Plenilunio (21 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Plenilunio
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Lo sigue ahora desde un poco más lejos, porque en estas aceras hay menos escaparates y casi no circula gente, aquí está más oscuro, como si la noche hubiera llegado antes que a la calle Nueva. Se queda unos metros más atrás aunque sabe que la precaución es innecesaria, más que nada por novelería, por halagarse con su propia astucia, porque el cura no va a verlo, no va a saber ni a imaginar que alguien lo sigue, bastante trabajo tiene con seguir caminando con la barbilla adelantada y la cruz de madera colgándole delante del jersey. Y aunque se volviera y le viera la cara no pensaría nada malo de él, si es que no esta tan ciego que ya no puede distinguir los rasgos ni la mirada de una cara. «En la cara se le ve la nobleza», dijo la vecina, ella oyó detrás de la persiana echada. El cura se ha detenido junto a un semáforo, esta rojo para el y sin embargo va a cruzar, quizás no distingue la luz o no entiende las señales o anda tan distraído que no se da cuenta de todo el tráfico que hay. Dan ganas de pronto de acercarse a él, tomarlo del brazo y ayudarle a cruzar, permítame, padre; con la voz tan suave, a los viejos se les pone enseguida una sonrisa idiota, siempre quieren un chico bondadoso y servicial que les preste la ayuda de su juventud, el hijo modelo que tuvieron o perdieron o no llegaron a tener nunca, papas o abuelitos o tíos por delegación, por chochez. Pero se queda atrás, y el cura pasa al otro lado de la calle atolondrado y suicida, provocando los bocinazos de un camión, con la prisa que tiene uno y, sin embargo, los viejos..., parece que no existe el tiempo para ellos, hay que temerles cuando se ponen a cruzar, y te descuidas y le das a uno y ya te has buscado una ruina, como si no hubiera bastantes viejos en el mundo, agonizando al sol de los parques o entre las humaredas de tabaco del Hogar del Pensionista, cobrando pagas hasta los cien años, cargándose y meándose sin ninguna vergüenza, comiendo como leones y sin pillar ni un catarro.

Cruza él también, y otro bocinazo muy violento lo estremece, como si lo despertara de un sueño en el que no sabía que hubiera caído, sonámbulo sin darse cuenta, por tantas noches de dormir poco o no dormir nada, por el pelotazo del ron y la excitación nunca mitigada del secreto inviolable. La conductora de un coche lo increpa por la ventanilla abierta, agitando una mano con pulseras y unas rojas, «pasmado», le dice, «¿no tienes ojos en la cara?», y el enrojece hasta las raíces del pelo, esta vez sí
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colorado como un idiota, le pica el cuerpo entero, la espalda, las ingles, las palmas de las manos, se hinca las uñas en ellas con los dos puños cerrados, una tía tenía que ser, piensa, dice en voz baja mientras alcanza la otra acera, se vuelve para maldecirla y el coche ya ha pasado, pero él ve desde atrás a la mujer todavía furiosa que mueve las manos, y a dos niños de seis o siete años que lo miran con un aire idéntico de indiferencia y de burla, las caras aplastadas contra el cristal trasero, niño y niña con uniforme de colegio de monjas, como no, niños pijos, hijos de papá, de médico, seguro, de director de Caja de Ahorros, el coche es un Volvo, seguro que el carbón que lo compro no tiene que levantarse a las cuatro y trabajar más horas que el reloj para pagar las letras: que sentiría la tía, tan soberbia, con sus pulseras y sus uñas rojas, si el niño o la niña bajaran a la calle y tardaran en volver, si no volvieran nunca.

