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Authors: Antonio Muñoz Molina

Tags: #Drama, Relato

Plenilunio (43 page)

BOOK: Plenilunio
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Pero todo eso era ya el pasado. Vivía ahora en la primera mañana de otro tiempo, en las vísperas de un porvenir muy parecido a su vida anterior. Antes de salir no sólo había revisado el coche en busca de algún paquete pegado con cinta adhesiva debajo del asiento delantero, o de algún cable o conexión de aspecto irregular en el motor. Había buscado en la guantera, en el suelo, en el portaequipajes, alguna cosa que perteneciera a Susana. «Como eres policía esas comprobaciones las harás mejor que otros adúlteros», le había dicho ella, con una capacidad de amargura y sarcasmo que al inspector le sorprendió y le hirió, porque no estaba acostumbrado a notarla agresiva. Tú fuiste quien se acercó a mí, pensó decide, pero lo pensó mucho más tarde, y en realidad no lo habría dicho, porque hasta el pensamiento lo avergonzaba por su mezquindad. Limpió el cenicero del coche, donde había un par de colillas, esparció vilmente una cantidad excesiva de ambientador, queriendo borrar cualquier rastro de la colonia de Susana, que el de pronto olía muy fuerte en todas partes, en la tapicería, en su misma ropa, en el aire. Se registró los bolsillos y la cartera: había recibos de tarjeta de crédito con fechas y lugares exactos, la hora de una cena, el día del primer encuentro en La Isla de Cuba. Con pesadumbre los fue rompiendo uno por uno en trozos muy pequeños, con el desasosiego de estar abjurando de algo.

Él no le había hablado casi nunca de su mujer, y Susana, por un exceso de delicadeza o de pudor, dejo poco a poco de preguntarle. Fingían, cuando se encontraban, que no existía nada fuera de ellos, que podían separar las horas y los lugares donde estaban juntos de la secuencia del tiempo normal de cada uno: como la primera noche, en aquella habitación junto al río, en La Isla de Cuba, protegidos de la vida y del tiempo diarios, cancelándolos, de la misma manera tajante en que se cortan con unas tijeras los fotogramas inútiles de una película, dijo Susana, haciendo ese gesto con el dedo índice y el corazón, la última noche, tan solo unas horas atrás, delante de la cena que casi ninguno de los dos probo, ya ensombrecidos por la proximidad del adiós, instalados de antemano en el, incapaces de disfrutar el tiempo tan breve que aún les quedaba. «Pero la vida no es una película», dijo Susana, y bebió un sorbo de vino en una de sus copas preferidas, las que ponía en la mesa cuando él iba a cenar, «con lo mayor que soy y no se me mete en la cabeza».

El no decía nada: miraba su plato, bebía un poco de vino, se limpiaba los labios con un exceso de buena educación. Había pasado su vida adulta callando y postergando las cosas, cubriendo de silencio o dejando para más tarde intimas decisiones y deseos. No le costaba nada no hablar a Susana de sus visitas de cada domingo a la residencia, y para no actuar ni decidir se concedía a si mismo treguas y plazos sucesivos: un mes más, unas semanas, y de pronto, al final, unas horas, las de una sola noche, después de haberse callado durante varios días la noticia de la fecha exacta del alta. EL alma vieja de nuevo, ingresando en su cuerpo, recobrando antiguas dilaciones, embustes, miserables astucias. Mañana se lo diré, pensaba, se prometía, se juraba, exasperado consigo mismo, con su incapacidad de hablar, esta tarde, cuando vuelva a verla, dentro de un rato, mañana otra vez. Se despedía de Susana y la indignidad de su comportamiento lo alejaba de antemano de ella, le hacía vivir prematuramente en el tiempo futuro en el que se habrían roto las costumbres recién adquiridas y solo parcialmente clandestinas de su intimidad. Había camisas y corbatas suyas en el armario de Susana, su brocha y su jabón de afeitar estaban sobre una repisa de cristal en el baño, entre un muestrario de cosméticos cuya variedad no hubiera sospechado él nunca, y que Susana le enumeraba con guasa de sí misma, exfoliantes, hidratantes de día y de noche, crema reparadora, anticelulítica, afirmante, en el filo de la ortopedia, decía ella, a un paso de la brujería. Hoy se había ido sin recoger nada, se había duchado más temprano que otros días y ella lo había acompañado a la puerta, envuelta en su bata de seda con grandes flores amarillas y rojas, descalza, con el pelo revuelto y los labios ya pintados, pero al decirle adiós no había hecho ademán de besarlo, como otras veces, y él no se atrevió a inclinarse hacia ella, le dijo hasta luego, en el tono neutro de sus primeras despedidas, y fue hacia el ascensor y entro en el sin volverse. Casi no habían dormido ninguno de los dos. Como en una repetición sórdida de la vida antigua, hacia las seis de la mañana, cuando ya clareaba, había fingido que dormía, para evitar más preguntas, para eludir posibles reproches que Susana Grey no le hizo.

