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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (9 page)

BOOK: Politeísmos
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—No, en serio. Te lo juro. No era capaz de ponerlo con palabras, como tú, pero creo que el ser humano es un error de la naturaleza.

Rebeca estaba considerando la idea con intensidad.

—Pero la Naturaleza no se equivoca...

—La naturaleza no piensa —zanjó Álex—. No empieces a hablarme de Gaia que me entran arcadas.

Y así era, no sólo por el tema de conversación. Intentó hacer recuento de lo que llevaba encima: una botella de whisky —joder—; una cerveza —contó—; algo de ginebra —poca—; copa y pico, largo, de ron...

—Oye, se me olvidaba... —intervino Mon.

—No, princesa. No vamos a quitarnos la ropa y contarnos las cicatrices, lo siento, por mucho que te ponga.

—Imbécil —se rió mientras se ponía muy roja—. No es eso. ¿No puedes hablar en serio un rato?

—¡Joder! Llevo haciéndolo toda la puta noche. Venga. Dime.

—Álex, yo lo que no entiendo es por qué no te suicidas.

—Verás —adoptó un tono paciente—, tienes que comprender que no a todo el mundo se le pone dura cuando piensa en meterse el cañón de una pistola en la boca. No seas intolerante y respeta a los que no somos como tú.

—Vete a la mierda —respondió sin dejar de reírse— ¿Por qué no me contestas? Lo entiendo todo, estoy de acuerdo y me parece la hostia —bajó la mirada y se llevó la palma de la mano derecha al corazón, como si estuviera recitando el
Yo confieso
cristiano—. Álex. Yo
creo
. Pero hay una sola cosa que no encaja: ¿por qué no te matas y vas a por otro cuanto antes?

Él jugueteó con el tapón de una botella. Echó el aire de forma silbante. Esquivó la mirada de las chicas, que tenían los ojos fijos en su figura, como si él fuera todo su universo. La cabeza le daba vueltas, pero aún tenía vagamente el control. Podía callarse si quería. No tenía por qué responder a eso.

—Porque tengo miedo —admitió al final. Mónica le contemplaba con una sonrisa amistosa de comprensión que le tocó la moral profundamente—. No, no es por lo que crees. Qué cosa más fácil que abrir una ventana y tirarse, no jodas. Se acabaron todos los problemas. Pero si yo me matara ahora... No estoy seguro de quién ganaría. ¿Y si gana el hombre? ¿Y si he domesticado al lobo que llevo dentro? ¿Y si yo no soy el animal? ¿Y si el dios es
el otro
, el que me devora? ¿Por qué lo trato en tercera persona, como si yo fuera el hombre? ¿Y si...? —las contempló y suspiró. Hundió los hombros—. No lo entenderíais. Con la edad, toda la miserable humanidad va saliendo a flote, y las ideas de libertad, independencia, moral, caza, comida, apareamiento, se complican, y ya no se puede ser tan puro como entonces —sacó un pitillo y se frotó los ojos—. No sabéis la suerte que tenéis. Estáis en vuestros años brillantes, de los quince a los veinte, en que todo es claro como la luz, en que todo tiene sentido, todo es blanco o negro y todo está colocado en su sitio. Luego se enturbian las cosas y se mezclan. Cuando estaba en el instituto, yo era el lobo. Estaba clarísimo. Ahora... no estoy seguro —encendió el cigarro, pero le supo a cartón mojado. Se obstinó en fumárselo, pese a la saturación de nicotina de sus pulmones y garganta—. Me está matando por dentro dar la talla. No
domesticarme
. No puedo hacer nada, sólo rezar... No: rezar es usarlo, es utilizar algo elevado para propósitos mezquinos —se contradijo en un murmullo rápido—; ni siquiera rezar puedo... Sólo me queda desear que el lobo siga dentro de mí, grande, glorioso y lleno de rabia contra el ser humano. Pero ya no lo siento. Tengo que obligarme. Además... cabe la posibilidad de que esté luchando en el bando equivocado... Quiero decir; ¿dónde está mi conciencia? ¿Y si yo no soy el lobo? ¿Y si no soy más que el hombre miserable? ¿Y si no soy yo el que seguiré y me sobreviviré, el que atacaré a otro...? Ya no tiene tanta gracia, ¿verdad? Algo que te da fuerza acaba por devorarte. Ya no es reconfortante; es perturbador —aspiró el humo y dejó colgando los brazos sobre las rodillas—. No me importa. Aunque sea por orgullo,
creo
. Creo aunque me destroce. Una cosa es cierta: yo detesto a todos mis semejantes y lucharía hasta la muerte porque desaparecieran de la tierra. Si soy el hombre, rindo el cuello para que me lo rompa a mordiscos. Si soy el lobo, bendito sea.

