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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (10 page)

BOOK: Politeísmos
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—Tenía ganas de verte, borde.

—Tenías ganas de echar un polvo. Lo demás es circunstancial.

Ella se rió. Volvió a pasearse. Revolvió en la pila de los libros, revistas y tebeos. Cogió uno. Lo abrió, lo miró, lo dejó y cogió otro.

—¡Pero si está todo en inglés! —se quejó.

Álex respondió sin apartar los ojos del monitor.

—Mala suerte, princesa. Yo casi todo lo leo en inglés.

—¿Y eso?

Se encogió de hombros.

—Escribo casi mejor en inglés que en español, y no quiero que se me oxide de no hablarlo, que me viene genial para currar. Mi madre es de allí. Siempre me hablaba en inglés cuando era un crío.

—¿Tu madre es inglesa? Qué chulo...

—¿Por qué? Menuda chorrada. La tuya será de Valladolid. Qué más dará.

—Hombre, pero tú eres bilingüe, ¿no?

—No te creas. Se acaba perdiendo.

—¿Y qué es de tu madre?

Álex encendió un cigarro. Tiró el montón de colillas del cenicero a la papelera.

—Se separaron cuando yo tenía catorce. Ella se volvió a Londres. Cada vez que voy de visita me traigo una pila de discos de músicas rarísimas y de ropa. ¿De dónde te crees que salieron estas botas?

—¿Cómo no te fuiste con ella? —preguntó sin interés, hojeando los cómics—. ¿No te caía bien?

—Qué va, qué dices. Mi padre es un capullo, pero a mi madre la quiero un huevo. Creo que me quedé porque con mi padre tenía más libertad. Se tiraba todo el puto día viajando por el curro, así que yo estaba solo y más feliz que unas castañuelas un mínimo de tres o cuatro días a la semana. Con diecinueve me abrí porque estaba hasta las pelotas de aguantarle viernes, sábado y domingo. Y desde entonces.

—Vaya —la chica se metió las manos en los bolsillos—. No sé qué decir. Debió de ser duro.

—Por dios, Verónica. Que esto no es un consultorio sentimental. ¿Qué pasa, que tú no tienes una familia disfuncional, como todo el mundo? Ponte a buscar, aunque creo que en español sólo tengo los módulos de rol, y eso porque los he traducido yo y me los regalan. No te los recomiendo como lectura, salvo que tengas insomnio. Ah, espera —le señaló unas cajas de cartón—. Y los libros de cuando era crío. Por ahí andarán.

—Sí, hombre. Me voy a poner a leer Walt Disney.

—Más bien a Iriarte y La Fontaine.

Verónica sonrió.

—De pequeña me gustaban mucho las fábulas.

—No te jode —maldijo en voz baja—. Como siempre quedas bien...

La chica se arrodilló en el suelo. Clavó una llave en la cinta de embalaje y la rasgó. Empezó a abrir la caja y a sacar libros grandes y finitos, de colores vivos, llenos de polvo.

—Yo tenía una colección completa de fábulas ilustradas.

—Igual es la misma. Echa un vistazo y déjame currar, te lo pido por favor. A este paso no me levanto de la silla en toda la noche, y malditas las ganas lo que me apetece quedarme delante del ordenador un viernes.

Ella se puso a hojear los tomos. Pasó un rato, más de media hora. Verónica leía y de cuando en cuando se le asomaba una sonrisa perversa a los labios. Leyó la fábula en que la zorra atrapa al lobo por el rabo: muerto de inanición en lo más crudo del invierno, ve cómo la zorra pesca truchas con la cola por un agujero en el hielo y la espanta para hacerse él con el bocado, pero los peces, suspicaces, ya no pican, y el lobo espera que te espera hasta que se congela y se queda atrapado por glotón. La zorra le ayuda tirando de él, dejándolo, eso sí, rabón y pelado. Leyó la historia del lobo que cree que la luna es de queso, en que la zorra lanzaba al animal hambriento al pozo donde se reflejaba el satélite. Leyó el cuento de la orza de miel y los tres bautizos fingidos, en el que la comadre zorra se lamía el dulce de las patas mientras su compadre lobo cuidaba de sus zorritas, confiando en que le trajera algo del convite de los apadrinados Empezose, Mediose y Acabose —el tarro de miel, que era del lobo—. Estuvo leyendo hasta que se cansó, con la narración de la zorra y las uvas, en que el animal, que no las alcanza, declara chasqueada que no las quiere, porque “están verdes”. Dejó los fascículos. Se sentó en el suelo a su lado y se cogió las rodillas, balanceándose. Pegó la mejilla a la pierna de Álex.

—Me aburro... —se quejó con tono ñoño.