Se avergonzaba de no haberle dicho el poco tiempo que faltaba para que le diesen el alta a su mujer, pero la vergüenza era mayor cada día y hasta cada hora que pasaba, y le hacía aún más difícil hablar. Pudo, estuvo a punto de hacerlo cuando ella le dijo que acababan de concederle el traslado a un pueblo muy cercano a Madrid. Le hablaba muy seria, con perfecta franqueza, con una naturalidad que era el reverso exacto de las cobardías y las dilaciones ocultas de él.

—Tú sabes que llevo muchos años queriendo irme de aquí, pero si me pides que me quede, aunque no me prometas nada, si me pides una sola vez que me quede, mañana mismo renuncio al traslado. Fíjate si te quiero que por ti estoy dispuesta a seguir viviendo en esta ciudad, aunque sea para verte de vez en cuando, para que vengas aquí un par de horas antes de volver a tu casa o me lleves contigo un fin de semana a un viaje de trabajo y me dejes escondida en la habitación del hotel, como a una de esas queridas que tenían antes los hombres. Esto no debería decírtelo tan claro, ya sé que sería mucho más misteriosa si me pusiera más inalcanzable o si me callara aunque fuese una parte de lo que te callas tú, pero no me da la gana, ya te lo dije aquella vez, no tengo tiempo, no sirvo.

De repente era el tiempo el que se les acababa, provocándole a él (no a ella, que lo venía previendo todo con una lucidez sin fatalismo, pero también sin ninguna esperanza) el mismo estupor que si descubriera que se le acababa el aire, que una enfermedad lo iba a matar en una fecha próxima. Todo formaba parte de la despedida, del inaceptable final. Estaba en la oficina, a las seis, y la luz que entraba por el bacón abierto, la tibia textura de polen del aire de la tarde, le provocaban un sentimiento insoportable de afrenta: añoro el frío y la lluvia del lejano invierno, la noche prematura y los portales cerrados, el privilegio secreto de llegar extenuado y aterido a casa de Susana, después de la medianoche, y dejarse acariciar y desnudar por ella, por sus manos cálidas y eficaces, que le desataban los cordones de los zapatos se los quitaban luego dejándolos caer pesadamente al suelo del dormitorio, que le masajeaban vigorosamente los pies casi helados por la espera en aquel terraplén y los apretaban contra su pecho para calentarlos más.

Lo que hiciera esta tarde, esta noche, probablemente lo estaría haciendo por última vez. Por la mañana había tenido una conversación innecesariamente larga con el director de la residencia, o más bien lo había escuchado durante mucho tiempo en el teléfono. Gracias a Dios, su mujer se encontraba, si no completamente restablecida, si en condiciones de completar su curación en el domicilio familiar. Desde mañana, Dios mediante, a él, su marido, le correspondía continuar la tarea de las enfermeras y los médicos, los profesionales, decía. Vida tranquila, alimentación equilibrada, medicación suave, paseos, ejercicio físico moderado, nada de sobresaltos. Sin duda el podía hacerse cargo de que su mujer era una convaleciente. Que vas a hacer cuando ella salga, le había preguntado el padre Orduña, con menos reprobación que lastima en su voz, lastima sobre todo hacia la mujer enferma y encerrada, sonámbula de pastillas, pero también hacia Susana Grey y hacia él: en que laberintos se extraviaban los sentimientos de los hombres y de las mujeres, en virtud de qué ley se convertían alternativamente en ángeles y ejecutores, en verdugos y víctimas los unos de los otros, monótonamente, sin aprendizaje ni des canso, sin que les sirviera de nada la experiencia del dolor ni los desalentara nunca por completo la repetición del fracaso.