Levantó la cabeza y las observó con atención por vez primera. Ellas se lo estaban bebiendo igual que el alcohol, con los ojos dilatados por los estupefacientes y la sensibilidad tan tierna y abierta como las pupilas.

—Joder, Álex. Es la polla —declaró Mónica emocionada—. Es precioso, tío. ¿Y tú dices que no sabes si eres el lobo? A mí me parece que está clarísimo.

Le cruzó la cara un rictus de desagrado, como una corriente eléctrica. Se revolvió. Con el entendimiento tan pastoso como la voz, se preguntó de pronto qué estaba haciendo ahí vomitando sus demonios. Las chicas reían entre ellas y compartían un cigarro en lugar de encenderse uno cada una. Mónica admitió que iba fatal y que debería ir al baño para bajarlo.

—Estoy haciendo el gilipollas... —dijo Álex de pronto, sin venir a cuento.

Se incorporó como una marioneta que levantan con cuerdas y se cayó contra la pared. Con una mano palpando el muro, cogió el pomo y salió sin dar más explicaciones. Después de echar una meada interminable, se lanzó sobre las sábanas.

—¿Álex?

Él cerró la puerta de una patada desde la cama.

Cuando despertó, la cabeza le palpitaba sordamente, la luz daba de pleno y las niñas ya se habían marchado. Le habían dejado una hoja de cuaderno con unas palabras de agradecimiento —
gracias por todo
en caligrafía redonda e irregular— debajo de una botella nueva de J&B. Al ir a guardarla se cayó el papel al suelo, y vio que habían escrito la nota en la parte de atrás de la ouija.

IV

—Eh —saludó Rebeca, frotándose los párpados y tragándose el bostezo. Mónica y ella se arrellanaban en el banco de delante del instituto, cerca de la boca del metro de Serrano. Se sentían sucias, con la misma ropa del día anterior, sin peinarse, con un regusto persistente a ron, a ginebra y a whisky en la lengua. Estaban cansadas pero muy despiertas, con los sentidos intensificados, exageradamente alertas, puesto que, aunque no captaban la mitad de lo que pasaba por la resaca y el insomnio, lo que percibían lo apreciaban como si sucediera a cámara lenta y les diera tiempo a meditarlo. A Mon le había venido el chute natural de serotonina y estaba espabilada por completo. Tenía los ojos tan abiertos como un pez de acuario.

—Eh —respondió Verónica, limpia y pálida, maquillada ya como para salir por la noche, vestida con un pantalón lleno de cremalleras y corsé rojo sobre un jersey negro transparente, con los rizos untados de espuma y el bolsito de terciopelo con las esposas haciendo de cierre, trabilla, cremallera y adorno—. ¿Cómo os fue por la noche? ¿Os dejó entrar?

Rebeca prendió una cerilla rascándola contra la suela de las botas, encendió un cigarro y se lo pasó a Mónica.

—Sí, tía. Majísimo —dijo Mon, dándole una calada al pitillo y entregándoselo a Vero—. Sin problemas. Fue la hostia. Qué noche. Pasó de todo. Lástima que no te pudieras venir.

—Qué raro. Yo estaba segura de que os iba a mandar a la mierda. ¿Es que has logrado follártelo, Mon? —interrogó Verónica con una sonrisa cínica.

—Tía —la graja abrió mucho los ojos—, sabes que nunca te haría eso.

