Politeísmos

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Álex tiene veintiséis años, un mal carácter antológico, la boca muy grande y una sinceridad a prueba de escrúpulos. Viste de negro de la cabeza a los pies, fuma sin parar y
cree
que es un lobo. Y lo es, por dentro. Si te atreves a discutírselo, puede que te tragues los dientes.

Si le pillas en un buen día, es posible que enarque una ceja, sonría torcidamente, tire la ceniza, se gire en la banqueta del antro, te mire con fijeza y te diga:

“Dentro tienes dos almas: una es la humana, la que gobierna a la mayoría de la gente; es la que actúa cuando eres acomodaticio, mezquino y cobarde, cuando esparces tu basura y pudres el mundo en el que vives. Otra es el animal que la combate y la devora. Es la que te hace libre.”

Más desencantado que cínico, y más sentimental de lo que le gustaría admitir, es un personaje en transición al llamado mundo adulto, que, como los viejos cowboys o los más queridos antihéroes, defiende sus ideales con uñas y dientes, aun cuando los ve cada vez más lejanos
(Revista Prótesis).

Álvaro Naira

Politeísmos

ePUB v1.1

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24.04.11

Queda prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra con ánimo de lucro sin contar con autorización del titular de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sgts. del Código Penal).

© 2008, Álvaro Naira

© de esta edición: 2011

© de la ilustración: Álvaro Naira

Maquetación: Estelle Talavera Baudet

I.S.B.N: 978-1-4092-1127-3

http://www.politeismos.com

Al búho que, noche tras noche,

con infinita paciencia,

lo leyó mientras se escribía.

El lobo omega
I

PIDIÓ UN TERCIO Y ENCENDIÓ UN CIGARRO. Le dio una calada larga y expulsó el humo entre dientes. Arrastró una banqueta hasta situarse al lado de la cabina del pincha. Tras intercambiar unas frases intrascendentes con el camarero, se sumergió en su libro. Eran las siete de la tarde. El local estaba vacío y la música no demasiado alta. Pese a los esfuerzos del dueño, la luz natural se filtraba por las rendijas de la puerta y le daba a la decoración gótica un aspecto desangelado, falso y ridículo, de tramoya de Halloween para niños. El polvo, los escombros y la porquería se acumulaban en las esquinas, las pinturas de la pared no brillaban, los murciélagos parecían de tienda de disfraces y la lápida se veía absurdamente pequeña sobre la barra, como si fuera a producirse un enterramiento de gnomos con cucurucho.

Cerró las pastas de golpe y tecleó en la piedra algunos acordes de la canción que sonaba. En el otro extremo de la barra, una pareja se rió tontamente. Sonrió con suavidad y regresó al libro.

Tenía veintiséis años y vestía más o menos del mismo modo que todos los que acudían asiduamente al garito. Como cortado por un patrón, era alto, flaco, con el pelo oscuro y corto. Llevaba pantalones negros, camisa negra, largo abrigo matrixero de cuero negro y botas descomunales, martilleadas con placas de metal y atestadas de trabillas, que aumentaban su altura en cinco centímetros, su peso en cuatro kilos y le impedían pasar por el arco de los aeropuertos. Del cuello, sin embargo, no colgaban rosarios ni cruces de plata ni bisutería gitana; no llevaba más que un diente de lobo con una cuerda negra de nailon. Si le preguntaban dónde lo había comprado, solía responder que en el monte se encontró con uno muerto y le sacó el colmillo de la mandíbula con unas tenazas. Nadie, de momento, había indagado en para qué diablos llevaba unas tenazas en el monte, pero lo más seguro es que hubiera contestado: “Para arrancar dientes de lobo de las quijadas”. Si sólo señalaban con un “curioso”, les explicaba que se lo había pasado un colega suyo que estaba en la facultad de veterinaria. Si insistían, gruñía que le había tocado en una tómbola o que lo encontró dentro de una bolsa de patatas.

