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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (8 page)

BOOK: Politeísmos
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Rebeca miró para otro lado. Los vapores alcohólicos llevaban un rato echando un tufillo a confesionario, así que decidió abrirse también.

—Yo también me cortaba —admitió—. Pero no estoy segura de que fuera para matarme.

Él bufó.

—Nunca es para matarte. Si te quieres matar, abres la ventana y saltas.

—Era para hacerme daño. No es que me gustara, pero quería sentirlo. No puedo explicarlo. Todavía me pasa a veces. Pinchaba muy fino, sólo para sacar el hilito rojo. Aún tengo alguna marca, pero casi no se ven.

—Claro. Cuantas más cicatrices tengas, más presumes ante tus amigos. Decid que sí. Qué poco cambian las cosas... Algunos crecimos y nos dimos cuenta de que lo que pasaba es que nos iba la marcha, así que nos dedicamos alegremente a practicar el sadomasoquismo sin complejos y sin tanta gilipollez.

—¿Tú también te cortabas?

—Venga ya.

—Anda, admítelo. No saldrá de aquí.

La risa que le estaba entrando empezaba a sonar levemente histérica.

—¿Qué, ahora los tres nos quitamos la camiseta y nos contamos las marcas a ver quién gana en torturado? Si luego van los pantalones y las bragas a lo mejor os digo que sí.

—Vale —aceptó Mon, medio en broma medio en serio—, pero primero contesta.

Él apretó el cigarro entre los labios en una sonrisa mordiente.

—Yo cogía el cúter y jugaba al tres en raya en las palmas y los antebrazos y a unir los puntos con los lunares, a ver qué figuritas me salían dibujadas con la sangre.

—¿Va en serio?

—¿Sabes una cosa? Nunca lo sabrás.

—Pues entonces no has cumplido —se rió Mónica—. Así que me parece que no nos desnudamos.

—Disculpa si no me echo a llorar —levantó el ron y dio otro trago.

—Estoy pensando una cosa, Álex... —empezó Rebeca, negándose a rendirse y a pasar del tema religioso al personal—. Si de lo que se trata es de matar humanos, ¿por qué no coger una recortada y liarse a pegar tiros en medio de un centro comercial?

Él la miró con una mueca burlesca. “No me des ideas...”, respondió, pero enseguida adoptó una expresión severa.

—Con eso no se arregla nada, princesa; incluso puede que al contrario. Imagínate que matas a un tipo en el que no vaya ganando el animal sino el hombre... Se acabó lo que se daba y otra vez a empezar desde cero: el humano se escapa tranquilamente a nacer en otro cuerpo sin que el dios pueda comérselo. Además, no venden recortadas en las jugueterías —dio una calada—. Y nadie en su sano juicio me vendería a mí un arma.

—Pues no sé si es porque estoy pedo, pero no lo pillo bien del todo. Entonces el animal y el hombre luchan durante la vida, ¿no es eso?

Él se encogió de hombros.

