Politeísmos (32 page)

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Authors: Álvaro Naira

BOOK: Politeísmos
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Álex bajó la vista, algo cohibido, mordiendo el filtro del cigarro. Soltó una risa como un relámpago.

—Tío, Lucien. Que no me van las pollas. No me digas esas cosas tan bonitas que me ruborizo.

Lázaro estalló en una carcajada breve, dándose una palmada en el muslo. Ángeles levantó el labio.

—Sos un rompepelotas, Alejandro —declaró ella—. Y un ciclotímico de mierda. Crecé, que ya no tenés edad para ir de boludito, de “yo no necesito a nadie”. Pavadas. Vos necesitás a alguien como lo necesitamos todos.

—No estoy de acuerdo, princesa. Y sé de lo que hablo. Joder, yo me canso. Siempre me canso, si es que no se cansan antes de mí, que también me pasa, y hasta tendría que admitirte que con mucha mayor frecuencia, pero como me toca más el ego me lo callo.

Lázaro se apartó el cabello.

—Necesitás compañía y soledad al mismo tiempo, porque el lobo nunca está satisfecho, ni solo ni acompañado; sólo entre lobos estira las vértebras, porque mantienen su posición y su espacio. Haller —dijo Lucien—, vos lo que querés tener a tu lado es a alguien junto al que puedas estar solo.

Álex estrechó los ojos.

—Tío, a veces me parece que puedes verme a través de la piel.

—Es que puedo, Haller. Y veo a un lobo escuálido y aullando angustiado. Buscate una loba parda, Alejandro, con los ojos amarillos y los dientes como navajas. Y casate y tené cachorros, pelotudo. Que es lo que ya te pide el cuerpo.

Álex casi hizo la fuente con la infusión. Se le quedó mirando con los ojos como platos y con cara de espanto.

—¿Tú te has vuelto loco?

—Serías feliz, Haller. No sé por qué te pensás que la finalidad de esta vida es ser desgraciado.

—¡No me jodas! Aquí todo se arregla aumentando la natalidad. En primer lugar, yo educaría potenciales psicópatas con trastornos de personalidad múltiple, y además seguro que abusaría sexualmente de ellos en cuanto alcanzaran la madura edad de cinco años. Joder. Mi religión me lo prohíbe. Demasiada gente hay en el planeta. ¿Y vosotros, qué? ¿Cómo no tenéis críos suficientes para montar un equipo de fútbol?

—Y en ésas andamos, Alejandro —respondió Ángeles—. Que primero hay que hacer el nido antes de poner los huevos. Y vos serías un papá estupendo. Papá Lobo caza para Mamá Loba y sus chicos, y los educa y les enseña a matar con mucha paciencia.

—¿Ves? Criaría psicokillers. Tú lo has dicho.

Ángeles se reía sin parar, pero Lucien suspiró.

—No me vas a hacer ningún caso, lobo. No es la primera vez que vos y yo nos encontramos, y nunca me hacés ningún caso, pero te recomiendo que no vayas a buscar otro cuando se te muera este cuerpo. Descansá. Asentá el alma en un gran lobo gris de la taiga, al norte, donde hay menos humanos. Viví tranquilo y despreocupado diez años. ¿Qué son diez años? Cazá caribúes, hacé el amor con tu loba, tené crías hermosas y morí de viejo por el diente de tu segundo al mando. Sé feliz. Permitítelo por una vez. Pero volveremos a encontrarnos, y no me habrás hecho caso.

Álex se limitó a sonreír brevemente con cierta socarronería.

—Haller. ¿No me creés? ¿Vos te pensás que siempre que conozco a alguien lo saludo con el apelativo de “lobo estepario”?