Limpiaba la mesa, hurañamente de espaldas al balcón y a la tarde de mayo, guardaba papeles en los archivadores y en los cajones antes de salir. En la pared todavía estaba la foto en color de Fátima, ya remota en el tiempo, tan sólo siete meses después de su muerte, anacrónica en su lejanía de niña perenne. Sobre la mesa tenía ahora otra foto tomada hacia unos cuantos domingos por la madre de Paula, en la plaza, delante del jardín que rodeaba el pedestal de la estatua: la niña sonriendo entre él y su padre, abrazada a los dos. En comparación con ellos, con el padre tan joven y la hija de doce años, él se veía inesperadamente mayor, pensaba con aprensión que quien no lo conociera podía imaginar que era el abuelo de la niña.

Pero ya apenas se acordaba de lo que le había importado tanto, de la obsesión de la búsqueda, del acecho nocturno en el terraplén, la detención, los interrogatorios, los flashes de los fotógrafos, la multitud congregándose una mañana de aguanieve en los alrededores de la comisada, pidiendo a gritos justicia, inmediata venganza. Después de la excitación de las primeras horas, del orgullo que ni siquiera delante de Susana se había atrevido a mostrar, lo que sintió enseguida fue abatimiento y vacío, y un deseo muy poderoso de que todo acabara, una vez obtenida la declaración y confirmadas las pruebas acusatorias, de que el juez decretase la prisión incondicional y desapareciera de la plaza la segunda invasión de las cámaras y los periodistas.

Porque se sentía tan lejos ya de aquellas cosas lo sorprendió más aún la llamada de teléfono que recibió esa tarde cuando estaba a punto de irse, la tarde del último día en que le estaba permitido mantener una ficción de vida en común con Susana Grey. El tono de la voz en el auricular le hizo acordarse del director del sanatorio, incluso por un momento había creído que era él. Pero quien lo llamaba era el director de la prisión provincial, para transmitirle, dijo, el ruego de un interno a quien él conocía muy bien, seguro que no hacía falta que le dijera su nombre. Hablaba con un matiz de receloso halago, tal vez de envidia profesional. Desde que logró detener al asesino de Fátima el inspector había notado en algunas personas una admiración a la vez desconfiada y algo abyecta que le incomodaba mucho, y que además le era ajena.

—Quiere verlo a usted cuanto antes, mañana mismo, si es posible. Dice que es un asunto de mucha importancia, de vida o muerte.

—¿Lo sabe su abogado?

—Ahora no tiene abogado. El que tema lo abandono la semana pasada. Nadie quiere defenderlo. Habrá que hacer un sorteo entre la junta directiva del colegio de abogados, me imagino. Nadie quiere hundirse con él.

Tuvo una sensación de desagrado muy fuerte al ver desde la carretera el edificio de la cárcel, construida no hada mucho tiempo, los muros blancos y lisos, en medio de una llanura estéril, ni de suburbio ni de pleno campo, con una sugestión de hermetismo y asepsia. Podía no haber venido, aún estaba a tiempo de volverse. El no tenía nada que hablar con ese hombre. Al obtener la declaración y reunir las pruebas termino su trabajo, y justo entonces le había sobrevenido aquel sentimiento de desolación y vacío, de futilidad, sobre todo: mientras buscaba al asesino había agigantado sin darse cuenta la relevancia de su tarea, y ahora, recién concluida, la contrastaba involuntariamente con toda la extensión de la crueldad y del mal, con el dolor sin alivio de los padres de Fátima y el espanto que había visto en los ojos de Paula. No había compensación posible, no exista un modo de reparar el ultraje, de hacer verdadera justicia, de borrar siquiera una parte del sufrimiento provocado. Sentir orgullo, envanecerse del éxito, le hubiera parecido no solo una obscenidad, sino también una falta de respeto hacia las víctimas.

