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Authors: Álvaro Naira

Politeísmos (2 page)

BOOK: Politeísmos
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—El zorro —dijo finalmente.

Las amigas lo recibieron con bromas sobre el otro género del animal, pero Verónica empezaba a derretirse en sus manos como los hielos del vaso de plástico.

—Siempre se burlaba del lobo en los cuentos —respondió.

—Porque él siempre se dejaba —murmuró Álex a su oído.

Ella se disculpó para ir al baño y él esperó un minuto exacto para dirigirse al fondo del local con la misma excusa. No pasaron ni cinco hasta que, mientras se enlazaban como serpientes, la empujaba furiosamente hacia los sillones del cuarto oscuro. Con agradable sorpresa, comprobó enseguida que a Verónica no le faltaba experiencia.

—Vamos a mi casa —le suspiró Álex en la oreja cuando ya la tuvo a punto de caramelo—. Vivo aquí al lado.

Mansamente aceptó. Salieron y les susurró unas frases a sus amigas mientras él esperaba, algo apartado. Supuso que estarían arreglando la manera de que no la pillaran los padres. La graja le miraba confundida y molesta. Álex se despidió de ella con una sonrisa cínica, enviándole un beso.

El paso del antro a la calle, del teatro a la realidad de adoquines mojados iluminados por las farolas, era el momento más crítico. Sin música que coreografiara sus movimientos, bajo la lluvia constante y fina, entornando los ojos para acostumbrarse a lo que parecía un raudal de luz brillante, agarró a Verónica de la cintura y dieron unos pasos fuera. Había algo irreal en su silueta, vestidos de negro, ella pulcramente arreglada con sus terciopelos y tules como una novia oscura almidonada, él con su largo abrigo de cuero ondeándose como una capa, avanzando entre chavales borrachos en vaqueros, relaciones públicas que les daban tarjetitas de copas y chinos que vendían sobre cajas de cartón bocadillos y tallarines instantáneos. Él notó cómo dudaba. La sintió temblar ligeramente y avanzar con reticencia. Se estaba arrepintiendo, se estaba asustando de pensar que se iba a la casa de un perfecto desconocido. Quería volver al garito con sus amigas. Antes de que lo formulara, la puso contra una pared, le sujetó las muñecas contra el muro, presionó la pelvis contra su cuerpo y le preguntó: “¿Es que a la luz ya no te pongo?”. La estuvo calentando hasta que la sintió dispuesta, de nuevo, a acompañarle. Subieron tres escaleras. Apenas le dejó ver el piso de alquiler, pequeño, mísero y con olor a moho. Desde la entrada la fue desnudando. Follaron largamente y con violencia en el cuartucho, sobre la cama revuelta.

No supo exactamente cómo había pasado, pero al cabo de un par de viernes de encuentros casuales en el local, habían iniciado una relación. Él se dio cuenta cuando un sábado quiso echar un polvo con un rollo ocasional, una mujer de bandera que le detestaba pero que no tenía empacho en tirárselo de vez en cuando —solía decirle que no era más que un capullo, pero que le prestaba atención porque lo era de veinte centímetros—. Mientras se deslizaba rítmicamente arriba y abajo sobre él la encontró de pronto grande, gorda, mórbida y pesada. Se dio cuenta de que aquel cuerpo ya no le satisfacía, que estaba pensando en Verónica. Se esforzó en correrse cuanto antes y decidió ir el lunes a buscarla al instituto en que había dicho la graja que estudiaban, aunque estaba casi seguro de que aún irían al colegio. No fue así: la encontró en la puerta. En realidad tenía diecisiete: no le había mentido.

—¿Qué haces aquí?

Los ojos y la boca de Verónica formaban tres círculos de asombro y contrariedad. Él apuró la última calada casi al borde del filtro y lo tiró al suelo con una sonrisa torcida.