—Te haría un diagrama, pero estoy borracho; como para ponerme a pensar. Búscate otro gurú, ¿de acuerdo? Hay mogollón de gente en esto. ¿Qué? ¿No te lo crees? Te juro que es cierto. Haz una búsqueda por internet. Hay muchos más en ello de los que podáis imaginar, pero la mayoría no sabe por qué. Es una época fabulosa, cuando aún no sabes por qué. Cuando todo tiene la estética de un videoclip. Tú eres un animal, y tienes su fuerza por dentro. Puedes hacer cosas que otros no pueden. Puedes manipular acontecimientos con una simple petición, que pone a tu dios a tu servicio. Es como si lo vieras salir de tu cuerpo, atado por cuerdas que lo anudan a tu alma, dispuesto a lanzarse como una flecha contra la de tu enemigo. Caza para ti. Mata para ti. Se ocupa de ti. La gente que piensa así los llama tótems o naguales —se estiró las ojeras hasta las sienes con las yemas de los dedos. Su cara mostraba el más profundo agotamiento, por fuera y por dentro—. Ojalá. Qué simple, qué egoísta y qué humano. Ésa es una religión para críos de cuatro años, que aún no han pasado del pronombre “yo” al “tú”. Hay mucho subnormal en eso. Se los reconoce por su ñoñería extrema, porque hablan de “animales de poder” y llevan camisetas cursis con la imagen de los que creen que son sus dioses, que siempre resultan, misteriosamente, poderosos superpredadores con alguna connotación mitológica o fabulosa. No te encontrarás a un tipo de éstos que diga que es un conejito o un gorrión, no. Wiccanos —se bebió de una vez todo el contenido que le quedaba en el vaso y lo llenó de nuevo—. Puto paganismo descafeinado. Si al menos hicieran sacrificios y pintaran las paredes con sangre y con esperma podría tenerles un respeto, pero su ritual más temible es la receta de las galletas de jengibre —Rebeca cambió el gesto, dispuesta a rebatirle—. Ah, sabes de qué hablo. Pues aléjate de ese hatajo de retrasados, princesa.

—Álex, no digas tonterías. Yo he visto cosas. Yo he hecho cosas. Ritos, y funcionan. ¿Y el lobo qué es? Dime un animal más místico que él. Vale, el gato. Pero dime otro. Deja de tirar piedras contra tu propio tejado.

—Joder, olvídate del lobo hermanita de la caridad, pintado en tonos azul pastel con purpurina y una india al lado. El lobo es un bicho salvaje, hirsuto, sucio, que apesta a monte, a sangre y a tierra. Se cepilla en un solo ataque hasta sesenta ovejas. Es un animal real, princesa. Real. No es sobrenaturalmente rápido, y los solitarios se mueren de hambre hasta que se les ondulan las costillas. Cualquier presa corre más que él. Al lobo le salva la resistencia y la cabezonería, el saber hostigar al trote lobuno estremecedor, que parece jodidamente fácil, como si no les costara una mierda caminar así, pero van bastante deprisa, ¿sabéis? Y durante horas, sin cansarse, días enteros. Es un cazador de acoso, no de acecho. Gana por puro aguante y por número. Lo ves venir; no sorprende a traición, sino que persigue hasta que agota a la presa. La manada va detrás hasta que la hace caer reventada con los ojos desorbitados y la lengua fuera llena de baba. Pasan a su lado y le pegan con el rabo en las patas. Hacen turnos para correr, unos se echan en la hierba alta y esperan a que los demás la empujen contra sus dientes. Cierran el círculo con la carne en medio siempre en sentido contrario a las agujas del reloj, porque así están hechos. Entre todos la despedazan, pero zampan bajo rigurosa y feroz etiqueta protocolaria —los ojos le brillaban atrozmente mientras hablaba, como si estuviera reviviendo la matanza—. Qué cosa más útil es el instinto, joder. Como lo de dar vueltas antes de echarte, sacudir la cabeza para rematar algo y partirle el cuello, enterrar la carne que no te has comido, rascar con las patas después de cagar, tirarte panza arriba si te viene un tipo con malas pulgas, chupar la teta de tu madre y hacerte la rosca con el rabo para que, al dormir, la nieve caiga sobre ti y te haga de manta. Ésa es la pura verdad. El lobo es eso, que no es poco. No es ningún demonio, ni un ángel. Límpialo de hojarasca. Para la gente de pueblo es un ser maléfico, una criatura nocturna, que huye con el tercer canto del gallo como los vampiros. ¡Joder! Si el lobo ni siquiera ve de noche como los gatos. Si no hay luna, se hostia como tú y como yo. Dicen que tiene un poder casi mágico para acojonar, cuando lo cierto es que el que se asusta del hombre es él. Que si licántropos, que si antropófagos: lo que somos es competidores, y el hombre siempre les da otro nombre a las cosas que teme, como si así pudiera alejarlas. A pocos animales les han echado más mierda mítica encima que al lobo... Están al puto borde de la extinción por culpa de eso. Cuando desaparezcan por completo, muchos pensarán que nunca existieron; que fueron una leyenda —aplastó en la lata de cerveza el cigarro, que casi se le había consumido en un largo cilindro de ceniza—. Dicen que se zampa a las novias antes de la boda y roba a los niños en la cuna. Me encanta la idea, pero la verdad es que es una mentira como una casa. Y yo me parto cuando leo que caminan en fila india y se pisan sus huellas para ocultar su número. Joder, camina en fila india porque no es gilipollas, y es más sencillo correr por la nieve pisada que a campo traviesa, y el macho alfa, que es el que está mejor alimentado y tiene más fuerza que los demás, va en cabeza destrozando la escarcha y el hielo con las patas para permitir que le sigan los suyos más fácilmente. Y no le canta a la luna, no me jodas, sino que ejecuta un acto social para acojonar al bosque entero y darle cohesión a la manada. Aunque es cierto que entona, el cabrón. Es de lo más polifónico. Si los ves aullando te dan una envidia de la hostia. Parecen las criaturas más felices y anchas del planeta, como si no hiciera falta otra cosa más que cantar suficientemente alto, suficientemente fuerte, rodeado de tu gente y frotándote el pelo áspero contra el lomo de tu hembra, para sentirte el amo del mundo.