—Te creo —asintió él con seriedad—. Creo que te lo crees, al menos. Y me la sopla si es cierto o no, Lucien. La importancia de la verdad es
relativa
. Si a ti te mola pensar que llevamos cien vidas dándonos de bruces, yo no soy quién para contradecirte. Tú crees en eso: yo no. Para ti será cierto. Para mí no —Álex tosió con fuerza a pesar de haber dado una calada suavísima—. De todas formas, no tiene nada de particular que me llamaras así: tú eres mucho mejor que yo en verle los dioses a la gente. Mira, admito que lo floté cuando te conocí. Creía que yo era el único colgado del planeta... —sonrió evocando el momento—. Ya van cuatro años de aguantar dentelladas, ¿verdad? Tienes una paciencia acojonante. Aunque así debe ser, porque aquí tragáis mucha mierda, ¿eh? Mucha loca reprimida que le pone hablar de platillos volantes y sexo experimental con marcianos, que graba psicofonías y tiene apariciones marianas de pies descalzos de la Virgen santísima por los pasillos de casa, ¿me equivo...?

Nada más apretar la colilla en las escamas de cerámica le vino la arcada. Salió corriendo precipitadamente hacia el baño. Le dio el tiempo justo a levantar la tapadera de la taza para arrojar, entre expectoraciones, la infusión en un espumarajo sanguinolento. Lucien se acercó al aseo y le ayudó a levantarse con un rictus doloroso en la cara.

—¿Y ahora, qué, Alejandro? —preguntó sujetándole. Lázaro tenía la voz algo frágil, como si estuviera a punto de echarse a llorar de verle en ese estado—. No sé si cagarte a trompadas o abrazarte, tarado. Ya hiciste la boludez del mes. ¿Te sentís satisfecho?

—Oh, sí —exhaló entre un carraspeo de la garganta y escupió de nuevo en el retrete—. Ya lo creo que sí. ¿No lo entiendes, Lucien?
Ya no hay dudas
. Soy un puto lobo. Un lobo gilipollas, de acuerdo. La llevo cagando estrepitosamente desde los veinte años, pero se acabó. Creo que ahora lo entiendo. Creo que por fin lo entiendo.

—¿Qué cosa?


Si no utilizas a tu animal se acabará durmiendo. Dejará de actuar y será el hombre el que tome el control
. Eso me dijo tu polluelo. Y creo que tenía razón, maldita sea. Se acabó hacer el subnormal, Lucien. Me voy a dejar de hostias con la domesticación, y con el “no usar al animal para no domarlo”. Yo no soy un perro. Yo soy un lobo. No tengo que tenerle miedo al jodido hombre. Cuando era un mocoso me rugía el animal por dentro. No, qué coño. Yo era un animal con un traje de mocoso puesto. No tienes ni puta idea de las gilipolleces que yo he hecho con quince, Lucien. Te partirías de risa, joder. Yo he rezado.
Rezado
. Yo le he cantado a la luna, cada mes, durante años, desde el ático de la casa de mi padre. Yo he saltado la valla para pasearme entre los lobos del zoológico; no lo conseguí porque vino un encargado y estuvieron a punto de llamar a la poli, pero la salté y me quedé frente a un alfa pardo y blanco, con las piernas pintadas y los ojos como estrellas. Yo he hecho que los perros se mearan encima con una sola mirada. Yo he bajado la cabeza delante de los ciervos del Pardo sólo para ver que se acojonaban y echaban a correr. Yo he perseguido señales por toda la ciudad como un loco, y siempre me conducían a algo. Yo follaba gruñendo, gañendo, olisqueando, lamiendo, mordiendo, aullando. Yo iba ganando entonces, joder. Con dieciocho me besaba el colmillo antes de hostiarme con alguien. Cuando hacía tanto el imbécil, vencía. Porque no pensaba: actuaba.

—Pensás demasiado, lobito. Siempre te lo digo.