«Pero las victimas no le importan a nadie», pensaba: merecía mucha más atención su verdugo, rodeado enseguida de asiduos psicólogos, de psiquiatras, de confesores, de asistentes sociales, perseguido hasta el interior de la cárcel por emisarios de periódicos y de cadenas de televisión que le ofrecían dinero por contar su vida y sus crímenes, por ceder los derechos para una película o para una serie. Al menos no le rinden homenajes públicos, como hacen en el norte, le dijo con asco y desanimo a Susana Grey, al menos no pondrán su nombre a una calle, no sacaran su retrato de una iglesia y lo pasearan en alto como si fuera un estandarte religioso.

Pero había ido a verlo, habla sido convocado por él y acudía a su cita, cruzaba los controles de seguridad de una cárcel recién concluida y dotada de un aire de asepsia tecnológica como el de un hospital, pero en la que ya se imponían, con más fuerza que las pantallas de vigilancia electrónica, las paredes blancas, la luminosidad inusitada de los corredores, el olor viejo y perenne de todas las cárceles, el cóncavo ruido inmemorial de los pasos y las voces, los cerrojos, las puertas metálicas. Entro en un locutorio blanco, sin ventanas, cerrado y cúbico como la celda de un manicomio, con una luz que reverberaba con intensidad idéntica en todas las paredes y en el suelo y no formaba sombras. Había una mesa en el centro, también blanca, como de oficina moderna, y una sola silla, del lado donde estaba el inspector. Justo enfrente de él había otra puerta, y sobre ella una pequeña cámara de video.

EL funcionario de uniforme que lo había acompañado salió cerrando suavemente la puerta que estaba a su espalda. Encima de ella había otra cámara. Espero más de un minuto, sentado en la única silla, incomodo, imaginando las pantallas donde lo estarían viendo ahora mismo, descubriéndole gestos instintivos que él desconocía, las cosas que uno hace cuando se queda solo. La puerta situada frente a él se abrió, y el hombre que el inspector vio en el umbral no era el asesino de Fátima.

Durante un segundo supuso que alguien había cometido un error, pero venció a tiempo el gesto instintivo de ponerse en pie. Reconoció los ojos, aunque ya no estuvieran inyectados en sangre por muchas noches de insomnio ni hundidos y como emboscados bajo la sombra de las cejas. Ahora miraba abiertamente, con una disposición de afabilidad y deferencia confirmada por las otras cosas que al principio lo habían vuelto irreconocible, no sólo el traje oscuro y la corbata, la pequeña insignia religiosa en el ojal, el pelo muy corto, la cara redonda perfectamente afeitada, sonrosada incluso bajo la luz fluorescente. Se volvió para dar las gracias con un murmullo al funcionario que lo había acompañado, inclinando la cabeza, las manos juntas sobre el vientre, cruzadas, sosteniendo algo, un libro de tapas negras con letras doradas, una Biblia. El gesto peculiar de las manos sin duda se debía a que estaba esposado, pero justo las esposas eran el rasgo más incongruente de su presencia. Tenía en la actitud de los hombros, en la manera de ladear ligeramente la cabeza, de mantener los pies juntos, una mansedumbre de apostolado seglar, una beatitud de recién comulgado. Ni siquiera sus manos eran las mismas, a pesar de las esposas: eran mucho más blancas, más afiladas que antes, y las uñas estaban limpias y rosadas, aunque mordidas, observó el inspector, se las mordía y en cuanto se daba cuenta debía de reprenderse a sí mismo y bajaba las manos, las escondía detrás de las tapas de la Biblia.

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