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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (29 page)

BOOK: Politeísmos
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—Sabés que no bebo.

—Lo sé. Era por joder un rato. Pues aquí no tengo leche de soja con galletitas integrales. Ni la mierda esa de tu patria. ¿Cómo se llamaba?

—Mate.

—En la vida me volvéis a engañar. Tu chica venga a decir que me iba a encantar, que chupara por la pajita sin respirar. Qué puto asco. ¿Lo mastican y lo escupen a la botella o qué?

—Alejandro, es una yerba, no una cerveza. Como una infusión. Y ni siquiera. Es un acto social, entendés.

—Sí, calentito estaba. ¿Entonces lo mean?

Lucien contuvo una carcajada.

—A mí tampoco me entusiasma. ¿A vos te gustan los toros? ¿O la caza del zorro?

A Álex le entró la risa.

—Tienes toda la puta razón. Aunque lo de la caza del zorro tiene su encanto —masculló con la cabeza en otra parte, flexionando todos los dedos y disfrutando de los chasquidos de las falanges—. Y de fumar, tampoco, ¿eh? Un chico sano. Así llegarás a los noventa y podrás disfrutar de una de las pocas compensaciones que tiene la decrepitud: joderle la vida a una persona joven y atlética para que te limpie la baba y te cambie los pañales para adultos —se encendió el cigarro—. Personalmente, prefiero acabar antes. Pues a ver qué te ofrezco yo... ¿Un filete de vaca? ¿Un vaso de agua del grifo?

—Con tu atención me sobra, Haller.

Álex se sentó en el colchón.

—Soy todo oídos.

—Orejas derechas y peludas mejor, Haller. Necesito que hagas algo por mí.

—Oh dios. ¿Es algo místico? Sí. Claro que es algo místico, no me jodas. Sabes que te voy a decir que no. ¿Por qué no te lo guisas y te lo comes tú solito?

—Es algo “místico”, como decís, pero ¿qué no lo es? Nunca entendí esa diferencia.

—Lucien. Joder. Cuántas veces te lo he dicho. Pues una más: NO. No me voy a poner hasta el culo de ayahuasca y a acompañarte en un pedazo de viaje psicodélico a recuperar almas perdidas, encontrar mi yo oculto y soplapolleces semejantes. Yo tengo los pies en el suelo.

—Lo sé. Tu visión es
limitada
. Sé que vos no tenés alas.

—No sé si tomármelo como un insulto o un cumplido, tío. Sabes que la wicca me da tirria, así que...

—Tomátelo como lo que es: la verdad. Pero esto es terrenal, Haller. Se trata de la chica que estaba con vos en el boliche.

—¿La zorra de Verónica? ¿Qué le pasa? Dime que Ángeles ha visto en las cartas que la atropella una moto del telepizza y le desfigura toda la cara y me das un alegrón que no te puedes imaginar.

Lázaro se rió.

—Intuyo que rompieron su relación. No, no ésa. La del flequillo a lo Audrey Hepburn.

—¿La graja? —Álex resopló echando la cabeza hacia atrás—. Pues sí que estamos buenos. Ayer mismo le solté una de mis mejores perlas. Dudo que quiera volver a oír la pronunciación de mi nombre.

—Esa nena está muerta de amor por vos, Haller.

—Joder. Si al final va a ser verdad que tienes poderes —comentó con socarronería—. Aunque para ver eso basta con tener ojos. ¿Qué pasa con ella?

—Quiero que la vigiles nomás.

—¿Qué? Venga, hombre. Ahora que por fin me he librado de ellas, no tengo otra cosa mejor que hacer que andar detrás de esa mocosa.

—Alejandro —pronunció Lucien lentamente. No había amenaza en su voz, pero se puso tenso—. Sabés que yo respeto tu espacio, pero que estoy siempre cuando me necesitás. Ahora yo te necesito a vos. ¿Me lo vas a negar?

Álex expulsó el humo. Levantó la cabeza.

—No, claro que no —se rindió—. Pero me gustaría saber qué coño pasa.

—Te reirías si te lo contara, Haller.

—Palabra que no me río.

—Te tomo la palabra. Si te cagás de risa no respondo de mis actos. Mirá, hizo algo que mantiene su alma... su dios, si lo preferís... demasiado despierto.

—Pues de puta madre —declaró Álex estirándose—. Me alegro por ella. ¿Qué tiene eso de malo? Que se relaje y lo disfrute, como en una violación.

