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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (14 page)

BOOK: Politeísmos
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—Guay, tía. Un problema menos. ¿Nos vamos ya?

—Tranquila que no hay prisa, Mon. Me ha llamado el satánico; que no quedamos hasta las diez. ¿Nos pasamos por mi casa un rato?

—¿Y para eso me visto en las escaleras? —se lamentó irritada—. ¡Me podía haber pillado mi abuela...! Hala —exclamó cuando su amiga se dio la vuelta—. Qué pedazo de chupetón llevas, Vero.

Verónica se levantó bien el pelo para que Mon lo inspeccionara.

—Qué coño chupetón, es una dentellada como la copa de un pino. Álex es un animal. Vamos, ni en una peli de vampiros los he visto yo mejor hechos. Ésta no me la repite —pero sonreía.

—Tápatelo un poco, ¿no? Da apuro...

—Sí, hombre, y que se me pegue el pelo a la costra —se deshizo el moño improvisado con el lápiz y se cogió una coleta con la goma—. A quien no le guste que no me mire.

Se metieron en el metro, entreteniéndose en escandalizar a los viajeros hablando de juegos de rol, de clanes vampíricos y de la herida de Verónica. Salieron empujándose y bromeando, a punto de pasarse de parada. Subieron las escaleras mecánicas y anduvieron hasta el bloque de Rebeca.

—¿No estará tu madre?

—¿Estás loca? Es viernes —respondió buscando la llave entre el manojo—. Tenemos el horario acoplado, no te preocupes.

—Tía, es que me dio un palo... —admitió Mon.

Verónica empezó a reírse.

—Bah —Rebeca hizo un gesto de menosprecio—. A ella se la suda que la vean follando mis amigas; pues a mí también. Y a ti también debería, Mon.

En cuanto abrieron la puerta, tres gatos se enredaron mayando entre sus piernas. Su dueña cogió en brazos al siamés y le puso la barbilla para que el animal se rascara el mentón contra ella. Se soltó como una araña y recorrió todo el pasillo poniendo las zarpas blandas en hilera y haciendo interrogaciones con el rabo. Pasaron el salón y la cocina. El cuarto de Rebeca era espectacular; tenía las paredes pintadas de morado y un edredón rojo sangre con tacto de piel de melocotón sobre la cama. Estaba lleno hasta el horror vacui con fotografías y recortes de revistas, pegatinas fosforitas de estrellas en el techo y trocitos de espejo en los muebles que multiplicaban las imágenes hasta el infinito. Del techo colgaba un móvil de CDs artísticamente destrozados en el microondas y en la mesa había una colección de figuras de vinilo de personajes de películas de Tim Burton, entre las que se paseaba con precisión ligera uno de los gatos negros antes de que la chica lo cogiera, le diera un beso en la frente aterciopelada y lo bajara al suelo. El ordenador, enfundado en una carcasa pintada, funcionaba con un sistema de refrigeración de diseño con tubos. Verónica abrió el armario y empezó a sacar ropa, mientras Rebeca ponía música y se metía en el baño a arreglarse, dejando la puerta abierta. Mónica miraba los libros y tebeos de los estantes.

—Nunca me había fijado. Tienes la enciclopedia de animales del National Geographic.

—Sí, la regalaban con el periódico —respondió echándose una bola de espuma en la mano y frotándose el pelo corto para ponerlo de punta—. Cosas de mi madre. Están hasta con el plástico.

—¿Puedo abrirlos?

—Claro.

Empezó a sacar tomo por tomo y a mirar los índices.

—¿Qué estás buscando?

—El cuervo... pero acabo de encontrar al lobo. Qué pedazo de foto, joder. Acojona cuando saca así los dientes.

Verónica se rió.

—Y que lo digas —comentó inclinando el cuello del lado del mordisco.