—El puto hombre, que le sobra cerebro y le falta bulbo raquídeo. Pues se acabó. Voy a volver a ganar, Lucien. Ya estoy ganando ahora mismo. Ya he ganado. Ahora qué, me preguntas. Pues ahora —apretó la mandíbula sólo de pensarlo— me voy a merendar al hombre despacio. Voy a roer el esqueleto del alma y a limpiarme con sus rótulas el sarro de los colmillos. Le voy a sacar el tuétano de cada hueso y voy a relamerme la grasa del hocico. Ahora qué, dices. Ahora voy a
disfrutarlo
, Lucien. Porque la pregunta de quién puede más es tan estúpida que no sé ni cómo me la he podido plantear y tomármela tan en serio.

—Haller...

—Harry Haller aprendió a bailar el fox-trot y mandó a paseo a su lobo estepario. Y yo estaba haciendo exactamente lo mismo. Que le follen.

—Te marcó ese libro, ¿no es cierto? —comentó Ángeles—. Sentate otra vez, Alejandrito, que te caés.

—Como para no marcarme —declaró soltando los músculos sobre la silla—. Me lo jamé con once años. No entendí una mierda pero me flipé. Hasta que acaba el
Tractac del lobo estepario
. A partir de ahí iba rompiendo las páginas según las leía.

—¿Querés acostarte en la cama, Alejandro? —preguntó Lázaro.

—Sí, hecho un donut a vuestros pies, no te jode. Anda, idos a sopar que vosotros tenéis que abrir la tienda mañana, que si no vuestras fanáticas os rompen las lunas para entrar. Yo me voy a extender las mantitas en este suelo tan acogedor y ya veréis lo bien que me duermo.

—Mirá vos, en nuestra pieza al menos hay alfombra. Pero me da pena como estás. Quedate con la cama, Alejandro. En serio.

—Si vais a follar sí que me meto con vosotros, siempre que me dejéis que me la pele mirando. Pero si el Lucien ya echó su polvete diario, paso. Que con treinta y pico ya la cosa no debe de ser para tirar cohetes, ¿eh?

—Haller. Rompepelotas. No te pego porque si te soplo te caés. Andá a dormir y callate.

—En el catre vamos a estar demasiado apretaditos los tres, Lucien. ¿Y si hago algo inconveniente qué? —se echó las mantas en el suelo sobre la moqueta junto al ordenador y se acurrucó en ellas—. Aparte, aunque hacer un trío con un colega y la novia sea una de las fantasías sexuales más extendidas, respeto profundamente vuestra monogamia. Así que —bostezó y se hizo un ocho, casi en postura fetal para mantener el calor— buenos días. Que ese color del cielo me dice que son más de las cuatro.

Se quedó dormido de forma instantánea, respirando fuerte y pausadamente, con las piernas cogidas bajo los brazos y la cara enterrada contra las rodillas.

La mujer sonrió. Se metió bajo las sábanas.

—Miralo. Es tan lindo, enroscadito —susurró muy bajo, para no despertarle—. Cuando duerme dan ganas de acariciarle la cabeza, mi amor.

—O de estrangularlo, Ángeles.

A las ocho de la mañana Lázaro se levantó, se duchó y se puso a recoger la tienda. Álex abrió un ojo, gruñó algo, estiró los brazos y las piernas y siguió dormitando hasta que Ángeles empezó a limpiar, sobre las nueve. El lobo se incorporó rascándose el pelo.

—He dormido de puta madre. ¿Ya vais a abrir?

—A las diez. ¿Querés ducharte? Tenés tiempo.

—No voy a salir en bolas al escaparate, princesa, ni aunque forme parte del presupuesto publicitario. Gracias por la infusión, el
vomitorium
, la alfombra y la compañía. Me voy al cubil, pareja.

Lucien le miraba fijamente mientras salía por la puerta y se alejaba hacia la Gran Vía. Lo contempló, sin decir una palabra, hasta que lo perdió de vista. El lobo se subía la calle trotando rápida y tranquilamente al tiempo, mientras respiraba el aire frío de la mañana de marzo.

—Ángeles. Tirale las cartas —pidió Lázaro—. Por favor.