—Tiene de malo que es muy chica para manejarlo, Haller, sólo eso. Además su experiencia fue un fracaso; no pudo levantar el vuelo, así que el ave pugna por ello y la está torturando por dentro. Acá no hay nada que la retenga; todo lo que puede querer está al otro lado. Su cuervo aletea y se despega del suelo, y no está preparada. Sólo te pido que la sujetes a la tierra. Eso podés hacerlo, ¿no, Alejandro?

Álex sacudió la cabeza.

—A ver. No te sigo. ¿Qué me estás pidiendo? ¿Que me la folle para que le mole mazo estar viva y coleando?

Lázaro soltó una carcajada fuerte y melodiosa.

—Siempre tenés que pensar con la pija, Haller. Pero por ahí va la cosa... Pegala a la tierra, lobo. Agarrala y partile las alas. Como te parezca más oportuno. Y evitá que viaje.

—¿Cómo que que viaje? ¿Qué pasa, que va a tener un accidente? Sé un poco más críptico, Lucien, que he estado casi a punto de entenderte y pierde toda la gracia.

—Que se le salga el alma, Haller. Evitá que tenga contacto con lo sobrenatural en cualquiera de sus manifestaciones.

Álex levantó las cejas.

—Mira, yo ya hice lo que me pareció para echarlas del juego a patadas.

—Haller. Vos todo lo resolvés a mordiscos.

—Pues eso. ¿Que no ha funcionado? Que las follen. No son nada mío.

—Mío sí, Alejandro.

—Por eso precisamente hay algo que no me cuadra. La chica es de los tuyos, ¿no? No sé si será un cuervo, pero es un pajarito con su pico, su buche y sus alerones. De eso no cabe duda. Pues ¿por qué no te ocupas tú de ella?

—Eso estoy haciendo ahora mismo, Haller. ¿Me vas a ayudar?

Álex suspiró.

—Ya sabes que sí, joder. Mañana me tienes como un clavo en la puerta de su instituto haciendo el gilipollas. A Verónica le encantará... —se masticó la sonrisa apretada—. Pero una cosa: ¿por qué yo? ¿Por qué no mandas a tus viejas locas de las clases del tarot? Vale, eso era un chiste. Ahora en serio: ¿por qué no mandas a uno de los muchos colgados de tu puta secta del Palacio Real? Los tienes a docenas, como las cajas de huevos.

—Porque ellos
vuelan
, Haller. Todos son pájaros. Vos sos el único que tiene las cuatro patas firmemente ancladas a la tierra, siempre en movimiento, con el hocico apuntando a la luna. Sos el único que puede sujetarla.

—¿Qué te pongo? —preguntó el camarero cuando se acercó a la caja.

—Café solo —respondió mientras buscaba la cartera. Sacó una moneda de veinte duros y cogió el platillo con la taza—. Gracias.

Se lo llevó al extremo de la barra, cogiéndolo con las dos manos para evitar que la cerámica tintineara por el pulso y sin separarse el cigarro de la boca. Mientras mordía el filtro, el humo espeso le nublaba la cara. Contuvo una tos seca. Sonaba el entrechocar de las cucharas y platos, el ruleteo, la voz de ¡premio! y las teclas de la máquina tragaperras. El bar tenía unos setos a la entrada, toda una pared llena de jamones y otra de botellas de vino: era como una taberna de pueblo, pero reluciente y pija, a dos metros de la calle Goya. No había más cafeterías a la redonda donde elegir. Álex dejó el café en la curva que hacía el mostrador de mármol, lo más cerca posible de la cristalera. Regresó a por la vuelta. Fumó con parsimonia, mientras degustaba a sorbos el café amargo y pensaba.

Miró la hora y contempló sin interés el edificio teja y blanco del instituto. Eran las doce y cuarto. No recordaba bien hasta cuándo tenían clase en BUP, pero era probable que quedara un buen rato para que terminaran. Llevaba rondando a paso de lobo los alrededores desde las siete de la mañana y estaba hasta los huevos. Además, puede que las tres crías le hubieran visto cuando se liaban un canuto encogidas detrás del cartelón de propaganda que había junto a la boca del metro, mientras él vigilaba como un perro en la otra acera. Al menos comprobó que sólo se dedicaban a pintarse las uñas y hablar, seguro que de gilipolleces, sin hojas de cuaderno con signos jeroglíficos. Se le pasaron un par de horas muertas haciendo la ronda. Cuando escuchó el barullo del recreo se coló en un edificio cercano para poder contemplar el patio desde arriba —tras gruñirle al portero que iba a la consulta de un médico que acaba de leer en los letreros del timbre— y le dio mil patadas descubrir que el instituto o bien tenía el patio cubierto o ni tenía patio, porque desde arriba no se veía una mierda más que las azoteas. Ahora tocaba descanso hasta que sonara el timbre. Había olvidado traerse un libro, así que suspiró y se entretuvo contemplando las cristaleras, piso por piso. El bar estaba en la acera de enfrente al instituto, y se distinguían sin dificultad las cabecitas de los estudiantes y la figura del profesor. Había chicos que miraban por la ventana, en su dirección, con ojos ausentes. Le entraron ganas de saludarles.

