitud de metrónomo de los postes telefónicos. La claridad de la luna exageraba y volvía más próximos los volúmenes azulados de la sierra, resaltando las manchas blancas de los pueblos en sus estribaciones, con su parpadeo de luces amarillas. No hablaban, cada uno atento al otro y receloso de él, buscando palabras, dejándose llevar por el impulso del coche y por el magnetismo de la música en el espacio sellado. Susana observo que el inspector había apoyado por fin la nuca en el respaldo. Con la mano izquierda se daba golpes callados en la rodilla, llevando el ritmo, no sin cierta habilidad que ella también anotó.

—¿Le gusta esta música?

—Me gusta mucho oírla así, de noche, en una carretera vacía.

—Yo me escapo con ella. Cuando estoy muy quemada de la ciudad y ya no me consuela leer libros ni oír discos arranco el coche al anochecer y me voy a cualquier parte, huyo, me imagino que estoy viajando muy lejos. Veo las luces de uno de esos pueblos y conduzco hacia ellas, con la música bien alta, y cuando llego la cinta se ha acabado, veo el pueblo, se me cae el alma a los pies y vuelvo por donde había venido, pensando que mi vida aún podía haber sido peor si me hubieran destinado a ese lugar. Pero así descubro algunos sitios que me gustan mucho: el restaurante del cortijo lo encontré el verano pasado. Me invite a mí misma a cenar y no me bebí entera la botella de vino porque me dio corte salir luego sola y dando algún traspié.

Habían llegado a un puente sobre el río, que bajaba ancho y lento, crecido por la lluvia reciente, con relumbres de fósforo bajo la claridad lunar. Venia un coche de frente y Susana tuvo que esperar a que pasara. «Ya llegamos», dijo, indicando un edificio justo al otro lado, con tejados desiguales y muros altos que caían a pico sobre las barrancas. Río abajo discurría una línea de ferrocarril. A esa distancia, en mitad de la noche, arriba, sobre la ladera densa de cañaverales y retamas, el lugar tenía para la imaginación de Susana una sugerencia de castillo cerrado al que se llega después de un largo viaje, en otro país, a una distancia que no median los kilómetros. Era restaurante y también hospedería, le dijo al inspector mientras estacionaba el coche, al filo de un bosquecillo de almendros, en el espacio empedrado que había frente al pórtalon de entrada. Había unos cuantos coches más, y en cuanto caminaron hacia la casa les llego del interior una sonoridad amortiguada y alentadora de voces y cubiertos.

—Mire que nombre tiene —dijo Susana, deteniéndose frente al arco de la puerta, ya excitada por la inminencia de la cena, de las copas de cristal sonoro y los cubiertos de plata, de la delicia del primer sorbo de vino tinto—. «La Isla de Cuba.» Yo creo que es lo que más me gusto la primera vez que estuve aquí. Les pregunte a los camareros, pero ninguno sabía el motivo del nombre. Mire la ciudad, como se ve des de aquí. Ella sí que parece una isla.

Antes de entrar al restaurante el inspector siguió la dirección que le indicaba la mano extendida de Susana, y compartió entonces con ella, sin saberlo, la sensación de haber huido muy lejos en no más de media hora, en el tiempo de unas cuantas canciones. Vio la colina oscura, la línea de la muralla, las luces remotas de los miradores, y le pareció por un instante que estaba viendo una ciudad a la que no había ido nunca, o a la que nunca había llegado a regresar. Pero no olvidaba, ni siquiera en ese momento, como no se olvida un enfermo crónico del dolor que lo lacera, o un obsesivo de su monomanía, no se olvidaba de que en ese lugar tan abstracto como el dibujo sin nombre de una ciudad nocturna, en alguna parte, caminando por una calle o escondido en una habitación, iluminado por la misma luna, mirando el fútbol en la barra de un bar, estaba esperándolo alguien a quien aún no había visto, a quien reconocería en cuanto lo tuviera delante de sus ojos.