—Te preocupaste de verdad, che —la mujer barajó e hizo un puente mezclado de naipes sobre el mostrador antes de cortar. Empezó a distribuirlas en círculo con la última en el centro—. El Loco —dijo al darle la vuelta a la primera cartulina y ver la figura del bufón al que un perro muerde en las nalgas.

—Seguí, Ángeles —incitó Lucien.

Continuó levantando naipes: el rey de copas y después el diablo. Lázaro soltó una maldición al ver la silueta alada, con pechos y cuernos de ciervo y dos demonios al pie.

—El Mago —la tarjeta mostraba un grabado con un joven de colores al lado de una mesa de tres patas, con vara, monedas, cuchillo, dados y cubiletes—. ¿Ya te quedaste tranquilo, Lázaro?

—Alejandro siempre va a ser el Mago o el Loco en el tarot, Ángeles. Seguí.

Iban apareciendo las imágenes: dos de bastos, nueve de espadas, nueve de bastos, cinco de copas, tres de copas. Cuando le dio la vuelta a la siguiente y vio al Colgado, apretó los labios. Levantó la que seguía, la última de la rueda: el Ermitaño —escrito con hache en el dibujo—. Ángeles repiqueteó con las uñas pintadas sobre el naipe central antes de voltearlo. Se mordió el labio.

—No quiero verlo.

—Ángeles...

—No quiero verlo, Lázaro.

Recogió el tarot sin levantar la última y se metió en la trastienda. Lucien le dio la vuelta a la baraja para mirar la carta. Cerró los ojos con desaliento, pero no comentó nada.

—Joder... —soltó Álex en cuanto entró en el piso.