Entonces la vio. Se le abrieron los ojos como platos.

—¡Mierda! —fue lo único que acertó a decir. Se levantó precipitadamente tirando del manillar de la puerta de vidrio. No le dio tiempo a más que a salir de la cafetería.

Mónica separó el boli de su hoja de examen. Había sentido, de pronto, una sensación extrañísima. Acababan de cruzársele todas las letras frente a sus ojos, como si fueran bichitos. Pestañeó: al instante siguiente todo estaba igual. Continuó escribiendo arañando el papel. Levantó la cabeza y se quedó obnubilada.

—Muñoz, la vista en su mesa.

Pero Mónica tenía un rictus de terror en la boca. Se tambaleó en el asiento y miró al profesor estúpidamente.

—¿Qué le pasa, Muñoz? ¡Continúe haciendo el examen!

Mon se fue inclinando despacio, absurdamente, como si lo hiciera a propósito, hasta que se cayó de la silla.

—¡Muñoz! —el profesor se acercó al pupitre y subió a la niña—. ¿Estás mareada? ¿Qué te pasa? ¿Puedes estar de pie?

Mónica asintió. Parpadeó varias veces. Tragó saliva. Vero se había levantado de su sitio y venía corriendo. La clase entera había roto a hablar, se reía y aprovechaba para sacarse las chuletas.

—¡Silencio! Ferrán —le dijo a Verónica—, acompañe a Muñoz a jefatura.

Verónica asintió. Cogió a su amiga de la mano y la sacó de allí. Salieron de la clase.

—Tía. Podrías haber avisado y dejaba los apuntes en el baño. La estrategia cojonuda, pero ¿cómo quieres ahora que nos metamos sabiendo más que cuando hemos salido?

Mon empezó a hablar con la voz viscosa, como delirando.

—Vero. Vero, estoy fatal. Es como si me hubiera metido otro tripi. Estoy muy mal, muy mal, como si algo me comiera por dentro. Como si algo me
picoteara
por dentro. Tengo miedo, Vero. Tengo miedo. Cógeme. Tengo frío.

—Venga ya, Mon. No te pasa nada, mujer. Tú no te has comido más tripis que el del otro viernes y nos sentó a las tres de puta madre.

Mónica tenía el color del papel.

—¡Vero!

—¡Joder! ¿Qué pasa? Me estás asustando.

—Ayúdame —Mónica se agarró a ella con tanta fuerza que le hizo daño. Tenía tal cara de angustia que su amiga se impresionó. De pronto, se le desplomó en los brazos.

—¡Mónica! ¿Qué coño te pasa?

—No puedo sujetarme la conciencia... —gorgoteó—. Se me está rompiendo, se me va volando, ahora está aquí, ahora allí, ahora soy yo, ahora soy todo, ahora no soy nada...

—¿Pero qué coño dices, Mon? —decía Verónica, sosteniendo a su amiga—. No me digas que te has fumado el porro en ayunas. ¿Quieres comer algo? ¿Te traigo un café? Mon. ¿Quieres desayunar? ¡Mon! ¿Qué te pasa? Mon, me estás asustando. Joder. ¡Háblame! ¿Qué te duele? ¿Es la tripa? Tía, ¡dime algo! —Mónica arrastraba las piernas y ponía los pies como de muerto. Se golpeaba los empeines contra las baldosas. Vero la llevó unos pasos a cuestas, pero le pesaba. Abrió la puerta de una clase para pedir ayuda—. ¡Joder! Vacía. Vale. Vale. Quédate aquí, siéntate un rato. Tranquila. Espera que voy a jefatura a pedir una pastilla, aunque no sé si me la darán sin ir tú... ¡No pongas esa cara! Joder joder joder. Vale. Tranquila. No te muevas de aquí. Respira. ¡No me asustes! Estoy aquí en un vuelo.