—¿Quieres saber cosas de Álex, Vero? —Mon se sentó de piernas cruzadas en el suelo, con el libro encima—. Veamos. “Parece un perro pastor de gran corpulencia, con las orejas triangulares, los pómulos y maseteros muy desarrollados, la frente amplia, los ojos oblicuos, con el iris transparente y ambarino, grupa baja, cola muy poblada, pelaje de coloración variable según el entorno, pardo, rojo, gris o negro entremezclados, con el mentón y la garganta más claros. En el lobo ibérico destacan las líneas negras que lleva pintadas en las patas...”

—Sáltate la descripción, Mon. Todas sabemos que físicamente te pone mazo.

Mónica estuvo a punto de lanzarle el libro a la cabeza, pero siguió leyendo.

—“La manada de lobos es una estructura social muy compleja y desarrollada. Machos y hembras guardan una jerarquía estricta con una distribución de funciones perfecta. Las luchas de poder se resuelven sin heridas graves debido a la elaboración de su lenguaje corporal, que hace que toda pelea se desenvuelva en un contexto ritual de enfrentamiento y sumisión. El comportamiento ago... agonístico combativo y competitivo se regula mediante la gestualidad: el animal indica su grado de amenaza con la postura. Un lobo con la cabeza en alto y el rabo bajo no produce la fuga de sus presas naturales, que le permiten el paso sin dejar de alimentarse; en cambio, si el predador se aproxima con la cabeza gacha, la reacción es fulminante. Los conflictos en el seno de la manada rara vez desembocan en peleas sangrientas que lesionen a sus miembros, puesto que, al contrario de lo que sucede con los perros domésticos, se tiene en cuenta la reacción mímica del oponente; cuando un ejemplar se rinde mostrando su garganta, esto produce en el adversario la inmediata inhibición de la agresividad, y se muestra incapaz de dar la dentellada fatal”.

—No, si en el fondo será un buen tío Álex —Rebeca se rió entre dientes—. Todo caridad y sentimientos.

—“La manada está guiada por el macho más fuerte, denominado ‘alfa’, que delega en algunas ocasiones la dirección de cacerías en su pareja, la hembra de mayor rango. El individuo llamado por los etólogos ‘omega’ es el lobo último en el escalafón, que ronda la manada sin pertenecer a ella y termina a veces siendo expulsado del territorio...”.

—Ésos serán los realmente peligrosos —valoró Rebeca—. Si no tienen manada no tienen nada que perder...

—“... El omega se aprovecha de sus restos” —continuaba leyendo Mónica— “y es atacado frecuentemente por sus miembros, aunque puede llegar a sacrificarse por la manada frente a un clan de lobos competidor. Cuando el macho alfa envejece se vuelve el omega. Forman parte del conjunto familiar las crías de la pareja dominante y los lobos jóvenes de camadas anteriores de menos de dos años de edad. Los lobos son monógamos y mantienen la misma pareja de por vida”. Ja. Monógamo. Pues tu novio no parece un lobo como debe ser.

—No es mi novio —respondió Vero, mientras forcejeaba para sacarse uno de los corsés de Rebeca, haciendo muecas y ruidos de dolor cuando la ropa le pasaba sobre la herida—. A ver, ¿qué dice ahí? Lee bien —se acercó en sujetador, sonriendo muy divertida—. Los lobos serán fieles a la pareja con la que crían hasta la muerte, pero no me digas que no has visto a los chuchos joderse cojines distintos. Además, de momento, que yo sepa, no se tira a nadie más que a mí. No sé hasta qué punto puede él decir lo mismo...

—Qué zorra eres, Vero —sentenció Rebeca riéndose.

Verónica la acompañó, sacudiendo los hombros desnudos y frágiles.

—Tía, estás hecha un cromo —declaró Mon mirándole los rasguños, arañazos, cardenales y bocados—. El del cuello es uno más. ¿Habéis follado u os habéis dado de hostias?

—Ya te gustaría que nos hubiéramos peleado, Mon.