No las había reconocido; ellas le reconocieron a él. Las chicas vestían de forma incongruente respecto a los fines de semana: con deportivas, mochilas de colores, vaqueros gastados y jerséis demasiado grandes, aunque, eso es cierto, negros. Verónica llevaba el pelo recogido en una coleta alta: roja, espesa, larga y rizada, le hizo pensar en la cola de un zorro, sacudiéndose al compás de sus movimientos. Sin maquillaje seguía siendo igual de pálida. Le pareció aún más joven y menuda que cuando iba arreglada; tenía los ojos grandes y amplios, redondos como canicas; se los afilaba con las estrechas líneas pintadas a lo egipcio. Eran claros, casi verdes: nunca se los había visto a la luz del sol. Sempiternos, el collar de perro al cuello, las uñas mordisqueadas mal pintadas de negro y los guantes recortados.

—Veo que sois de las que os disfrazáis —saludó muy divertido, recorriendo de arriba abajo a la graja, cuyas mejillas se encendieron: dado al cuello, el pelo como una masa negra y un flequillo estúpidamente corto, era la estampa de la normalidad en vaqueros; su única concesión a la estética consistía en el ancho brazalete de cuero con pinchos de su muñeca izquierda. Ella crispó el gesto y murmuró con disgusto:

—No te jode... Como tú no vives con una abuela que te tira la ropa si te la ve...

—Cállate, Mónica —le advirtió con frialdad su amiga.

Él no se molestó en contener la risa ni por un instante. Mientras se le sacudían el pecho y los hombros por las carcajadas, respondió:

—Oh, no, no me malinterpretes. Si hacéis bien. Aunque haya quien se lo crea, todo ese rollo es una maldita gilipollez.

—¿Me quieres contar qué haces aquí? —le repitió Verónica.

Él se tomó su tiempo. Estaba disfrutando de su incomodidad. Hizo un vuelo rasante con los ojos por el paisaje pubescente del instituto. Estaban en medio de la estampida de mochilas, cuadernos, chicles, pitillos, vaqueros, carpetas forradas con fotos, caras flacuchas picadas de acné y cuerpos andróginos, cuyos dueños, entre los quince y los dieciocho años, se apartaban con suspicacia para no chocarse con él, mientras que otros se carcajeaban disimuladamente en la distancia, ya que llevaba exactamente la misma pinta con la que salía por las noches, a las tres de la tarde y bajo el sol débil, pero limpio, de mediados de febrero. Iban corriendo unos, otros arrastrando los pies con dignidad fingida, golpeteando los peldaños de las escaleras y empujando la puerta con todas sus ganas, como para reventar los cristales. Salían por la verja en grupitos conchabados, encendiendo cigarros, comiendo chucherías y chupando caramelos, criticando a profesores, insultando a compañeros, hablando del fin de semana, las chicas cubriéndose el culo con jerséis atados a la cintura y el pecho incipiente con los libros, cuadernos y carpetas. Oía sus conversaciones como desde una pantalla de cristal. Eran tan elementales y tan frescas que le hacían sonreír sin quererlo. En la adolescencia todo estaba a flor de piel: el físico nuevo y crujiente, recién estrenado, sin corromper por la edad, y el carácter, apenas horneado, seguía crudo por dentro. Todo lo que eran saltaba a la vista y no podían esconderlo. Según los veía pasar los catalogaba de forma inconsciente. Iba sacando impresiones fugaces, como restallidos de látigo, de sus dioses: aquel rubio estirado de mirada altiva que bajaba los peldaños de cuatro en cuatro con un relajado bamboleo, un tigre; la chica larga y afilada que descendía con lentitud a la vera del pasamanos, una serpiente; los ojos descomunales en un rostro a mitad de camino entre lo enigmático y lo bobalicón pertenecían a una lechuza; esos chavales bocazas que se iban empujando el uno al otro desde el patio de columnas eran dos rebecos; las niñas chillonas regordetas una nidada de gallinas. Acabó posando los ojos en Verónica.