Pero ya no ve al cura, se irrita, lo distingue de lejos, oscuro y encorvado bajo las últimas farolas de la ciudad, junto a la verja de la iglesia. Aviva el paso, todavía rojo, con el picor en la cara, las señales de las uñas en las palmas de las manos, otro vuelco del corazón, el cura ha entrado a la iglesia por una puerta lateral, y si continua siguiéndolo, que pasa, cualquiera puede entrar en una iglesia, un joven cristiano, cruza el pasillo central y se inclina ante el altar mayor, y mientras tanto el cura se ha sentado en el interior de un confesionario, a quien esperara en la iglesia vacía. No puede verlo, hay una cortina y una celosía, un olor a velas, a terciopelo y a incienso: y si se acerca ahora, si se arrodilla a un costado del confesionario, junto a la celosía, si dice ave maría purísima con la voz tan suave y a continuación se lo cuenta todo, palabra por palabra, con todos los detalles, los que no sabe nadie porque la policía no los ha divulgado, no para pedir perdón, sino para que alguien más lo sepa y no pueda decir nada ni hacer nada, los curas tienen prohibido divulgar lo que oyen en la confesión. Y además este, cuando apartara la cortina o saliera del otro lado de la celosía, no iba a encontrar a nadie en toda la iglesia, la voz que habla escuchado sería la de un fantasma o la de un sueño. Entra en la iglesia, poco iluminada, desierta, su imaginación lo precede y lo aturde y le parece que los pasos que aún no ha dado ya esta recordándolos y son irreparables, cruza el pasillo central, se arrodilla un instante, se lleva la mano a la frente y a los labios, aunque no se acuerda bien de la señal de la cruz, luego recorre uno por uno los confesonarios vacíos. El cura esta en el último, lo ha oído toser, como cuando iba a confesarse de niño, quizás lo ha visto entrar en la iglesia y escucha ahora sus pasos, pero no puede oír los golpes del corazón, las oleadas de la sangre en las sienes. Va a acercarse, un gesto más, una palabra, y algo que no existía empezara inconteniblemente a suceder, pero se detiene, justo en el filo, como a punto de tocar un cable de alta tensión, de hundir un milímetro más en la pie! el filo o la punta de la navaja, las uñas, retrocede, sale de nuevo a la calle y otra vez ha empezado la cabrona de la lluvia, el viento del oeste empuja contra sus piernas un remolino de hojas pardas y empapadas que esa misma tarde han empezado a caerse de todos los plátanos de la ciudad.

Capítulo 18

Después no podía creerlo, hasta se avergonzaba, aunque en el fondo no mucho, no podía creer lo que su memoria le daba por seguro, que hubiera hablado tanto, alentada por el vino, sin duda, pero también por la cena, suavemente embriagada por las cosas que veía y tocaba en torno suyo, las altas copas de cristal y las velas en las mesas, el sonido del río al otro lado de la pequeña ventana enrejada junto a la que cenaron, la amabilidad sigilosa de los camareros, que aparecían y desaparecían según los deseos aún no expresados de ella, para cambiar un plato o un cubierto o servir un poco más de vino. El vino tuvo la culpa, desde luego, se decía más tarde para justificarse ante si misma, o para conjurar la sospecha de que ella considerase una de esas mujeres presuntuosas que no se callan nunca. Con un rasgo de mundanidad que a ella le extrañó, el inspector le indico al camarero que él se ocuparía de volver a llenar las copas de vino: atento a ella, concentrado en mirarla, hablaba muy poco, y aunque parecía que no se fijaba vertía un poco más de vino cuando su copa estaba a punto de quedar vacía. También el bebió vino, por primera vez en muchos meses, sorbos cautelosos que le producían un efecto inmediato y casi alarmante de dulzura, despertándole una parte anestesiada de su alma, un principio de dicha que el equilibraba enseguida tomando mucha agua, concediéndose, mientras escuchaba a Susana, secretas capitulaciones a la culpa, al desasosiego de pensar que sus subordinados no podrían encontrarlo si lo necesitaban para algo urgente, si sucedía una novedad o lo llamaban del sanatorio.