Las chicas intercambiaron espléndidas sonrisas. Le habían estado escuchando con la atención y el apasionamiento del contagio. No habían abierto la boca en todo el monólogo vibrante.

—Te flipa tu dios, ¿eh? —preguntó Mónica sonriente, tras esperar unos segundos por si seguía.

—Me parece la polla, sí —Álex parecía haberse desinflado—. Pero no por lo que dicen los wiccanos. ¡Rezar a tu animal! ¡Pedirle cosas! ¡Usarlo! Eso es una estupidez. Una inmensa gilipollez. Todo mentira.

Rebeca se estiró felinamente.

—No es mentira y lo sabes —echó alcohol al vaso y se lamió los dedos viscosos de ginebra—. A mí no me engañas, lobo. Funciona. Yo llevo
dentro
menos de tres semanas, y he logrado lo que no había conseguido en más de un año que llevaba probando con otras magias.

—Otras magias. ¿Velitas, inciensos, sal gorda y lacitos de colores?

—No te burles de lo que no entiendes.

A él se le desencajó una carcajada violentamente humillante, que consiguió que la chica enrojeciera.

—Álex. Funciona —le amenazó con la voz inflexible, aunque tuviera las orejas coloradas.

Él frunció el ceño.

—Cojones, si desatas a tu dios claro que funciona. Ya lo sé. Y mejor que tú, que soy más viejo. Pero ahora en serio: no debes utilizar a tu animal. Nunca. Se supone que... tú eres el animal, joder. No debes dejar que te utilicen. Es una cuestión
religiosa
. Lo llevas ahí; escúchalo. Pero no lo uses. Hazme caso; si lo haces le das poder al alma del hombre que llevas también dentro.

—Pero... —intervino Mónica.

—¿Pero qué?

—No sé si lo he pillado, pero... Verás, si no lo utilizas... ¿No se acabará durmiendo? Ya sabes. Dejará de actuar y será el hombre el que tome el control.

La miró con expresión de asombro.

—Joder. No lo había pensado así. Si tienes razón es como para golpearme la cabeza contra una pared, porque llevo toda mi puta vida rompiéndome por dentro y destrozándome en creer sin usarlo, porque si lo utilizo, lo
domestico
—le entró una risa nerviosa que ahogó en la ginebra. Habló con la voz muy ronca—. Si lo uso, si le pido cosas, si consigo que me traiga la pelota..., lo estoy haciendo perro, y maldita sea si no es eso lo que me da más miedo.

—¿Por qué? —preguntó Mon—. ¿Qué pasa con el perro?