Capítulo 17

La excitación nada más que de pensarlo, como un pelotazo de algo en las venas y en la cabeza, el golpe del café muy cargado y con un chorro de coñac en el centro del pecho, el primer trago de anís seco o de ron, o el mareo de la primera calada de un cigarrillo, de uno de aquellos rubios mentolados de las primeras veces, las noches de verano en que se iba a fumar con los amigos del barrio a los jardines de la Cava, a un paso, ahí mismo, tal vez en uno de los bancos que hay al borde del terraplén, tan cerca de los pinos, con su olor a resina en el aire caliente de las noches de julio, con ese ruido que hadan las pisadas sobre las agujas secas, que crujían por mucho cuidado que pusiera uno, así que había que acechar con mucho cuidado, en la oscuridad, raptando casi como en las películas para acercarse lo más posible sin ser descubierto, los codos hincados en la tierra, en las agujas secas de los pinos, para espiar a las parejas que entonces bajaban todavía a darse el lote en los bancos del parque. Era una excitación parecida, el corazón en la garganta, los golpes tan dolorosos y rápidos en el pecho, como un puño que golpea muchas veces una puerta, el puño de alguien que llama desesperadamente a una casa cerrada. Él y sus amigos, o mejor él solo, tendido en el terraplén, en la oscuridad del parque donde siempre estaban rotas o averiadas las farolas, tal vez al amparo del tronco de un pino, o echado en una zanja, quien sabe si la misma, piensa de pronto, tendido y el corazón resonando contra la tierra, queriendo ver y oír, distinguir algo entre las sombras, el abrazo de las parejas de novios que no tenían otro lugar a donde ir, los quejidos, las palabras, el roce de las ropas, los breves gritos como de dolor, la mancha pálida de un pañuelo que recoge o limpia algo, pero nunca podía escuchar bien y menos aún ver con claridad, imaginaba que vela cosas, que distinguía palabras sucias y precisas, pero tan solo alcanzaba a ver sombras convulsas, y a veces una cara alumbrada un segundo por el resplandor de una cerilla, por una brasa de cigarro. Se movía sin querer, temía haber hecho un ruido delator y se aplastaba más fuerte contra el suelo, el corazón resonando como si estuviera debajo de la tierra, el miedo a ser sorprendido, a que lo cegara la luz de una linterna: es la misma excitación, un mareo muy fuerte, un subidón, casi vértigo, le daba una calada al rubio mentolado y notaba al mismo tiempo el dulzor y la nausea, igual que con el ron o el anís, a palo seco, sin hielo ni mariconadas de cola o de tónica, un trago y la garganta arde y la cabeza se pone a cien, da vueltas, como si el cuello tuviera un dispositivo giratorio, pero nadie lo sabe y eso es lo más fuerte, lo increíble, se pega un trago de ron, vuelve a guardar la botella bajo llave en su armario, se echa en la boca una pastilla de menta o un grano de café y nadie lo puede descubrir, sale de su habitación, cruza el comedor donde dormitan los viejos alumbrados por la claridad del televisor, porque no encienden la luz eléctrica hasta que no se hace bien de noche, y sin mirados ni decides adiós baja al portal oscuro y gana la puerta de la calle, escapando rápido, la fuerza del ron en la nuca y en los talones, para que a la vieja no le dé tiempo a repetir su letanía, adonde vas, ten cuidado, no vuelvas tarde, sale a la calle empedrada dando un portazo y luego un traspié, maldice al ayuntamiento, que no asfalta las calles porque dicen que este es un barrio antiguo y de mucho merito, de casas caídas y de iglesias en ruinas más bien, pero tampoco arreglan el empedrado, así que no hay más que socavones, si no anda uno con cuidado se le revienta una rueda del coche, o vuelves algo cargado de noche y como además no hay nada de luz tropiezas y te caes y te partes la cabeza o un brazo, y entonces a ver quien trabaja, quien empieza el día antes del amanecer y lo termina de noche, siempre deprisa, de un lado para otro, entre el estrépito de los camiones de los mayoristas y los charloteos de gallinas de las mujeres, siempre mirando ojos y bocas de mujeres que gritan y ojos y bocas abiertos de pescados, ojos redondos con mirada de muertos y bocas descoyuntadas con filas diminutas de dientes que desgarran la piel de las manos, siempre sonriendo, aunque por dentro tenga ganas de vomitar o de hincar un garfio en esa boca abierta y pintada que pide algo como se hinca en las agallas de una merluza, aunque tenga uno fiebre o no haya dormido en varias noches y sienta que va a caerse al suelo, sobre el charco pegajoso y el cieno de escamas y vísceras. No señor, el no puede ponerse malo, no le van a dar una baja por enfermedad ni tiene un sindicato que lo defienda, se puede estar muriendo por dentro y da lo mismo, nadie nota nada y a nadie le importa una mierda. Eso es también lo increíble, lo fantástico, que nadie sabe nada, nadie puede ver detrás de la cara ni de los ojos, uno sale a la calle con las piernas temblando todavía con el pelotazo crudo del ron y nadie se da cuenta. Una vecina vieja que barre la acera delante de su casa lo saluda llamándole por el diminutivo asqueroso de cuando era niño, no se convencen nunca, no yen crecer a los hijos, siempre la misma murga, «para mí tú sigues siendo un chiquillo, no ves que te traje al mundo». Dice adiós a la vecina, sonriendo, empieza a sonreír justo cuando sale de su casa, que buen hijo, oyó una vez que la vecina le decía a la vieja, que trabajador y que prudente, lo orgullosa que estará de él, tan bueno, con lo que son hoy los jóvenes, como se puso a trabajar cuando a su padre le vino la desgracia, con que sangre, y no era más que un chiquillo. Hay que joderse: un chiquillo. Miran a un tío que ha hecho la mili voluntario en Regulares, capaz de trabajar más horas que un reloj y de tirarse a una tía y de beberse tres copas de anís seco sin que le fallen luego las fuerzas ni le tiemble la mano, y lo que ven es un chiquillo, todos ellos, madres y vecinas, tías, abuelas, parroquianas. Estaba espiándolas detrás de la persiana de la planta baja, y no podía creer lo que decía la vieja, era de partirse de risa: «Desde luego que si
,
lo que le pasa al pobrecillo mío es que es muy callado, parece que le cuesta echarse una novia». La vecina se echo a reír, con su mono de pelo sucio, su toquilla, sus alpargatas viejas de paño, la escoba, enteramente una bruja: «Será callado aquí, pero a las parroquianas bien que les dice picardías cuando les despacha el pescado. Con mucha educación, eso sí
,
el siempre en su sitio». «A ver, lo que se le ha enseñado. Carrera no se le pudo dar, pero por lo menos si que un buen oficio para ganarse la vida en lo mismo que su padre. Mejor que con las carreras, que hay médicos y maestros por ahí echando solicitudes para barrenderos.»

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