Años sin hablar así, recapitulaba más tarde Susana, al día siguiente, en la escuela, notando todavía un rastro del mareo del vino, aturdida y ausente entre las voces de los niños, en la recobrada fealdad de la sala de profesores, pero sin verdadera convicción, satisfecha en el fondo, o al menos infinitamente aliviada, lamentando tan solo las lagrimas finales, la innecesaria confesión de despecho. Había hablado como casi nunca más en su vida adulta, como conversaba con sus amigas de la adolescencia o de la primera juventud, entregándose entera en las palabras, explicándose ante sí misma en igual medida que ante el hombre respetuoso y callado que la escuchaba comiendo muy poco, bebiendo agua, atento a servirle vino. Había pasado una gran parte de los últimos diez años dedicada monacalmente a criar en solitario a su hijo, a leer novelas y libros de poesía y de historia, sobre todo, a estudiar sin la ayuda de nadie los dos idiomas extranjeros que más le gustaban, venciendo cada día el cansancio de volver de la escuela, la inercia de dejarse llevar por la fatalidad monótona y no muy desapacible de una vida que ya parecía haber alcanzado su forma definitiva. Volcada hacia sí misma y hacia el niño, indiferente a la ciudad, pero sin ánimos para intentar irse de ella, apenas había tenido con quien compartir los episodios de su aprendizaje personal, que se le había vuelto así más inútil y mucho más querido. Ni de los libros que leía, encargados por correo la mayor parte, ni de las canciones que escuchaba o los poemas que se aprendía de memoria daba cuentas a nadie. De ese modo, Vladimir Nabokov, Antonio Machado, Paul Simon, Ella Fitzgerald, Pérez Galdós, Saul Bellow o Marcel Proust, que eran algunas de sus compañías más asiduas, le resultaban tan absolutamente suyos como la presencia de su hijo o las reflexiones más secretas de su intimidad. Cuando el niño dejó atrás la infancia para convertirse a toda prisa y con abrumadora convicción en un adolescente, también había dejado de hablar fluidamente con él, en parte porque muchas veces no sabía que decirle, y sobre todo porque el chico, más alto que ella a los catorce años, desordenado en sus movimientos, con bozo de muchacho, la intimidaba, la sumía con su silencio entre agraviado y hostil en un estado de confusa torpeza, de irritación y remordimiento, a partes iguales, le explicó luego al inspector, el sentimiento común de los padres modernos. Había hablado mucho con el chico hasta que tuvo once o doce años, pero conversar con un niño, dijo, es siempre internarse en otro idioma, casi en otro país, y la conversación o no es de verdad reciproca o esta cruzada de malentendidos que ninguno de los dos advierte. Le hablaba mucho cuando era muy pequeño, iba a buscarlo a la guardería y regresaba hablándole, el niño de dos o tres años tornado de su mano y levantando mucho la cabeza hacia ella mientras caminaba, gordito y lento, como una caricatura de reflexiva atención. Pero había empezado a hablarle mucho antes, en el cuarto o el quinto mes de su embarazo, la primera vez que lo sintió moverse dentro de ella, con pavor y ternura, cuando estaba acostada boca arriba en la oscuridad y se ponía las dos manos sobre el vientre para sentir sus rápidos movimientos de criatura humana y submarina, sumergida en ese mar primitivo que incomprensiblemente estaba dentro de ella y formaba parte de su cuerpo igual que el flujo de su sangre. Le hablaba en voz baja mientras le daba el pecho, le cantaba canciones que a ella le habían cantado de niña y que tenían una capacidad instantánea de serenarlo y dormirlo, le fue enseñando una por una las palabras, nombrándole las cosas que el señalaba con el dedo, y con la misma devoción y paciencia le enseñó más tarde las palabras escritas, que el niño aprendió muy pronto, sin ningún esfuerzo, silabeando inclinado sobre las anchas hojas de los cuentos o deteniéndose por la calle a leer premiosamente cada uno de los letreros con que se encontraba. Pero esa noche, alentada por el vino, de quien más habló no fue de su hijo, salvo al final, cuando sintió que se le acercaba el llanto y que no iba a poder contenerlo. Habló del otro, el padre, el exmarido, con quien no vivía desde casi doce años atrás, contra el que no sabía que guardara un rencor tan minucioso, tan exacto de recuerdos no borrados e injurias que el tiempo no llegaba a borrar, tal vez por culpa de su propio silencio, de la tenacidad de su orgullo, que la había empujado a esconder la gravedad de las heridas para no someterse al agravio suplementario de la compasión. Sólo a un casi desconocido podía contarle la verdad: sólo en aquel lugar como suspendido en una tierra de nadie, fuera de la ciudad, de la vida diaria, a la orilla de un río que ella veía iluminado por la luna mientras hablaba, en un tiempo sin consecuencias ni orígenes, sin vínculos de sucesión con el tiempo al que despertaría la mañana siguiente.