La chica se metió por la cabeza un vestido medievalizante en terciopelo rojo y gasa que imitaba tela de araña, con las mangas brujeriles y el escote de barco. Se dejó puestos los pantalones debajo.

—¿Me prestas éste, Rebeca? Y los guantes...

—Y hasta te lo regalo. Yo no me lo pongo jamás. No me va el aire de princesa; no sé ni por qué me lo compré. ¿Tú quieres algo, Mon?

—No, gracias, tía —respondió sin dejar de leer la enciclopedia.

—¿Nos vamos ya?

—Sí. Total, aquí qué pintamos.

—Bueno... —cerró de golpe el volumen.

El templo de Debod estaba a oscuras y la piedra refulgía de forma plateada en la noche. La luna, casi llena, colgaba en un cielo negro sin estrellas. Alguien llamaba a su perro silbando a lo lejos y una pareja paseaba lentamente hacia el mirador. Mónica hacía equilibrismos por el contorno del lago. El estanque tenía un codo de agua no muy limpia, con un revestimiento de hojas caídas y de bolsas de plástico, y en su borde hacía bastante fresco. Rebeca se sentaba de piernas cruzadas en el arcén de piedra junto al agua y Vero reposaba la cabeza en su regazo. Compartían un cigarro y se reían de bobadas:

—¿Cuál crees que será su animal?

—¿Su dios? Pero si yo ni le conozco. Por lo que cuentas está como una puta cabra, ¿no? Pues un ornitorrinco.

—O un oso hormiguero.

—Una zarigüeya.

—Un suricato.

—Una cocaburra.

—¿Qué demonios es eso? A ver... Una musaraña.

—Un perro de las praderas.

—Un... No se me ocurren más bichos ridículos.

—¡Un diablo de Tasmania!

—Juasss...

Una brisa suave cimbreaba las ramas débiles de la copa de las palmeras. Al otro lado del recinto, el paseo de bancos con hayas, chopos y tilos eliminaba la ilusión del desierto de Nubia. Mónica contempló el bosquecillo y luego clavó los ojos en los pilonos de la mitad de la piscina y en las columnas de la fachada del templo. Se sentó junto a sus amigas.

—Me encanta este sitio.

—Y a mí.

—Me pregunto cómo se lo traerían desde Egipto.

—Con una excavadora. La metieron por debajo y levantaron —se burló Verónica.

—¿En serio? —preguntó ella.

—Qué simple eres, Mon. Numeraron las piedras y lo montaron como un castillo de lego.

La graja no hizo ningún comentario, por si volvía a ser una tomadura de pelo. Se quedó mirando al infinito y distinguió la silueta.

—Ya viene por ahí.

—¡Kat! —saludó el satánico levantando la mano.

Verónica no se incorporó. Tumbada, con la cabeza en los muslos de su amiga, levantó una mano para saludar. Tiago rondaría los veinte años. Llevaba el pelo rubio oscuro por los hombros y muy enredado, como si no hubiera decidido si hacerse unas rastas o no y hubiera optado por no peinárselo. Unas barbitas puntiagudas de chivo le alargaban la cara bastante flaca de por sí. Vestía con un sobretodo de cuero, igual que Álex, pero además iba llenito de piercings, de collares, tiras y muñequeras con clavos y colgaduras de plata con baphomets de estrella de cinco puntas. Llamaba la atención, lo sabía y le encantaba.

—Hola, Tiago —saludó Mónica con poco entusiasmo.

Él levantó una ceja, como si no le mereciera más atenciones que ésa.

—Te vienes con la tropa, ¿eh, gatita? —comentó con una sonrisa—. ¿A solas te doy miedo? Eso me halaga.

Rebeca no movió un dedo para levantarse ni hizo ningún comentario. Le musitó algo al oído a Vero, que se rió. El satánico se paró ante las dos chicas y se mesó la barba cabruna.

—Nena, digo yo que dos besos por lo menos, ¿no?