Parecía que hubiera pasado un ciclón por el cuarto. Se quedó unos instantes en la entrada, tamborileando con los dedos y conteniendo el deseo de volver a marcharse. Finalmente, cerró a su espalda. Esquivando los trastos, los muebles caídos y los devueltos resecos del suelo, entró al dormitorio y se lanzó sobre la cama. Durmió todo el día, hasta las siete de la tarde, cuando bajó a por lejía, amoniaco, rollos de papel de cocina, bolsas de basura, trapos y estropajos, que pagó con uno de los muchos billetes que habían aparecido en el terremoto de la noche anterior. Dejó la compra en el suelo y resopló. No tenía ni puta idea de por dónde empezar, así que, tras unos minutos de indecisión, desplegó un montón de servilletas del rollo, rascó los vómitos y echó toda la porquería al inodoro. Volcó chorretones de amoniaco encima y dejó que actuara un rato antes de frotar con la bayeta. Se sentó de piernas cruzadas, abrió un par de bolsas y empezó a llenarlas de folios sucios, billetes de metro caducados, entradas de cine, facturas de tiendas, paquetes de tabaco vacíos, cajas de condones, mecheros rotos, CDs de grabaciones fallidas, bolígrafos gastados, fotocopias, impresiones de páginas web y sobres abiertos de cartas; los papeles tenían bosquejos de pentagramas y letras en inglés, que leía con expresión seria antes de tirar sin contemplaciones. Amontonó la ropa, sacó las sábanas y las toallas, se quitó lo que llevaba puesto, lo introdujo todo en el tambor y puso una lavadora. Desnudo, acabó de recoger toda la mierda del suelo y de hacer columnas con las cosas que servían: libros, cómics, libretos de discos de música, cajas vacías. Había llenado tres bolsas para tirar, dos de papeles y otra de inclasificables. Levantó los muebles; uno tenía un estante fuera y se le habían caído dos bisagras; al otro le faltaba el tirador de la puerta de abajo. Metódicamente, desató las asas de una pesada bolsa de plástico, extrajo martillo y clavos y los reparó. Echó por tierra lo que quedaba en pie de la pila de tebeos y, colocándolos por números, empezó a ponerlos apretadamente en los estantes de arriba. Encestó los frascos vacíos de espuma de afeitar, de gel de ducha y de champú en la papelera. Tiró a otra parte, repugnado, una caja de cuchillas Gillette gastadas, romas y llenas de pelos. Recogió los cristales de las botellas rotas y secó con cuidado los forros de los teclados antes de desenfundarlos. Los agitó con suavidad, uno por uno, y vio cómo caía una nieve de ceniza de entre las teclas. Friccionó con mimo cada controlador, enchufe, ruedecilla y conector. Estuvo a punto de encenderlos para comprobar si aún funcionaban, pero se obligó a no hacerlo. Cuando sacó toda la basura del dormitorio y del baño, las bolsas eran cinco, y la hora, las seis de la mañana. Puso el tendedero junto a la ventana, saludó con la mano y lanzó un beso a una chica que se fumaba un cigarro en la casa de enfrente y que le miraba flipada de encontrarse a un tío tendiendo en pelotas de madrugada. Estuvo barriendo, fregando con amoniaco los baldosines, restregando los saneamientos con lejía, pasando el estropajo febrilmente por las marcas negras que habían dejado los botes en los bordes de la bañera, hasta las nueve. Limpió los cacharros, los ceniceros, el vaso del cepillo de dientes, la papelera y el cubo. Apartó el sintetizador de la tabla, cogió la plancha y secó con el vapor caliente, alisándolos, un pantalón y una camisa. Les quitó las pinzas a un par de calcetines y unos calzoncillos. Estaban empapados, así que se los planchó también para quitarles la humedad. Se vistió la ropa crujiente y caldeada. Abrió el cajón en el que había ido metiendo todo el dinero que aparecía, se guardó un par de billetes en la cartera, cogió las llaves y se echó a la calle. Compró más limpiasuelos, bayetas, un frasco grande de pintura blanca y una brocha; estaba asqueado del olor a moho del techo del dormitorio. Pilló un paquete de tres sándwiches en los chinos y se subió dándole un bocado al primero. Le produjo arcadas, así que masticó despacio. Tuvo que dejarlo a la mitad dentro de la nevera. Retiró la ropa aunque estuviera mojada, la planchó y la dobló en los cajones de los módulos. Levantó la tapadera del bote con un cuchillo y mojó la punta de la brocha en la pintura plástica. Subido a la cama, se puso a darle una capa al techo, y maldijo a todos los demonios cuando cayó el primer churrete y le pringó la camisa. Eliminó la mancha rápidamente en el fregadero, se desnudó por completo y pintó, en principio sólo la gotera, luego la pared, después la esquina del baño, más tarde un rincón de la cocina-salón, para acabar repintando la casa entera. Fregó de nuevo el suelo de las motitas blancas. Hizo la cama y le puso encima una colcha gris que ya ni recordaba que tenía. Le quitó todo el celofán al ventanal roto. Tiró los trozos sueltos y dejó el cristal reventado en forma de estrella. Limpió los azulejos de la terracilla, llenando la fregona y el trapo de barro. Fregó bajo la cama, detrás de la mesilla del ordenador, friccionó el monitor y la CPU hasta hacer desaparecer la nube amarillenta del tabaco y la radiación del plástico. Se duchó bajo un agua primero hirviente, luego fría. Le dio otro mordisco, pequeño y cauteloso, al sándwich, y aguardó a ver cómo le sentaba. Se vistió y bajó las siete bolsas de basura: la de vidrio pesaba como un muerto y los contenedores de colores estaban a tomar por culo. Cuando regresó al piso, colgó el abrigo en lugar de tirarlo al suelo. Fregó otra vez, innecesariamente, hasta que relució la casa entera. Llevaba más de veinte horas de limpieza. No se había puesto ni música: con un gesto de profunda concentración, recogía su piso y le ponía orden sistemáticamente, como si lo que estuviera organizando fuera su vida y, ante la imposibilidad de ello, lo pagara con la casa.

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