—Como si fueras a conseguirlo, mira tú —se rió ella—. No digas que es por mí; a mí no me pongas de excusa. Ya te lo dije, Mónica. Si te ha mirado alguna vez es porque me tenías a la espalda —se sacó el pintauñas negro del bolso y empezó a darse una capa sobre la que tenía astillada y mordida. Se sopló los dedos de la mano izquierda y le pasó el frasco a Rebeca, que le hizo la derecha y se pintó las dos suyas con habilidad. Llevaba las uñas largas, ovales, muy cuidadas y perfectas—. Mon, mira que te ha dado fuerte con Álex. Tampoco es tan especial.

—Qué cruel eres, Vero. Porque yo sé que en el fondo no piensas así, pero... —se volvió hacia su otra amiga—. Hazme las uñas, Beca, que yo no tengo pulso.

Rebeca mojó el pincelillo y lo escurrió contra la boca de la botella. Se las pintó con tres trazos por dedo. Verónica fumaba con mucho cuidado y sacudía las manos para secárselas.

—No, a ver, Mon; si te entiendo. Es muy mono, folla de maravilla y es superinteresante, pero yo busco otra cosa. Está un poco tocado del ala...

—Si lo dices por su religión, Verónica, no estoy de acuerdo contigo —puntualizó Rebeca cerrando el bote con precaución para no abollarse la pintura negra—. Tú no estuviste ayer. Tú no le oíste. Estoy con Mon. Ese tío es la hostia. Y mira que yo he conocido a gente rara, ¿eh?

—Si me hablas del satánico, Beca, de acuerdo. Por lo que cuentas, ese hombre sí que está mal. Es de los peligrosos. Álex a su lado me parece inofensivo. Se le va la fuerza por la boca.

—¿Inofensivo? —protestó Mon—. El satánico es un bocas y un imbécil, Vero. Yo le conozco y es raro el día que no va de tripi. A mí más que miedo me da risa, siempre con esa cara de gilipollas. Vero, Álex es un lobo. Es cualquier cosa menos inofensivo. Te vas a acabar dando una hostia de las grandes si piensas así.

La chica pergeñó una sonrisa zorruna y complaciente acunada por los rizos. Encogió los hombros con elasticidad.

—Lo dudo. Yo soy más lista que él. No me implico. Pero gracias por preocuparte —le dio un abrazo un tanto falso a Mónica, y un beso en la mejilla—. Eres una amiga, tía.

—Oíd —interrumpió Rebeca—, hablando del satánico. A la noche vamos a quedar. Me ha llamado y me ha dicho que tiene unos secantes cojonudos. ¿Me cubres la espalda, Vero? Que no me quiero volver a enrollar con él.

—Cuenta conmigo, Rebeca. Sin problemas.

—Yo también voy —dijo Mon—. ¿Dónde has quedado?

—No hace falta, cariño. Quedamos luego, cuando ya haya pillado. Ya sabes que el satánico es un hijo de puta. Igual te suelta algo... Pero —añadió al verle la expresión dolida— vente si quieres. En el templo de Debod a las ocho.

—¿Nos vemos antes?

—Yo me voy a pasar por casa de Álex en cuanto salgamos —dijo Verónica—. Conmigo no contéis hasta tarde. Voy desde allí luego a la tuya, Mon. ¿Cómo quedamos, Beca?

—Quedamos las tres donde Mónica a las siete y media, ¿os parece? ¿Mon, a ti a qué hora te suelta tu abuela?

—Los viernes me tiene hasta más tarde... ya sabéis, sucedió un viernes. Veré qué me invento. ¿Entonces no puedo ir a arreglarme a tu casa, Beca?

—No nos da tiempo, tía. Si quieres yo te pinto en un baño y te llevo un poco de ropa chula que no abulte.

—Bueno... —aceptó remisa.

—¿Qué hora es? —interrumpió Verónica—. ¿Ya son las ocho y media?

—Y cuarto. ¿Vamos para clase ya? Es un poco pronto.

La chica se estiró un rizo rojo y se lo enroscó en el dedo de forma dubitativa.

—Bueno, ¿qué? ¿Tenéis papel? —dijo distraídamente.