«Era del modelo comprometido atormentado», dijo, «¿no se hadado cuenta de que las personas, creyéndonos tan originales, somos siempre la repetición de un modelo, o de un prototipo más bien, que aparece en cada época y cambia o se pierde del todo al cabo de unos años ? Yo, por ejemplo. Casi todo lo que soy se puede deducir sin mucha dificultad de un prototipo: maestra progresista, separada con un hijo, gastada por el trabajo con los niños, desalentada de la educación, tan cerca de los cuarenta años que casi me vale más la pena decir que los tengo ya. Hasta mi coche y el piso donde vivo se deben corresponder con alguna estadística. Pues mi marido, ex, pertenecía a otro modelo, o más bien era una mezcla de dos, para ser más exactos, un cruce. Modelo comprometido y modelo atormentado. Los comprometidos entonces no se atormentaban, porque les parecía frívola y pequeño burguesa la obsesión por las penas personales, frente a la magnitud de la historia y de la lucha de clases. Los atormentados no se comprometían, se daban al alcohol, a las drogas o al psicoanálisis de Wilhelm Reich, o a las tres cosas a la vez, sobre todo si eran artistas, con lo cual ya puede imaginarse el estado en que les quedaba la cabeza. Para mi ex no había distinciones burguesas entre lo privado y lo público, todo formaba parte de nuestro compromiso, que sobre todo era el suyo: mi trabajo en la escuela, su taller de alfarería, la asociación de vecinos, nuestros amigos, que resultaron siendo suyos y no míos
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salvo el pobre Ferreras, porque desaparecieron al mismo tiempo que él. El niño era a la vez compromiso y tormento: compromiso de darle una educación no represiva, tormento de que se pusiera enfermo, de que nuestras actitudes como padres no fueran correctas y le provocaran algún trauma. Primero, en nombre del compromiso, o del tormento, no quería que naciera el niño. Yo me empeñe en llevar adelante el embarazo, pero en cuanto el niño vino al mundo el se convirtió inmediatamente en el padre más neurótico. Por cualquier cosa lo llevaba a Urgencias, se levantaba de noche para escucharle la respiración, por miedo a que se hubiera asfixiado, discutía a voces con los médicos, porque no se fiaba de nadie, ni se fía, supongo, y además tiene una idea inconmovible sobre cada cosa, lo mismo la caída del muro de Berlín que el uso de los antibióticos. Está en contra de los dos. Quiero decir, de los antibióticos y de la caída del Muro. Antes de casarnos estaba empeñado en que nuestro modelo de pareja debían ser Jean— Paul Sartre y Simone de Beauvoir: sinceridad, camaradería, vidas separadas, etcétera. Yo no decía nada, porque era muy joven y estaba convencida de que el llevaba siempre razón, así que si uno de sus juicios o de sus actos me desagradaba, eso se convertía precisamente en la prueba de mi error».

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