—¿Que qué hago aquí? Satisfacer mi necesidad morbosa de información; quería comprobar si me estoy follando de verdad a una menor, y en qué franja de edad.

—Chicas, yo me voy... —interrumpió la tercera muchacha con una sonrisa ambigua. Él se fijó en ella de forma somera: apenas hablaba y parecía esforzarse con elegancia en pasar voluntariamente desapercibida. Era algo más alta que sus amigas, huesuda y elástica, con el pelo lacio, corto, teñido de negro, muy chupado en una caracola, como si lo lamiera con las manos y se lo pegara a la cara. Aunque más discreta, seguía el mismo estilo que durante el fin de semana: llevaba botas, pantalones negros y una camiseta apretada con la impresión del dibujo de Steinlen de
Le chat noir
. No era guapa ni por equivocación —había algo repugnante en su pelo engominado y en su delgadez extrema; le daba la sensación de que se escurriría si intentara cogerla y se colaría sin dificultad por la rendija de la puerta— pero tenía unos ojos interesantes, de color gris azulado. Era observador y reparó en una cosa que le hizo fruncir el ceño: en el saquito de cuero del costo que llevaba al cuello había pintado con rotulador de plata un ocho con orejas y rabo: la figura esquemática de un gato. Hace dos semanas ese dibujo no estaba ahí.

—¡Rebeca! Espera que me voy contigo —la graja echó a correr tras su amiga no sin antes regalarle una mirada larga, desconfiada, a la que Álex correspondió con una subida de cejas.

—Así que vienes a vigilarme —concluyó Verónica—. A ver si te he mentido.

—Oh, sí, en parte. Creía sinceramente que aún ibas al colegio.

Verónica tomó aire y respondió:

—Estoy en tercero de BUP, y si no me crees por mí puedes irte a la mierda. ¿Tanto te importa?

Él encendió otro cigarro y la contempló entre el humo.

—Pues la verdad es que sí. Ha sido toda una decepción. Me ponía más pensar que tenías trece o catorce.

Ella no pudo evitar sonreír.

—Eres un cerdo.

—Y eso te pone, princesa. ¿Vienes a mi casa?

Las ocho y veinticinco de la mañana. En un aula mate y neblinosa por la hora del sol y la luz turbia del fluorescente, que zumbaba, los chavales entraban, se saludaban, dejaban los trastos y volvían a salir. Verónica no hablaba con nadie. Ni los miraba. Pequeña, frágil y de luto riguroso, se sentaba lánguidamente con las piernas muy abiertas sobre un pupitre verde en la mitad de la clase, y se mecía con lentitud, como si perteneciera a una dimensión distinta, una más blanda, más mórbida y solitaria. Tenía las botas sobre el asiento, los codos en las rodillas y enterraba la cara en los dedos enlazados. Llevaba unos ciclistas bajo la falda de tul para que no se le viera la ropa interior. La postura era posada, de revista. Alzó la vista en oblicuo, sin moverse un ápice, para saludar a la graja. El gesto estaba muy medido; sabía que había al menos dos chicos que la estaban observando desde el fondo de la clase.

Mónica venía tan despierta como si fueran las doce de la mañana. Con los ojos dilatados y sonrisa de drogadicta, se lanzó contra su amiga y le apretó las rodillas.

—Vero. Hemos contactado con los espíritus.

Verónica resopló. Se quitó los cascos.

—Joder, Mon —gruñó y hundió más el rostro en las manos—. Desde primera hora de la mañana ya estás fumada.

—Que no, pregúntale a Rebeca —Mónica tenía una expresión estúpida y ancha—. Mientras tu novio y tú follabais como conejos, nosotras contactamos con los espíritus.

—No es mi novio —replicó automáticamente—. Deja de repetirlo.

La chica arrugó la nariz.