Si no preguntaban nada, tras unos cuantos whiskys, les decía que era una forma de sentirse cerca de su dios.

Era politeísta. Practicaba su religión desde los once años. Lo confesaba, cuando estaba como una cuba, con cierta sorna y distancia, como si no se creyera ni una palabra de lo que decía. Provocaba interés y risas, y preguntas de chiste, como: “¿Cuál crees que es mi dios? Nací tal día”. “No es un horóscopo”, replicó una vez con una frialdad de nitrógeno líquido, y agarró los bártulos y se marchó del antro. “Lo único que me gusta de este sitio”, solía comentar a los conocidos, “es que no hay suficiente espacio para que baile nadie y así me ahorro ver a la gente hacer más el ridículo. Pero esto es un nido de soplapollas”. Muchos se habían ofendido cuando al protestar: “Hombre, gracias”, él, en lugar de contradecirse con un cauto y educado: “No hablaba por ti”, respondía: “De nada”. Por ése, entre otros muchos motivos, no tenía amigos.

Se iba del garito sobre las nueve o las diez como muy tarde. Si se quedaba por la noche era porque quería tirarse a alguien. Sucedía con relativa regularidad. Gustaba bastante a la caterva de niñas anémicas con ojeras violetas y uñas pintadas de negro que acudían enfundadas en manguitos de licra, faldas vaporosas de tul y apretados corpiños con apliques de terciopelo. Ésta, concretamente, le había dicho que tenía diecisiete años. No se lo creyó. Pensó que si hubiera tenido diecisiete de verdad habría dicho que dieciocho, por no meterse en líos en un local para mayores de edad. Tal vez ni llegara a los quince, porque una adolescente de dieciséis no se pondría sólo un año de más. Era menuda como una muñequita y la ropa siniestra le sentaba como un guante, al contrario que a la mayoría de las muchachas entradas en altura y en carnes que colmaban el lugar. Su coro griego de risas tontas lo formaban dos amigas que eran tan gatunas como ella, pero feas, a las que ignoró olímpicamente desde el primer momento. En circunstancias normales se habría negado a cuidar de una guardería, pero estaba muy borracho, y ella tenía los ojos brillantes y la cara en forma de corazón y la sonrisa húmeda y la melena rizada de color fuego y un corsé de charol y ligas de encaje bajo la falda de tul y botas altas como el gato del cuento.

Ya eran las once y el sitio estaba lleno, pero él seguía leyendo en el rincón. La chica se había apretado entre varios cuerpos para pedirle un mini al camarero.

—Perdona.

Él levantó la vista del libro. Se apartó un poco. La contempló apreciativamente.

—Bonito pelo —le dijo—. ¿Es tu color natural?

Ella ni se giró. Con gesto de fastidio, contestó:

—Nadie tiene el pelo de este color.

Él, entonces, sonrió deliberadamente despacio.

—Neil Gaiman,
Muerte, El Alto Coste de la Vida
, “la adoradora de la alcana con guantes” a Sexton Furnival en el local donde toca Foxglove por primera vez.

Ella pestañeó, reconociendo la cita. Se volvió con una mueca; entonces sí le miró y pareció no desagradarle. Sonrió y se le afiló aún más la cara cremosa y pálida. Su pelo era una cascada de rizos rojos. Se presentó y le dio dos besos.

—Buenos reflejos. Soy Verónica.

—Álex.