—Tía, ¿te vas a hacer un porro ahora? ¿Delante de la puerta? Joder, por lo menos cruzamos la calle, que a mí aquí me da palo. ¿Nos vamos a Colón?

—No, no. Paso de hacer pellas; tengo ya muchas faltas. Decía papel de cuaderno. Ya sabéis. ¿Es que no pensáis contarme lo que pasó anoche?

Rebeca soltó la carcajada.

—Ay, Vero. ¿Por qué coño no admites que estás tan enganchada a la ouija como nosotras?

—Porque no lo estoy. Sólo me hace gracia. Mola lo que dicen. Y... sirve.

La gata se sacó un papel doblado en cuatro. Lo extendió sobre el banco de hierro y lanzó al aire la moneda.


¿Hay alguien en la tabla?

—¡Está abierto!

Álex estaba sentado en el ordenador tecleando a toda velocidad.

—Hola, lobo —Verónica se introdujo bajo su brazo, se frotó contra él y le besó, apretándole las tetas contra el pecho. Él giró el asiento, la cogió por el culo y se la subió a la silla. Durante unos minutos, se dedicaron a enroscarse entre mordiscos y a tragarse las lenguas.

—¿Cómo es que tienes abierto? —le preguntó ella cuando separaron las bocas y se quedaron mirando—. ¿Esperabas a alguien?

—Podría decir que a ti, pero, además de una cursilada, sería mentira. Me van a traer un paquete de juegos por la tarde. ¿Te esperas un rato, Verónica? Tengo que acabar esto. Algunos trabajamos.

La chica puso un mohín. Él volvió a acercar la silla al teclado. Ella dio un par de pasos, recorriendo el dormitorio, y de nuevo dos en la otra dirección, con las manos metidas en los bolsillos traseros de los pantalones. Salió al otro cuarto y se acercó a la ventana. Estaba pegada con tiras anchas de cinta aislante de embalar color marrón, que unían cada trozo grande de cristal con los demás y con el marco. A pesar de la reparación, el aire entraba tranquilamente por los huecos de los pedazos que se habían caído a la calle.

—Ya me contaron la hazaña... —comentó Verónica sonriendo.

—¿El qué? —gritó él desde la habitación.

—Lo de la ventana. Qué bueno. Tuvo que ser la hostia.

Álex se volvió.

—Mira, gracias por recordármelo —dijo frunciendo el ceño—. Vente para acá.

—¿Qué? —preguntó con negligencia, arañando el pegamento de la cinta adhesiva. Pasó de nuevo a la otra estancia—. ¿Qué pasa?

—Pasa que esto no es un puto hotel, ¿me oyes? —advirtió con cara de pocos amigos—. Si tus amiguitas no tienen donde caerse muertas, las mandas a la casa de otro de tus rollos o te las metes en el garaje, ¿de acuerdo? Primera y última vez, Verónica. Aquí no vuelven a entrar.

Ella se encogió de hombros.

—Me dijeron que os lo habíais pasado bastante bien.

—Me la sopla lo que te dijeran. Por esa puerta no pasan más tías que las que me follo, y no tengo la menor intención de tirarme a tus amigas, por mucho que yo las ponga. ¿Estamos?

—¿Es algún tipo de promesa? ¿Según se entra, se folla? —sonrió provocativamente y se le abrazó al cuello—. Si es una promesa, ¿por qué no cumples?

Él se sintió incapaz de seguir cabreado, pero aun así se la quitó de encima.

—Verónica, tengo que acabar esto.

—¿Y por qué no lo haces luego?

—Sí, ya. Una leche. Igual que el otro día, ¿no? “Echamos uno y luego sigues currando”, y fue acabar, ponerme en el ordenador y en nada me estabas dando otra vez la vara, y al final nos tiramos toda la puta tarde dale que te pego hasta que acabé muerto y me sopé —clavó la vista en la pantalla y siguió tecleando—. No puedo pasarme del plazo, Verónica. Necesito este curro de verdad —arrugó la expresión—. ¿Cómo es que has venido tan temprano? Contaba con no verte hasta las nueve como pronto.

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