—Claro, Tiago —abrió los brazos, sentada, con su amiga apoyada todavía en el regazo. Él se inclinó y le dio dos besos en las mejillas mientras Vero los miraba cínicamente desde abajo—. ¿Qué me traes?

—Con tanto amor, me parece que nada.

—No me gruñas... Quítate, Vero —pidió Rebeca.

Verónica sonrió ácidamente, se apartó de las piernas de Rebeca y se sentó al lado.

—Hola —le dijo.

—Hola —respondió él igual que si le hiciera un favor saludándola—. ¿Quieres un talego de costo, Kat?

—Vale... Oye, que aún no me acabé los últimos tripis que me pasaste, Tiago.

—Tíralos a la puta papelera, y pilla lo que te traigo y hazme caso. Vete echándole un vistazo mientras te corto el chocolate.

Él miró hacia todas las direcciones antes de sacarse un bloque marrón que apretó con un cortaplumas de calaveras para separar un pedacito. Le tendió una especie de sello guardado en un plástico.

—¡Bicicletas! —exclamó contentísima. Mónica y Vero miraban el LSD por encima de su hombro con atención. Rebeca sostenía en la palma de la mano el cartoncito troquelado de más de veinte dosis. Mediría unos cinco centímetros cuadrados, pero estaba primorosamente pintado en colores chillones como un dibujo infantil, con una caricatura de un hombre haciendo cabriolas en una bicicleta sobre una montaña verde. El pico nevado partía el cielo en noche y día con su luna y sol.

—Bicicletas, sí. ¿Cuántas te pongo? No veíamos una desde que empezamos a salir, ¿eh, Kat? ¿No te trae buenos recuerdos?

—Tío, te quiero. Que caiga una tira.

—¿No lo quieres entero? Con lo bonito que es...

—Venga, y qué más. Te creerás que llevo encima veinticinco mil pelas.

—¿Y quién te dice a ti que te iba a cobrar tanto? Toma —Rebeca guardó el trozo de hachís en el envoltorio de plástico de una cajetilla de tabaco, lo retorció y lo introdujo en el saquito del gato—. ¿Cortamos sólo una, entonces? El costo va de regalo.

—Cinco tripis, sí. Si tengo todavía dos de la otra.

—Nena, que el ácido no se conserva bien. No hagas colección, que luego cuando quieras tomártelo te subirá tanto como el pegamento de un sello de correos. Métete este prontito, que es bueno de verdad. ¿Del lado de la luna o del sol, Kat?

—Qué pregunta, Tiago. Luna.

Depositó los cortes en su bolsita junto con el chocolate. Rebeca le pagó, mientras Mon abría mucho los ojos al ver el crujiente billete gris de diez mil pesetas con la cara de Juan Carlos.

De pronto, el chico se giró de golpe con el dinero en la mano y miró fijamente un punto, afilando los ojos. Le había parecido ver parpadear a lo lejos una luz azul.

—Muchas gracias, gatita —le devolvió uno de cinco mil arrugado y asqueroso del bolsillo del pantalón—. Ya tengo para invitarte de copas por ahí. ¿Y ahora qué tal si dejas a las compañeras del cole haciendo los deberes y nos vamos tú y yo?

Rebeca meneó la cabeza.

—Lo siento, Tiago. Hoy ya he quedado con ellas. Otro día.

Esta vez había visto claramente el relampaguear de los faros. Dio unos pasos hacia atrás.

—No voy a suplicártelo, Kat —bailó nerviosamente las pupilas a su alrededor, pendiente de las luces que se acercaban.

—Perfecto, porque no voy a decirte que sí.

—Viene la poli; me abro —dijo Tiago echando a andar, alejándose en dirección a la escalinata de bajada—. Y me debes un talego, Kat. Ya me lo cobraré.

—Creía que me habías dicho que me invitabas al costo.

Él levantó una mano de despedida sin volverse, dándoles la espalda.

—Sí, si te hubieras venido conmigo.

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