—Verónica, no me queda nada.

Ella dibujó una sonrisa mimosa y se deslizó como un gato hasta que se metió bajo la mesa. Se asomó entre sus piernas y empezó a desabrocharle el pantalón.

Él se rió. La apartó un poco, pero ella regresó a la carga. Sin dejar de teclear, Álex se echó un poco hacia atrás en la silla.

—Verónica... —exhaló—. ¿Tú te crees que así yo puedo currar?

—Sigue, tú a lo tuyo.

—En serio, Verónica. Espérate un poco. Te juro que no tardo más de una... de media hora.

—¿Media hora? Es perfecto.

Sacó del ojal el segundo botón.

—Verónica —le cogió las muñecas y la levantó, sonriendo—. ¿Es que voy a tener que atarte?

—Hazlo —le dijo frunciendo los labios—. Átame las manos a la espalda y te lo hago todo con la boca.

Él resopló un taco echando la cabeza hacia atrás.

—Joder... —dijo con la voz enronquecida—. Pero qué zorra eres.

La chica sólo sonreía. Soltó el tercer botón con una soltura sorprendente, teniendo en cuenta que lo hizo con los dientes.

—¿Te crees que las llevo sólo para decorar? —preguntó retóricamente mientras forcejeaba con la llavecita y sacaba de un chasquido las esposas que servían de cierre a su bolso. Empujó hacia atrás la silla, contra la cama, y le obligó a levantarse sin dejar de besarle. Se tiraron sobre el colchón. Verónica le montó a horcajadas. Se sacó el corsé y el jersey y los lanzó al suelo. Empezó a restregarse melifluamente. Le desabrochó de golpe todos los botones del pantalón y se lanzó a lamerle primero y a abarcarlo después hasta que consiguió que Álex se retorciera jadeando sobre las sábanas. Se quitó el sujetador y apretó contra él la piel fresca y desnuda de su cuerpo. Fue subiendo con la lengua, haciéndole cosquillas con los pezones, levantándole la ropa y mordisqueando desde el ombligo hasta el cuello. Él alzó los brazos para que le sacara la camiseta por la cabeza. En ese momento sonó el clic metálico.

—Mari, hija. ¿Quieres tomar leche con galletas?

Mónica suspiró. Su abuela sabía perfectamente que no le gustaba que la llamara por su segundo nombre, así que ya no se molestaba en repetírselo.

—No, gracias, abuela. No tengo hambre.

—Pues entonces tráeme ya el rosario. El de plata, que es viernes, Mari.

Levantó la vista del cómic que leía sobre la alfombra con flecos. Lo dejó abierto contra el suelo formando una tienda de campaña y se incorporó. El reloj de péndulo caía pesadamente. La televisión estaba muy baja, para acompañar. Sonaba la voz de la presentadora de un programa al que acude gente a contar sus problemas. Mónica abrió un cajón que olía a naftalina, lleno de pañuelos y abanicos, y agarró un paquetito. Apagó la tele y se lo tendió.

—Coge una silla, Mari.

—No, gracias, abuela. Me siento en el suelo.

—¡En el suelo! Juventud... —se puso las gafas y extrajo la ristra de cuentas de la cajita. Cogió la cruz del extremo y la frotó entre los dedos. Se signó—.
Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos, Señor Dios nuestro. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén
.

Mónica, de piernas cruzadas junto al sillón de su abuela, se santiguó mecánicamente. La anciana guardó unos minutos de silencio como acto de contrición, pidiendo perdón por sus faltas y pecados, mientras la chica, con los ojos vacuos, recorría la hilera de figuras de porcelana que había en el anaquel de encima de la tele, e intentaba recordar qué nombres les había dado cuando era pequeña en sus juegos —el Elefante Gigante, los Pajaritos, la Señorita del Parasol, la Pareja de Ciervos, los Angelotes Rechonchos, las Tacitas de la China—. Le zumbaba en los oídos un murmullo molesto, como un moscardón. Cuando volvió a prestar atención, vio que su abuela estaba terminando el Credo.

—...
Creo en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, en la Comunión de los Santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna
.

—Amén.

Volvió a caer en el sopor. La anciana empezaba a desgranar el rosario y cogía la primera cuenta. Mientras rezaba el padrenuestro la frotaba y refrotaba, como si quisiera sacarle brillo y pulirla a base de oraciones, como si su lisura y desgaste indicaran la devoción de su dueña. Mónica se despertaba de golpe cuando le tocaba murmurar su parte. No sabía si iban por la segunda o la tercera avemaría de las que tocaban por las virtudes teologales. La niña resopló y contestó pausadamente:

—Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.


Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...