Se acercaron sus amigas, pero a éstas no las besó. Las dos tenían el pelo teñido de negro regaliz y vestían con la misma variedad de tono. Una era anoréxica y relamida, llevaba el cabello muy corto y se dedicaba a arañarse un deshilachado de los guantes; la otra, con un dado de rol al cuello, la nariz corva y la melena a lo Betty Page electrizada por la plancha, parecía enteramente una graja con el pico aguzado. Reía de forma contagiosa y no paraba de hablar. Verónica rebuscaba dinero en su bolso de terciopelo, que estaba lleno de chapas y tenía las correas enganchadas entre sí con unas esposas metálicas de atrezzo de sadomasoquismo como adorno. Le hizo bastante gracia el detalle, pero no comentó una palabra: detuvo la mano que revolvía el monedero. Pagó el mini y pidió otro más. Sacó el tabaco. Hablaron de grupos, novelas gráficas, películas de género y otras trivialidades. El volumen de la música y la afluencia de góticos los obligaban a estar cerca para oírse. Ella le pidió un cigarro y él se lo encendió. Mientras lo prendía se fijó en sus dedos índice y corazón. Sonrió crípticamente al ver que tenía las uñas pintadas de negro, pero muy cortas, sin cutículas y con padrastros arrancados con los dientes.

A esas alturas, se le ocurrió preguntarle su edad, aunque la sospechaba. Ya no le importaba su respuesta, porque estaba dispuesto a llevársela a su casa aunque tuviera trece, pero ella pareció abrumada al saber que él superaba en nueve sus años ficticios.

Comenzó a llamarla nínfula. Le explicó la procedencia del epíteto. Las amigas iban poniendo apostillas de risa como en una telecomedia americana. Verónica hablaba poco. Sonreía de forma coqueta y desenvuelta, y le miraba. Tenía la mirada inmensa en el rostro menudito. Se había ido acercando más y más hasta que le cogió el colmillo. Era un adorno extraño en un siniestro —ni era cruz ni era de plata— y siempre acababa por surgir el tema.

—Soy politeísta —explicó él curvando la boca—. Es un símbolo de mi dios.

Verónica encontró muy gracioso el chiste, pero su amiga, la chiquilla aguileña y greñuda a la que la ropa negra hacía parecer un cuervo mojado, le miró sesgadamente.

—¿En serio?

—Por supuesto —respondió él matando otro tercio.

—¿Pero de Júpiter, Venus y Marte y ésos? —preguntó la graja. Hablaba por los codos y le molestaba especialmente, sobre todo desde que, con gran secretismo y ruborizada hasta la raíz del pelo, le había preguntado en voz baja si no tendría un par de amigos para sus amigas.

—Nada tan amanerado —contestó él. Pidió más bebida para soportar la insulsez de la conversación del coro—. Ésos son dioses de hombres, creados a imagen y semejanza del ser humano. Yo creo en dioses antiguos que detestan al hombre y lo combaten desde dentro por que muera y desaparezca de la tierra.

Las risas se acrecentaron. Bebieron más y continuaron interrogándole. Le jodía ser el divertimento de la noche, pero el alcohol le impulsaba a seguir hablando.

—Dentro tienes dos almas: una es la humana, la que gobierna a la mayoría de la gente; es la que actúa cuando eres acomodaticio, mezquino y cobarde, cuando esparces tu basura y pudres el mundo en el que vives. Otra es el animal que la combate y la devora. Es la que te hace libre. Dentro de cada persona están las dos, y condicionan su forma de ser. Hay seres insulsos que aún no han sido atacados por un dios, así que están vacíos.

—Joder. Es la hostia —declaró el corifeo riéndose—. ¿Cuál es tu dios, entonces? ¿Cuál crees que es el mío?

Le repateaba que le preguntaran aquello. “Dudo si darte un loro o un cuervo”, respondió.

—El cuervo, por supuesto —escogió ella con anchísima satisfacción.

—Tu película favorita, por supuesto —repuso él elevando el labio, sin ni siquiera mirarla ni atender su réplica contrariada—. ¿No quieres saber el tuyo? —le preguntó a Verónica—. Estoy seguro de que llevas dentro un cazador como yo. Aunque uno más astuto y más discreto.

La sonrisa se hizo más amplia y descarada, pero los ojos relucían fascinados. Él estrechó los suyos nublando la vista y frunció el ceño. La contempló intensamente hasta que vio que se ruborizaba. Pasaron más de treinta segundos. Se fijó en los detalles: el rostro triangular, los párpados pintados con ribete de mapache, el pelo rojo, espeso, en bucles amplios.

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