Verónica la zarandeaba y abría y cerraba la boca. Estaba hablándole, pero no la entendía. Mónica le miraba los labios con muchísima atención, pero sólo captaba una retahíla de palabras sin sentido (coño viernes madre fumado café tripa pastilla vuelo). Tenía escalofríos. Entonces le vino la náusea, un vértigo inmenso, como si el edificio entero se hubiera inclinado.

De golpe la realidad se dio la vuelta como un calcetín. Verónica ya no estaba en su campo de visión. Se veía por dentro, hueca, como un paisaje de carne, de sangre y de huesos. Se sintió extrañamente tranquila, reconfortada. Le apetecía caminar por allí. Rebuscó, tanteó con las yemas suavísimas —quizá demasiado suaves, no exactamente algodonosas, pero livianas, cambiantes al tacto, como pasar la mano por un cepillo de dientes, demasiado dispersas, demasiado extrañas para ser yemas humanas—. Entró por su propia boca y recorrió la garganta. Sentía el forcejeo desde las dos perspectivas, entrando por el túnel y siendo el túnel, las dos incomodidades, el atravesar el esófago y el estómago, empaparse en una sopa primigenia como el caldo de cultivo del océano antes de la evolución y chapotear y sentir temor de nuevo, porque si se le mojaban las alas en ácido ya no podría volar, y el graznido comenzó a ser de pánico, sacudió las plumas y las zarandeó furiosamente para salir del agua espesa, estaba en una jaula con sus hierros de carne, de músculo y tendones, luchó con el pico y las garras, pió, se golpeó contra los barrotes húmedos y le dolió en el estómago y en el buche —cárcel y prisionero—, pero de pronto la puerta se abrió y pasó el píloro, ahora estaba en un laberinto, y no había salida posible, y tenía que abrirse camino de la manera que fuese, así que se lanzó con todas sus fuerzas contra la masa gelatinosa de carne y de pelos. Pasó. Sintió una sensación de caída, de vuelo en picado, era espectacular, maravilloso, las corrientes de aire fresco bailaban en sus plumas remeras, le daba el viento en el rostro.
Vuelo
..., pensaba.
Estoy volando
. A lo lejos brillaba, suave al tacto, tibio y liso, el huevo, en la matriz, y era inmenso, y ahora estaba dentro del huevo, era el huevo y era la matriz y era el pico que lo golpeaba y era el polluelo y era la cáscara, y sintió el crujido, y aulló cuando se hizo añicos. La realidad, entonces, se le fragmentó del todo. Como un espejo infinito, su cuerpo, su alma, el huevo, el mundo entero se rajó en mil pedazos, y cada trozo era una parte de lo que antes estaba intacto, pero ahora en dos dimensiones, con el reflejo de su miembro roto —aquí un ojo, allá una mano, un pie, un pedazo del cráneo, una oreja—. El dolor era espantoso, se le habían quebrado el cuerpo y la conciencia y el sufrimiento hacía que se retorciera de agonía en cada una de sus partes desperdigadas. Los fragmentos se giraron con la luz y despidieron, al tiempo, un brillo cegador, pero de pronto abrieron las alas —ella era, sentía, abría las alas desde cada parte de su organismo despedazado en cristales: aquí las manos se unen por los pulgares y revolotean como en una sombra chinesca, ahí los ojos parpadean y las pestañas plumosas se sacuden y aletean, y todas las esquirlas se desplegaron y sacudieron y alzó el vuelo en bandada mientras gritaba de placer, porque sentía el viento de nuevo bajo sus cien alas—. Cuando hubo abandonado el intento de ensamblar la realidad, que se había desintegrado en mil pájaros negros, comprendió. Se le había disuelto la conciencia. Era todos los cuervos del mundo, de todos participaba: todos rompían el cascarón, comían, volaban, se apareaban, graznaban, se abatían sobre los difuntos y se reunían en las copas de los árboles. Todos hablaban con sus picos abiertos y todos morían y volvían a nacer, porque eran uno. Ella era la que picoteaba el globo ocular blando y gelatinoso en ese momento, pero era también sus padres y sus crías, y no dejaría de ser cuando aquel cuerpecillo no volviera a levantarse. Sentía con todos los cuerpos. Veía desde todos los ojos. Volaba con todas las alas. Estaba en todas partes. La sensación de tener el ego disperso en tantos lugares desde los que podía pensar al tiempo —no con palabras ni con conceptos, con realidades instintivas, no con mentiras sino con objetos— no era aterradora, era magnífica y espléndida, era como no morir nunca jamás, estar viva para siempre, ser eterna...

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