—Vero; salís. Folláis. Lleváis tres semanas, tía. Es tu novio. Mira lo puesta que vienes hoy por si se pasa a buscarte. Si me da igual —hizo un gesto resignado con la mano como para quitarle importancia—. Pero creía que teníamos un pacto: nadie le levanta el rollo a otra. Y para una vez que un tío se fija en mí...

—Mónica, cariño, no es por molestarte —levantó la cabeza y la inclinó tenuemente— pero mostró tanto interés en ti como en el chicle que había bajo la banqueta.

—Estaba hablando
conmigo
, no contigo —protestó—. Todo el rato. Todo.

—Porque tú no te callas ni debajo del agua.

—Yo lo vi primero —se quejó débilmente—, ahí clavado junto a la cabina del pincha, leyendo, pasando de todo y de todos.

—De acuerdo —Verónica elevó las pupilas, harta de que se repitiera el mismo reproche—. Era tuyo. Tú lo viste primero, aunque el sitio estaba a reventar de gente —sonrió de forma desagradable—. Pues abriste el pico y te lo quité, como la zorra se quedó con el queso del cuervo en la fábula.

Mónica pareció muy sorprendida. Se agitó con incomodidad, entre el enfado y otra molestia indefinible. La voz le salió algo temblorosa.

—Mira, pensaba contarte lo que pasó ayer, pero ya no te lo cuento.

Sin embargo no se movió del sitio.

—Estás deseando contármelo —siseó Verónica.

Pasaron unos segundos. La gente del pasillo entraba en clase, con el profesor detrás.

—No te lo vas a creer —explotó Mónica finalmente—. Que es cierto.

—¿Que es cierto qué?

Pero la graja ya corría hasta su sitio.

Tras cincuenta minutos en que sólo se dedicó a hacer cábalas, aunque se moría de curiosidad, Verónica mantuvo su dignidad. Recogió con sosiego y esperó a que su amiga viniera, en lugar de ir a por ella.

—¡Hicimos una ouija! —gritaba Mon acercándose atropelladamente a su mesa—. Y es cierto. Tía, la paja mental de tu novio el zumbado. Es cierta.

—¡Tú sí que estás zumbada! —intervino un compañero de la clase llevándose un dedo a la sien.

—¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? —replicó agresivamente.

—Sí que es un entierro, sí, lo vuestro —se burló el chaval mientras se echaba la cartera al hombro y salía por la puerta—. Lunáticas.

Verónica le hizo caso omiso, como si estuviera por encima de esas cosas. Pestañeó.

—No me gustan las ouijas.

—No, si a mí también me daban miedo... —comenzó Mónica con poco convencimiento, apartando la vista.

—No es miedo —cortó Verónica—. Es que me parecen una tontería.

—Qué más dará eso —descartó la conversación excitada—. Que es cierto, Vero. Que hablamos con nuestros dioses, Rebeca y yo. Estuvimos averiguando cosas hasta que llegó su madre a casa. Es la hostia. En serio. Es un dios sólo tuyo, que sólo se ocupa de ti, de que triunfes y seas libre. Te dice unas cosas que ni te puedes imaginar, y son para ti. Tienes que probarlo.

—¿Que hicisteis una ouija en su casa? —interrumpió Verónica con cara de póquer.

—Ya, ya sé que dicen que es malísimo —musitó Mon—. Que el cuarto se queda maldito.

—Menuda gilipollez —la detuvo Vero subiendo el labio—. Rebeca me contó que la hacía con su ex, el satánico, en el mismo sitio. Debe de tener ya toda la puta Legión en su cuarto; unos cuantos más no le van a hacer daño. Mira; yo ni me lo creo ni me lo dejo de creer. Es que no me interesa, ¿de acuerdo?

—Espérate a verlo —insistió Mon—. Luego la hacemos con ella y me cuentas. El ritual es la leche.

—¿Pero no hace falta una tabla? No me digas que se la ha traído en la mochila —sugirió con media sonrisa—. Si vimos una en una tienda esotérica y son de madera y así de grandes.

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