Era la segunda. Pasó una cuenta más. Pudo oír cómo la deslizaba entre los dedos. Mónica empezó a sentir la incomodidad, la sensación de revolverse, y aún ni habían empezado los misterios.


Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo...

Lo que le molestaba de verdad era tener que participar. Cada vez que lograba abstraer la mente a sus cosas, le tocaba responder. Y además, despacio y meditado, que si no su abuela la reñía y tocaba volver a empezar.

—Como era en un principio —respondió—, ahora y siempre, por los siglos de los siglos, amén.

Lo tenía calculado: el rosario le llevaba más de hora y media, y eso con suerte, cuando no rezaba también todos los padrenuestros, avemarías y glorias por las necesidades de la iglesia y del estado, los destinados a la salud del papa y los que iban dedicados a la persona e intenciones del señor obispo de la diócesis. A veces ésos se los saltaba e iba derechita a por las ánimas del purgatorio.

—Misterios dolorosos —anunció su abuela pasando a refregar con complacencia la medallita—. Primer misterio: La oración en el huerto.
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu reino...

—Joder... ¿Cómo coño...?

Verónica se incorporó y se lamió el carmín de la boca. Había aprovechado mientras estiraba los brazos para esposarle a los barrotes de la cabecera de la cama. Álex tenía una cara que mezclaba la sorpresa, el morbo, la incredulidad y la franca diversión.

—Y... la zorra atrapa al lobo por el rabo —declaró ella—. ¿Te saltaste esa fábula de pequeño? Intentabas pescarme y has sido tú el pescado —la chica se rió y guardó las llaves en el bolsillo—. Si es que los tíos sois todos iguales: en cuanto se os llena de sangre la polla se os seca el cerebro —frunció los labios en forma de corazón—. ¿Qué te parece si jugamos un rato?

Él enarcó las cejas. Sonrió cínicamente.

—¿Tengo opciones? Hazme lo que quieras.


Dios te salve, María
—principió su abuela—;
llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...

Oía rascar, rasguear, frotar, pulsar y afinar cada cuenta. No había plata con menos óxido en la casa que ese rosario erosionado por los dedos temblorosos, que mostraban una precisión sorprendente, casi cicatera, mientras recorrían las bolas, una detrás de otra, contando con deleite y deteniéndose placenteramente en cada una de ellas, como si fueran monedas que engrosaran un tesoro.

—Santa María, Madre de Dios —recitó de forma cansina la chica—, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Mónica se preguntó si le quedarían siete u ocho avemarías al primer misterio. Siempre se lo preguntaba, en lugar de observar las cuentas. Le ponía histérica mirarle las manos a su abuela. Le daban unas ganas locas de lanzarse sobre ellas y romper el cordón con los dientes, y ver cómo saltaban, rebotaban y rodaban las pelotitas de oración por el suelo.


Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...

Verónica se quitó las bragas y se sentó sobre él. Le botaron los pechos con el movimiento. Empezó a restregarse, a frotarse y a deslizarse contra el paquete de Álex, sin metérsela, dedicándose a masturbarse tranquilamente, recorriendo la corona del glande, el frenillo y el tronco y contándole las venas con el clítoris.

—Verónica —la interrumpió él controlando a duras penas la respiración—. Que el líquido preseminal también lleva procesión de flagelantes. No hagas el tonto sin condón, princesa. Están debajo de la cama...

La chica abrió los ojos de golpe.

—Última vez que me cortas el rollo, Álex.

Se puso de pie sobre el colchón. Cuando creyó que iba a saltar para coger los preservativos, flexionó las rodillas y se dejó caer contra su cara. Le agarró del pelo y le apretó contra su cuerpo.

—Curra un poco, cabrón.


Dios te salve, María; llena eres de gracia; el Señor es contigo; bendita Tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús...

La voz de la anciana repetía la letanía monocorde una vez más. Mónica había perdido definitivamente la noción del tiempo. Balanceaba la cabeza.


Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

Mónica despertó del letargo y sacudió el flequillo. ¿Ya llevaban diez avemarías? Muy contenta, respondió:

—Como era en un principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.


María, Madre de gracia, Madre de misericordia, defiéndenos de nuestros enemigos y ampáranos...

—Ahora y en la hora de nuestra muerte, amén —casi gritó con voz cantarina.

Su abuela sonrió y murmuró algo edificante para sí, confundiendo la alegría de llegar al segundo misterio con inflamación religiosa por parte de su nieta.

—Segundo misterio: la flagelación.

—Ah... sin morder, hijo de puta.

La chica se había retirado un poco. Él sonrió con ferocidad, enseñándole todos los dientes.

—¿No te gusta?

Verónica le apretó de nuevo el pubis contra la cara.

—Calla.

—... El pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. No nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal. Amén.

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