—El perro es un lobo dócil, joder. Desde el mastín hasta el chihuahua. El lobo fue el primer animal que se domesticó en la prehistoria. ¿No lo sabíais? ¿Qué coño os enseñan en el colegio?

—Venga, hombre. No me lo creo. ¿También el chihuahua viene del lobo? ¿Y el caniche? ¿Y...?

—Y todas las razas que se te ocurran. También el caniche es un lobo, sí. Le han pasado quince mil años de domesticación por encima como una apisonadora, pero es un lobo. Uno neurótico, contrahecho, atrofiado, grotesco y repugnantemente humano.

—Entonces... —Mónica inclinó la cabeza—, si lo he entendido bien...

—¿Qué?

—Que la culpa de todo es del lobo; fue el primer domesticado, el primero que cayó en la tentación y se acercó a la hoguera del hombre —a Mon se le encendieron los ojos y la sonrisa. Sólo le faltó batir palmas de la emoción—. ¡Es el puto Lucifer del panteón!

Álex silbó largamente.

—Niña, tú estás fatal. Deja de beber, anda.

—¡Tengo razón! Luego ya se domesticaron los demás, ¿no? Si dices que el problema está en que el hombre se cargó el equilibrio y empezó a alterar el ecosistema, está claro que el primero que lo sufrió fue él, el que lo provocó fue él. El Primer Caído.

Rebeca levantó las cejas.

—Su Satánica Majestad —añadió muy divertida.

—Sí, Mick Jagger. No te jode —gruñó él.

Las chicas explotaron en carcajadas, aunque estaban pensando en un cantante más reciente y más grotesco.

—Hostia, de verdad. “Primer caído” —repitió Álex, no sabiendo si reír o llorar—. Es perfecto para megalómanos. Si vas a ser un pecador, sé el más grande, ¿no? Si tienes que tener la culpa de algo, que sea La Culpa con mayúsculas.

—Te pega mazo, Álex —articuló Mon entre la hilaridad.

—Que te den por culo. Puta la gracia que tiene, en el fondo —hundió el pecho, siendo perfectamente consciente, pese a las brumas espirituosas, de que la situación era caricaturesca, y su mayor ridiculez consistía en que podía suscribirla al cien por cien, que era así como pensaba, que era eso en lo que consistía, y que no podía más, que tenía unas ganas enormes de abandonarse y de llorar como una niña o de ponerse en pie y empezar a romper botellas contra los pocos muebles que tenía. Apretó los dientes—. Joder. ¿Crees de verdad que sin el perro el hombre podría haber controlado al ganado? ¿Quién se lo recoge? ¿Quién lo mete en el redil? ¿Quién lo saca a pastar y cuida de que no se disperse? Es por el perro. Si la humanidad no hubiera tenido carne doméstica para sacrificar cuando le apeteciera, no habría podido crecer en número y empezar a cultivar y a modificar el medio hasta cargárselo por completo. Oh, dios... Si tuviera el poder de ejecutar mis deseos... Si pudiera aniquilar a la especie entera con sólo apretar un botón y dejar limpio el planeta de mierda... Entonces sí que me pegaría un tiro y así todo se quedaría con su jungla y con su tigre, con su bosque y con su ciervo y sin el ser humano, tan jodidamente ridículo a sus dos putas patas y sin pelo en el cuerpo. Les prendería fuego, de paso, a todos los primates para evitar la posibilidad de que apareciera otro bicho con esa absurda capacidad de pensar hacia atrás y hacia delante y de ponerse ropa encima. Os juro que lo haría si pudiera —levantó el vaso como haciendo un brindis y se rió sin humor—. Por suerte para la humanidad, no me ha tocado ser científico nuclear ni presidente de los Estados Unidos de América.

—Álex. Yo también pienso así —asintió Mónica alzando la bebida para entrechocarla—. De verdad.

Él reventó en risas. No acercó su copa.

—Lo pongo seriamente en duda, princesa.

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